Capítulo 41: Expuesta

En gozarse y quererse el uno al otro

está el amor de los verdaderos amantes.

Nada puede salir bien

si los dos no quieren lo mismo.

Y está loco de nacimiento

el que no hace lo que ella le pide

o alaba lo que no le gusta (1)

Del manuscrito de Mireille

Habían pasado unos días desde el incidente del mercado con aquella mujer. Todo lo que sucedió dejó muy perturbada a Bruna, estuvo largo rato en la iglesia buscando la calma, pero sé que ni aun así lo logró. El padre Abel intentó convencerla de que esa manifestación demoniaca no dijo la verdad, que solo Dios sabía lo que estaba escrito en su destino, y que no podía creer en las tragedias que le contaron. Para nosotras, en especial para ella, era difícil de aceptar.

Debéis entender, estimado lector, que para nosotras eso era real. No, es real. Las profecías son reales, y sí existen personas capaces de romper el tiempo y ver cosas inimaginables. Yo sabía que Bruna había creído en las palabras de la mujer, ella ya tenía claro que le aguardaba un futuro lleno de dolor.

Como si fuese una confirmación de sus temores, o de lo desgraciada que sería, una de esas noches el señor Peyre la buscó en el lecho. Lo recuerdo bien, porque al amanecer de aquel día la encontré llorando en la cama. Ella decía que él no le hacía daño, pero Bruna siempre sufría cuando tenía que cumplir su deber de esposa. Le pregunté por qué lloraba, pues nunca lo había hecho antes. Solo callaba y aceptaba, con resignación, que era lo que tenía que hacer.

—Porque no quiero volver a entregar mi cuerpo a quien no me ama. No me importa lo que digan, este cuerpo es mío y se lo daré a quien me plazca. Es lo que pienso, y sé que no está bien. Sé que seré castigada por mis ideas llenas de pecado en esta vida o en la otra. Dios lo sabe todo —contestó, la recuerdo atormentada al pronunciar esas palabras.

Por aquel entonces empezamos a hablar más que antes, como cuando éramos más jóvenes y ella soltera. Desde su matrimonio aprendió a callar, así lo entiendo ahora. Dejó de ser la joven que reía y cantaba sin culpa, a ser la mujer que sufría en silencio. Así que podéis imaginar que para mí fue una gran alegría sentir que de alguna forma la tenía de vuelta. Bruna pasó mucho tiempo callando todo lo que sentía, y con timidez empezó a buscar una confidente en mí. Era poco lo que podía aconsejarle, en aquel entonces yo jamás había tenido relaciones carnales. Igual me sentaba a escucharla, pues ella deseaba ser comprendida.

Me quedó claro que, de alguna forma, quería darle la contra a la maldición de esa profecía tenebrosa que recibió. Siempre fue tan terca, pienso con ternura ahora. Si una pagana le dijo que sufriría, ella se empeñó en hacer todo lo contrario. Y para dejar de sufrir, tenía que perdonar. Siendo específica, ella quería olvidar lo que pasó con el señor de Saissac.

—Lo he decidido —nos dijo un día Valentine y a mí—. Si vuelvo a verlo, si él me lo pregunta, le diré que sí. Que todo quedará olvidado.

—¿Y en verdad es así, mi señora? —le preguntó Valentine, hasta yo estaba sorprendida—. ¿Ha olvidado todas las ofensas?

—No puedo, después de todo cada cosa que nos pasa deja una huella perpetua en el alma. Pero ya no me lastima como antes, ya no me causa lágrimas ni rencor. Ya no tiene sentido que sigamos sufriendo por eso, ni él ni yo nos lo merecemos.

—Creo que eso está bien, señora —dije yo—. Y si una vez perdonado, él vuelve a pediros ser vuestro caballero, ¿qué le diréis?

—Voy a aceptar a Guillaume de Saissac como mi caballero. —Las dos nos sorprendimos al principio, pero no pudimos evitar emocionarnos al escuchar eso. Ella empezó a enrojecer, y pronto rio con nosotras—. No aceptaré que algún demonio o pagana dicten mi destino. Me niego a ser infeliz por el resto de mis días.

—¡No lo seréis, señora! —le dijo Valentine con entusiasmo—. Todo va a arreglarse, ya vais a ver.

—He pensado mucho —continuó ella—. Ya soy mayor, ya debería tener hijos. Eso mi marido lo tiene muy claro, yo también. Si no he concebido esta vez, será la próxima. Y quizá sea cada vez más frecuente... —agregó, incómoda—. Es lógico, Peyre Roger quiere herederos y solo yo puedo dárselos. Estoy segura de que todo cambiará pronto, y no solo para mí. Para él también, Guillaume tendrá que volver a Saissac, ¿y qué va a ser de nosotros? No puedo desaprovechar esta felicidad que Dios quiere darme. Tengo que ser feliz mientras aún hay tiempo.

