Capítulo 40: Rosatesse

Señora, para vivir,

miradme al menos, querida.

Ya no puedo resistir,

estoy perdiendo la vida.

Mi alma está enferma, herida.

Señora, son causa de mi congoja

mis ojos, tu boca roja (1)

Desde arriba los miraba. Eran cinco figuras pequeñas, pues hasta Arnald había decidido traicionarlo con Peyre Vidal. A lo lejos escuchó las risas de las doncellas, la dama fue moderada en eso. No podía ver sus rostros, pero era obvio que lo estaban pasando bien. Guillaume solo se conformaba con mirarlos de lejos, no era bienvenido allí. O tal vez sí, quién sabe. Bruna ya no se mostraba hostil con él, parecía la de los primeros días. Aun así había una pared entre ambos, lo podía sentir. ¿Acaso nunca volverían a ser los mismos? ¿Tendría que aprender a resignarse?

—Así que ahora te entretienes así. —El sonido de esa voz lo estremeció. Y no, no fue una sensación bonita. Fue ese tipo de desagrado que repele, que incluso provoca hostilidad. Ni siquiera quiso girarse, solo la miró de lado. Orbia se paró a su derecha.

—Lo que haga no es asunto tuyo —contestó con frialdad. Quiso irse, pero tampoco deseaba privarse de la vista lejana de Bruna. En todo caso que se fuera ella.

—No tienes que comportarte así conmigo, compartimos algo.

—No tengo ni un solo recuerdo placentero de eso.

—¿No? —lo retó Orbia. Aún había algo de seductor en su voz, cosa que lo irritó más. Guillaume se giró a verla, molesto.

—Por supuesto que no —respondió muy en serio. No mentía, apenas podía recordar lo que sintió aquella noche con Orbia, lo único que acudía a su cabeza cuando pensaba en lo que pasó era el dolor y la desesperación de haber lastimado a Bruna.

—¿Y crees que fue fácil para mí?

—Ah, ¿me vas a decir que sientes culpa? —cuestionó él. No le creía ni una maldita palabra, esa mujer era una desgraciada mentirosa. Había pasado días pensando en lo que sucedió, y al fin tenía la oportunidad de decírselo en la cara.

—No quería que Bruna se accidentara.

—Pero querías que nos viera —le soltó. Orbia no fue capaz de decirle nada—. Y no creo que te atrevas a negarlo, ya no estamos para eso, ¿verdad? Sé que si hubieras querido estar conmigo te bastaba acudir a mi alcoba en cualquier momento de la noche. Pero no fue así, averiguaste cuándo y dónde iba a encontrarme con Bruna, esperaste esa oportunidad para acorralarme. Querías que nos viera, querías hacerla sufrir. ¿Vas a seguir mintiendo?

—Si eso deseas pensar...

—Por favor, ahórrate la farsa —agregó fastidiado—. No quiero tener nada que ver con una mujer tan vil como tú. ¿Ya estás contenta con lo que lograste? ¿O aún te queda más por hacer?

—No fui la única que la lastimó esa noche —se excusó ella.

—Es cierto, sí. Yo también lo hice. Trampa o no, caí redondo en ella. Pero no lo planee, no pensé en una forma horrenda de hacer sufrir a una persona inocente. Así que no me pongas a tu nivel. Sigue tu camino, y déjame en paz —se giró, volvió la vista a Bruna y su séquito. Se estaban alejando y, para su suerte, no había advertido que él la miraba desde el castillo.

—Lo admito, las cosas se me escaparon de las manos. —Orbia no se rendía. Él resopló, ¿acaso no entendía que no deseaba escucharla? —. No quería que se accidentara, menos que cayera enferma.

—Ya está hecho —dijo tajante. ¿Acaso valía seguir hurgando en la herida? No tenía sentido.

—Tú de verdad la amas. —Las palabras de Orbia llamaron su atención. Una vez más se giró a verla—. Sí, la amas de esa forma tonta en la que siempre Bruna soñó ser amada.

"¿La amo?", se dijo con un temor que jamás había sentido. ¿De verdad tenía miedo? ¿O era la sorpresa de reconocer sus emociones? El amor puro, decían los trovadores, era el sentimiento perfecto de adoración a una mujer. Y el amor natural, como lo llamaban, solo era atracción y sexo. A veces, o casi siempre, este carecía de sentimientos. Para él, para todos, ambas cosas siempre fueron distintas y separadas. Pero Bruna se había convertido en la única capaz de sacarlo de ese abismo, de hacerle olvidar sus males, de hacerlo sentir y ser una mejor persona.

