Capítulo 63: Asuntos pendientes
A través de treinta y dos vías misteriosas de sabiduría
el Señor de los Ejércitos ha trazado su universo
de tres maneras:
con la escritura, con la cifra y con el relato (1)
—Yo sé por qué estás aquí —le dijo Orbia a Raimon de Foix.
Ambos estaban sentados en la terraza de la dama, almorzando a solas. El conde los había acompañado hasta Cabaret para poder hablar con Peyre Roger acerca de la posible ejecución de su marido. Aunque Orbia no participó en esas conversaciones, supo por el andar taciturno de su cuñado y su evidente molestia, que el conde no dejó de insistir en ejecutar la justicia de la orden. La dama loba también sabía que el mismo gran maestre tenía que dar su aprobación, ¿y acaso Guillaume lo hizo? De ser así, ¿por qué intentaba convencer a Peyre Roger de algo?
Todo aquello era extraño, pero Orbia no dudó en intervenir. A esas alturas sabía bien que los hombres se complicaban la vida cuando había mejores formas de solucionar las cosas. Y ella... Bueno, ella sabía cómo manejar a aquellos que se creían los amos del mundo.
—¿Y qué hago aquí, mi señora? —preguntó el conde mientras la veía llevarse una uva a la boca. Lo hizo lento, esperando que el hombre estuviera atento a cada uno de sus movimientos.
La dama sabía que era seductora. Y que la mirada del conde en ese momento era evidente. Quería tomarla en sus brazos, llevarla a la cama, aprovechar la soledad en la que estaban. Ella solo tenía que ceder, y en verdad no sería una molestia. Todo lo contrario, eran raras las veces en las que Orbia admitía sentirse atraída por alguien, y el conde tenía toda su atención.
—Está aquí porque quiere matar a mi marido —respondió la dama de lo más tranquila, hasta conservó la sonrisa.
—¿Por qué piensa que haría algo así? —replicó él sin perder la calma.
—Porque pertenecemos a la misma orden, y porque usted es el vengador de esta. Sé de lo que hablo. No soy ninguna dama ignorante de esos asuntos tan importantes.
—Claro que no, es el primer círculo de seguridad —respondió el conde mientras bebía un poco de vino—. Debe hacerse pasar por la dama Grial si alguna vez uno de nosotros abre la boca de más.
—E incluso tendría que ser capaz de morir por ella. Es algo a lo que estoy dispuesta, lo he pensado a menudo. En especial ahora que se acercan tiempos difíciles. —Aunque hablaba de un asunto terrible, la sonrisa no abandonaba el rostro de Orbia—. Por mucho tiempo he sido privilegiada por nuestra orden, quizá ya es hora de que retribuya un poco de aquello, ¿verdad? No debería lamentarme, después de todo, he tenido una buena vida.
—Mi señora, sois joven aún.
—Una buena vida no tiene que ser larga. —El conde correspondió la sonrisa de la dama, y le sirvió más de vino—. Prefiero vivir mientras aún mi vida florece, y no deshacerme poco a poco, quedarme seca y sin belleza. Una flor muerta y sin gracia que nadie querrá. ¿No lo ha pensado a veces, conde? Envejecer es decirle adiós a lo que somos. Algún día perderemos todo esto. La belleza, la gracia, la fuerza, el brío. ¿En verdad vale la pena seguir una existencia tan lamentable?
—Un pensamiento interesante, señora —respondió él—. No sé cuánto tiempo viviré, pero espero que cuando el momento me llegue, tenga una espada en la mano. Morir en batalla sería un digno final para mí.
—Una cuestión de honor, como todo caballero —le dijo Orbia. Se inclinó un poco más hacia él. Raimon intentaba concentrarse en su mirada, pero esta se desviaba a otro punto de su rostro. Hacia sus labios—. Es cierto que todo caballero debe defender su honor, y la orden también, ¿no es así? Y cuando alguien transgrede, no hay mucho que discutir. Así que va a matar al pobre de Jourdain por su atrevimiento.
—Es peligroso —contestó el conde, intentando mantener la compostura y ser serio—. Puede que el rencor que lleva adentro lo haga traicionarnos.
—Es mi marido.
—Creí que no le importaba.
—Claro que me importa. Y no me malinterprete, no guardo ninguna clase de afecto o respeto por él. Pero gracias a mi matrimonio con ese hombre es que soy quien soy: La loba de Cabaret. Yo llegué a esta corte siendo muy joven, ambos lo éramos. Tan jóvenes e inocentes, ignorantes del futuro. A pesar de todos sus arrebatos, sé que Jourdain no nos traicionaría jamás.
