Capítulo 34: Confrontación

No sé a qué hora me adormecí,

al despertar, muy poco vi,

mi corazón casi partí

con ese mal,

no voy a fiarme ni de ti,

por San Marcial (1)

No esperó el golpe, al menos no de parte de ella. La señora Guillenma no se ensuciaría las manos así, para eso estaba el hombre de armas, quién por poco la llevó a rastras hasta esa parte del castillo. Valentine sintió la cachetada mientras ese hombre la sujetaba. No pensó que una dama pudiera golpear tan duro, poco después sintió el sabor de la sangre en su boca. No conforme con eso, el hombre que escoltaba a la señora la empujó al piso con fuerza.

—¿De verdad creíste que no me iba a enterar? —preguntó la dama Guillenma entre dientes, mientras la doncella hacía lo posible por contener las lágrimas—. ¿Cómo pude creer que eras de fiar? ¡No eres más que otra doncella estúpida! ¿Qué tenías en la cabeza? ¡Preferiste serle fiel a Orbia y me has traicionado! No solo a mí, ¡sino a toda la causa de la orden!

Desde el suelo, Valentine empezó a llorar. Ya no pudo contenerse, y ni sabía por qué lloraba. Por los golpes, por sentirse así, porque pensaron que era una traidora. Ah, pero bien merecido que se lo tenía. Bien que supo que tarde o temprano Guillenma iba a llegar a la verdad, por eso pasó varios días escabulléndose por Cabaret, evitando salir para que la dama no la encontrara. Pero Guillenma se las arregló para entrar al castillo y acorralarla por otro lado. Se había acabado todo, y tal vez era lo mejor. Durante esos días la culpa había sido tal que apenas pudo dormir.

—¿No vas a decir nada, infeliz? —le dijo esta, insensible a sus lágrimas

—Señora, juro que no fue mi intención. ¡Yo también fui engañada! —exclamó. Era verdad, podía jurarlo, pero sabía que nadie iba a creerle.

—¡No me mientas más! Ahora vas a dejarte de tonterías y dirás todo.

—Hablaré, hablaré. Lo juro —contestó mientras se ponía de pie. Miró con temor al guardia que acompañaba a Guillenma, uno de sus hombres de confianza. Y, supuso, también era parte de la orden.

—Espera fuera del pasillo —le pidió—. Este es asunto privado.

—Como deseéis, señora —contestó el hombre. Sus pesados pasos se escucharon por el pasillo conforme se alejaba, y al menos eso significó un alivio para Valentine. No recibiría más golpes.

—Habla de una vez —insistió Guillenma—. Y no quiero escuchar ninguna maldita excusa de tu parte. Quiero la verdad.

—Sí... sí —dijo titubeante. Hizo lo posible por contenerse y calmar sus nervios antes de seguir—. La señora Orbia me obligó a hablar. No sé cómo se enteró de que yo le di un mensaje al señor Guillaume, y me exigió saberlo. No quise decirle, pero me amenazó. Me dijo que si no le contaba todo, ella le diría a mi señora Bruna que Raimon de Miraval sí la quiere. Me amenazó diciendo que le contaría que sois vos quien todos estos años impidió que los mensajes de su caballero llegaran. Por favor, comprendedme, no tuve alternativa en ese momento, sabéis de lo que Orbia es capaz —explicaba nerviosa—. Le dije dónde y a qué hora se encontrarían el señor Guillaume y mi señora, jamás imaginé que las cosas llegarían a ese punto.

—Ya veo —dijo Guillenma pensativa—. ¿Cómo está Bruna? No ha querido recibirme, y eso ya es muy extraño. ¿Acaso sus heridas son muy graves?

—¡Oh no, señora! No es eso, son heridas de las que podrá recuperarse. No quiere recibir a nadie, apenas nos soporta a Mireille y a mí. Pero juro que he cuidado de ella, jamás dejaría que le pasara algo. ¡Si supiera como me siento!

—Es lo mínimo que te mereces por abrir la boca cuando no debías —contestó aún con fastidio, pero Valentine notó que ya no estaba tan furiosa como al inicio cuando pensó que ella traicionó a Bruna a conciencia—. Muchacha, creí que ya habías entendido la importancia de Bruna dentro de todo esto. Creí haber sido lo suficiente clara para que no cometas ningún error. Esto no es un juego, confié en ti y mira lo que haces. Si algo le pasaba a Bruna, si ella no despertaba después de los golpes que se dio... —La dama suspiró. Detrás de esa furia había también una mujer asustada por lo que pudo pasarle a Bruna, lo entendía—. Todo estaría perdido ahora —continuó—. No hemos trabajado tanto para arriesgarla justo en este momento.