Era la única mujer con quien había perdido el control de sí mismo, con quien había olvidado que alguna vez fue un juerguista conquistador en París. Por ella se sentía diferente, por ella solo quería ser siempre el mejor y dejar atrás su escandaloso pasado. Y quería verla sonreír, quería hacerla feliz. Esa era la verdad, eso era todo.

—No entiendo de qué hablas —le respondió intentando aparentar desinterés, luchando por dominar esa oleada de sentimientos que lo había invadido desde que Orbia le dijo aquello.

—Oh, ¿nunca te lo ha contado? Seguro que no, hubiese sido muy obvio. Tal vez pensó que no era propio.

—¿Qué cosa?

—Contarte de su teoría sobre el amor. Ya sabes que a ella detesta la finn' amor, dice que es una falsedad. En sus palabras, el amor real debería ser un equilibrio entre el cuerpo y el espíritu. Algo que fuera más allá de las canciones y las palabras galantes, que no excluía la vida en matrimonio. Supongo que se inspiró en sus padres.

—¿Sus padres?

—Sí, ella contaba que ellos fueron felices como dama y caballero, también como marido y mujer. Esas cosas no pasan, siempre lo pensé. Me dije que Bruna estaba delirando, que ningún caballero podría querer así. No te ofendas, pero ustedes no sienten de esa manera. Pareciera son todos igual de insensibles a los sentimientos de las mujeres. Pero tú... No lo sé. Me figuro que sí la quieres de esa forma.

—Ajá... —murmuró. Ni siquiera asimilaba sus propios sentimientos, y Orbia añadió esa historia. De pronto las cosas con Bruna parecían tener más sentido.

—Y yo destruí eso —continuó la dama. Por primera vez, a juzgar por su voz y ese gesto, supo que de verdad estaba arrepentida.

Quiso responder, tal vez reprocharle. Pero fue en ese momento que escuchó su risa. Algo habrá dicho el desgraciado de Peyre Vidal para arrancarle una carcajada impropia de la dama Bruna. La vio cubrirse el rostro con vergüenza, pero seguía riendo. Resopló, estúpido y encantador Peyre. No conforme con robarle toda la atención de Bruna, pasó varios días ocupados por su culpa. Bueno, por culpa del número áureo y el encantamiento de la música. Quizá Orbia tenía razón y la amaba, quizá Bruna lo amó alguna vez. Eso ya no podía ser.

—¿Celos? —intervino Orbia. Qué rápido pasó de la culpa a la burla.

—Déjame solo.

—Pero, ¿por qué temes? ¿No ves que son como niños?

—¿Qué cosa?

—Peyre y Bruna. No son nada, no es así como se quieren.

—¿Se quieren? —disimuló su molestia. ¿Ahora resultaba que sí había afecto real entre ambos?

—Pues claro, eso también salta a la vista.

—¿No se supone que él es tu caballero y te debe todos los honores a ti?

—Oh si, desde luego. Y lo hace en la corte, en las fiestas. Ya lo has escuchado. Va por el mundo cantando que la loba es suya, y que yo soy de él. Eso está bien, es como debe ser. La dama más aclamada como maestra del joy, el trovador más famoso de la cristiandad. Tenemos que estar ligado de alguna forma, y solo en la corte.

—¿Y ellos...?

—Ellos comparten el amor por la música. Se entienden. Por supuesto que mantienen la fachada del trovador y la dama, no puede ser de otra forma. Yo diría que es una amistad sincera, un afecto profundo de naturaleza pura. Ya van dos años que él mantiene la pose de rogar por su amor, y sé de primera mano lo convincente que puede ser Peyre. —La dama Orbia hizo un gesto extraño, le pareció que fue algo soñador. Incluso se le escapó un suspiro—. Oh, sí que lo sé. Si Bruna no ha caído rendida a sus brazos con sus palabras de amor, es porque no lo quiere en ese sentido, ni lo querrá así jamás.

—No puedo entender que ni siquiera estés un poco celosa de eso

—Sí que lo estoy —dijo para su sorpresa—. Bruna no es tan inofensiva como parece, me ha robado más de lo que cree sin pretenderlo. Empezando por la atención del trovador.

—Ella es inocente —la defendió. No quería siquiera una sola insinuación de que hubiese malicia en Bruna. Eso no.

