Capítulo 48: Deshonor
El sol dejó de brillar,
retirándose ante el frío,
y dejaron de cantar
los pájaros del estío.
Está triste el corazón,
pues llegaron las heladas
dejando, sin compasión,
flores marchitas y ajadas (1)
La noche de bodas de Bruna y Peyre Roger fue accidentada. No llegaron a consumar el matrimonio, pues ella se negó. Tenía miedo de estar a solas con él, trató de huir de la habitación aun cuando él le dijo que si no quería no iba a tocarla esa noche. Él tal vez lo entendió como el miedo natural de una jovencita recién casada que jamás había estado a solas con un hombre, y decidió irse a dormir a otra habitación esa noche.
Pero los días pasaron, y la dama seguía sin dejar que la tocara. Peyre no la forzaba, a Bruna se le hizo tan obvio que la detestaba y que no deseaba estar con ella. El caballero le explicó que aquello era su deber, tenían que hacerlo. Intentaba ser amable, hablarle con suavidad, pero aun así era imposible siquiera darle un beso, ella no lo permitía.
Poco después Peyre le pidió que fuera a ver al padre Abel, y este le explicó que su deber como mujer y esposa era entregarse a su marido. Le dijo que Dios bendijo esa unión y que no había nada de malo en eso. Le explicó que si no consumaban el matrimonio lo estaban poniendo en peligro, pues no sería válido. Ella solo asentía, el sacerdote no sabía que eso era justo lo que Bruna deseaba. Seguía albergando en su corazón la esperanza de que Trencavel fuera por ella, y le enviaba cartas desde Cabaret rogándole que apareciera. Pensaba que si él llegaba, y ella seguía siendo virgen, podría deshacer ese matrimonio sin problemas.
Pronto se convenció de que Trencavel iba a tardar, o que quizá alguien interceptaba sus cartas. Solo podía ser eso, su amado sería incapaz de dejarla. Estaba desesperada, los días pasaban y sabía que no podía prolongar más el tiempo, que quizá un día de esos Peyre Roger la forzaría. Parecía ser un buen hombre, no creía que hiciera algo así, pero no podía confiarse.
Tenía que salir de ahí, ya no soportaba Cabaret. Quería irse a Carcasona con él, estaba segura de que la recibiría con los brazos abiertos. Y una de esas noches en que no podía dormir de tanto pensar se le ocurrió una medida extrema. Si Peyre Roger la tocaba y se daba cuenta de que no era virgen... Bueno, quizá la devolvería a su padre. Bernard quizá la repudiaría, quizá la odiaría, pero el único hombre que la iba a aceptar sería Trencavel, porque él sí la amaba. ¿Cómo haría algo así? No estaba segura de poder entregarse a otro hombre, ni de querer hacerlo. Pero por estar al lado de su amado era capaz de todo. Además, ¿quién podría ser el elegido?
La respuesta le llegó sin querer a la mañana siguiente. No pudo creer que no se había dado cuenta, pero su cuñado no dejaba de mirarla. Sin querer le sonrió, y pronto vio que el rostro del caballero se iluminaba. Decidió seguirle el juego un rato en la mesa, y sí, Jourdain parecía muy atento con ella. Quizá le gustaba, quizá todo ese tiempo la estuvo observando y jamás se dio cuenta. Él podría ser el elegido.
Sabía que se estaba arriesgando, que no estaba bien jugar con los sentimientos de las personas, que no era correcto. Se lo comentó a Mireille, y esta trató de convencerla de que no era una buena idea, y que nadie le aseguraba que el vizconde Trencavel la acogería. Le rogó que no lo hiciera, que arriesgaría demasiado. Ay, pero, ¿cómo explicar que por su amor era capaz de todo?
No hubo forma de hacer cambiar de opinión a Bruna, decidió seguirle el juego a Jourdain por unos días, y se dio cuenta de que su plan podría funcionar. Estaba deslumbrado por ella, parecía en una nube cuando la tenía cerca. Bruna jugaba con fuego y lo sabía, permitió que se quedara a solas con ella en varias ocasiones, y una de esas quizá se le acercó demasiado, al punto de que él no supo qué hacer.
