Capítulo 43: Armas de terror

Mis canciones se han convertido en tristeza,

Mi alegría en desesperación (1)

Una vez frente a Froilán todo se detuvo. Ni siquiera podría definir cuánto tiempo estuvo ante su superior dentro de la orden, aguardando a que dijera algo. Lo que sea. Cualquier cosa que acabara con esa incertidumbre. ¿Sería castigado? No esperaba menos, Trencavel sabía que se lo merecía. Pero el hombre que estaba parado a su lado, no. Para Raimon de Foix aquello de seguro era una injusticia, una arbitrariedad. Se sabía y se sentía poderoso. De hecho, lo era.

A veces Trencavel no entendía cómo hacían los de la orden para partir su vida y su pensamiento de esa manera. De ser un hombre de cara al mundo, siguiendo la jerarquía de la nobleza, disfrutando de su poder y riqueza. Y, del otro lado, ser un hombre en aprendizaje de secretos que databan tal vez del origen de la humanidad misma. Existiendo dentro de una organización en la que un simple comendador templario de un pueblo perdido entre Carcasona y Béziers estuviera sobre un gran conde. Y que este comendador tuviera en ese momento todo el derecho a castigarlo. ¿Cómo se podía aceptar ese otro orden en sus vidas?

—Supongo que en verdad creyeron que nadie iba a enterarse jamás —dijo al fin Froilán de Lanusse—. Que pensaron con orgullo que nadie los descubriría, que podrían tomar el poder de la orden a base de amenazas —los observó con detenimiento a ambos. Tal vez duró apenas un instante, pero Trencavel sintió que Froilán lo leyó. Que supo cómo penetrar en su alma y saber de sus intenciones. Solo esperó que también se hubiera dado cuenta que de verdad ya no quería seguir ese camino—. Sí, ya entiendo. Creyeron que valiéndose del poder de los hombres podrían conseguir amedrentar a quien quisieran, y se olvidaron de que esta orden sirve a propósitos más altos. Que sus amenazas no valieron de nada en algunas personas que no los reconocieron como sus líderes, que no dudaron en escribirme para contarme lo que hacían a mis espaldas. ¿Qué tienen que decir?

—No tengo excusa —respondió él de inmediato—. Cuando caí en cuenta de mi error ya era demasiado tarde, el daño estaba hecho. —Froilán no dijo nada. Lo miró un momento más, como estudiándolo. Y tal vez escogió creerle.

—¿Qué hay de ti, Raimon? —le preguntó al conde. Como respuesta, este solo suspiró con cansancio. Por supuesto, dudaba que él fuera a admitir tan rápido su error.

—¿Qué puede decirte que no sepas ya? En verdad creí estar haciendo lo correcto, aún pienso que hice lo necesario para evitar que la orden cayera en el caos —contestó este con seguridad—. Sabéis tan bien como yo lo que custodiamos, y todos los secretos relacionados. Cualquiera de estos, de caer en las manos equivocadas, podría provocar un desastre. Ya tenemos a un legado papal con los ojos en nosotros, ¿cuánto más íbamos a esperar antes de actuar?

—Justo ese es el problema, Raimon. Nadie debió actuar, nadie debió hacer nada. ¿No os dais cuenta? Sus acciones desesperadas solo confirmaron lo que el enemigo ya sospechaba. El legado Arnaldo partió a Roma, pero Peyre de Castelnou se quedó como sus ojos en Languedoc. Ahora ellos saben que en Saissac se escondían secretos de la orden, y solo confirmaron nuestra presencia entre los nobles cuando ustedes se involucraron en esto.

—Pero evitamos que tomaran esos manuscritos —aclaró el conde.

—Y se condenaron al confirmarle al legado que son parte de la orden. ¿O es que creyeron que no actué por debilidad? ¿Por temor? ¡Por supuesto que no! Lo hice por la orden, por protegerlos a todos. Para no revelar nuestra posición, para no delatarnos. Si el enemigo estaba alerta, esperando cualquier movimiento, ¿por qué darle motivos? Solo tuvimos que seguir actuando con cautela, con perfil bajo. Pero no, ya hicieron la desgracia que hicieron. Ya es muy tarde para arrepentirse. ¿Y en serio siguen pensando que fue lo correcto?