Estábamos muy animadas, ansiando que llegara el momento de que Guillaume se lanzara a la conquista otra vez. ¿Debí decirle a Arnald para que él informara a su señor? Lo pensé, pero no me animé a delatar las intenciones de mi señora. Tampoco pienso que Guillaume necesitara de mucho esfuerzo para notar la buena disposición de Bruna: Él nunca había dejado de buscar la oportunidad de abordarla. Si bien hubo un tiempo en que entre ambos solo parecía existir incomodidad y vergüenza, poco a poco las cosas fueron mejorando.

También recuerdo la noche en que pasó. Nadie lo esperó, pero sé que de alguna forma intuyeron que iba a suceder. Algo bueno, quiero decir. Hubo una fiesta para despedir a Peyre Vidal, pues él había recibido una invitación desde Aquitania y no podía tardar. Por primera vez en mucho tiempo, Bruna demoró en arreglarse. Nos dijo que quería verse hermosa, y sabíamos que no era por el trovador. Era por el señor Guillaume, quería que no despegara los ojos de ella.

Como siempre, hubo muchos invitados. Las fiestas en el castillo eran imperdibles, en especial cuando Peyre Vidal estaba presente. Había mucha expectativa aquella noche sobre si se iban a estrenar trovas de Rosatesse, o si el trovador haría gala de sus propias composiciones. En ambos casos todos sabíamos que iba a ser un espectáculo imperdible.

Cuando llegamos al salón principal, y después de algunos saludos correspondientes, Guillaume se acercó a nosotras. Miró a mi señora directo a los ojos, y se quedó quieto un rato frente a ella sin decir palabra alguna. Debo admitir que esa noche el caballero lucía muy apuesto y elegante. Y al parecer Bruna también pensaba así, sus mejillas se encendieron al verlo y le sonrió encantada.

—Mi señora —dijo él al tiempo que hacía una venia ante ella—, esta noche os habéis dado cuenta de que sois la mujer más hermosa del mundo entero.

—¿Cómo es eso? —preguntó ella con interés y cierta coquetería. Me pareció que hasta volvía a ser la misma dama de antes que jugaba a la finn' amor.

—Mi adorada Bruna —contestó Guillaume, buscando su mirada—, siempre habéis sido la dama del bosque que brilló ante mis ojos aquella mañana. Solo que nadie jamás supo que todos tenían que rendirse vuestros pies, que merecéis el mundo entero.

—Nunca he buscado tales honores —le dijo ella con humildad.

—Oh, tal vez vos no —contestó él guiñando un ojo—. Saludad a Rosatesse de mi parte. Decidle que yo también estoy rendido ante ella. Ante ti.

No supe entender en ese momento si el gesto de Bruna fue de absoluta sorpresa, o terror. Noté sus nervios, y yo estaba confundida. ¿Por qué el señor de Saissac le habló como si ella fuera Rosatesse? Por supuesto, yo no tenía idea de nada en aquel entonces, ya recibiría la explicación después. Bruna intentó contestar, decir algo, pero el salón se llenó de gente y de miradas indiscretas.

Peyre Roger llegó en compañía de Orbia y Guillenma, tuvimos que salir todos juntos. La cena se dio como siempre en la amplia terraza con las mesas dispuestas y adornados con bellas flores. Yo observaba todo desde mi posición, me sentía inquieta. ¿Qué quiso decir él? ¿Por qué Bruna reaccionó así?

La noche apenas había empezado. Y la verdad sobre la trobairitz más famosa de Languedoc, tal vez del mundo entero, estaba flotando en el aire a punto de hacerse visible. Al menos para algunos.


***************


"¡De esta no te vas a librar!", se dijo mientras miraba al trovador a lo lejos, riendo. Bruna estaba enojada y al borde de hacer un escándalo, ni siquiera se había dado cuenta de que sostenía un cuchillo de mesa en una de sus manos. Apenas advirtió tal arrebato de violencia, lo soltó de inmediato y tomó la copa de vino que estaba frente a ella. Se la bebió entera de varios sorbos, y se suponía que según las indicaciones de Miriam tenía que evitar el alcohol. "¿Qué soy ahora? ¿Guillaume?", se dijo escandalizada, y de puros nervios estuvo a punto de carcajearse.