—Señor, lo juro. No tenía idea de los planes de la dama loba, yo solo hablé para evitar un mal mayor —dijo con un gesto culpable.

Se había criado bajo la tutela de Orbia, la conocía muy bien. Sabía que era caprichosa, seductora, decidida. Y se había dado cuenta de que miraba con recelo y envidia a Guillaume y a su señora. Por supuesto que debió intuir que esa mala mujer iba a hacerles algo con la información que le dio, tal vez tuvo la oportunidad de detener eso convenciendo a Bruna que no saliera de su habitación esa noche. Ya era demasiado tarde para lamentarse, pero nadie le quitaba la idea que todo lo que estaba pasando era en parte su responsabilidad.

—Escúchame ahora —continuó Guillenma—. Tú estás siempre cerca a Bruna, vas a colaborar. Tenemos prioridades.

—Por supuesto, ¿qué debo hacer ahora? Juro que no fallaré —prometió, y en eso decía la verdad. Ya había provocado una tragedia, y haría lo que fuese por solucionarlo.

—Hay algo que sabes tú que nadie más debe enterarse. Sé que tienes claro a qué me refiero —ella asintió. Cuatro años habían pasado desde que servía a Bruna. Cuatro años desde que sabía lo que tenía que hacer para salvarla si se daba la ocasión.

—¿Es que acaso ha llegado el momento?

—No, y esperemos que eso nunca sea necesario. Pero lo que ha pasado con ella hace unos días me ha hecho pensar la fragilidad de todo esto. Hemos sido muy pacientes, pero ya no podemos seguir de esta manera. Ella ya no puede seguir viviendo en la ignorancia. ¿Ya sabes donde lo tiene?

—En Béziers, en un cofre de su antigua habitación. Solo ella tiene la llave, la trae junto con las otras.

—Bien. Entonces es hora de que afronte su verdad. La hemos cuidado y evitado la presión. Pero ya no más, en poco tiempo ella deberá saberlo.

—No sé cómo podría ayudar en eso, señora...

Valentine no entendía qué podía hacer para que Bruna abriera el contenido del cofre. La dama era muy celosa con eso, lo había notado. Era un secreto para ella, ¿cómo podría presionarla? Bruna no lo aceptaría, no iba a dejar que una doncella le dijera qué hacer, ni siquiera como sugerencia.

Pensando en eso, y esperando que la señora Guillemma tuviera una idea, fue que escucharon unos ruidos. Ambas se miraron, y salieron del pasillo. Desde ahí se podía oír con claridad. Los gritos eran de Bruna y Orbia clamando por ayuda, pero también los de un hombre furioso. Jourdain. ¡No podía ser! ¿Qué hacía ese caballero ahí? Todas pensaron que aún pasaría más días en Carcasona, ¿por qué regresó antes? Se sintió presa de los nervios y no pudo evitarlo. ¿Cómo podrían detenerlo? ¿Quién levantaría una espada contra el hermano del señor del castillo? ¿Cómo evitar una tragedia?

—Señora, ¡hay que hacer algo! —gritó ella presa de los nervios. Notó que Guillenma miró a su hombre de armas, y este la observó confundido.

—Dame tu espada —le ordenó.

—Señora, no puede...

—Solo dámela, no me hagas repetirlo dos veces.

Aunque la dama mantenía la calma, podía ver la furia en los ojos se Guillenma. Ya no tenía idea de en qué iba a acabar eso. El hombre obedeció, y no imaginó que vería aquello. La dama tomó la espada con firmeza, sabía muy bien cómo usarla.

—Vayan en busca de los guardias de Peyre Roger. Yo me encargo a partir de ahora.


***************


Pasaron unos días desde lo sucedido, y Bruna ya podía moverse un poco. Aún tenía el cuerpo adolorido, y no recibía visitas. Daba órdenes desde su habitación, pero no quería saber nada más. Sin su marido en el castillo ya no tenía que servir a nadie, que Orbia se encargara. Ella y Guillaume podían arreglárselas solos, mejor así. Ya deberían estar felices de no tener que verla.