A ese punto hasta Raimon de Foix estaba avergonzado de su comportamiento. Cierto que Froilán era solo un comendador templario, pero ambos lo admiraban. Lo tenían por un hombre sabio, conocedor de los secretos de la orden. Y si ya antes Trencavel había caído en cuenta de su error, en ese momento se sentía más estúpido que nunca. En su orgullo no fue capaz de ver todo lo que podrían provocar con sus acciones.

—Al menos Cabaret está a salvo —dijo él. Porque sí, eso era en verdad lo único que importaba. Que Cabaret y todas las personas que custodiaban fueran ajenas a todo mal.

—Sí, pero no gracias a ustedes. Incluso Guillaume, por quien armaron toda esta estupidez, está siguiendo el camino del conocimiento.

—¿Cómo? —Sin querer, ambos dijeron esa palabra a la vez. Le pareció que en el rostro de Froilán se formaba una tenue sonrisa de condescendencia.

—¿No dije que no os adelantéis en juzgar a Guillaume? Que no confiaban en él por ser extranjero, decían. Que lo conocían de antes y sabían de sus malas formas, dijeron. Peyre Roger y Guillenma sabían lo mismo, también lo pensaron. ¿Y qué hicieron? ¿Qué escogieron? Hacer lo correcto y refugiar al gran maestre, cerrar la comunicación para evitar los rumores, y empezar a guiarlo con discreción hacia el camino del conocimiento. Ahora él sabe lo necesario para seguir el rumbo, para pronto tener la capacidad de tomar decisiones y guiarnos.

—¿Cómo es posible? —preguntó el conde—. ¿Cómo lo hizo con tanta rapidez?

—Con voluntad, conde. Llegó decidido a hacerlo, y no se detuvo hasta conseguirlo. Por supuesto, en Cabaret guiaron con discreción ese camino, evaluando su comportamiento hasta decidir si era apto o no. Y sí, va bien. Al punto que hasta tiene conocimiento de la identidad de la dama del Grial.

Aquello sí que fue una sorpresa, ambos se quedaron impactados. Trencavel se forzó a cerrar la boca para no lucir tan ridículo, pero en verdad no podía creerlo. ¿Cómo el zángano insoportable de Guillaume llegó tan lejos? Cierto que la gente cambiaba, ¿pero tanto? ¿A ese punto?

—¿Y en verdad le han confiado algo tan delicado a ese recién llegado? —preguntó el conde. Estaba tan sorprendido como él, pero se cuidaba de no demostrarlo. Al contrario, insistía en su postura de sentirse el dueño de la razón.

—Sé que piensan que fueron traicionados, que Abelard de Termes los delató. Se equivocan. Me mantuve vigilante, recibí información. Tal vez en Cabaret cerraron la comunicación para evitar ser descubiertos, pero Guillenma de Barvaira me informó sobre los avances del hijo de Bernard. Una vez más ustedes olvidaron que los caballeros del Grial nos guiamos por profecías, y Sybille ha visto con claridad el papel que tendrá Guillaume en todo esto. Por lo visto, ustedes dos decidieron hacer caso omiso de las advertencias, y seguir un rumbo que solo acabó por exponerlos. —Era obvio que Froilán estaba disgustado con ellos, sus gestos lo gritaban. Pero él no era el tipo de hombre que perdía la paciencia y usaba la fuerza, no era de vociferar para imponerse. Al contrario, él hablaba con calma, exponiendo con toda claridad las razones por las que eras estúpido y estabas equivocado. ¿Qué podía decir en su defensa?

—Seremos castigados, ¿cierto? —se atrevió a preguntar—. ¿Cuál es la sanción que impone la orden en estos casos?

—Si fueran otros tiempos ni siquiera tendríamos esta reunión. Sus vidas tendrían un trágico final por atreverse a traicionar a la orden e intentar apropiarse de sus secretos —contestó el comendador. Los miró a ambos, su mirada severa le dejó claro al vizconde que en serio se merecía un castigo como aquel. Y con la culpa que sentía ya ni iba a oponerse.

—Tampoco fue así —intentó defenderse el conde—. No nos apropiamos de los secretos por ambición o poder, fue por el bien de todos. No solo de la orden, sino de la humanidad misma. Froilán, sabéis tan bien como yo lo que puede pasar si alguno de los secretos cae en manos equivocadas. Es cierto, actué de forma precipitada, el temor y la desesperación no me dejaron reflexionar con claridad. Pero no me trates como si fuese un traidor, como si la ambición me cegara. Nunca quise ser gran maestre ni mucho menos, solo intenté hacer lo mejor para protegernos a todos.