—¿Cómo está tan segura de eso?
—Solo lo sé —contestó Orbia—. Cometió un error terrible, producto de un arrebato y los celos. Pero aún sí sé que es leal a la orden. Jourdain sabe que ha actuado mal, que lo que hizo fue una insensatez, que obró en un momento de locura. Si a alguien le tiene rencor es a mí por hacer de él una burla. Pero, créame, conde. Él jamás haría algo que pudiera perjudicar a su adorada Bruna.
—¿Su adorada Bruna? —dijo este con cierta sorpresa.
—Por supuesto. Le dolió que ella jamás le correspondiera, que incluso lo usara para volver al lado de Trencavel. Aunque esa parte de la historia supongo que ya la conocéis. —El conde asintió lento. Fue complicado mantener a Bruna en Cabaret, cuando lo único que ansió fue volver con su amado. Tuvieron que tomar cartas en el asunto, así que sin duda algunos miembros de la orden como él se enteraron de esa historia. Solo que ella iba a contar la otra parte.
—Me dice que la adora y, sin embargo, la ofendió y maltrató. No suena muy convincente.
—Oh, querido conde. Es que es más complejo de lo que piensa —dijo ella, al tiempo que servía más vino para ambos—. Todos los sentimientos son complicados, incluso cuando se trata de hombres simples como Joudain.
—Quizá el resentimiento no sea algo tan difícil de explicar —contestó él—. Creo que puedo intuir el resto.
—Es listo, mi señor conde —respondió ella con una sonrisa traviesa—. Pues sí, fue algo como eso. Con su rechazo, Bruna lo hirió. Pocos fuera de este castillo saben que aquella agresión no fue la primera, dedicó estos años a desquitar su frustración con ella.
—¿Y en serio quiere que deje con vida a alguien que le hace tanto daño a la dama?
—No es que la odie a ella, se odia a sí mismo. Porque lo usaron, porque se prendó de Bruna y ni siquiera fue capaz de conseguirla, porque ella le tiene miedo, porque nunca podrá ser suya. Y aun así, la adora. Lo sé, yo más que nadie lo sé bien. No es una buena forma de amar, por supuesto. Pero él sabe que la dama estará en aprietos pronto, y nunca la conduciría hacia al peligro. Confío en que jamás hablará ni traicionará a la orden. Es un idiota, lo admito. Pero si hubiera querido traicionarnos, ya lo sabríamos. ¿No es así?
—No sabemos lo que trama, ¿y si ese silencio solo avecina algo peor?
—Entonces no se fie de mi palabra, ¿acaso no confía en Peyre Roger o Guillenma? La señora de Barbaria es una verdadera arpía, lo digo con todo cariño. Si ella siquiera sospechara que Jourdain nos va a traicionar, ya se lo hubiera contado a vos. O estaría haciendo lo posible para que nuestro gran maestre autorice la ejecución. ¿Habéis hablado con ellos? ¿Qué dijeron? —El conde no contestó de inmediato.
—Es solo que me cuesta creer que será tan sencillo.
—Sencillo no será, pero ya habrá oportunidad de probar la lealtad de Jourdain. Y si flaquea, sé que no será necesario que intervenga, otros se harán cargo —añadió con confianza. Y sí, eso lo tenía claro. Pero Raimon la observaba en silencio, dudoso si hablar o no.
—Orbia —dijo con suavidad, dejando atrás las barreras de las formalidades—. Creí que...
—¿Que quería deshacerme de mi marido y así quedarme viuda? —completó—. Si eso pasara dejaría de ser yo. Dejaría de ser la loba de Cabaret, y quizá ambos tendríamos la tentación de hacerme la loba de Foix. —El conde rio, ella acompañó esas risas.
—No era que pensara en dejarte viuda para poder tenerte.
—¿Y creíste que iba a animarte a hacerlo? No soy tan despiadada. Aunque ser la loba de Foix...
—Serías tratada como una reina —aclaró el conde de inmediato. Sonrió triunfante, segura de saber al fin hasta qué punto lo tenía prendado. Y tampoco iba a negarse que eso no solo fue un triunfo, fue mejor. Algo dentro de ella se estremeció. Fue goce, fue alegría. Fue algo real.
—Yo ya tengo un reino, se llama Cabaret —continuó ella—. Acá soy la señora, aunque Bruna deba ocupar mi puesto. Igual y yo ocuparé el lugar de Bruna en la muerte si así debe ser.