Pero el baile había empezado, y ella no pensaba quedarse quieta. Mientras la música sonaba y los invitados tomaban sus posiciones para danzar, Bruna se escabulló entre la gente para llegar al trovador que estaba al otro lado del salón. Sus doncellas la seguían de cerca, sin entender bien su extraño comportamiento. Bruna sabía que no solo estaba inquieta, también angustiada. Quería largarse de ahí, pero no lo haría sin una explicación.

Miró hacia los danzantes, ahí estaba su marido con Guillenma. Bien, que se entretuviera así, mejor para todos. Ella no pensaba volver a dar la cara después de lo que Guillaume le dijo, y también se había encargado de escabullirse de él. En ese momento nadie le prestaba atención, era la oportunidad perfecta. Encontró a Peyre justo terminando una conversación con unos músicos, y apenas este dio un paso a un lado, Bruna lo abordó. Tuvo que hacer un acopio de todas sus fuerzas para no romperle la cara de una bofetada. Ah, pero de seguro su enojo era tan visible que apenas Peyre la vio, su gesto cambio por completo.

—¿Se... señora? ¿Estáis bien?

—¿Cómo pudiste? —le dijo entre dientes, incluso rompió el formalismo de siempre—. ¿Cómo pudiste traicionarme de esa manera?

—¿Qué yo hice que cosa? —preguntó confundido, lo que empezó a ponerle más nerviosa.

—¡Le dijiste a él! ¡Le dijiste nuestro secreto! —exclamó desesperada. Las doncellas, al notar que se venía tremenda discusión, se pararon delante de ellos para cubrirlos. En ese momento agradeció que la música sonara tan fuerte que nadie escuchó lo que dijo.

—¿Yo? ¿Decirle a quién?

—¡A Guillaume!

—Yo no... —El trovador iba a seguir defendiéndose, pero entonces se puso pálido, hasta hizo un gesto culpable—. Ah...

—¿"Ah"? ¿Eso es todo lo que vais a decirme? —le reclamó. No solo estaba enojada, también nerviosa. De hecho, quería llorar fuerte en ese momento.

—Señora, le pedí al caballero que no le contara nada de lo que escuchó.

—¿Estuvo espiando?

—Al parecer sí —sentía que se le iba el aire. ¡Entonces Guillaume escuchó todo! ¡Absolutamente todo!

—No puede ser, tengo... tengo que irme...

—Señora, por favor, calmaos. No es tan malo...

—¡¿No es tan malo?! —repitió ella. En serio no quería gritarle a Peyre, pero nunca se había sentido tan fuera de control de sí misma—. ¡No podéis decirme tal cosa!

—Pueden escucharnos —musitó Peyre. Asustada, miró nerviosa alrededor. Y sí, notó que ya los estaban observando con curiosidad, que empezaban los murmullos.

—Tengo que irme de aquí. —Fue todo lo que dijo. No se despidió de Peyre, se dio la vuelta y buscó la salida del salón.

Por alguna razón se sentía expuesta, como si todos la estuvieran mirando en ese momento. Como si todos lo supieran. Le faltaba el aire, la cabeza le daba vuelta. Apenas podía caminar firme, sentía que se tambaleaba. Por algo era Rosatesse, por algo escogió ese nombre tan distinto al suyo. Jamás hubiera querido que alguien lo supiera, nadie tenía que enterarse. Era su secreto, era todo lo que tenía. Una vida oculta de la que no quería rendir cuentas a nadie, pero al parecer al fin le había llegado la hora.

Cuando logró salir hacia un pasillo las cosas no mejoraron. Mireille la sostuvo para que no cayera. El corazón le latía tan fuerte que pensó iba a romperse dentro de ella. Estaba mareada, no podía controlarse. "Peyre tiene razón, no es tan malo, no es tan malo...", se decía intentando conseguir la calma, pero era algo que escapaba de su control. El miedo irracional la tenía al borde de colapsar. Quería llegar a su habitación, tumbarse a la cama y ordenar que nadie entrara. Derrumbarse en la soledad de su alcoba, eso era todo lo que deseaba.

A lo lejos, o eso creyó, escuchó un barullo. Un escándalo. Alguien, o tal vez varias personas, se acercaban. Apenas pudo dar unos pasos en los escalones para subir, cuando se derrumbó. Todo le daba vueltas, respiraba agitada, pensó que iba a morir. Hacía tanto que la angustia no la llevaba a ese límite, creyó no poder soportarlo.

Y se desmayó... Tal vez. Solo recordaba que cerró los ojos, y para cuando los abrió, el rostro de Guillaume estaba frente al suyo. Y a una distancia no tan prudente. Tal vez acababa de llegar, seguía cerca de las escaleras por donde quiso huir.