Aquel día de junio estaba haciendo calor. Bruna se sintió muy incómoda y pidió que la ayudaran a ir afuera, donde solía recibir a las visitas, para refrescarse. A veces era doloroso sentarse, y peor la incomodidad de su pie que no la dejaba caminar con normalidad. Cojeaba un poco, pero según Valentine todo iba a mejorar. O al menos eso esperaban

No habían sido buenos días para ella. Casi no hablaba, no tenía apetito. Solo comía porque se suponía que tenía que hacerlo. Si no fuera porque se conmovía con los ojos llorosos de Mireille pidiéndole que se alimentase, por ella no probaba bocado. No podía sacarse de la mente aquella escena y se preguntaba una y otra vez: ¿Por qué? No conseguía entenderlo. ¿Qué hizo mal? Ah, ya lo sabía. Todos los hombres eran iguales, todos querían lo mismo. Por supuesto que sí.

Siempre tuvo claro que de seguro Guillaume acudía a otras mujeres para satisfacerse, con los años aprendió que no podía pretender que un hombre se contuviese o que dejara de lado sus necesidades. Ellos eran así, salvo algunos monjes, hombres de Dios que seguían las reglas de San Benito (2). Lo que pasó fue distinto, porque decidió acudir a su cuñada, y no conforme con eso lo hizo cuando sabía que ella podía encontrarlos. ¿Acaso pretendía acostarse con una e ir a declarar su afecto a la otra como si nada? No podía entender cómo separar ambas cosas sin sentirse traicionada.

Bruna se preguntó qué iba a hacer cuando su marido volviese de Carcasona. Le diría que se cayó, mentiría. No tenía forma de explicar que salió de noche a ver a su invitado con la intención de serle infiel, que Dios la perdonara. Y aunque inventase una mentira, nadie iba a creerle. Estaba segura de que, aunque dijera que Guillaume la lastimó, él podría decir algo como que la señora se le ofreció y luego escapó avergonzada. A esas alturas, después de demostrar lo falso que era, lo creía capaz. Y también sabía que iban a creerle a él.

Estaba pensando en eso, cuando escuchó pasos andando por el pasillo. Al descubrir quién era se quedó helada. Orbia estaba ahí, y no tenía cara de arrepentida. Bruna no supo qué pensar, ¿acaso esa era la cuñada a quién alguna vez le guardó aprecio? Claro que no, esa era una mujer malvada que a sabiendas de su cercanía con Guillaume lo sedujo. ¿O había sido lo contrario? Lo dudaba, conocía bien las costumbres de Orbia, no era la primera vez que hacía algo así con los invitados del castillo. Fueron los dos quienes decidieron romperla, no solo él. No quería ver a esa mujer, no la quería en sus habitaciones. Pero Orbia pasó y se sentó frente a ella como si nada. ¿Acaso había ido a burlarse?

—Vete —le dijo Bruna con toda la firmeza que pudo.

—No voy a irme, tenemos que hablar de mujer a mujer. Y no quiero a nadie presente —dijo dirigiendo la vista a Mireille, quién miraba la escena tan estupefacta como ella.

—¿Qué te hace creer que tienes derecho de exigirme algo? No eres nadie acá. Yo soy la señora de Cabaret, y eso nunca quisiste aprenderlo. Así que pido que te vayas antes que me vea obligada a llamar a los guardias.

—No lo haré —repitió Orbia—. Tenemos que hablar, Bruna, y esto ya no puede esperar más. Tienes que saber la verdad. ¿O acaso prefieres quedarte con la duda? —Bruna se quedó en silencio y miró a otro lado. Claro que tenía la necesidad de saber todo eso, pero también tenía miedo de enterarse de cosas más terribles aún y sufrir más—. Puedo irme ahora mismo tal y como ordenas. Pero sé que te quedarás pensando en lo que quería decirte el resto del día.

—Está bien —dijo después de un momento de silencio—. Mireille, ve por algo para beber. —La doncella asintió, y salió rápido de la habitación.

Al fin estaban ellas dos solas. Bruna tenía la vista en el suelo, no quería mirarla. Cuando lo hacía le parecía hasta escuchar sus jadeos aquella noche, y ver su rostro lleno de satisfacción por el placer que sintió cuando él la tocaba. Eso era insoportable.

—Todo fue culpa mía —dijo de pronto Orbia para su sorpresa—, y ruego que me disculpes, yo provoqué todo ese mal. —La dama loba agachó su cabeza en una clara señal de arrepentimiento, cosa aún más sorprendente.