—Es usted una mujer leal, no solo a la orden, sino a su esencia —la elogió—. Y entiendo bien la decisión. Así es como deben ser las cosas, estamos en una posición en la que tenemos poco que escoger, pero muchas cuentas que pagar.
—Así es, fuimos elegidos después de todo —se mantuvieron en silencio un momento. El conde bajó la mirada, pues al parecer él también acababa de tomar una decisión.
—Debo partir, nada más me retiene en Cabaret.
—¿Regresará pronto? —Orbia se esforzó en fingir que eso no le importara, cuando en realidad era todo lo contrario. Por primera vez en mucho tiempo tenía esa extraña sensación que invadía todo su ser. Quería que el conde volviera pronto, necesitaba verlo seguido. Él era el hombre que estuvo esperando por mucho tiempo. Y quería que conociera a la verdadera Orbia, la que solo afloraba en la intimidad.
—Muy pronto. Es difícil olvidar a la loba de Cabaret. ¿Me extrañará, señora?
—Desde luego —contestó. La dama dejó los cubiertos a un lado y lo quedó mirando a los ojos. Se acercó un poco a él, y para sorpresa del conde, Orbia posó con suavidad los dedos en sus labios—. Tal vez no pueda ser la loba de Foix, pero seré tu loba. Se te hará más difícil olvidarme con este recuerdo que pienso darle.
Raimon no dijo más. Se abalanzó sobre ella y atrapó sus labios en un beso tan ardiente como el fuego. Y ese día lo dejó conocer a la Orbia real, la que de verdad quería ser suya.
***************
—Ojalá Miriam estuviera aquí —murmuró Bruna, pero él pudo escucharla.
Habían pasado unos días, y la dama parecía sentirse mejor. Aun así, todos lo decían que permaneciera en cama. Sus doncellas la asistían, el cura sanador de Saissac iba a verla a diario, y hasta el padre Abel pasaba el rato con ella. A pesar de todos los cuidados, para sorpresa de Guillaume, la dama insistía en la presencia de una albigense.
—¿En serio es necesario? Puedo ordenar que la busquen si así lo deseas.
—No creo que ella acuda en mi ayuda —le dijo—. Nosotras somos tan distintas, y... Y no tenemos una buena relación. Que Miriam se apiade de mí de vez en cuando no significa nada.
—Pero a ti te importa —la tomó de la mano y la apretó, Bruna sonrió a medias—. Amor, dime una cosa. ¿Por qué piensas que necesitas a esa mujer aquí? ¿Acaso no confías en las palabras del sanador? —se atrevió a preguntar.
Temió decirlo, pues no estaba bien pensarlo. Se suponía que eran hombres de Dios, que era lo correcto, que habían estudiado por años para entender esos asuntos. Pero él tenía muchas dudas, y no dejaba de pensar en eso. Bruna no volvió a sangrar desde aquella noche, ¿no se suponía que el sangrado natural de las mujeres duraba varios días? Todo eso era tan extraño, y no se conformaba con las respuestas del sanador, ni siquiera el padre Abel parecía saber lo que le pasó a Bruna en verdad. ¿Sería cierto que solo Miriam podría darles la respuesta?
—No es eso —respondió ella—. Es que hay... hay cosas de las que me da vergüenza hablar con los sacerdotes. Cosas íntimas, ¿lo entiendes? —él asintió—. Sé que el sanador ha estudiado mucho, pero no estoy seguro de que él... que él conozca... —enrojecía conforme hablaba. Eso, sin querer, despertó en él un arranque de ternura. A pesar de todo lo que ya habían compartido juntos, ella mantenía ese pudor.
—Tu cuerpo —completó Guillaume.
—Un cuerpo de mujer —aclaró—. Miriam parece saber más de esas cosas, y sé que no debería desconfiar de la sabiduría de los sacerdotes, es solo que...
—Tranquila, no tienes que explicarme nada. —Aunque sus doncellas estaban ahí, estas apenas le prestaban atención. El caballero se acercó a darle un beso en los labios—. Lo único importante es que te sientes mejor, y que pronto podrás salir de esta cama.
—¿Quieres que regrese a Cabaret?
—No, quiero que cambies de cama —susurró a su oído, ella suspiró.
—Guillaume, el padre Abel está aquí. Es obvio que lo han dejado para vigilarme —advirtió la dama, aunque no parecía preocupada en verdad.
