Capítulo 5: Traiciones

Soy traicionado y engañado

como buen servidor

a quien se le considera locura

aquello por lo que se le debe honrar;

y espero el mismo galardón

que quien sirve a un traidor (1)

Bernard de Saissac no se quedó mucho tiempo en Carcasona. La presencia de un señor conocido en la corte llamaría la atención, y tal como estaban las cosas con la orden y los peligros que se avecinaban, era mejor ser discreto.

Le dejó las instrucciones precisas al vizconde Trencavel, entre ellas estaba poner en contacto a su hijo con el primer anillo de seguridad que llevaba a la dama del Grial, todo con absoluta discreción. Si era cierto que los habían traicionado, a esas alturas los conspiradores ya debían de haber revelado quién era él dentro de la orden. Cuando Guillaume regresara todos los ojos estarían puestos en él, si iba directo a presentarse ante la dama del Grial, revelaría la identidad de esa mujer. En cambio, ir a presentarle saludos al vizconde sería lo esperado, nadie sospecharía nada. Tenían que ser cuidadosos, la identidad de la dama era algo que había que cuidar con celo en esos tiempos.

Era esa una de las razones por las que se habían creado anillos de seguridad. Estos "anillos" estaban conformados por cuatro damas que deberían hacerse pasar por la dama del Grial cuando alguien ajeno a la orden se acercara. Cada una sabía cómo actuar y en qué momento hacerlo. Pero también cada una sabía que, si debían de morir por la dama, lo harían. Solo le quedaba confiar en que Trencavel cumpliera su deber, pero una parte de él temía que llegado el momento se echase para atrás.

Sabía que el joven señor no era un traidor, pero parecía no haber dejado atrás sus viejas rencillas con su hijo. Ni hablar del otro asunto. Lo único que esperaba era que Trencavel actuara como se suponía, que su reputación de hombre honorable fuera tal, y que no se le ocurriera echar a perder las cosas por celos ridículos a esas alturas de la vida. Ya solo le quedaba despedirse, también tomaría precauciones en cuanto a él.

—Me hubiera gustado que os quedarais más tiempo, maestro —le dijo el vizconde al momento de la despedida—. Hubiera hecho grandes fiestas en vuestro honor.

—No es el momento para fiestas ahora, vizconde. Debo partir rumbo a Tolosa, necesito saber qué está haciendo nuestro querido conde y conocer sus verdaderas intenciones.

—Lo aseguro: Si hay un traidor, es él —dijo muy convencido—. Es un ladrón, ya no puedo contar las veces que ha intentado incursionar en mis tierras y arrebatarme lo que me pertenece. El muy cobarde lo niega, además —agregó. Bernard podía ver cómo se marcaban las venas de su frente y su rostro se tornaba rojo, hablar del conde de Tolosa sin duda lo sacaba de sus casillas—. Sería capaz de todo, incluso de vender a toda la orden.

—Exageras, joven Trencavel. Es cierto que el conde de Tolosa no es el mejor de los hombres, pero no es un traidor —lo defendió. El muchacho no lo entendía. Conocía a Raimon desde su niñez, y a pesar de su concepto de moral bastante cuestionable, y su tendencia al oportunismo, siempre había respetado todas sus decisiones como gran maestre de la orden.

—Creed lo que os parezca conveniente, maestro. Yo tengo mi propio concepto de ese hombre. Conozco a mi tío.

—No discutamos más por esto —le dijo en tono conciliador. Entendía la molestia del vizconde hacia su tío, pues él mismo reconocía que Raimon podía pasarse un poco en sus ambiciones—. Quiero saber —continuó—, ¿cómo se ha portado el muchacho de Béziers?

—¿Luc? Todo perfecto, es un paje muy eficiente —contestó tranquilo—. Aprende rápido, es casi uno de mis escuderos.

—Oh, me alegra escuchar eso. ¿Y él está aquí? Me gustaría verlo para darle algunas instrucciones.

—No será posible. Me pidió unos días libres para ir a Béziers, quería pasar un tiempo con su familia y no fui capaz de negarme. Ha trabajado tan bien estos años que se lo merece.