—Explícate —pidió Bruna.

—Yo planeé lo que sucedió. No preguntes cómo, pero me enteré de que ibas a encontrarte con Guillaume. Apenas escuché las campanas salí a cerrarle el paso. No quería que nos vieras, y menos que te sucediera esto. Pudiste morir. —Por ese gesto arrepentido que tenía notó que tal vez por ahí iba su culpa, lo que la asustó de verdad. Bruna también lo pensaba, y cuando lo hacía, le daba escalofríos. Ese pudo ser su final, su horrendo final en pecado que la hubiese llevado a arder en el infierno.

—¿Por qué hiciste algo como eso? —preguntó mientras sentía que sus ojos se mojaban por las lágrimas. La idea de que todo haya sido una trampa de parte de Orbia se le hacía terrible.

—No lo sé... —respondió ella apartando la vida—. No me vas a creer, pero yo tenía envidia.

—¿Qué? ¿Envidia? Hazme el favor —le dijo con molestia—. Soy yo la que todos dejan de lado, es a mí a quien todos detestan. ¿Cómo me dices eso? No juegues de esa manera. Eres tú a quien todos aman, la aclamada, la que puede seducir a un hombre con solo una mirada. ¿Por qué me envidiarías? No seas ridícula.

—Es cierto. Te envidiaba, porque a pesar de todo lo que acabas de decir, tú tenías algo que yo quería. Bruna, debes comprender que a estas alturas de la vida ya casi nada para mí representa un reto. Y Guillaume de Saissac era un reto. A diferencia de otros caballeros, él no me prestó la mayor importancia, no me miraba, no pensaba en mí. Me sentía humillada, despreciada, y veía como cada día él se aproximaba más y más a ti. Eso me dio envidia, yo lo deseaba, quería seducirlo y tenerlo, eso era todo. Pero tú estabas en medio, él no cedía. Poco a poco fui lográndolo, él se resistió hasta ese día, hasta el momento en que nos viste.

—Orbia... —dijo con la voz entrecortada, sus lágrimas cayeron conforme ella hablaba. ¿En serio se atrevía a darle una excusa así? ¿A dárselas de arrepentida contándole su estúpido capricho de tener un hombre? —. ¿Por qué? ¿Solo querías satisfacerte? ¿Solo querías sentir que eras la única? ¡No es justo!

—Claro que no lo es, estoy acá por eso. Bruna, no odies al caballero por lo que viste. Eres una mujer casada, entiendes las necesidades de un hombre. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé —contestó molesta. ¿Qué clase de disculpa era esa? ¿Cómo se atrevía a pedirle que perdonara lo que vio?

—Pues él es un hombre, como todos, tiene necesidades. Es lo que hacen, es lo que son. A veces solo no pueden controlarse.

—Hablas como si fueran animales, pero no es así —le dijo fastidiada—. Y ya estoy harta de entender las "necesidades" de los hombres, es la única excusa que tienen para hacer lo que les viene en gana. ¿Qué hay de lo que siento? ¿De mis necesidades?

—Tú sabes bien que eso a ellos no les importa —respondió Orbia encogiéndose de hombros—. Tal vez no quieras perdonar a ninguno de los dos por lo que viste, y lo entiendo. Solo quiero que sepas que nunca nos encontramos a escondidas, lo que viste fue la primera y única vez que pasó. Él de verdad iba a tu encuentro. Admito haber provocado a Guillaume, y todo terminó de esa manera. ¿Pero sabes una cosa? Él no quería, en verdad te lo digo. Incluso lo presioné de otras maneras, pero se contuvo por ti.

—¿Por qué me estás diciendo todo esto? —preguntó confundida. ¿Qué pretendía? ¿Limpiar a Guillaume de toda culpa?

—Porque estoy arrepentida. Hice mal, hice cosas que no debía. Te he causado un terrible sufrimiento. Cuando me enteré de tu accidente, de que estabas herida y en cama, no lo soporté más.

—Ya no importa, igual creo que nada será lo mismo —dijo apartando la mirada.

Estaba más confundida. Sí, tal vez había algo de cierto en eso de las necesidades de los hombres, era lo que todos decían. Pero por ahí no iba el asunto, era algo más lo que le dolía. No fue con otra, fue con su cuñada.