—El padre Abel no puede estar siempre detrás de nosotros. Y cuando te mejores...
—Creo que ya me siento bien. —Ambos rieron a la vez, intentaron ser discretos, pero igual las doncellas se giraron a verlos con curiosidad.
—Entonces descansa, cariño. ¿Puedo pedir que dispongan una mesa para ti en la cena?
—Puedes, te prometo que ahí estaré —le dio otro beso, uno más largo que disfrutó mucho.
Tenerla en el castillo era casi una bendición. Desde que volvió a Saissac no hizo otra cosa que fantasear con una algo así, con Bruna viviendo a su lado. Y aunque la situación no era la ideal, pronto tendría solución. Haría todo lo posible para que Bruna se quedara más tiempo con él. El tiempo suficiente para amarse como se merecían.
Se despidió de ella, aunque le hubiera gustado pasar más tiempo a su lado. La promesa de verla en la cena lo tenía animado, así que salió de la habitación de la dama con una sonrisa. Había otro compromiso que debía de atender.
Guillaume caminó hacia su nueva biblioteca privada. Solo él tenía la llave, y nadie entraría sin su permiso. Al mirar alrededor supo que tendría mucho trabajo pendiente, esos libros no se ordenarían solos. No entendía ni la mitad, ni sabía cómo clasificarlos. Lo único que le confortaba de eso era que al fin le devolvieron los libros que robaron en el incendio, y que ni Trencavel ni el conde de Foix entendieron bien de qué se trataba todo eso.
Se encontraba en total silencio, y justo por eso le sorprendieron los dos toques en la puerta. Se giró de inmediato, y abrió sin pensarlo. Y ahí estaba el padre Abel.
—Señor —dijo este apenas lo vio—. Debo admitir que me costó llegar aquí a pesar de sus indicaciones, es un lugar recóndito del castillo, por decirlo así.
—Adelante, padre. Os estaba esperando —le dio el pase, el cura miró lo que adentro le aguardaba, y abrió los ojos con sorpresa.
—¿Qué es este lugar?
—Os lo contaré en privado. Pasad —insistió, y el padre Abel obedeció.
El caballero se quedó en silencio mientras el sacerdote observaba todo con curiosidad. No quería tocar nada, pero sus ojos iban de un lado a otro, examinando los volúmenes secretos que ocultaba en ese rincón de su castillo. Lo interesante era que él parecía entender algo, o al menos una parte.
—¿Y bien? ¿Qué opináis? —preguntó Guillaume.
—¿Todo esto os pertenece? ¿Eran de vuestro padre?
—Son de la orden. Y ahora que estamos aquí, creo que ya no tenemos que fingir que no sabemos lo que somos. Vos, un siervo de la orden. Yo, el gran maestre. —El padre Abel contuvo la respiración, no sabía ni cómo reaccionar.
—Lo supe mucho después de conoceros —admitió—. Antes no sabía por qué tenía que ayudaros a traducir un manuscrito tan delicado.
—Ah, vaya. Y aun así lo hicisteis. Peligroso, ¿no? —bromeó él, pero el cura se escandalizó.
—¡Lo hice por orden de la dama Guillenma!
—Lo sé, e hicisteis bien, no es un reclamo. Pero ahora que los dos tenemos claro que estamos en el mismo bando, quiero saber si aún estáis dispuesto a ayudarme en lo que necesite. Sois un hombre letrado, conocedor de lenguas antiguas, con amplia experiencia en traducciones y manuscritos.
—Lo admito, sí, con modestia. —Guillaume contuvo la risa. Modestia, sí claro. Él decía eso justo para alimentarle el ego, cosa que sabía que el sacerdote en el fondo disfrutaba.
—Ya visteis este lugar, necesito organizarlo y saber por qué mi padre escondía con celo estos libros. Todo eso por el bien de la orden y por la causa que persigue.
—Señor, en verdad me siento honrado de que recurra a mí para una labor tan importante. Sin embargo... —suspiró. Oh no, ahí iba el "Pero"—. Ya resultó muy perturbador y angustiante para mí descubrir algunos de los secretos del manuscrito aquel, y no deseo saber más. No quiero condenar mi alma. Soy un sacerdote, servidor de Cristo. En verdad no necesito enterarme de conocimientos prohibidos.
—Os entiendo, y no es necesario que sepáis más. Solo ordenar este desastre. Confío en vos, en vuestro trabajo. Y no os pediré nada que os haga sentir incómodo.