—Y por lo visto no resultó bien. —Froilán no se dejó conmover. Trencavel supuso que ya había previsto excusas como aquella—. Lo hecho, hecho está, Raimon. ¿Qué más podemos hacer sino encausar todo y tratar de solucionarlo? Ya lo dije antes, y lo repito: La única forma de defendernos del enemigo es permaneciendo unidos. En esa época excepcional y de crisis la orden no puede darse el lujo de perder a dos aliados tan valiosos como ustedes. No crean que voy a olvidar lo que han hecho, seguirán en observación. Pero si de verdad están arrepentidos, deberán demostrarlo.

—¿Qué deseáis que hagamos? —le preguntó el conde. Él también escuchó con atención, pues de verdad sí estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para reparar el daño que hizo.

—Devolver lo que no es pertenece, para empezar —contestó Froilán—. La orden es la dueña de los documentos que tomaron, y quien lo debe custodiar es el gran maestre, el que porta el anillo. Así que Guillaume debe recibir todos los documentos a la brevedad.

—Está bien —contestó el conde de mala gana—. ¿Algo más?

—¿Y todavía lo preguntáis? ¿No se os ocurre nada? ¿Acaso no pensáis que es necesario que hagáis otra cosa? Guillaume pronto será un iniciado en toda regla, me encargaré de eso. Él cumplirá su destino, y vosotros dejaréis de poner a media orden en su contra. Ah, y por una vez harán lo que se supone que un caballero en falta debe hacer: Pedir disculpas por vuestro vergonzoso comportamiento.

—Es cierto, es lo que corresponde —contestó él. Aunque la sola idea de tener que volver a verle la cara a Guillaume, peor, de admitir ante este lo que hizo; no le gustaba para nada. Solo pensarlo ya le hacía sentirse enfermo. Era como humillarse ante él, contra el mismo tipejo infeliz que le hizo la vida imposible mientras fueron jóvenes. Guillaume hizo lo posible por ganarse su antipatía, y dudaba mucho que los años lo hubiesen cambiado para bien.

—Es lo que haréis —concluyó Froilán—. Así que ya pueden irse. No tenemos nada de qué hablar, y no deben quedarse mucho tiempo aquí. Ya bastante sospechas han levantado sobre ustedes.

Se despidieron en silencio, sintiéndose aún avergonzados por aquella llamada de atención. Se equivocaron, ya no podían negarlo. Por desconfianza, por miedo, en fin, por varias razones que a ese punto ya no podía enumerar. Si para Trencavel ya era humillante pensar en ir a Cabaret para pedirle perdón a Guillaume, ni siquiera quería imaginar cómo haría con el otro tema. Al parecer a Froilán se le había pasado el detalle importante de que él no podía ni debía poner un pie en Lastours, o al menos esa fue la orden que dio en antiguo gran maestre. ¿Acaso esa disposición había dejado de ser importante?

—Ya estaréis contento, debo suponer. —La voz del conde sonó bastante molesta, al punto que se giró de inmediato, dispuesto a responderle a la defensiva. Pero notó que no lo estaba mirando a él, sino a otro. Que miraba al templario que había aparecido frente a ellos. A Aberlard de Termes—. Tenías tus sospechas y no paraste hasta exponernos, ¿verdad? Eso era lo que querías, ¿acaso pensasteis que así ibais a ascender en la orden más rápido?

—Lo único que quería era que las cosas no se salieran de control, que nadie traicionara a nadie. No es culpa mía si vosotros cometieron errores, mi deber era informar a mi superior —contestó este. No estaba molesto, al menos no lo parecía. Pero sí confiado, con esa seguridad que solo ostentaban aquellos que creían haber actuado de forma correcta. Ah, si tan solo Abelard entendiera que hubo un momento en que así se sintieron ellos también.

—Cierto, era tu deber —replicó el conde—. En cambio tú... —volvió la mirada hacia él, y Trencavel se la sostuvo. Ya sabía que iba a culparlo—. ¿Cómo se me ocurrió confiar en ti? ¿Acaso no pudiste mantener la boca cerrada? ¿Tanto miedo tuviste?

—No fue miedo, fue culpa —dijo, pero supo que se estaba mintiendo. Claro que tuvo terror de que los secretos de la orden cayeran en manos equivocadas, ese fue el primer impulso que lo llevó a actuar—. La verdad estaba cayendo por su propio peso y no tenía caso seguir mintiendo. Hicimos mal, pero aún podemos repararlo.