—Desde luego —contestó Bernard intentando disimular su decepción. Justo con Luc quería hablar. Para asegurarse que Trencavel cumpliera su parte, tuve en mente poner a Luc a vigilarlo con discreción. Ya se encargaría de eso en cuanto lo viera en Béziers.

El maestro y el aprendiz se despidieron. Luego de visitar a tres de los miembros más jóvenes de la orden, Bernard se dirigía a ver a alguien con quien fue criado. Alguien que tuvo los mismos derechos para convertirse en el gran maestre de la orden del Grial, ya que el bisabuelo de Raimon, el conde de Tolosa Raimundo IV, fue uno de los líderes de la cruzada que tomó Jerusalén. Y fue allá donde se fundó la orden de los caballeros del Grial, cuando el secreto fue pasado en un momento desesperado de oriente a occidente.

Ambos se criaron junto a Froilán de Lanusse, y fueron separados para ser instruidos en los misterios de la orden. Aunque el que tuvo más derechos a tomar el cargo fue el conde de Tolosa, el antiguo maestre fue quien decidió que Bernard de Saissac tomaría el puesto.

Tolosa no estaba muy lejos de Carcasona, apenas un día y medio a caballo a paso lento los separaban. Pero Bernard no estaba para detenerse, así que apresuró el paso y llegó a la mañana del día siguiente en que partió de Carcasona. Al igual que con el vizconde, decidió que era mejor no presentarse. No quería desconfiar de Raimon, pero una parte de él temía que las advertencias del vizconde fueran reales. Quería creer que no era así, que su compañero de toda la vida no era un traidor a la orden.

Siempre tuvo claro que Raimon no era alguien que derrochara honor, pero tampoco podía darse el lujo de echar de la orden a alguien que además era considerado marqués de Provenza. Su padre hizo bien al no dejarle el puesto de gran maestre, pues alguien tan impredecible como él en realidad ni debería ni estar a cargo del condado de Tolosa. De él se contaban toda clase de atrocidades en el mediodía, que además eran exageradas al llegar a los oídos del Papa.

Bernard estaba seguro que en Roma lo tenían como a un monstruo. Había escuchado los rumores que decían que se acostaba con sus sobrinas, que hizo acuchillar a un cura que lo denunció. Y no conforme con eso, lo hizo descuartizar y machacó su cuerpo con un enorme crucifijo de madera. De todo ese cuento de sangre y desgracias lo único cierto era que mandó a encarcelar a un sacerdote que lo criticó. Eso poco importaba, pues si la iglesia de Roma quería declararle la guerra, ya tenía bastantes razones para excomulgarlo.

Luego de su llegada, para todos sorpresiva, Bernard fue conducido hasta un salón donde lo esperaba en conde. Cuando se vieron estrecharon sus manos y sonrieron como los amigos que eran. Le resultaba difícil a Bernard creer que ese hombre podría ser el traidor a la orden. No quería creer que alguien con quien compartió tantas aventuras estuviera contribuyendo a la caída que vio Sybille en sus sueños.

Raimon, Bernard y Froilán eran los miembros más antiguos de la orden, los tres pilares que debían guardar el secreto y escoger a los integrantes. Cierto que Raimon de Tolosa solía tener un accionar muy cuestionable como conde, pero como miembro de la orden siempre había contribuido. De su parte corría mucho del dinero que usaban para fortalecer las redes de contacto por todo Provenza. Y Froilán, un comendador templario, estaba a cargo de un sistema de vigilancia y mensajería que los conectaba a todos. A esas alturas, cuando todo peligraba, no podían tener rencillas. Y Raimon tenía que mantenerse firme por el bien de todos.

—Vaya, Bernard, ¡tanto tiempo! —Le dijo una vez estuvieron a solas—. ¿Dónde has estado? No se te ha visto por aquí en mucho tiempo.

—Descansando, me fui a pasar la Navidad en Cabaret.

—¡Oh! ¡Cabaret! —Respondió levantando la voz con entusiasmo—. La ciudad del joy, debió de ser muy entretenido, lo que hubiera dado por estar allí.

