Capítulo 58: Presagio

Verdad dice quien me llama ávido

y deseoso de amor de lejos,

pues ningún otro gozo me place tanto

como la alegría del amor de lejos.

¡Pero lo que quiero me está tan prohibido!

Mi padrino me hechizó

para que amase sin ser amado (1)


Del manuscrito de Arnald

Nos quedamos dos días más en Moix. Después de que mi señor y el comendador Froilán se reunieran, me mandaron a llamar. Al fin ambos hombres llegaron a un acuerdo, y Guillaume ya no tendría que preocuparse por la aceptación del miembro más antiguo de la orden del Grial. Escuchar eso fue un alivio para mí, por varios meses creí que la situación no tendría solución.

El comendador Froilán me felicitó por haberme mantenido fiel a la causa y a mi señor, y dijo que tendría mi recompensa. Era muy pronto para ser nombrado caballero, pero que empezaría una instrucción formal para aprender más de la orden. Recibí con alegría esa noticia, pues eso significaba que debería regresar a Béziers, a casa con los Maureilham.

En Moix no había muchas comodidades, así que tuve que ayudar en las labores de la encomienda, e incluso preparar mi comida. Mientras tanto, el comendador le daba a mi señor una lista completa de todos los informantes de la orden, caballeros de apoyo y los oficiales a los que debía de conocer pronto. Incluso nos habló de la extensión de Aragón, me sorprendió saber que nada más y nada menos que el rey Pedro de Aragón era parte, incluso monjes y monjas del monasterio de Alba.

Las sorpresas no acabaron ahí. Hasta mi señor quedó boquiabierto al saber que el padre Abel era parte de la orden, que incluso en París la orden estuvo presente en nuestras vidas sin siquiera saberlo. Alix y Oriza de Labarthe, ambas miembros de rango medio que cuidaron las espaldas de mi señor por varios años. Lo de Oriza lo sospeché cuando ella misma acudió a mí para advertirme del problema que se avecinaba, pero lo de la dama Alix no. Ella siempre fue una presencia constante en nuestras vidas, una amiga confiable, pero también una miembro fiel a la orden que jamás delató su posición.

Se diría que el trabajo duro estaba por empezar. Mi señor iba a tener unos meses muy ocupados de ese momento en adelante. Guillaume debería enviar cartas con instrucciones a los informantes y miembros de la orden, hacerse presente, e incluso visitarlos de vez en cuando. O procurar que ellos lo visiten. Pronto tendríamos que ir a ver al rey Pedro. En fin, iba a ser un arduo trabajo.

Nos preparamos para emprender el camino, incluso Abelard iba a escoltarnos hasta cierta parte, pues iba hacia Montpellier. El templario siempre me pareció alguien muy serio, y aunque sabía que era fiel, nunca tuve claro si debía de fiarme del todo de él. Siempre andaba en silencio, y aunque la calma durante los viajes era algo que prefería, me inquietaba que luciera tan pensativo.

—Así que a Montpellier —dijo mi señor mientras cabalgábamos.

—Sí, es allá a dónde me dirijo —contestó Abelard sin interés.

—¿Alguna misión en especial que deba saber?

—En efecto, mi señor. El comendador me pidió que le informara. Durante este tiempo él se encargó de custodiar algunos documentos de la orden, y de enviárselos a Sybille para que trabaje en las traducciones. Son confidenciales y más delicados que no podemos confiar a los monjes de Alba.

—Oh, claro. Entiendo. ¿Entonces es Sybille quien los traduce? —asintió—. Interesante.

—Gracias a la formación que tuvo en la abadía de Lagrasse, y la instrucción de vuestro padre, la dama es hábil en ese tipo de trabajos.

—¿Y tenéis idea de qué se trata todo esto? ¿Qué le estáis enviando?

—No sé nada, mi señor. Mi deber es solo entregar, no debo ni puedo conocer nada de lo que contienen esos documentos, no es algo que me corresponde.

—Pero a mí sí —murmuró Guillame, todos pudimos escucharlo.