—Sí, ya no tenemos alternativa —contestó el conde. Lo miraba molesto, solo parecía controlar su furia para no meterse en más problemas—. Y pensar que de verdad confié en ti, en tus intenciones. Ya veo que me equivoqué, tu asunto con Guillaume de Saissac no era con la orden. Siempre fue personal.

—¿Qué? —No pudo controlarse, pero sintió con claridad ese estremecimiento. Estaba palideciendo. No quería, no podía escuchar eso. Era algo que no quería aceptar.

—Vamos, ya deja de fingir. Sé que de muchachos se llevaban como perros y gatos, Bernard nos contó de eso. Y ni hablar del otro asunto, lo que es en verdad una lástima para ti. Intentaría ponerte en tu sitio, pero supongo que ya tienes suficiente castigo con saber lo que está pasando en Cabaret.

—¿Y qué está pasando en Cabaret, según tú?

—¿No lo sabes? —preguntó. En el rostro del conde se formó una sonrisa llena de burla. Trencavel temblaba por dentro, sabía que iba a darle en donde más le dolía—. No estás prestando atención a los trovadores al parecer. La imposible dama Bruna de Béziers ya tiene un caballero, y ese no eres tú. ¿Era lo que querías evitar, Trencavel? ¿Que tu enemigo te la arrebatara?

—¿De qué están hablando? —preguntó Abelard con evidente confusión. Por supuesto, en ese momento apenas estaba atando cabos, pero si era tan listo como le parecía pronto lo tendría todo claro. Pronto sabría su verdad.

—No la nombres, ella no tiene nada que ver en esto —respondió Trencavel entre dientes. Por primera vez miró al conde con desafío, se sentía dispuesto a enfrentarlo si era necesario.

—Ella tiene relación con todo y lo sabes —le dijo el otro—. Pero ya es muy tarde para vos, vizconde. Tal vez debiste aceptarlo hace años cuando la llevaron a la cima de la montaña negra. Ella no es para ti, nunca lo será. Y cuánto antes lo aceptes, mejor.

El conde no quiso decir más, no esperó su réplica. Solo se dio la vuelta, y con pasos rápidos y fuertes cruzó el pasillo hacia el patio de la encomienda. Él se quedó ahí, inmóvil. Pensando en que tal vez el conde tuvo razón, pensando en cómo Guillaume pudo quitarle a alguien que hacía mucho ya no le pertenecía. Ya no, porque él la abandonó.

Al volver la vista hacia Abelard, notó que este lo observaba con atención. No era muy expresivo, era evidente cuando sabía algo. Por supuesto que él ya había atado los cabos. A esas alturas hasta el templario sabía lo que alguna vez lo unió a la dama del Grial.


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Abelard pensó que tal vez algunos verían su función como simple y de mensajería. El conde de Foix, en medio de su enojo, incluso lo llamó "esbirro de Froilán". No se ofendió por eso, pero sí pensó que le gustaba ser los ojos y oídos del comendador en la orden. Froilán de Lanusse ya no podía moverse con libertad por Languedoc, tal como lo hizo en su juventud, pero él sí que tenía la fuerza y la capacidad para estar en donde fuera necesario.

No era ninguna molestia salir de la encomienda e ir de un lado a otro, pero aquello más que un deber era una alegría. Ir a Montpellier para verificar el estado de Sybile y saber si tuvo alguna visión no era para nada algo que lamentaría. Todo lo contrario, apenas se dio cuenta lo mucho que ansiaba volver a verla cuando Froilán le pidió que lo hiciera. Desde que le dijo que en esos días tenía que partir a Montpellier las ansias lo invadieron. Dios, volver a verla se había convertido en uno de sus más grandes anhelos.

Tomó una ruta rápida, apenas quiso detenerse en alguna encomienda. Llegó casi a mediodía a la villa, y fue de inmediato hacia la casa del señor. Luego de los saludos y presentaciones, Abelard fue directo a entrevistarse con la joven profetisa.

A quien vio primero fue a el aya de las muchachas Montpellier, a esa tal Leonor. Ella lo miró de pies a cabeza con esa desconfianza a la que se acostumbró. Eso no le molestaba, al contrario, podía entenderla. Él sin duda no era el mejor pretendiente para Sybille, de hecho, ni siquiera podía serlo. No tenía nada que darle, había renunciado a todo por ser quien era. Y no solo eso, sabía que ella estaba destinada a otro hombre. A su gran maestre.