Lo que sucedió después fue muy rápido. Le pareció escuchar pasos acelerados por el pasillo rumbo a su habitación, y cuando Bruna giró pudo ver a Jourdain entrar hecho una fiera, y acercarse directo a Orbia sin siquiera tomarla en cuenta. Apenas pudo lanzar un grito cuando vio que este se le echaba encima.

Estaba rojo de furia, quería tomar la vida de su esposa con sus propias manos. Se arrojó sobre ella echándola al piso, y comenzó a apretar su cuello. Bruna estaba nerviosa, no sabía qué hacer. Estaba paralizada viendo la locura de Jourdain, este sonreía de satisfacción cuando la ahorcaba, como si disfrutara su expresión de dolor. "Va a matarla, va a matarla", se decía asustada. Pero ella tenía que hacer algo, cualquier cosa. Orbia pudo haberla dañado, y aun así no podía dejarla morir ante sus ojos.

No tenía idea de lo que pasaba por la mente de Jourdain, tampoco le importaba. A su lado había una mesa con un cofre, el cual tomó entre sus manos. Se paró con mucho esfuerzo, y cojeando se acercó a él para golpearlo con todas fuerzas que tenía. Jourdain dejó a Orbia y giró adolorido. A Bruna la invadió el miedo de pronto, el hombre la miró furioso como nunca. Quizá cometió un error.

—¡No te metas en esto! —exclamó, Bruna apenas podía mantenerse en pie pues solo se estaba apoyando en una pierna.

—Vete de mi habitación, los guardias están en camino —dijo intentando sonar amenazante, cosa que no logró.

Al menos ya Orbia respiraba, pero ella se había metido un lío del que no sería fácil salir. Solo entonces notó que en su ingreso Jourdain había dejado caer el capote que llevó Guillaume aquella noche en que lo vio con Orbia. ¿Cómo lo encontró? ¿Acaso ella lo guardó entre sus cosas y él lo descubrió? No hubo tiempo para pensar más en eso, Jourdain se acercaba amenazante a ella.

—¡Tú no te metas en esto! —gritó, y de pronto Bruna perdió el equilibrio, lo cual provocó que se cayera al suelo.

—¡Déjala en paz! ¡Ella no tiene nada que ver! —le dijo Orbia para intentar distraer a su esposo. Pero él volcaba su furia a Bruna, se agachó y tiró de su brazo con fuerza hasta lograr que se pusiera de pie. Bruna se quejó de dolor, y empezó a temblar del miedo, a Jourdain no parecía importarle.

—¡Eres igual a ella! —gritó este, luego tomó el rostro de Bruna, apretó sus mejillas y lo obligó a mirarlo. La dama intentó quejarse gritando, pero él no le permitió hacerlo mientras presionaba su rostro—. Jamás pensé eso de ti cuando te conocí. Pero ya comprendí quién eres, Bruna. ¡No mereces nada! Maldita mujerzuela, no mereces ni llamarte señora de Cabaret. ¿Sabes lo que hizo? ¿Quieres saberlo? ¡Ah! De seguro que tú estás haciendo lo mismo, revolcándote con ese hombre como la puta zorra que eres, ¿acaso las dos aprovecharon la ausencia de los señores para prostituirse con él?

—¡Me estás lastimando! ¡Ayuda! —exclamó Bruna entre lágrimas. Él ni siquiera debería estar ahí, se suponía que los señores de Cabaret llegarían en dos días, ¿quién iba a defenderla? ¿Los hombres de armas de Jourdain? ¡Ellos dejarían que la matara!

—Cierra la boca —le dijo este, y de pronto presionó su mano contra su rostro para hacerla callar. Eso no la dejaba respirar—. ¿A quién quieres engañar? No vales nada, mujerzuela. ¿Vas a suplicar mi perdón? ¡Pues hazlo!

—¡Déjala! —gritaba Orbia mientras intentaba apartar a su esposo, pero este la empujó contra la pared.

—Vamos, Bruna. ¿Qué ibas a decirme? ¿Ibas a rogarme perdón? —La dama volvió a respirar cuando al fin Jourdain le quitó la mano del rostro. Estaba llorando, temblaba, no sabía qué hacer. Nadie acudía en su ayuda, ¿y si rogándole Jourdain se calmaba? Tal vez así, tal vez solo así...

—Perdóname, Jourdain... Yo no debí... Lo siento tanto... —decía repetidas veces y apretaba los ojos sin poder contener las lágrimas. Estaba aterrada, y solo le quedó eso para intentar salvarse.