—Nadie es inocente, señor —contestó Orbia sonriendo de lado—. Ella no sabe el poder que tendría si quisiera, y cómo la corte entera se arrodillaría a sus pies si se atreviera a salir con la frente en alto y cantar. Hay que agradecer que no tiene el valor para hacer eso.

—¿Acaso es algo bueno que no confíe en su talento? —Orbia asintió. Ya no entendía nada.

—Algún día, señor, lo vas a tener claro. Y espero que sea pronto.

La dama loba no le dio más tiempo de preguntar, solo sonrió de lado, y continuó con su camino. Ya no quiso saber más, no tenía intención de seguir escuchándola. Había mucho en qué pensar, tenía la cabeza hecha un lío no solo por todo lo que dijo Orbia, sino por reconocer lo que estaba sintiendo. Por ser consciente al fin que su afecto por Bruna era tan intenso y profundo que dolía. Si no podía amarla, ¿qué iba a hacer?

El día pasó más rápido de lo que esperó. Quería que Bruna fuera su prioridad, pero había otros asuntos que lo reclamaban. Más traducciones que revisar, documentos que le alcanzó Guillenma para ayudarlo en su iniciación, entre otros. Cuando se dio cuenta cayó la noche, cenaron, y pronto estuvieron en sus habitaciones. El castillo se había envuelto en las sombras una vez más, y después de las campanas de las completas (2) él estaba bien despierto. Sabía que no podría dormir de tanto pensar.

"Vino, eso me falta", se dijo convencido. Era consiente que su autocontrol había mejorado, pero la costumbre no se le iba del todo. Y en ese momento pensó que necesitaba un poco para relajarse, tal vez así se adormecería de una vez. Salió en busca de más, caminar por el castillo también lo ayudaría. Iba andando tranquilo, cuando la vio. Temiendo ser imprudente, Guillaume se escondió a un rincón aprovechando la oscuridad. La reconoció fácil, era Bruna.

La dama miró cautelosa a los lados, notó que llevaba algo en una de las manos, pero no logró ver qué era. Sin entender lo que pasaba, Guillaume esperó un momento antes de seguirla. Iba hacia otro lado del castillo, uno cercano al salón. A lo lejos escuchó murmullos, y conforme se fue aproximando lo reconoció. Era la voz de Peyre Vidal.

No pudo resistir la curiosidad de acercarse, aunque una parte de él también quería huir. Se debatía entre la rabia de sentirse burlado, y el dolor de saber que ellos dos siempre se encontraron a escondidas. No, no... no quería creerlo. ¿Acaso lo estaba tomando como una traición? Quizá lo era, porque el trovador había fingido ayudarle y ella se había fingido ofendida con él, mientras estaba muy a gusto con el otro.

Intentó asomarse, desde donde estaba podría verlos, pero no quería. Sabía que saldría lastimado si lo hacía. Su mente se torturaba con la idea de verla traicionándolo, de ser así jamás podría soportar ese golpe. Y aun así lo hizo, asomó la cabeza con cuidado, entonces la vio. Le estaba entregando algo a Peyre. Tenía una serie de pergaminos.

—Es difícil de creer que después de tanto tiempo de saber lo que somos, por primera vez haya decidido venir así, a solas —lo escuchó decir. Guillaume estaba a punto de estallar. Eso no podía ser, ¿y a qué se refería? ¿Qué se suponía que eran? Peyre ni siquiera parecía el mismo tipo de siempre, el relajado y galante. Parecía ser otro, un tipo normal, pacífico. Tal vez ese era el verdadero Peyre Vidal, el hombre detrás del famoso trovador.

—Estoy aquí, Peyre. No sé qué es difícil de creer —contestó ella con calma, a lo que este respondió con una risita.

—¿Y por qué? Es una grata sorpresa, debo decir. Ya me había acostumbrado a la vía convencional.

—No lo sé, quise que esta vez fuera distinto. Tener, para variar, algo de valor. Es lo justo, ¿no? Todo eso es mío. Bueno, nuestro —se corrigió. Y Guillaume cada vez entendía menos de qué iba ese asunto.

—¿Eso es lo que queréis, mi señora? ¿Descubriros ante todos?

—No creo sentirme jamás preparada para eso, me gusta estar donde estoy. Solo que esta vez quise venir yo misma. No lo sé, dar la cara.

—No me hubiera molestado si todo seguía igual que siempre —comentó él—. Pero si son vuestros deseos, que así sea. Y ahora podéis decirme, ¿hay alguna novedad?