Los primeros días pasaron, y ella ya tenía miedo. Peyre Roger se fue de cacería, pero al irse le dejó muy claro que no iba a tolerar más su insubordinación. Bruna tuvo la suerte de estar sangrando esos días, porque estuvo segura de que de hallarla sana y limpia, su marido no hubiera dudado en consumar el matrimonio de una vez.
"No puedo, no voy a estar con él", se dijo una noche. Pronto dejaría de sangrar, y su marido estaría al acecho, ya no quedaba tiempo. Ella se había jurado no estar jamás con un hombre al que no amara, y que solo el que la amara la tendría por completo. Ese hombre era el vizconde Trencavel, pero este no daba señales ni respondía sus cartas. ¿Qué le quedaba? Se dijo que ya no había alternativa: Tenía que usar a Jourdain.
Esa tarde lo halló solo en el pasillo. Se saludaron con cortesía, ella jugó un poco y respondió con coquetería sus palabras galantes. Mireille estaba incómoda a su lado, y Bruna sabía la razón. La dama también sabía que sería incapaz de hacer cualquier movimiento delante de ella, moriría de vergüenza. Así que envió a su doncella por vino, e invitó a Jourdain a pasar al recibidor de su alcoba, a lo que él accedió gustoso.
No tuvo tiempo de pensar en la culpa, en su cabeza lo único que importaba era que si lograba que Jourdain le contara a su marido lo descarada que era, ella acabaría de vuelta en Béziers, lista para escapar en busca de su amor. Conversaban, él estaba encantado con su compañía. Tenía miedo de lo que iba a hacer, pero se armó de valor para acortar la distancia entre ellos. Cerró los ojos y lo besó. Él se quedó tan sorprendido con eso que ni siquiera correspondió. Y ella, avergonzada, se apartó y pidió perdón.
—Lo lamento —respondió, bajó la mirada. Ya no sabía si hizo bien, si ya lo había arruinado todo, o si debería continuar.
—Bruna, tú... —Él seguía desconcertado. Tenía que aprovechar la situación, era su última oportunidad.
—Es que yo... yo... no pude resistir a mis deseos —lo miró otra vez, y fue en ese momento que sintió la culpa. Él la quería. La quería tanto como ella lo hacía con el vizconde, tal vez hasta se había enamorado. Y ella jugó con sus sentimientos sin una pizca de remordimiento.
Los ojos emocionados de Jourdain la asustaron, fue peor cuando él la tomó de las mejillas y volvió a besarla. Esa vez sí lo hizo en serio, le devoró la boca sin dejarla respirar, y ella ya no se sintió capaz de continuar con ese engaño. ¿Qué hizo, por el amor de Dios? ¿Qué le hizo a ese hombre? No fue su intención que las cosas llegaran a ese punto. Con fuerza, Bruna lo empujó a un lado.
—Basta... —dijo ella con lágrimas en los ojos, ya no pudo contenerse. Nada le salió bien, lo había arruinado todo. Perdió la oportunidad de escapar de su matrimonio y volver con su amado, y le estaba haciendo daño a ese hombre que solo había sido bueno con ella desde que llegó a Cabaret. Se echó a llorar, llevándose las manos al rostro. Al verla así, Jourdain la abrazó para consolarla. Eso solo la hizo sentir peor.
—No te disculpes, Bruna. Eres la mujer de mi hermano, no debí hacer esto —le dijo, pero ella seguía llorando—. Por favor, dime qué te pasa.
Lo miró entonces. Él la quería, se lo había dejado claro. Y era bueno, o al menos eso le pareció. ¿Podría confiar en él? ¿Podría entenderla? Estaba tan sensible, y con tantas ganas de desahogarse, que solo le dijo la verdad. Esperaba así confesarse, limpiarse de la culpa, como si eso sirviera de algo.
Entre balbuceos le contó por qué lo dejó acercarse a ella. Le contó que quería que Peyre Roger la repudiara, que quería regresar a Béziers y casarse con su caballero, que la perdonara por haberlo usado, porque era un buen hombre que no merecía eso. Cuando se dio cuenta Jourdain ya no la abrazaba, y cuando levantó el rostro se topó con la mirada furiosa del caballero, llena de rencor.