En medio de todo notó que Orbia se escabullía de la habitación. ¿Para buscar ayuda? ¿O solo la abandonaba a su suerte? No importaba, porque la pesadilla parecía apenas estar comenzando. ¿Y si lo hacía? ¿Y si la violaba? Ya lo intentó antes. Y ya podía, nadie iba a detenerlo. Gritó aterrada por la idea, pero Jourdain no se apiadó de ella. Nadie iba a salvarla, nadie...

O eso pensó, cuando vio a Guillaume entrar a la estancia. Este le dio un golpe a Jourdain con toda la fuerza de su puño. Así fue como su cuñado la soltó, y él la tomó entre sus brazos para sostenerla antes de que cayera de nuevo por culpa de su pie lastimado. Y aún no había terminado todo.


**************


No había pasado mucho desde que despertó. Desde la noche en que todo se arruinó sentía que había perdido del rumbo. Quizá nunca lo tuvo. Llegó de París desorientado, sin saber qué hacer con la misión que tenía. En medio de todo ese desconcierto fue Bruna la única que le dio calma. Pensar en ella, saber que la empezaba a querer y que le correspondía, logró darle paz y alegría. Cierto que se prometió a sí mismo ser un buen caballero de ese momento en adelante, pero admitía que buena parte de eso fue motivada por ella. Quiso ser mejor para ser digno de ella.

Pero Bruna ya no lo quería, y él no tenía voluntad para ser el buen tipo otra vez. ¿Para qué? Ya lo había intentado, y falló en todo. Le dolía pensar que ella estaba triste por su culpa. El solo imaginarla débil y postrada en una cama lo torturaba a cada momento. Jamás se iba a perdonar eso, incluso si ella algún día llegaba a hacerlo, cosa que dudaba que sucediera, él nunca iba a olvidar esa mirada llena de decepción que le dedicó cuando se despertó después de la caída. Por más que intentara convencerse de que no le debía explicaciones a Bruna por su comportamiento, pues jamás rindió cuentas a nadie, igual se sentía terrible por ello.

"Intentaré no emborracharme hoy", se dijo cuando salió de la cama. Al menos era un avance. Cada día luchaba con sus deseos de ir a verla, no quería causarle más disgustos. Pensó que solo esperaría que Peyre Roger regresara para irse al fin, sería lo mejor. Fue al salir de la habitación que escuchó los gritos. Ni siquiera lo pensó, fue directo hacia allá.

Lo primero que reconoció fueron los gritos de Orbia. Pronto la voz de Bruna se hizo más clara y sintió que se volvía loco de rabia al escuchar su llanto, y su voz rogando perdón. Llegó justo antes que Orbia saliera a toda prisa. Intercambiaron miradas, y la notó desesperada, con los ojos cubiertos de las lágrimas y las mejillas rojas tal vez por golpes.

Entró a la habitación de Bruna, y ese fue el momento en que perdió el control de sí mismo al verla tambaleándose sobre su único pie sano, mientras Jourdain apretaba con una mano su rostro con fuerza, y con la otra su brazo. Solo pensó en golpearlo con todas las fuerzas que tenía y de un golpe lo tumbó al piso. La calma pareció volver a él en un instante cuando Jourdain soltó a Bruna y esta fue a dar a sus brazos, débil y lastimada.

Bruna reaccionó rápido. De lo aterrada que estaba, y al verse a salvo del miserable de su cuñado, se aferró fuerte a él. Hundió su cabeza en su pecho y lloró desesperada. Guillaume moría de ganas de partir a golpes a Jourdain por atreverse a lastimarla, pero con ella entre sus brazos necesitando su protección no quería hacer otra cosa más que sostenerla hasta que se calmara.

—¡Maldito seas, Guillaume de Saissac! —vociferó Jourdain mientras se ponía de pie—. ¿Por qué tenías que aparecer justo ahora? ¡Maldigo el día en que llegaste a Cabaret!

—¿Qué te sucede, infeliz? ¡¿Cómo te atreves a lastimar así a la señora?! —respondió molesto.

—Ahora vienes a defender a esta pequeña loba. ¿Acaso te atreviste hacer lo mismo con ella? ¡De seguro que sí! ¡Lo mismo que hiciste con mi mujer!