Sybille apareció poco después, y de inmediato le mostró su sonrisa. Esa que casi siempre ocultaba, que apenas había visto unas cuantas veces. Sintió tal anhelo en el pecho que pensó no iba a poder resistirse. Sus deseos le inclinaban hacia la profeta, si fuese libre de ataduras se lanzaría a ella y la estrecharía entre sus brazos, disfrutaría de sentir el calor de su cuerpo junto al suyo. Y algo en el gesto de Sybille, lleno de expectativa y emociones, le dijo que ella deseaba lo mismo. Pero todo se los impedía.

—Abelard, volvisteis —expresó con alegría—. Sabía que vendríais.

—Mi señora —contestó él inclinando la cabeza—. ¿Acaso lo visteis en sueños?

—No, es que vos lo prometisteis —sonrió al escuchar sus palabras emocionadas. Se acercó a ella, Sybille hizo lo mismo. Fue Leonor quien carraspeó la garganta para evitar que cedieran a sus arrebatos.

—Me alegra veros sana y a salvo —comentó él, y la joven dama asintió. Miró a su aya, y esta esperó instrucciones.

—Leonor, debemos tratar asuntos de la orden. Os voy a pedir que os quedéis a una distancia prudente.

—Estaré cerca —declaró, y lo observó con el ceño fruncido. Siempre le dedicaba esa mirada amenazante para dejarle claro que no podía siquiera soñar con tocar a Sybille. Una vez a solas, la dama se sentó en una silla, y él la imitó.

—Contadme, Abelard, ¿cómo han estado las cosas en la orden? ¿Pudisteis descubrir más de aquella sospecha que tuvisteis?

—Así es, gracias al cielo. Ha sido difícil, pero ya todo está resuelto. La orden se une otra vez.

Froilán le pidió que la mantuviese al tanto, y así lo hizo. Le contó sobre sus descubrimientos, sobre la confesión de Trencavel acerca de sus andanzas con el conde de Foix. Y claro, que al final ambos tuvieron que admitir su error y dieron su brazo a torcer. Iban a enderezar el camino, y pronto el gran maestre tendría los documentos que fueron robados de Saissac. No solo eso, sino que podría iniciarse por completo.

—Es bueno saberlo —dijo con alivio, su rostro se fue relajando conforme le contó que las cosas se pondrían mejor para Guillaume. De hecho, notó un brillo distinto en sus ojos cuando habló de este. Así como también percibió cierta desazón en él, algo incómodo que le hacía sentir mal. ¿Celos tal vez? No quería ni pensarlo—. ¿Él ya lo sabe? ¿Está enterado de que la orden estuvo fracturada y vuelve a unirse?

—A estas alturas ya debe estar bien enterado. También le envié una carta contándole algunas cosas, le juré mi fidelidad. No creo que tenga que preocuparse más en ese aspecto.

—Es una buena noticia entonces. Y él... ¿Cómo está él?

—No tengo detalles, pero se encuentra a salvo y bien custodiado en Cabaret. El enemigo no sospecha de él por ahora, así que no hay que temer en ese aspecto. Ah, y también nos hemos enterado de que ya descubrió quien es la dama del Grial. —Sybille abrió los ojos, sorprendida. Se enderezó y lo observó con atención.

—¿Cómo? ¿Quién se lo dijo? ¿O lo descubrió solo?

—No tengo detalles sobre eso.

—Pero... bueno... ya.... Ya lo sabe —titubeó. Sybille bajó la mirada, la escuchó suspirar. No tuvo el valor de decirle nada, pues era obvio que la profetisa intentaba procesar una idea que la lastimaba. Al dirigir su mirada hacia sus manos, notó que esta apretaba con disimulo los bordes de su vestido—. Entonces ya es muy tarde.

—¿Tarde? ¿Para qué?

—Para alejarlo del encanto. Ya es tarde para él, así como lo es para todos —añadió con tristeza. Sybille se llevó una mano al rostro, y aunque fue capaz de ocultarlo bien, Abelard igual pudo notar que se secó una lágrima.

—Disculpadme, no os entiendo.

—Me contasteis que Bruna de Béziers es la dama del Grial. No solo eso, que Bruna es Rosatesse. Que la orden lo sabe desde siempre, y eso no es otra cosa que la prueba irrefutable de que en ella recae el poder, el encantamiento.