—Tenéis que descubrirlo vos mismo.

—Prometo que trabajaré al menos en uno de ellos para la próxima fiesta.

—Gracias, Peyre —contestó Bruna. Apenas podía verla, pero notó su sonrisa—. Debo irme ahora.

—Solo quiero saber una cosa, ¿algo ha cambiado?

—No sé por qué preguntas eso. El sufrimiento solo cambió de nombre, pero sigue existiendo.

—Oh, pero tuvo que existir felicidad en algún instante, ¿verdad? De momentos de gozo está hecho el arte también. —Guillaume no entendió esa parte, ¿a qué se referían? Al menos había confirmado que no era ningún asunto de encuentro amoroso a escondidas, más bien parecía ser que esos dos compartían un secreto muy importante.

—Es verdad, lo admito. El problema es que yo solo encuentro inspiración en mis lágrimas, de tomar cada pedazo roto de mí para crear esto. Pero no hablemos más, debo irme. No suelo correr estos riesgos, debo cuidarme. Os agradezco por todo, Peyre. Sé que nunca ha sido fácil para vos.

—Al contrario, siempre ha sido y será un orgullo trabajar con vos. Yo soy quien está agradecido, mi señora. Me ponéis en una posición honrosa al concederme leer vuestros más profundos sentimientos antes que cualquier otra persona. Mi Rosatesse, gracias a vos seré recordado por todos los tiempos. Lo sé, mi señora. Sé que en los años que están por venir hablarán de Peyre Vidal y su Rosatesse, que jamás seremos olvidados.

—No soy vuestra, Peyre —contestó ella, pero no estaba enojada—. Solo "Rosatesse", nada más.

Guillaume tuvo que sostenerse para no caer de golpe de la impresión que le dieron esas palabras. Tardó en asimilar esa información y encajar todos los cabos sueltos para comprender el asunto. Lo acababa de escuchar, no había lugar a dudas. Bruna era Rosatesse. Y en ese momento la dama le estaba entregando sus últimas trovas a Peyre Vidal para que él les pusiera música y las hiciera populares.

¡Claro! ¿Cómo pudo ser tan ciego? Ahora todo encajaba a la perfección. Bruna tenía un caballero cuyo seudónimo era "Raimon de Miraval", ese caballero ya no estaba, al igual que el de Rosatesse. Todos conocían esa historia, un caballero le propuso a ser su dama, ella aceptó y ambos se amaron por un tiempo. Pero luego este se fue para no volver más, y de ahí nacía toda la música de la trobairitz.

La historia de la enigmática Rosatesse era la historia de Bruna. ¿Cómo fue que nunca lo vio? ¡Qué tonto había sido! Claro, Bruna tuvo que permanecer en el anonimato para poder hacer populares sus canciones y Peyre Vidal la ayudó, ese era el secreto que ambos compartían. Por su mente pasaron cientos de cosas a la vez. Tantas veces había escuchado la música de Rosatesse que hasta sintió el dolor de la dama. Así era como Bruna había sufrido todo ese tiempo, sola, abandonada por un cretino. Ya entendía por qué Bruna era la única capaz de trasmitirle los sentimientos de Rosatesse cuando cantaba, la mejor intérprete. Ella era la dama que todo Languedoc adoraba. Y no solo eso, era porque Bruna conocía el secreto.

Ella dominaba el primer pilar, la primera arma de terror. Rosatesse era la dama del Grial, así se lo había dicho Peyre Vidal. ¡Estuvo en sus narices todo ese tiempo! Bruna no solo era la mujer que amaba, era la dama que había jurado proteger hasta la última gota de su sangre. ¿Qué extraño designio era ese? Ella siempre estuvo en su destino. No, ella era su destino. Bruna, su hermosa dama del bosque, la mujer de sus sueños, ella era la dama del Grial.

Aún estaba conmocionado por todo, cuando tuvo que hacerse a un lado y ocultarse para que Bruna no lo sorprendiera. Ya estaba de regreso a su habitación. Cuando la vio alejarse tuvo el impulso de alcanzarla, pero apenas dio un par de pasos sintió que alguien lo tomaba y lo arrinconaba contra la pared de nuevo. Todo había sido muy rápido, casi no se dio cuenta de la situación si no fuera porque Peyre Vidal apareció frente a él, y se llevó un dedo a la altura de los labios para indicar silencio. No supo siquiera por qué le hizo caso, pero espero junto con él a que Bruna se alejara.