—Claro que lo fue, hasta Peyre Vidal estuvo presente. La pasamos muy bien, no lo niego. Voy camino a Foix, pero decidí hacer una parada para visitarte al menos un momento —mentía. No tendría tiempo de ir a ver al conde de Foix, pero de esa forma lo despistaría.

—¿Tan poco tiempo? Me gustaría que te quedaras a disfrutar del almuerzo, pero ya que tienes prisa...

—Es una pena, pero no puedo quedarme. Por cierto, quería preguntarte qué tan cierto es eso que el legado papal Arnaldo ha estado por aquí. Ya sabes, la gente habla... —En ese momento el rostro de Raimon palideció. Notó de pronto un cambio repentino de actitud, bajó la mirada y luego de unos segundos se esforzó en mostrarse natural.

—Si, si... Estuvo por aquí. Ya sabes, quieren excomulgarme y todo eso.

—¿Excomulgarte? ¿Qué has hecho ahora? —Bromeó Bernard.

—Lo de siempre, según ellos no combato lo suficiente a los albigenses. No sé qué esperan que haga, como si fuera fácil convertir a miles en un par de meses.

—Eso es una excusa y lo sabes. Al Papa le encanta presionar a las personas, cree que tiene el mundo en sus manos, pero a nosotros no nos tendrá.

—Sí, y en parte tiene razón. Como buenos cristianos debemos luchar contra los herejes que manchan el nombre de la Santa Madre Iglesia —agregó, y sonó algo serio. Bernard arqueó una ceja, esa no se la creía ni él.

—Para lo que importa el nombre de la iglesia con todo lo que sabemos sobre el secreto —contestó con desdén. Solo entre miembros de la orden, y en privado, podían expresar lo que en verdad pensaban. Siempre fue así, en especial con Raimon.

—Sé que cuando el secreto se revele nada de eso tendrá sentido —se excusó el conde—. Pero ante el Papa somos miembros de su Iglesia, y debemos fingir que la respetamos.

—Lo entiendo, la iglesia tiene poder y sabe cómo presionar. También entiendo que tengas miedo.

—¿Cómo no temer? Si me excomulgan cualquier caballero tendrá el derecho a quitarme todas mis tierras.

—Sabes jamás permitiremos que te despojen. Si deciden atacarte, será una declaración de guerra para todos. Hacer algo como eso sería muy arriesgado.

—Corren tiempos difíciles y extraños, Bernard. ¿No lo crees? —El gran maestre asintió despacio. La seriedad de Raimon, sus comentarios que intentaban ocultar el temor que sentía por perderlo todo. Por supuesto que le ocultaba algo, y él tenía que ser más cuidadoso con todo lo que sabía—. En fin, no hablemos de temas lamentables —continuó el conde—. Cuéntame, ¿cómo están todos? ¿Has visto a Trencavel en los últimos meses?

—Ehhh... —Iba a contestar, pero el hombre interrumpió con una carcajada.

—Déjame adivinar. Te dijo que soy una maldita rata que le quiere robar Carcasona. Típico de ese niño. —El conde siguió riendo, a Bernard solo pudo sonreír. ¿Qué más iba a decirle? Los miedos de Raimon le habían revelado algo más.

Cambiaron de conversación y merendaron algo juntos. Luego Bernard decidió apresurarse y se despidió de Raimon. Pero su trabajo en Tolosa no había terminado. El gran maestre no iba solo, y los siervos que lo acompañaban se encargaron de hacer su parte. A la salida de la villa, en una parte solitaria, esperaban los siervos de la orden que había puesto en Tolosa. Todos le rendían cuentas al conde, cierto. Pero a él también, en especial a él.

—Señor —le dijo uno de ellos mientras el resto se inclinaba—. Hace tanto tiempo que...

—Sean breves, ¿qué han visto? —Pidió de inmediato.

—Son ciertos los rumores —dijo el mayor de ellos—. El legado Arnaldo ha estado por aquí en los últimos días.

—Ha presionado al conde por información secreta —agregó otro.

—Sé específico, ¿qué tipo de información? —Pidió Bernard.

—El legado papal sabe que la orden existe, mi señor —informó el siervo—. Y al parecer tiene una noción clara de lo que custodian.

—Ya veo —murmuró. Eso fue mucho peor de lo que esperó.