—¡Cómo pudiste hacerme esto! —exclamó, y la tomó de los hombros. Los apretó fuerte y ella gritó asustada. Nadie jamás la había levantado una mano para lastimarla—. ¡Yo te quería, Bruna! Jugaste conmigo. ¡Me usaste!
—Lo siento mucho —dijo ella, sin atreverse a mirarlo a los ojos. Quería desaparecer, ¿qué hizo? ¡Qué idiota fue! ¿Qué rayos tuvo en la cabeza? Nunca iba a funcionar. Jourdain no era como Trencavel, por más que dijera quererla.
—¡Cállate, mujerzuela! —bramó él. Bruna volvió a gritar cuando sintió la cachetada en su rostro—. No mereces mi consideración ¡Eres una cualquiera! —Jourdain la tomó de los brazos, y la levantó a la fuerza. La empujaba, la arrastraba. Solo se dio cuenta hacia donde la llevaba cuando la arrojó a su cama—. Eres una zorra como todas las demás —le dijo con desprecio. En su voz había furia, Bruna hasta creyó oírlo llorar de la rabia.
—No, por favor, por favor —rogó, pero de nada valió eso. Sintió el cuerpo de Jourdain sobre ella, y sin respeto, le levantó la falda.
—¿No era esto lo que querías, perra? —le dijo—. ¿No querías usarme para largarte con un bastardo? ¿Y si lo hago de una vez?
—No, no. No lo hagas, te lo ruego, te lo ruego... —Estaba temblando, y a él no le importaba. ¿Cómo pudo decir que la quería? ¿Así amaban los hombres? ¿O era siempre más importante su orgullo?
—Podría hacerlo. ¿Quién te creería? Puedes gritar, nadie vendrá a rescatarte. Y si mi hermano me pregunta, le diré la verdad. Que su esposa es una perra miserable que se ofreció como una puta. Acabarás donde mereces, en la calle. ¿Eso no era lo que querías?
—Déjame, por favor. —Lloraba. Sabía que todo lo que decía era cierto, podría tomarla por la fuerza en ese momento y solo ella sería la culpable, ella se buscó ese destino.
—Ya no estoy interesado en ti, mujerzuela —le dijo, y le escupió en la cara. Esa humillación fue incluso reconfortante, pues apenas hizo eso, Jourdain se levantó y la dejó a un lado. Así se quedó, llorando y temblando en la cama, sintiéndose asquerosa y miserable.
Esa tarde, se dijo luego, aprendió que el amor podía transformarse en odio de un momento para el otro. Aunque a ella odiar le tomó más tiempo, y se resistió a hacerlo. Jamás pudo odiar de verdad al vizconde Trencavel, aunque este la hubiera dejado abandonada. Aunque él le hubiera quitado por años toda la esperanza de ser feliz y amar otra vez.
Por semanas enteras ni una sola noticia del vizconde llegó a ella, pero al día siguiente de aquella desgraciada tarde lo supo. Todo Cabaret lo supo: El vizconde Trencavel se iba a casar con Agnes de Montpellier, sobrina del rey Pedro de Aragón, sin duda una unión muy provechosa para él. Ese fue un golpe muy duro para ella, tan duro que se encerró por días sin querer comer o siquiera pararse de la cama. Lloraba en brazos de Mireille, preguntándose una y otra vez por qué le habían hecho eso.
Pero pronto ella misma se convenció de que en realidad el vizconde no la amaba lo suficiente para hacerla su esposa, que solo era finn' amor. Porque para ser su esposa y madre de sus hijos había escogido a una mujer de apellido importante, sobrina de un rey, y que le daba una buena posición de poder. A ella no, ella no era nadie que pudiera ser mujer de un vizconde. Y si lo de ellos era solo finn' amor, entonces este no valía nada. No era amor, no era lo que ella quería. Ya nada tenía sentido.