—No digas estupideces. —Fue lo único que pudo contestar. Maldita sea, ¿tan rápido se enteró? ¿Qué podía decir en su defensa? Siempre supo que llegaría el día en que un marido intentara cobrárselas—. Te advierto una cosa, vuelves a decir algo contra Bruna y juro que no respondo por lo que soy capaz de hacer. No pienso contenerme contigo, Jourdain.

—¡¿A quién crees que amenazas, imbécil! —gritó molesto mientras se acercaba desafiante—. No pienso tener piedad con alguien que se atrevió a insultar mi nombre, que aprovechó la ausencia de los señores de Cabaret para seducir y revolcarse con sus esposas.

—No metas a Bruna en esto. —Estaba ardiendo en rabia, si no fuera porque tenía a la dama entre sus brazos ya se hubiera arrojado sobre el caballero para golpearlo sin piedad. Era lo que se merecía.

—Yo hablo lo que quiero porque lo hago con razón. Si esta mujercita es capaz de entregarse al que le dé la gana. Es capaz de todo, una pequeña loba. ¡Una dama cualquiera que no vale la pena!

—¡Cállate! —Guillaume casi no pudo contenerse y dejó a Bruna en el asiento. Ahora sí tenía las manos libres para hacer trizas a ese infeliz—. ¡No insultes el honor de la dama! No te atrevas, porque juro que...

—¡Basta, por favor! —exclamó Bruna de pronto—. No hagas nada. Él tiene razón, soy una mala mujer —agregó para su sorpresa. Por un instante se quedó pasmado, ¿qué era lo que estaba diciendo?

—No es verdad... —Fue lo único que se le ocurrió decir, y la rabia volvió a invadirlo cuando escuchó una risa burlona de Jourdain.

—Claro que no, es una pequeña loba, aún le falta práctica.

—¡Cállate! —volvió a gritar Guillaume. No soportaba que la insultaran, y mucho menos que ella aguantara los insultos.

—Vete, Jourdain, ¿no querías a Orbia? Déjame a mí en paz, te lo ruego —suplicó Bruna mirando a los ojos a su cuñado. Este pareció calmarse y caminó rápido en dirección a la puerta, de seguro en busca de su mujer. Pasó encima de Guillaume, y de Mireille, quien acababa de llegar para socorrer a su señora.

—¡No te vas a ningún lado! —gritó Guillaume. Preso de la furia que sentía, salió de ahí en busca de Jourdain. No lo dejaría ir, limpiaría el honor de Bruna aunque sea golpes—. ¡Jourdain! ¡Ven acá, miserable! ¿Vas a huir de mí? ¡Enfréntame como hombre!

—Así que eso quieres. —Este estaba de espaldas a él, y giró a mirarlo con burla. Jamás había sentido un odio tan profundo por alguien. Ese desgraciado le hizo daño a su Bruna, y se había atrevido a insultarla delante de él. No iba a quedar impune.

—Te advertí una vez, si volvías a lastimar a Bruna no te lo iba a perdonar —decía mientras se acercaba amenazante.

—Quieres saber lo que hizo, ¿verdad? ¡Pues que ella misma te lo cuente! Aunque pensándolo bien dudo mucho que lo haga, se le caería la cara de vergüenza.

—¡Cállate! —No quería creer que ese hombre estuviera hablando en serio. En su interior veía a Bruna casi como un ser de otro mundo, casi divina. Perfecta, hermosa, intachable. Todo eso tenía que ser un invento de Jourdain.

—Te lo diré entonces, para que lo sepas de una buena vez. Bruna llegó acá muy feliz, quiso enamorarme. Yo, inocente, creí que era solo finn' amor y hasta caí prendado. Pero la pequeña loba tenía otros planes. ¡Lo que en verdad deseaba era seducirme! Quería que la tome, yacer conmigo antes que con mi hermano, ¿puedes creerlo? ¡La muy miserable!

—¡Eso no es cierto! —No podía ser verdad. Su Bruna no haría algo así. Ese hombre estaba inventando aquello solo para encolerizarlo.

—Cuidado con esa mujercita, es de lo peor. Ya te tiene enganchado, ¿no es cierto? Esa Bruna es un ángel caído, le gustaría arrastrarnos a todos al fuego del infierno.

—¡Basta ya! —Iba a matarlo con sus propias manos, no pensaba soportar ni un segundo más de sus venenosas palabras. Se precipitó hacia él en medio de su furia y cuando se dio cuenta tuvo que apartarse con rapidez.