—Así es, mi señor. Desconozco la naturaleza de la traducción, supongo que son asuntos que deben ser tratados en persona con la profetisa.

—Desde luego. —Guillaume se mantuvo en silencio por un instante. La visita a la villa de Montpellier no estaba en nuestro itinerario, y tampoco habíamos hablado de eso—. ¿La conocéis bien, Abelard? —preguntó mi señor.

—Lo suficiente para saber que se puede confiar en sus predicciones, señor. ¿Planeáis presentaros ante ella pronto?

—No aun, hay muchos asuntos que atender. Ella es importante, lo sé, pero ahora mismo hay temas más urgentes.

—Por supuesto —respondió Abelard. Apartó la mirada de nosotros, mantuvo su vista fija en el camino. No parecía tener intención de decir algo más, o eso pensamos—. Voy a verla pronto, ¿queréis que le dé algún mensaje?

—Solo... —Mi señor también lo dudó. En ese entonces no lo entendía, pero la existencia de Sybille y su poder era algo que lo atormentaba. Tenía temor a las profecías, al futuro, a un poder que no podía comprender. Y sobre todo, sabía que su madre fue como ella—. Decidle que todo estará bien —añadió, y no dijo más. No, en aquel entonces él hubiera preferido que Sybille no existiera.

Cuando llegó el momento de tomar el desvío a Lastours, me llevé una sorpresa, pues mi señor me informó que nos íbamos para Béziers a conocer y hablar con el padre de Bruna. Yo no cabía más en mi emoción, ¡al fin iba a ver mi tierra amada! Sus colinas, el riachuelo, sus casas, sus altos muros, su bello paisaje. Me sentía tan feliz que no podía creerlo. Volvería con mi familia, aunque sea un par de días, volvería sentir el calor y el amor que solo sentía en mi tierra.

No pisaba Béziers desde que partí a París para ser paje de Guillaume, así que mi corazón latía emocionado mientras avanzábamos por caminos ya conocidos que me conducían al hogar. Como podréis imaginar, el día en que vimos los muros de Béziers yo me sentía eufórico. Llegamos una tarde, soplaba una deliciosa brisa y los últimos rayos del sol teñían de ese color rosáceo los muros.

—Así que esta es tu tierra —dijo mi señor mientras nos acercábamos—. La villa de Bruna. Ahora entiendo. Es en verdad hermosa.

El señor Guillaume lucía fascinado ante la visión de Béziers, gracias a nosotros había escuchado hablar de la belleza de esa villa, y al parecer estaba de acuerdo en todo. En la entrada encontramos a mi tío Bota, quien me reconoció de inmediato. Y aunque era la primera vez que veía a Guillaume de frente, supo pronto quién era él. Nos sonrió, a mí me abrazó con entusiasmo. Él siempre fue casi como un padre para mí, veló por mi bienestar y me recomendó para ser parte de la orden. Sin su intervención, no sería nada de lo que soy ahora y siempre le estaré agradecido.

Mi tío nos condujo hacia el palacio vizcondal, donde el señor Bernard de Béziers nos esperaba. No había cambiado mucho en los últimos años, lucía casi como lo recordaba. Nos recibió con amabilidad, y después de los saludos formales, me despedí. Mi señor y él tenían muchas cosas importantes que hablar.

Decidí ir a dar una sorpresa a mi familia, aunque sospechaba que las noticias de mi llegada ya habían viajado hasta la casa de los Maureilham. Y claro, fue así. Casi no puedo describir la emoción que me embargó al ver de nuevo a mis tíos, tías, primos y primas; todos esperándome en la entrada de la casa. No reconocí a mis primos más pequeños, quienes ya eran todos unos jovencitos, y mis primas que ya se habían convertido en unas damas preciosas. En especial Lorena, se había convertido en toda una dama encantadora, e incluso me agradaba la idea de que mi amigo Luc la pretendiera. Nadie mejor que él para tratar a un joven como ella.