—Gracias, señor. Sois muy comprensivo.
—Pero sí entendéis que es necesario acomodar la nueva biblioteca, ¿verdad? Con que los libros estén ordenados, y que yo tenga una noción de qué contienen cada uno de ellos, me basta. Ya me encargaré del resto después.
—Entonces no hay nada más que agregar, señor. Mi papel en la orden siempre fue secundario, pero vos me dais la oportunidad de tener una labor importante. Me honráis, y estaré complacido en ayudaros en lo que sea necesario.
—¿Y cuándo podéis empezar?
—¿Qué tal ahora mismo? —Guillaume asintió. Tenía tiempo hasta la hora de la cena.
El padre Abel miró una vez más todo lo que le rodeaba. Ni él sabía por donde empezar a ordenar. Se dirigió hacia una mesa y abrió el primer libro, luego otro, y otro. Torció los labios, ¿en verdad era tan complicado?
—Para empezar, será mejor separar los libros por idioma —Guillaume asintió—. Los agruparemos. En un lado los que están en latín, en griego, en árabe, en hebreo, en...
—No es que yo conozca todos esos idiomas, padre.
—Os guiaré entonces.
Dejaron la amplia mesa libre para acomodar los documentos. Pocos tenían latín como contenido, la mayoría eran antiguos, y el mismo padre Abel dijo no tener el conocimiento suficiente para interpretar todo. Al menos, en su primer avance, Guillaume se dio cuenta de que había varios en hebreo antiguo, griego y árabe. Más libros en árabe de lo que esperó. Él solo sabía que se trataba de ese idioma pagano pues el padre se lo dijo, y porque reconocía unas líneas que seguía un patrón extraño. Cielos, ¿cómo hacía la gente para entenderse así?
—Al parecer tenemos mucho trabajo por delante —comentó el caballero. Pues sí, separar los libros por idioma era solo el primer paso, también necesitaba saber de qué trataban cada uno de ellos.
—Por hoy podemos ordenar los libros en hebreo.
—Bien —cogió el primero que tuvo a la mano. No era un libro en verdad, habían atado varios pergaminos para ordenarlos y darles forma. Al ojear, notó que además ilustraciones de las que no entendía nada—. ¿Y esto qué se supone que es?
—Dejadme revisarlo a detalle. —Guillaume se hizo a un lado. El sacerdote leyó los pliegos con cuidado y asintió lento. Al parecer no le tomó mucho tiempo—. Me temo que es el Séfer Ietzirá.
—¿Y eso qué es?
—El libro de la creación de los judíos.
—¿El libro de la creación no es el Génesis?
—No es lo mismo. Los judíos hablan de un saber sagrado que al parecer le fue revelado a Abraham. No es un libro que cuenta cómo se creo el mundo, sino la forma de crear.
—¿De crear?
—Con el poder del verbo, con la correcta entonación de las letras. Es dar forma a las cosas al conocer los nombres secretos. Así, de alguna manera, se conoce el misterio de la creación divina.
—No suena muy cristiano que digamos...
—Por supuesto que no —dijo el cura con condescendencia—. ¿No estoy diciendo que es una creencia judía?
—Me refiero a otra cosa. ¿Por qué alguien querría aprender a crear con la voz? ¿A dominar?
—No es algo que yo pueda responder.
Pero él sí. Guillaume hizo la conexión de inmediato. Al parecer los egipcios no fueron los únicos que buscaron entender una de las armas de terror que los dioses entregaron a los hombres. Eso de lo que hablaba el cura no podía ser otra cosa que el encantamiento. En ese libro que tenía frente a él enseñaban a usarlo. Palideció, comprendiendo por qué su padre lo escondía. Nadie debería saber eso, ni los judíos.
La pregunta principal era, ¿en verdad había alguien capaz de dominarlo por completo? ¿Cómo sería sentir ese poder?
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(1) Fragmento del Sefer Yetzirah
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OMG NO ME PUEDO CREER QUE YA ESTAMOS EN EL PENÚLTIMO CAPÍTULO. Unas puertas se cierran, otras se abren #impaktadah
Orbia ya sacó las garras, el Guille se entera más de lo que quería xd y las dudas sobre la salud de Bruna están presentes. Ah, y Arnaldo anda por su lado listo para hacer su gatada (?)
RECUERDEN que me gusta hacer ranking de mejores momentos xd así que dejen en comentarios sus escenas fav, dramáticas, etc. para que entren a votación y armemos el ranking final.
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