—Ya está despierta —anunció él, y escuchó suspiros de alivio. Al mirar a un lado notó que sus doncellas seguían ahí, incluso Mireille tenía lágrimas en los ojos—. ¿Os encontráis mejor, señora?

—No lo sé —respondió con sinceridad. Ni siquiera sabía si quería estar ahí con él en ese momento.

—Hay que salir de aquí —advirtió Valentine—. Señor, cualquiera puede acercarse, es mejor llevarla a la alcoba.

—Claro —respondió él. Sin agregar más, la levantó en sus brazos y la llevó cargada a la otra planta. Y ella... ella estaba sintiendo la angustia una vez más.

Valentine les abrió la puerta, y Guillaume la llevó hacia la silla que usaba cuando recibía visitas. Bruna intentó controlar su respiración, pero la presencia del caballero ahí solo empeoraba las cosas. ¡Él lo sabía todo! Y con todo se refería no solo a su identidad como Rosatesse. Si era tan listo como creía que era, seguro que también entendió que su historia era la de la misteriosa trobairitz. Que era ella la dama a la que abandonaron después de enamorarla. La pobre desgraciada que había pasado cuatro años cantándole a un ingrato. Eso era lo que no soportaba, que él lo supiera así tan de pronto.

—¿Necesitas agua? —preguntó él, le habló suave. Se había arrodillado ante ella, la miraba preocupado.

—Sí... creo que sí —murmuró Bruna. Valentine la escuchó, y sin decir nada, la vio salir corriendo de la habitación en busca de algo de beber para ella. Y Mireille, quién aún no entendía nada de lo que pasaba, se hizo a un lado. A la puerta, como si quisiera vigilar.

—Tranquila, ya estás a salvo. ¿Acaso te sucedió algo?

—Sí —respondió. Estaba a punto de llorar otra vez—. Lo sabes todo.

—Oh, ¿fue por eso? —dijo, y a pesar de la oscuridad de la habitación, podía ver sus ojos. Y en ellos la culpa—. Quizá fui muy directo...

—¡No tenías que saber nada! ¡No así! —estalló. Y aunque tal vez acababa de desmayarse, igual se puso de pie de inmediato. Guillaume se hizo a un lado, ella caminó al otro extremo de la estancia, como si siquiera huir—. ¿Cómo pudiste?

—Bruna, juro que no fue con esa intención...

—¡Pero lo hiciste igual! ¡Me estabas espiando!

—Sin querer.

—¿Cómo se espía sin querer?

—Es cuando no quieres hacer algo, pero las cosas pasan en tu cara, así que lo haces igual y... Olvídalo, me estoy enredando con estupideces.

—¡Qué voy a hacer ahora! ¡Nadie debería saberlo! ¡Nadie! —exclamó desesperada, y ya hasta sentía vergüenza de comportarse así delante de él.

—Pero, Bruna, si yo no estoy molesto ni nada de eso. ¿Por qué piensas que es malo? —Guillaume se fue acercando despacio, conciliador. Ella solo quería seguir llorando.

—Porque ya lo sabes todo.

—Claro, todos conocen la historia de Rosatesse. Tu historia. —En ese momento, al escuchar aquello, Mireille ahogó un grito de sorpresa.

—¡Lo acabas de hacer otra vez!

—¡Lo siento! —se excusó el caballero de inmediato—. Pero sí, Mireille. Tu señora es Rosatesse, acéptalo y guárdate el secreto. Y tú también, Bruna. Eres Rosatesse, eres la mejor compositora que el mundo haya conocido, ¿qué tiene de malo eso?

—Mireille, tú también ve por agua —le pidió, y de paso evadió la pregunta.

—Pero, señora...

—¡Anda! —gritó. Pobre de ella, no quería tratarla mal. Sus nervios le estaban jugando una mala pasada, y la doncella obedeció sin oponerse.

—¿Qué tiene de malo eso? —preguntó Guillaume otra vez. No se rendía.

—Algunas personas odian la música de Rosatesse.

—Gente inculta, desde luego.

—Dicen que no son otra cosa que los lamentos de una dama patética que no pudo retener a su caballero. Eso... eso es lo que soy al fin y al cabo. No me quiso lo suficiente. —Ya no se aguantó las lágrimas. Se llevó las manos al rostro. Que sí, muchos la adoraban, pero otros la criticaban sin piedad. Y decían cosas como esas que solo la lastimaban al hurgar en la vieja herida.

—Bruna...

—Siento vergüenza de mí misma, y seguro tú la sientes también ahora.