Se entregó a Peyre Roger para acabar de una vez con sus esperanzas. Quiso que fuera rápido, que no la lastimara. Cerró los ojos y lo dejó hacer, sabía que cada caricia, cada beso y cada roce la estaba matando para siempre. Lloró no solo por el dolor que le produjo ser penetrada, sino porque sabía que ahí acababa todo. Se había consumado el matrimonio, había enterrado toda posibilidad de ser feliz quizá algún día. Ya era la mujer de Peyre Roger de Cabaret y señora del castillo, ya no era más Bruna de Béziers la dama del vizconde Trencavel.
El asunto se puso peor cuando meses después toda Provenza celebró que el vizconde iba a tener un heredero de Agnes. Claro, ella era su mujer, ella le iba a dar un hijo. Bruna ya no significaba nada para él, por más cartas que le envió rogándole una explicación y luego reclamándole el porqué de su abandono. Él jamás respondió, y ella se sumió más en el olvido.
Sentía que su corazón había muerto el día en que él se fue para siempre. Ya no había esperanzas para ella, ya todo se había acabado y estaba condenada a la tristeza. No quería saber nada de la falsedad de la finn' amor, ¿qué clase de cariño era ese que ni respetaba juramentos? ¿Que estaba lleno de mentiras? No creía más en eso y en los cortejos de los caballeros. Ya no creía en nada.
Así fue durante cuatro años.
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Cabaret, 1208
Cuando el almuerzo terminó, Guillaume se quedó al lado de la dama de Barvaira en la mesa. Esta lo felicitó pues había demostrado bastante control de sí mismo delante de Trencavel, considerando todas las ofensas.
—¿Lo veis? Os dije que lo lograría —respondió él muy orgulloso.
—Sí, no lo niego. Aunque igual fuisteis algo... Bueno, un típico caballero.
—¿Eh?
—Oh, ya sabéis —le dijo con una media sonrisa—. Algo agresivo y altanero.
—No fue tanto así —respondió a la defensiva. Solo que una parte de él sabía que la dama estaba en lo cierto.
—No debió retarlo —continuó ella—. Creo que lo mejor que pueden hacer es solucionar todos sus problemas, y así os ganaréis la confianza de la otra mitad de la orden. —Guillaume asintió no muy contento, no le gustaba que la dama pareciera controlarlo a todo momento, aunque sabía lo hacía por el bien común.
—Hablaré con el vizconde —respondió de mala gana—. Y prometo que no habrá ninguna pelea de por medio.
Se despidió de la dama, y se apresuró en ir a ver si Bruna se encontraba bien. Estaba preocupado por ella, no le gustaba pensar en que su amada tuviera problemas de salud. Eso le recordaba a su propia madre, su padre siempre le dijo que era una mujer de "salud frágil" y que por eso murió en el parto. Una dama de "salud frágil" era un problema, siempre había escuchado de eso. No podían tener hijos, y cuando los tenían, o ellas o ellos morían poco después del parto.
No le gustaba pensar en eso, no quería imaginar a una Bruna debilitada. Así que a toda prisa subió por las escaleras hasta el cruce de los pasillos. Se detuvo justo antes de llegar, pues escuchó algunos pasos que provenían del pasillo que daba a su habitación. Sintió una especie de alivio al ver a Bruna aparecer, quizá no estaba tan mal y solo necesitaba un momento de descanso.
—Bruna... —escuchó de pronto que alguien la llamaba, y notó de inmediato la reacción de su amada. Se puso nerviosa, eso era obvio. Y cuando escuchó que otros pasos se acercaban, ella empezó a correr, alejándose. Y solo entonces vio al dueño de la voz que puso tan nerviosa a la dama. Era la voz del vizconde Trencavel, no la reconoció al principio.
Raimon corría detrás de ella, y Guillaume se quedó desconcertado sin entender lo que pasaba. Por la forma en que Trencavel la llamó, y por el hecho de que fuera corriendo tras ella dedujo que esos dos ya se conocían de antes. ¿Cómo? No lo sabía. ¿Qué tipo de relación tuvieron? Lo averiguaría pronto, salió detrás de ellos. No le gustaba que el vizconde estuviera detrás de Bruna, no le gustaba que la pusiera nerviosa. No quería que ella tuviera contacto con ese hombre, no lo soportaba. Se acercó despacio cuando escuchó que se detuvieron, y casi enloqueció cuando vio que esté la tomó entre sus brazos a la fuerza y la llamó "amor mío".