Bernard se tomó un momento para asimilar lo que acababa de escuchar. A Raimon lo buscaron, ya lo tenía claro. Ese legado papal sabía demasiado, pues si fue directo al conde de Tolosa era porque sin dudas conocía el origen de la orden. Y si sabía eso, ¿qué otra cosa había averiguado? ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Quién los traicionó antes? Le dolía la cabeza de solo pensarlo.

—Y se puede saber —empezó a decir, luchaba por controlar su enojo—, ¿por qué ninguno de ustedes informó de esto antes? ¿Hace cuánto que el legado presiona al conde?

—Se ha interrumpido la vía de comunicación, mi señor —le dijo uno de ellos con timidez—. Nadie sale, es una orden. Intentamos hacerle llegar la información, pero ha sido inútil. Órdenes del conde.

—Por supuesto —contestó con amargura. No sabía qué era lo que más le dolía. Que toda una vida dedicada a esconder el secreto y mantener segura a su orden hubieran sido en vano, o el hecho de que su gran amigo lo haya traicionado de esa forma. Trencavel tuvo razón después de todo.

—Hay otra cosa, señor —dijo otro de los espías—. Le ha dicho al legado papal que él será el siguiente gran maestre de la orden. —Bernard se enderezó, de pronto estaba boquiabierto. Eso no lo esperó, y tal vez significaba una cosa. De alguna forma, aunque una bastante miserable y oportunista, Raimon estaba mintiendo para esconder algunos secretos. Pero, ¿cuánto duraría aquello?

—Hemos terminado —les dijo, y miró a cada uno de ellos. ¿Y si estaban mintiendo? ¿Y si eso era lo que Raimon les pidió que dijeran? No podía afirmar que su amigo fuera el tipo más listo de Provenza, pero sin duda no era un imbécil. ¿Sería capaz? Ya no podía confiarse—. Solo sepan que habrá sanciones. Estén preparados.

No dijo más, no iba a entrar en detalles con ellos. Pero los traidores tenían que ser eliminados a la brevedad posible. Todos, desde siervos hasta señores. Había quien se encargaba de eso.


**************


Cabaret

Habían pasado unos días de preparativos para el viaje de Bruna a Béziers. No había forma de describir con palabras lo mucho que Bruna ansiaba irse de ese lugar. Cada día de espera era solo otro día de angustia. Jamás podría acostumbrarse a Cabaret, a su prisión, como la llamaba en secreto. Vivía todo el año esperando el día de su partida, vivía solo para esperar el momento de irse.

A veces, de forma tonta, pensaba en qué pasaría si un día no volvía más. Si tal vez le rogaba a su padre que la dejara quedarse en Béziers. O escapaba y acababa en alguna otra villa de Provenza, oculta de su marido. Un convento, o alguna abadía también eran buenas opciones. Una vez hasta imaginó que se iba a París y empezaba allá una nueva vida. Cualquier cosa lejos de ese lugar que la asfixiaba y que la consumía día tras día.

Por supuesto que eran ideas tontas, eso jamás pasaría. Su padre no iba a aceptarla de vuelta, eso sería una vergüenza para su casa. No podía huir a ningún lado, pues la guardia de Cabaret la escoltaba. Poco a poco había aprendido a dejar sus estúpidos sueños atrás. Con el pasar del tiempo se había convencido que esa era la vida que le tocó, el deber que tenía que cumplir, el castigo que tenía que pagar. Y que la única forma de escapar del dolor sería con la muerte. Una muerte que no podía buscar, solo Dios decidiría cuándo darle fin a sus días.

Pero al menos ya tenía una razón para sonreír, aunque sea por un corto tiempo. Bruna estaba lista para partir, y alegre como nunca. Al fin después de tanta espera se iría de la prisión en la cima de la montaña. Amaneció sonriente, y hasta cantaba. Sus doncellas no comentaron nada, pero se alegraban al escucharla entonar algunas de las melodías de Rosatesse. Pidió que le pusieran algo bello, quería llegar a Béziers luciendo hermosa. Quería sentirse como esa Bruna que se fue, al menos esa ilusión sí podía permitírsela.