Mi familia me llenó de preguntas acerca de París, de Cabaret, de Saissac, Carcasona y todos los lugares que visité. Antes de caer la noche, mi tío Bota insistió en que acudiéramos al palacio vizcondal a darle la bienvenida, dijo que era lo propio considerando los años que pasamos juntos, y que se trataba del nuevo señor de Saissac.

Cuando estuvieron frente a él temí que a Guillaume se le escapara una descortesía de aquellas, o que se comportara desvergonzado delante de mis primas. Fue todo lo contrario, él se mostró muy educado y mi familia quedó encantada. Me dijeron que tuve suerte de que me hicieran paje de un caballero tan excepcional y un gran señor como él.

Por supuesto que a mí no me quedó otra que seguirles la cuerda. ¡Si supieran como fue Guillaume en París! ¡Qué desastre, por todos los cielos! No aprendí nada de él allá. Pero tenía que admitir que mi señor había cambiado mucho y para bien. Mi familia quedó encantada, y yo más feliz al estar en casa una vez más.

Esa fue la última vez que los vi a todos juntos, la última vez que sonreí al lado de los miembros de la familia Maureilham. La vida, querido lector, se encargó de destruirlos.


****************


Montpellier, fines de octubre de 1208

Vivir en Languedoc le enseñó una cosa: Las noticias siempre llegaban en forma de canción. Sybille no solía acudir a las fiestas en la corte de Montpellier, sabía que en realidad no era bienvenida. Para todos no era otra cosa que la prima solterona y extraña, alguien de quien corrían rumores y que evitaban. Solo aparecía si no le quedaba alternativa, o si su padre insistía en que sería una falta de respeto para la familia no presentarse.

Así fue como se enteró. Ya antes escuchó sobre la difícil Bruna de Béziers, la dama que era trovada con insistencia por el fantástico Peyre Vidal, a quien muchos consideraban bella e inalcanzable. Ella, la dama del Grial. De alguna forma, se decía Sybille, era verdad que Bruna estaba más allá de cualquier cuestión de finn' amor. Había nacido con un destino, uno del que ella sabía algo.

Pero Bruna ya no era la dama inalcanzable que describieron por varios años. La habían conquistado. No era así, en realidad, era peor. Ella y su futuro esposo estaban juntos, se unieron en juramento de finn' amor. Pocos conocían a Bruna más que como la mujer que nunca aceptó a Peyre Vidal, y no les importaba más que eso. La novedad de saber que un señor era su caballero sacudió la corte por unos días, y luego se les olvidó. A ella no. No podía dejar de pensar en eso.

Nadie sabía quién era en verdad Bruna. Hablaban con descuido de la mujer más importante para la orden. Más que ella misma y todas sus predicciones. Era ella quien estaba en la cima, Sybille parecía estar en el fondo. En un lugar sin importancia.

La joven dama era consciente de que una parte de ella tenía envidia, de que quizá hasta la odiaba un poco. Ella era la que tenía las visiones, la que advertía a todos, la que tenía una gran responsabilidad, la que era martirizada por la sociedad. En cambio, la otra se llevaba todo, incluso al caballero que por derecho tenía que estar con ella. No importaba que fueran a casarse, a esas alturas Sybille tuvo que aceptar entre lágrimas que sus sueños de romance con Guillaume solo fueron ilusiones vagas, que él jamás la querría. Se iba a convertir en lo que siempre temió ser: La esposa a la que solo usaban para tener herederos, la que dormía a solas mientras el marido se divertía con otra.

No quería ser mezquina, sabía que la vida de la dama del Grial cambiaría dentro de poco. ¿Merecía ser feliz esa mujer? Tal vez. ¿Pero acaso no lo merecía ella también? Si lo que decían las canciones era cierto, y esos dos se querían, Sybille tuvo claro que pasaría años de amargura al lado de Guillaume. Tendría que verlo de la mano con esa dama, tendría que oírlos hablar de amor en su cara y encima tendría que respetar eso. Odiaba pensar que iba a pasar noches de soledad en su alcoba mientras esos dos se divertían a sus espaldas.