—¡No me digas "amor mío"! —gritó Bruna, estaba llorando y temblando—. No te atrevas a tocarme. ¡No te atrevas a besarme! No eres más mi caballero, ¡yo no soy más vuestra dama!
Esas palabras fueron suficientes para que Guillaume entendiera todo lo que pasaba. Raimon de Miraval era el vizconde Trencavel, el caballero de Bruna. Se quedó pasmado por un instante que no se dio cuenta de que chocó con algo, y llamó la atención de esos dos. No podía creerlo, no podía...
No, no. ¡Eso no podía ser cierto! Bruna estuvo enamorada de Trencavel, Bruna amó al tipo que él odiaba. Él la tuvo entre sus brazos, él la besó, él la amó, él la hizo su dama, fue todo eso antes que él mismo. Trencavel tuvo el corazón de su amada y no podía soportar eso. Así como tampoco podía soportar que la hubiera tocado y que la hubiera puesto en esa situación. Lo odiaba más que antes. ¡Él era el culpable de todo el sufrimiento de Bruna! Por su culpa ella lo rechazó, por su culpa Bruna fue infeliz por años.
Y había intentado besar a su dama, había intentado hacer valer los derechos que como caballero tenía con ella. No eran solo celos lo que sentía en ese momento, era mucho más. Sentía que estaba enloqueciendo, Trencavel tuvo a Bruna, pero nunca más la iba a tener. La imagen de ese hombre arrinconándola contra la pared de piedra e intentando besar sus labios le quitó todo el dominio de sí mismo y casi sin pensarlo, dominado por la ira y la rabia, sacó su espada y atacó a Trencavel.
**************
Guillaume desenvainó su espada tan rápido que Raimón Trencavel casi no pudo reaccionar, se quedó paralizado. Bruna tampoco supo qué hacer al verlo con espada en alto. Furioso, como jamás lo había visto. Solo tuvo un instante para pensar en que iba a matar Trencavel, y tuvo que hacer algo, no podía permitirlo.
—¡No, Guillaume! —gritó ella, y se puso delante de Trencavel.
En ese instante el caballero reaccionó y bajó la espada en el acto. Ella lo miraba con lágrimas en los ojos, aún nerviosa por todo lo que estaba pasando. Había sido demasiado para ella, ver a su antiguo caballero diciéndole que la amaba como antes la hizo sentirse al borde del colapso. Y luego ver a Guillaume intentando matarlo la llenó de miedo. No quería que le hiciera daño, esa era la verdad. No quería que Guillaume cometiera un crimen como ese. Y menos por ella.
—Bruna, lo siento —dijo él aún con la espada en la mano. Miró a los ojos de su amado, y se sintió un poco más tranquila. Pero vio también que este apartaba la mirada y la posaba en Trencavel. Lucía muy molesto. Solo entonces escuchó el sonido de una nueva espada desenvainándose. Cuando giró la cabeza vio que el vizconde también había sacado la suya y miraba amenazante a Guillaume. Entonces a este no le quedó de otra que ponerse a la defensiva—. Aléjate —dijo el caballero con voz firme. Era como si se hubiesen olvidado de que Bruna estaba al medio de ellos.
—Eres tú el que quiere asesinarme —contestó Trencavel en un tono de voz parecido.
—Aléjate de mi dama —le dijo Guillaume. Bruna los miraba a ambos, pensó que la iban a echar a un lado en cualquier momento.
—Ella fue mi dama primero, tú llegaste después. Tu juramento no tiene ningún valor, Guillaume. Soy yo el que te pide que te alejes de mi dama. —Bastaron esas palabras para sacar de sus casillas al caballero una vez más. Levantó la espada, dispuesto a atacar.
—¡Basta ya! —gritó Bruna con una voz cargada de miedo. Tomó el brazo que sostenía la espada de Guillaume con ambas manos—. No hagan esto. ¡Bajen las armas!