—Siento mucho hacer esto, señor —le dijo el trovador—, pero no podía dejar que la asustarais.

—¿Perdón? —preguntó algo confundido.

—Escuchasteis todo, ¿verdad? —él asintió—. Entonces ya lo sabéis —dijo, y suspiró resignado—. La dama Guillenma no quería que lo supierais aún. Es el secreto mejor guardado de la orden, después de todo.

—Lo que importa es que ya lo sé —contestó el caballero—. ¿Por qué no me lo dijeron antes? ¿De verdad tenían pensado revelármelo? ¿Por qué no me dejaste ir detrás de ella?

—Es simple, señor. Ella no entiende bien magnitud del poder del número áureo. Ella tampoco sabe lo que es —lo miró incrédulo. ¿Pero qué rayos...?

—Imposible, ¿cómo no podría saberlo?

—Su madre murió antes de poder contarle todo. Señor, ella también debe descubrir pronto la verdad. Me confiaron que vuestro padre tuvo esa intención antes de... bueno, vos ya sabéis. Ella no es consciente del poder que tiene, ni siquiera tiene idea de la orden.

—¿Y cómo es que vos lo supisteis?

—Es una historia muy larga, y prometo que os contaré todo. Lo importante ahora es seguir guardando el secreto.

—Claro —dijo pensativo—. No voy a asustarla con revelaciones, tenedlo por seguro.

—Lo sé, señor. Ahora os dejo ir, confiaré en vuestra prudencia.

—Yo no haría eso, pero... —No dijo más, tampoco dejó que el trovador lo retuviese más tiempo. Sabía que en algún momento iba a hacer alguna estupidez con lo que acababa de descubrir, pero esa noche no.

Se alejó del trovador, y una idea acudió a su mente. Por supuesto que no podía traumatizar a Bruna diciéndole que era la dama del Grial y que según una profecía los iban a destruir a todos, pero podía revelar que conocía su identidad como Rosatesse.

Guillaume sabía que no todo era una buena noticia, y aun así estaba feliz por su descubrimiento. A ella lo unía su afecto, pero también un deber que le había sido encomendado. Lejos de pensar en su deber con la orden, pensaba en ella. Ya conocía su verdadera historia, sabía de su tristeza. Un cretino la enamoró y luego la dejó sin darle siquiera una explicación. Eso debió haber sido antes de su matrimonio, porque si hubiera sucedido en Cabaret, tenía a certeza que todos lo sabrían y se estarían burlando.

Bruna había sufrido mucho, ahora él lo sabía. Bastaba con solo hacer memoria de alguna canción de Rosatesse para saberlo. Le había dolido esa traición, quizá le seguía doliendo, sino jamás escribiría aquello. Ah, pero ya no solo era Raimón de Miraval el culpable de su dolor. Él también. Lo escuchó, se lo dijo al trovador. "El sufrimiento solo cambió de nombre, pero sigue existiendo." ¿Y qué había hecho él? Herirla una vez más. No la merecía, ¿quién era él? Un mal intento de caballero provenzal, un juerguista y libertino de París que no merecía el perdón de nadie.

Pero a pesar de no creerse digno de esa mujer era incapaz de renunciar a ella. Sería una traición a él mismo y a sus sentimientos hacer algo como eso. La desgraciada de Orbia tuvo razón, él la amaba de esa forma que pocos podían entender. La quería toda ella, quería ir más allá de esa belleza que lo deslumbraba. Quería estar cerca de ella, estar cerca de su alma y vivir el resto sus días a su lado.

Bruna tenía que saberlo. Que conocía de su identidad secreta y de su dolor. Tenía que saber que la amaba como ella siempre soñó ser amada. Le diría que no tenía que sufrir más porque él estaría siempre a su lado.



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(1) Señora, para vivir - Heinrich von Morungen (1222)

(2) Completas: Según la división del tiempo que hacía la iglesia en la edad media, sería alrededor de las 8pm

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¡Buenas, buenas!

ASIES SEÑORAS Y SEÑORES, ¡LA REVELACIÓN MÁS REVELACIÓN DE LA HISTORIA DE LAS REVELACIONES FUE HECHA!

**Las que releen y leyeron Jehane en modo "pretends to be shook"**

Confirmado entonces. Rosatesse es Bruna, y Bruna es la dama del Grial.

PRÓXIMA ACTUALIZACIÓN: Martes 12 de Octubre



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