Los rumores eran muchos, pero de la intimidad nadie sabía nada. No tenía idea del carácter de Bruna, y de cómo se comportaba a solas. Si quizá una muy recatada y religiosa, o quizá una que ya abrió las piernas. Y de ser así tendría que soportar que su marido la llevara al castillo y yaciera con ella bajo el mismo techo, aguantar su ausencia por días mientras amaba a la otra de mil maneras, como jamás lo haría con ella.

¿Qué iba a hacer? Ya no estaba segura de sus sentimientos. Alguna vez soñó con ser una esposa amada al lado de Guillaume, luego se sintió querida por el templario Abelard. Por él también sentía algo, pero eso sería imposible. Los templarios no jugaban a la finn' amor en las cortes, y ellos no tendrían posibilidad alguna. Para ella el destino era claro: Bruna siempre estaría entre ellos, y nunca sería feliz.

Poco después las cosas cambiaron. Sybille soñaba todas las noches, siempre fue así, capaz de recordar cada sueño con detalle. Soñaba tanto que ya no sabía diferenciar de lo que eran simples profecías con solo sueños, así que siempre escribía todo con lujo de detalles a la mañana siguiente. Y entre esos sueños había asuntos que no sabía bien como tomar. De vez en cuando soñaba con Guillaume.

No lo conocía, pero sabía que era él. Podía incluso escuchar su voz, aunque no conseguía recordarla con claridad cuando despertaba. Y también vio a Bruna, aunque era una situación parecida a la de Guillaume, no conocía su rostro. Incluso comenzó a soñar más a menudo con Bruna que con Guillaume sin entender la razón. La presencia de Bruna siempre le producía angustia.

En sus sueños, Bruna la molestaba, la hacía sentirse mal. Y no lo hacía a propósito, el solo verla le inspiraba todo aquello. Casi siempre la veía al lado de Guillaume, a veces solos, a veces a los tres juntos. En sus sueños Bruna siempre desaparecía en algún momento, no sabía a donde se iba. Y cuando eso pasaba, ella se llenaba de calma, se sentía feliz.

Pero cuando se daba cuenta Guillaume estaba triste, pensando en Bruna, siempre preguntándose a donde se había ido. Y de pronto ella regresaba otra vez, y la angustia volvía. Cuando Bruna llegaba Guillaume corría donde ella, la amaba y lo gritaba ante todos. Pero Bruna volvía a irse, siempre era así. Por primera vez en toda su vida como profetisa, Sybille no entendía nada de esos sueños.

Quizá era porque la presencia de Bruna la llenaba de miedo. Al final se convenció de que era temor lo que le inspiraba. Había algo en ella que la asustaba. En sus sueños sentía como si pasara mucho tiempo para Guillaume y ella misma, pero para la dama del Grial no. Y eso le daba miedo. Porque cada vez que Bruna se iba y volvía, Sybille la sentía más lejana y oscura.

En cada sueño le intrigaba más y más la presencia de Bruna, lo que esta le provocaba. No solo era miedo, era cierta fascinación. Sybille pensó que quizá era su condición como dama del Grial en la orden lo que la hacía verla así. Porque Bruna siempre parecía tener un aura de superioridad, de ser casi irresistible. De ser, ¿cómo decirlo? Eterna. Lo que la joven profetisa no entendía era que si esos sueños, o visiones, reflejaban días, o meses, o quizá años. O quizá toda una vida. Sybille se dijo que eso era imposible. Era una tontería, solo miedos infundados, celos. Eso era todo.

Y cuando más agobiada se sentía, llegó la calma. El alivio. Con mala cara, Leonor le informó que el templario Abelard llegó a verla. Sybille se apresuró a ir a su encuentro, él la esperaba en aquel despacho de su padre que usaba para escribir sus profecías. Se recogió el vestido para caminar con prisa, esperando no caer de bruces al suelo de tanto apuro. Se detuvo antes de entrar, respiró hondo y se tomó un momento antes de abrir la puerta. Leonor iba tras ella, pero a paso lento. Al menos tendría un momento para hablar con él a solas.