Su equipaje ya se encontraba en la base de la montaña, el séquito estaba listo para partir. Solo tenía que salir a despedirse de todos. Poco a poco la sonrisa se fue desvaneciendo. Aunque intentó convencerse que nadie iba a arruinarle la felicidad, igual le resultaba humillante verlos.

Siempre juntos, siempre enamorados. Viviendo la vida que ella soñó alguna vez. Se hacía la tonta, ¿qué otra opción le quedaba? ¿Acaso podía reclamarle algo a su esposo? ¿Qué iba a decirle? ¿Le iba a exigir que dejara a su amante y acudiera a su lecho? Jamás.

Ya lo había hecho todas las veces necesarias, y en ninguna de esas ocasiones su vientre fue capaz de darle a Peyre Roger el heredero que necesitaba. No lo quería en su lecho, pero tampoco quería ser injusta con él. Otro en su lugar ya la hubiera devuelto de los cabellos a su padre, otro ya hubiera reclamado que le entregaron a una mujer defectuosa. Solo dos cosas tenía que ser en la vida: Una buena esposa y una buena madre. Siempre sentía que fallaba en todo.

Al principio Bruna pensó que pronto quedaría encinta, había cumplido con su parte en la cama. O al menos cumplió con lo que le enseñaron. Que se recostara, que abriera las piernas, y que dejara al hombre hacerlo. Cómo odiaba pensar en eso, le daba asco. ¿Por qué tenía que someterse a esas experiencias tan horrendas? A veces le dolía tanto que solo le quedaba cerrar los ojos y contener las lágrimas, rogando que Peyre acabara pronto. ¿Le gustaba a él hacerlo? No lo sabía, a veces pareciera que sí. ¿Cómo alguien podía sentir algún tipo de placer con algo tan asqueroso?

Los años habían pasado, y nada había resultado. No le había dado un hijo a Peyre, y sabía que todos la culpaban por eso. ¿Por qué la señora de Cabaret no era capaz de embarazarse? ¿Acaso no era una mujer completa? Ella no sabía qué decir, porque su esposo pocas veces la buscaba en la cama. ¿Y por qué no lo hacía? ¿Acaso porque amaba a otra? No, era por su culpa. Porque no era lo suficiente mujer para cumplirle a su marido. Le angustiaba tanto pensar en eso, en el hecho de que no quisiera que él la tocara y se sintiera tranquila así, pero también en que tenía que cumplir como mujer.

Todos estaban en lo correcto, ¿no? La culpa era de la defectuosa Bruna que no podía hacer nada bien. Bruna había pensado si tal vez eso venía de familia. Papá le dijo que ella nació con una estrella. Que ella era un milagro, pues antes de tenerla mamá tuvo dos abortos. Y perdió a un bebé que no vivió ni un mes. También tuvo un hermano pequeño que murió a los tres años. En cambio, ella vivió, tuvo suerte. ¿Y acaso no hubiera sido mejor morir como sus pobres hermanos? ¿Por qué vivir siendo una mujer incompleta?

Lo había hablado varias veces con el padre Abel. Él intentaba reconfortar su alma, siempre le decía que si era una buena cristiana, una mujer devota y piadosa, el cielo escucharía sus ruegos y la haría madre. Ella le decía, muerta de vergüenza, que no sabía qué hacer para embarazarse. Peyre se aburrió de ella al año de casados tal vez, cuando se dio cuenta que no le iba a dar un hijo. Luego apenas la tocaba. ¿Acaso podía reclamarle? Él tenía sus necesidades como hombre, y también quería ser feliz.

Pero no se sentía cómoda con eso, y luchaba por ocultarlo. ¿Qué podía reclamar? Nunca le salían las palabras. Guillenma era amable con ella y siempre la defendía. Delante de ella, Jourdain siempre se callaba y la dejaba en paz. La viuda de Barbaria era una buena mujer, tal vez la única amiga que tenía. Pero su amiga amaba a su marido, y él la amaba a ella. Se amaban en serio, más allá de los juegos en la corte. No eran solo dama y caballero en la finn' amor, eran mucho más. Y no debería ser así. Cielos, no. Se suponía que lo que en la corte empezaba, allí acababa. Se suponía que se entregaba el alma, no el cuerpo.