—Pero... —No supo qué decirle, pues de hecho ya habían hablado de eso. Sybille una vez le contó que la dama del Grial tenía la voz de los dioses, y sabía que ella no mentía.

—Ya os he hablado de la historia de los hermanos, de cómo los dioses les entregaron las armas —él asintió. Esmael e Ismael, así se llamaron ellos. Dos hombres... No. Dos casi dioses. A ellos les entregaron el Grial. Las armas de terror.

—Lo recuerdo —respondió él.

—Las armas de terror son dones, aunque suene tenebroso. Al menos para la humanidad eso era algo que no debían de tener, solo unos pocos, solo a quienes escogían. Pero las armas de terror no se han perdido, Abelard. Están entre nosotros, se han ido pasando de padres a hijos desde tiempos sin memoria. Y ella, esa Bruna, ha heredado una de las armas de terror más poderosas.

—¿Cómo estáis tan segura? ¿Solo vuestras visiones lo han confirmado?

—Sí, también. Mis visiones, y lo evidente que es. Rosatesse conoce el secreto, eso lo saben en la orden. ¿Y por qué no la detienen? ¿Por qué no impiden que ese trovador siga difundiendo la prueba de la existencia de su poder? No pueden, ¿quién le diría que no a alguien con la voz de una diosa? —Se le hacían lógicas esas palabras, pero no las creía del todo correctas. Era perturbador saber que en verdad había alguien en la orden con un poder semejante. ¿Es que no se daban cuenta de eso?

—Sybille, sé poco de la vida de la dama, pero sé lo suficiente. No creo que tenga una existencia feliz, o que la gente a su alrededor haga lo que pide. Sé de situaciones tristes y desconcertantes que ni con todo el poder que en teoría tiene puede evitar.

—Es comprensible, ella ni siquiera sabe lo que es. Si no lo controla, no puede dominar a nadie. Ay de nosotros cuando lo sepa, Abelard. El mundo temblará con cada una de sus palabras, y no se hará otra cosa que su voluntad.

—Entonces roguemos para que eso jamás suceda —respondió. Apenas cuando calló se dio cuenta de que de forma inconsciente se había llevado la mano a la cruz de madera que pendía de su cuello. Acarició los bordes, tal vez con miedo.

—He visto cosas —continuó Sybille—. Sé que el encanto, el primer pilar del Grial, no solo se trata de controlar con la voz. La humanidad adoraba a los dioses no solo porque hablan, también por su simple existencia, ¿no? Porque son perfectos, bellos, etéreos.

—Ella no es así, por más que Peyre Vidal lo diga en sus canciones. Es lo que hacen todos los trovadores. En verdad no creo que debamos de temer a esa dama.

—Eso no lo sabemos ninguno de los dos, pero tarde o temprano lo haremos.

—¿Y caeremos en el encantamiento?

—No yo, eso lo sé —aseguró con convicción—. Vos... tal vez.

—¿Así como ha sucedido con nuestro gran maestre? —la incomodó con esa pregunta, se arrepintió de inmediato de decirlo.

—No estoy segura de eso, pero es obvio que cualquiera que esté cerca de alguien con tal poder puede caer en su influencia —respondió la joven, y él asintió.

—Supongo que ya tendremos más detalles pronto —dijo, y esperó que se cerrara el tema. De hecho, él sabía algo de lo que no podía hablar con ella. Algo que no tenía el valor de decirle.

Según los rumores, no era que Guillaume de Saissac estuviera encantado o algo parecido. Si se le había declarado a la dama del Grial era porque en verdad la quería. Un arma de terror no tuvo nada que ver en eso, aunque Sybille quisiera creer lo contrario para contentarse. Supuso que a nadie le gustaba saber que su futuro marido adoraba a otra, así como él tampoco le agradaba ver a la dueña de sus anhelos con la mente en otro hombre al que ni conocía.



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(1) Maqlû – Tableta II. Es una serie de textos de encantamientos acadios.

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YASSSSSS ESTOY DE VUELTA

Sorry, estoy teniendo días súper ocupados, no tengo tiempo ni vida para vivirla (?) y por eso se me hace lenta la escritura. La buena noticia: Ya tengo escrito el próximo capítulo. La mala: Falta editar.

AHHHHHHHH FUERTES DECLARACIONES POR TODOS LADOS

¿Qué opinan de todo? ¿Ya tenían sus sospechas? Cuenten y exageren.

¡Hasta la próxima!



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