—Abelard —dijo apenas lo vio. El hombre se giró con rapidez, una sonrisa apareció en su rostro. El templario se aproximó a ella, y sin decir nada, tomó su mano y la besó despacio. La profetisa contuvo la respiración.

—Me alegra tanto veros otra vez, Sybille —murmuró sobre su piel. Pronto tuvieron que separarse, pues Leonor llegó al despacho.

—Caballero, está de vuelta —dijo su aya con ese semblante serio de siempre.

—Así es, Leonor. Vengo a traer noticias importantes a la profetisa, asuntos confidenciales.

—Por supuesto, siempre son confidenciales —contestó Leonor con mala cara. Para la mujer, Abelard aprovechaba esos asuntos de la orden para quedarse a solas con ella. Y aunque a Sybille le gustaría que sea cierto, no era el caso. En verdad no podía escuchar ni una palabra de lo que Abelard iba a decirle.

Leonor los dejó solos al fin. El templario estaba a una distancia prudente, y de la alforja que llevaba sacó todo lo que el comendador de Moix le llevó. Sybille lo miró todo con curiosidad. Extrañas tablillas de la vieja sumeria que ya conocía, pergaminos antiguos, tal vez papiros egipcios. Abelard los colocó con cuidado sobre el scriptorium, ella tomó despacio la primera tablilla. Al hacerlo, tuvo una extraña sensación que la recorrió por completo. Y no fue bonito.

—¿Qué es todo esto, Abelard?

—Esperaba que vos lo supierais, Sybille. O supongo que eso es lo que el comendador piensa.

—Bueno, tengo referencia de este tipo de escritura. Nuestro anterior maestre me dejó instrucciones. Me tomará tiempo traducirlo. —La dama dejó la tablilla a un lado. Todo era similar a lo que ya había visto, pero algo no estaba bien. Algo en ellas le daba una mala sensación.

—Qué bueno, pues nuestro gran maestre necesitará esa información pronto.

—Guillaume... —murmuró. ¿Acaso era su prometido quien estaba del envío de esos documentos?

—Hay algo que debo contaros, es bueno que estéis al tanto —continuó Abelard. Así Sybille supo que las aguas se habían calmado. Guillaume ya no tenía impedimentos para ser el gran maestre, al fin él y el comendador Froilán llegaron a entenderse, pronto hasta el mismo conde de Foix pondría su espada a su disposición.

—Me alegra tanto escuchar eso —expresó aliviada—. Creí que esta incertidumbre jamás terminaría, con tanto peligro cerca. Y decidme, ¿lo habéis visto? ¿Cómo está él?

—Ocupado, ahora es cuando debe ponerse en contacto con todos los caballeros de la orden.

—¿Y qué hay de...? —dijo continuar, se detuvo. "¿Qué hay de mí? ¿Por qué no viene a mí? ¿Es que en verdad no le importo nada?", pensó con tristeza. Y no quería darle pena a Abelard

—Me pidió que os dijera que todo estaría bien. —Sybille sonrió a medias, y se sintió muy tonta. Tenía a alguien que la quería frente a ella, pero sufría por el desdén de otro que no conocía.

—¿Qué va a pasar ahora, Abelard? —preguntó ella. Tanto qué decirle. ¿Qué significaban sus visiones con Bruna? ¿Qué haría con esos documentos por traducir? ¿Qué hacer con sus sentimientos no correspondidos y un futuro incierto? Pues hasta a una profetisa todo lo parecía sin rumbo y extraño.

—Seguiremos adelante —respondió él—. Con la esperanza de que las cosas no serán tan trágicas como creemos.

—¿Y si no es así?

—Sobreviviremos. —Abelard sonrió de lado. Tal vez ella lo hiciera, ¿y qué sería de él?



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(Jaufré Rudel, 1125-1148)

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¡Buenas, buenas!

Feliz domingo, espero que estén súper chill y relax antes de volver a la esclavitud mañana xdd OKNO.

¿Estamos entrando a la recta final? En efecto. ¿Qué significan las visiones de Sybille? Lo averiguaremos. 


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