No eran rumores, ella lo sabía. Bastaba con mirarlos para darse cuenta de todo. No podía molestarse con ellos, ¿verdad? Después de todo Bruna no cumplía como esposa en el lecho, y el hombre tenía que satisfacer sus necesidades con otra. Pero, ¿por qué con su amiga? ¿Y por qué mostrar de forma tan descarada su afecto ante sus ojos? No amaba Peyre Roger, cierto. Solo que verlo acudir a otra en lugar de a su esposa le dejaba claro que no servía para nada. No era una mujer buena, nunca lo sería. Su matrimonio era un rotundo fracaso.

—Espero que la pases muy bien en Béziers —le dijo Guillenma, al tiempo que le daba un beso en la mejilla—. Saluda a tu padre de mi parte.

—Lo haré —contestó sin ganas. La miraba, y tampoco sabía qué sentir. ¿Por qué no podía odiarla? ¿Debería hacerlo?

—Estoy enviando un presente para Bernard —le informó su esposo—. Ya me contarás si le gusta.

—Sé que así sería —murmuró. Tenía que irse rápido, al menos así se libraría de la tortura que significaba verlos amarse. ¿Era envidia lo que sentía? ¿Qué era eso que la atormentaba tanto? No podía precisarlo, solo sabía que no lo aguantaba más.

—Se me hace extraño que Peyre Vidal no esté por aquí —comentó Guillenma con gracia—. No ha hecho otra cosa que dedicarte sus canciones.

—Atormentarme con sus canciones dirás —le dijo, y giró los ojos sin querer, cosa que provocó las discretas risas de su marido y su amiga—. Ya se va a aburrir de mí.

—No lo creas, Bruna —comentó su esposo—. Ya sabes cómo son los trovadores, mientras más te resistas, más deseos tendrá de conquistarte. En la espera está el goce.

—Supongo que eso ustedes no lo entienden. —Eso lo dijo y no lo pensó. Se arrepintió de inmediato de sus palabras que sonaron más mordaces de lo que quiso. Sabía que Guillenma y Peyre lo captaron, pero ninguno de los dos dijo nada. Mejor así—. Ya debo irme, no quiero retrasos en el camino.

—Entonces, querida —dijo Peyre Roger tomándola de los hombros y posando un beso en su frente—. Ve con cuidado, que disfrutes estos días. Descansa, te lo mereces.

Peyre Roger ayudó a su esposa a descender la pendiente para luego montar el corcel que la esperaba. El séquito que la acompañaría estaba listo, hasta sus doncellas lucían ansiosas por irse.

—Adiós, Bruna —le dijo Peyre Roger—. Aunque no lo creas, te extrañaré.

—Te creo —dijo con una sonrisa fingida—. Espero que tengan unos días muy felices. —"Sin mí", pensó. Al menos eso sí pudo guardárselo.

Se preguntó si ellos también eran felices en su ausencia. Si ellos también esperaban con ansias esos días cuando ella partía para sentirse libres. ¿Tendrían algún remordimiento? ¿La herían adrede? No tenía una respuesta, pero tal vez no les importaba. Tal vez ni siquiera se les ocurría pensar que detrás de su media sonrisa y su tolerancia se ocultaba otra cosa. De seguro que ellos no pensaban que la estaban traicionando.

No importaba de igual manera. Se lo merecía.


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(1) Canción original de Peyre Vidal

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¡Buenas, buenas! Seguimos avanzando con la historia, y ya tenemos las fuertes revelaciones sobre la traición que sufrió la orden. Además de la mención del desgraciado que está detrás de todo: El legado papal Arnaldo Almaric. Más detalles en el siguiente capítulo.

Como siempre, soy la única emocionada cuando narro desde el POV de Bruna, aunque mi bebita esté sufriendo 💔 Consideré necesario aclarar en esta versión cómo ella se sentía sobre la relación de Guillenma y Peyre Roger, ya que los demás (hasta Mireille) asumieron que no le importaba.

PRÓXIMA ACTUALIZACIÓN: Viernes 12 de Febrero

¡Nos leemos! 



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