—No voy a hacerlo. ¡Fue este hombre el que quiso matarme! —contestó Trencavel. Y aunque Bruna intentaba detener a Guillaume, este no parecía tener la intención de bajar la espada.
—¡Bajen las armas los dos! —dijo ahora Bruna con más firmeza—. Si tanto alardean que soy vuestra dama, entonces obedezcan. ¡He dicho que bajen las armas y eso es lo que van a hacer! — Ambos seguían mirándose con fiereza, y se suponía que según las reglas de la finn' amor un caballero debía obedecer siempre a su dama y complacer sus deseos—. ¡Que las bajen he dicho! —insistió Bruna. Esperaba que sus gritos llamaran la atención, que alguien llegara a ayudar. Porque en verdad no estaba segura de poder aguantar esa situación.
—Lo que deseéis, mi señora —dijo Trencavel y guardó su espada de inmediato. Guillaume lo quedó mirando molesto, y preso de la rabia arrojó con violencia la espada hacia el piso. Fue en ese momento cuando escucharon pasos acercándose por el pasillo, y apareció Peyre Roger acompañado de dos guardias.
—Mis señores, ¿sucede algo? —preguntó con voz amable. Bruna esperaba que su presencia ahí sirviera para calmar los ánimos.
—Nada —contestó el vizconde, y dio unos pasos hacia la salida del pasillo. Caminó con tanta tranquilidad que Guillaume ardió en rabia otra vez y estuvo a punto de lanzarse sobre él, si no fuera porque los dos guardias actuaron a tiempo para sostenerlo. El joven sonrió burlón, y eso solo enfureció más al caballero. Intentó zafarse de los guardias, y casi lo logra—. Mi señora —dijo volviéndose hacia Bruna—, regresaré para hablar con vos.
—No he dicho que tenga el más mínimo deseo de hablar, vizconde —respondió ella con frialdad. Pasado el alboroto Bruna se sentía conmocionada otra vez. No estaba segura si podría mantenerse calmada con esos dos al frente.
—Entonces habla conmigo —pidió Guillaume. Se sacudió de los dos guardias e intentó acercarse a ella.
—Se acabó —les dijo el señor del castillo a los dos con seriedad. Peyre Roger tomó a su esposa de la mano y la acercó a sí—. Mi señora no merece observar este lamentable espectáculo entre dos caballeros celosos. Os prohíbo que se le acerquen el día de hoy y hasta que considere que ambos están comportándose como hombres civilizados. Acompañen a los señores a sus habitaciones —les dijo a los guardias. El vizconde se dio la media vuelta y con paso rápido se fue. Lo mismo hizo Guillaume, aunque escoltado por los guardias, quienes seguro pensaban que volvería a atacar al vizconde.
Al fin Peyre Roger y Bruna estuvieron solos. Nunca había apretado la mano de Peyre con tanta fuerza, nunca su presencia le dio tanta calma con en ese momento. Estaba temblando, e intentó soltarlo poco a poco.
—Peyre... —dijo ella en voz baja y volviéndose hacia él—. Tengo que explicarte...
—No, Bruna, no te preocupes. Tienes que ir a descansar, ya me explicarás luego.
—Oh Peyre, muchas gracias... —Quizá lo peor ya había pasado o estaba por venir, pero tenía tanto miedo, tanta confusión que no podía más con todo.
—Tranquila, querida. Vas a estar bien.
—Ojalá, Peyre, ojalá... —decía. No tenía mucha confianza con su esposo, pero al menos él la había librado de hacerle frente a sus dos caballeros en ese momento.
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(1) El sol dejó de brillar - Heinrich von Veldeke (finales del sigloXII)
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COMO ME ENCANTAN LAS ESCANDALAS
Jajaja, perdón por arruinarle la vida a Bruna, aunque tecnicamente ya estaba arruinada y yo solo conté el chisme completo xddddd
Ahora ya saben lo que pasó entre Jourdain y Bruna :(
Y volvemos al presente con pelea a muerte con cuchillos xddd
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