Acababa de reaccionar. Quizá fue mientras hablaba, pero Jourdain sacó una daga larga y estuvo a punto de herirlo. Ahora era este quien se acercaba amenazante, y él retrocedía. Por salir corriendo de su habitación olvidó llevar su espada, o cualquier otra cosa que le sirviera de defensa. Jourdain se seguía acercando y sonreía con malicia, debía de pensar pronto en como desarmarlo.

Pero no fue necesario aquello, su mirada se desvió hacia quien acababa de entrar al pasillo. No pudo creerlo, y hasta Jourdain advirtió que su adversario apartaba la mirada. La dama Guillenma avanzaba hacia él por detrás, y pronto el de Cabaret sintió el filo de una espada en su cuello.

—Te atreves a hacerle siquiera un rasguño a mi Gran Maestre, y juro que te mato sin contemplaciones —dijo con voz serena. Si el solo ver llegar a la dama con espada en mano ya había sido increíble, escuchar aquello era más que sorprendente.

Ella sabía quién era, lo reconocía como su líder, acababa de salir en su defensa justo a tiempo. Jourdain soltó la daga, y como caídos del cielo llegaron Orbia y dos guardias del castillo alertados por esta.

—Solo me muevo durante el día —dijo Guillenma en voz alta.

—Porque no confío en la noche —respondieron estos. Él estaba boquiabierto. No eran simples guardias, y ese breve diálogo fue un santo y seña. Ambos eran miembros de la orden.

—Arresten a Jourdain de Cabaret —ordenó Guillenma con firmeza—. Un demonio debió haberlo poseído.

—Intentó matarme, y también a la señora del castillo —añadió Orbia—. Seguro pensaba hacer lo mismo con el señor de Saissac.

Lo extraño no era que una dama hubiese llegado con una espada a salvar la situación, sino que a nadie pareciera sorprenderle. Y que incluso aceptaran sus órdenes como si nada. Los hombres tomaron a Jourdain de los brazos, y este no se resistió. Miró por última vez a todos, quizá con una mezcla de rabia y resignación. Ya era demasiado tarde para arrepentirse. Cuando estuvieron los tres en silencio, Guillenma solo inclinó la cabeza ante él y se retiró como si nada hubiera pasado. Orbia hizo lo mismo. ¿Pero qué fue todo eso?

Después de respirar hondo un rato y asimilar toda la situación, el caballero fue de inmediato a ver a Bruna. Ni siquiera notó que Valentine llegó, esta lo recibió y lo hizo pasar. Bruna estaba recostada en la cama, y él tal vez no debería hacer eso, ella no lo había perdonado. Pero aun así sus impulsos le ganaron. Se arrodilló a su lado en la cama, y tomó sus manos para besarlas. Al fin todo había pasado, y ella estaba a salvo. Hasta sintió que su corazón se llenaba de esperanza una vez más al notar, a pesar de todo, esa mirada tierna que ya conocía.

—Gracias, Guillaume —le dijo con voz entrecortada—. Discúlpame por meterte en esto.

—No fue nada, mi señora, era lo que tenía que hacer. Jamás permitiría que te hagan daño.

—No me siento bien, pero ya estoy a salvo. Solo quiero descansar —él asintió y se puso de pie, en verdad no tuvo que ser tan atrevido.

—Por supuesto, la dejaré ahora.

—Gracias—repitió ella.

Con pesar dejó a Bruna con sus dos doncellas. Todo había sucedido demasiado rápido, eran tantos hechos que no podía creerlo. La agresión a Bruna que casi lo vuelve loco, la extraña revelación de Jourdain, y la aparición de Guillenma refiriéndose a él por su cargo en la orden. Ese sin dudas iba a ser un día muy agitado.



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(1) Guillaume de Poitiers (1071-1126)

(2) Regla de San Benito. También llamada regla benedictina, es una regla monástica que Benito de Nursia escribió a principios del siglo VI, destinada a los monjes.

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¡Ya se prendió esta m**rda! 

FUEGO FUEGO LLAMEN A LOS BOMBERO. Cabaret, la catedral del escándalo y el drama, lo hizo otra vez. Bueno, bueno, hemos tenido fuertes revelaciones y declaraciones este capítulo. ¿Qué parte de lo que dijo Jourdain es cierta? ¡Lo averiguaremos!

Punto bueno, Guille ya sabe que la Guille es parte de la orden xdd ¿Qué pasará? ¡También lo averiguaremos!



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