—¿Qué? ¡Claro que no! ¿Sabes lo eufórico que me puse cuando supe que tú eres Rosatesse? ¡Pero si es increíble! ¡Es grandioso!

—¿De verdad? —Bruna asomó con timidez su rostro entre sus dedos. Con delicadeza, Guillaume tomó sus muñecas y apartó sus manos.

—Era eso lo que querías contarme aquella noche, ¿cierto? La verdad, tu verdad.

—Sí —admitió—. Eso, y lo de Jourdain. Yo no... No lo sé, perdí todo el valor para hacerlo después de lo que pasó.

—Está bien, lo entiendo. Es difícil para ti, y lo de Rosatesse es un secreto muy grande que prometo guardar con celo.

—Se lo dijiste a Mireille sin mi permiso.

—El que esté libre de errores que tire la primera piedra, dijo nuestro señor —comentó en un tono algo solemne. Sin querer, Bruna rio. Él también, y los nervios se fueron disipando.

—Estoy segura de que esa no es la frase.

—Pero es el mismo punto. Bruna, te prometo que no le diré a nadie más, ¿sí? Seré una tumba. Solo no creas que te juzgo, o que pienso igual que los idiotas que no aprecian tu arte. No eres patética, mi Rosatesse. —Cuando se dio cuenta, Guillaume estaba más cerca que antes. Acarició su mejilla, lento, y posó la otra mano en su cintura—. ¿Qué tengo que decir para que entiendas que las quiero a ambas? A la dama, y a la trobairitz oculta.

—Nada, no tienes que decir nada. Te creo. —Fue ella la que lo sorprendió. En verdad ya no lo dudaba. Después de lo que pasó con Orbia pensó que jamás podría volver a ser como antes, pero ella logró dejar de sufrir por él. Ya no pensaba en Guillaume con dolor, al contrario, lo anhelaba todo el tiempo.

—¿Eso quiere decir que... me has perdonado? —lo notó diferente, emocionado tal vez. La antorcha estaba cerca a ellos, y podía ver el brillo alegre de sus ojos. Bruna le sonrió y asintió.

—Ya no podemos seguir sufriendo por un error que nos costó tanto. La vida es corta, Guillaume.

—Es verdad.

—La vida es corta —continuó—, y yo a ti te quiero. —No se dio cuenta en qué momento pasó de la desesperación a la felicidad, pero lo supo cuando pronunció aquellas palabras. Para ella fue liberarse el decirlas, porque no estaba acostumbra a expresar sus sentimientos de esa manera. Solo como Rosatesse se atrevió, como Bruna la señora de Cabaret nunca pudo.

—Entonces... —Tal vez quiso decirle algo más, pero la mirada de Guillaume se dirigió a sus labios.

Bruna apenas se dio cuenta de que estaba cerca a la pared cuando su espalda chocó con esta. Y se sintió acorralada. Guillaume miraba su boca, y ella la suya. Dios, iba a pasar. Al fin iba a pasar. Sintió su aliento cerca, quiso cerrar los ojos y solo dejarse llevar. Pero tal vez fue el ruido acercándose a la habitación, o fue la voz de su conciencia, lo que la hizo detenerlo. Apartó apenas un poco su rostro, lo suficiente para que él captara que no tenía que besarla en ese momento.

—Entonces vamos a hacerlo bien, ahora no —contestó ella, despacio. Habló sobre sus labios, aún estaban tan cerca que la tentación no desaparecía.

—Oh, así que me vas a matar de angustia un día más —bromeó él. Guillaume no quiso alejarse sin más, por eso todo su cuerpo tembló de emoción cuando dejó un beso en sus mejillas. Uno largo y suave—. Vendré por ti mañana entonces.

—Está bien —murmuró.

Tan pronto como dijo aquello, tuvieron que separarse a una distancia prudente. Las doncellas estaban de vuelta, hasta Arnald llegó allí. El corazón le latía alocado y sin control una vez más. Solo que ya no repartía angustia y miedo, sino dicha y emociones tan abrumadoras como hermosas. Al fin, sí. Al fin sería su dama, y él su caballero. Al fin podría sentir esos labios sobre los suyos sin ninguna culpa.



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(1) Bernat de Ventadorn

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A Guillaume le dijeron "Confío en su discreción" y al día siguiente soltó el chisme jkdskjajaka siempre imprudente nunca prudente xd

¡Ah! ¡El día llegó! Al fin ella sabe que él sabe (?) Pray for Peyre Vidal que se comió el pleito siendo inocente xd

PRÓXIMA ACTUALIZACIÓN: Lunes 18 de octubre



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