Capítulo 25: Mensajes
Porque la larga espera y el deseo de oír
de ti, y el mucho velar y el tan poco dormir,
el anhelo de verte y la preocupación
incesante me oprimen cruelmente el corazón (1)
—Te veo muy feliz esta tarde —le dijo Bruna con una sonrisa. Él no pudo evitar corresponder.
Estaban sentados juntos en la terraza donde celebraron la fiesta de bienvenida. Sus vistas se perdían en el atardecer del valle del río Orb. No muy lejos estaban sus doncellas y Pons. Arnald no había llegado aún.
—Recibí un mensaje hoy —contestó Guillaume animado. A pesar de que el día se puso algo tenso después del encuentro con Orbia, todo su panorama cambió cuando ese mensaje llegó a sus manos—. De mi gran amigo Amaury de Montfort.
Claro que le había alegrado el día. No sabía nada de Amaury desde que dejó París, y aunque al principio le costó admitirlo, la verdad era que lo necesitaba demasiado. En Saissac apenas tuvo unos cuantos conocidos, pero amigos como él jamás. Él era su hermano, su compañero, era su gran confidente. Le hacía falta conversar con él, reír juntos, salir a caminar o a simplemente dar una vuelta por ahí en busca de alguna aventura o de juegos. Incluso extrañaba esas noches de juerga a su lado, y pensaba a menudo en lo bien que la pasaron. Sin él se sentía muy solo.
Le había enviado un mensaje el mismo día que partió de Saissac hacia Cabaret con el grupo de guardias que le ayudaron a llevar el cuerpo de su padre. Al parecer la respuesta llegó con prisas, quizá esa fue la orden que le dieron al mensajero. Llegó cansado después de subir a lo alto de la montaña de Cabaret. Por supuesto que Guillaume lo recompensó por tomarse ese trabajo.
—¿Y qué dice el mensaje? —pregunto Bruna, compartiendo su alegría—. Debe ser algo muy bueno, pues te veo muy contento.
—Sí. Amaury me cuenta que pronto se va a casar. Ya lo sabía, pero supongo que será más pronto de lo planeado.
—¿Acaso estás pensando ir a París para la boda?
—Ya quisiera, pero estoy seguro de que si parto ahora, cuando llegue será demasiado tarde. Y aún tengo muchos asuntos que atender acá. Es imposible que me vaya.
Al leer el mensaje no pudo reprimir las risas. Palabras más, palabras menos, Amaury le contaba que habían adelantado la boda con aquella chica de Montmorency, que para cuando recibiera la respuesta de su mensaje él sería un caballero casado. Después de todo la alianza sería fructífera y su esposa "no estaba tan mal que digamos". Se lamentó por lo que le contó Guillaume sobre el incendio de Saissac, le dijo que de verdad estaba de malas y que si no soportaba ese sitio no dudara en regresar a París donde siempre habría un lugar para él. Y claro, también le pidió que apenas todo estuviera mejor no dudara en invitarlo para revivir juntos los viejos tiempos.
Los viejos tiempos, esos que parecían imposibles de volver a repetirse. Amaury le contó que las cosas se le estaban complicando, y más sin su compañero de aventuras al lado. Simón lo incluía más y más en asuntos oficiales de la familia, y casi no tenía tiempo de divertirse. Así que cuando ese ansiado reencuentro sucediera esperaba que los dos volvieran a ser los mismos de antes.
"Porque supongo que ser señor de nuevas tierras te debe tener muy ocupado, y cuando nos reencontremos pareceremos dos viejos hablando de tributos y monedas", comentó su amigo. Guillaume esperaba que no fuera así, que lograran ser aunque sea por unos días los mismos de antes. Pero tenía tanto por resolver que parecía que ese momento estaba muy lejos de realizarse.
—Ya veo, entonces supongo que le enviarás saludos. Quizá no estaría de más un regalo de bodas —sugirió Bruna. Cierto, ¿dónde tuvo la cabeza? No podía obviar ese detalle, sería una falta de cortesía con quienes lo acogieron por tantos años.
—¿Alguna sugerencia? —le preguntó. Era pésimo para los regalos.
—¿Qué te parece un obsequio hecho por nuestros artesanos? Sin duda será algo que tu amigo apreciará, y aún más la esposa.
—Sí, es una buena idea —contestó pensativo. Se dijo que también le escribiría a Alix. No quería que su amiga pasara mucho tiempo sin noticias de él, y considerando el matrimonio de Amaury, de seguro ninguno de los dos se hablaba—. Listo, está decidido. Mientras el mensajero descansa, iré buscando algo para enviarles. Le escribiré a Amaury, a él le encantará saber cómo estoy, y yo también quiero noticias pronto. Quizá estemos lejos, pero a través de las misivas estaremos en contacto.
—Qué bien, la amistad nunca debe perderse. No olvides decirle que si algún día viene a Provenza pase por Béziers. Mi padre lo recibirá muy bien, y estoy segura de que a tu amigo le encantará.
—Por supuesto, no escatimaré en elogios para Cabaret y lo que he escuchado de Béziers. No es necesario haber ido hasta ese lugar, tengo a su joya más preciosa frente a mis ojos. —Ella se sonrojó cuando le dijo eso. Cómo le gustaba verla así—. No hace falta que me digan que Béziers es hermoso, si de ese lugar viene una mujer tan bella como tú, para mí ya es suficiente. No solo bella, también inteligente y audaz.
—No soy nada de eso, Guillaume —contestó en voz baja, parecía avergonzada—. ¿Inteligente y audaz? No soy así, me conozco bien.
—¿Por qué te mentiría?
Guillaume miró con discreción hacia la entrada. En teoría estaban solos, pues las doncellas miraban a otro lado para darles privacidad, y no había nadie más cerca. No debería hacer eso, Bruna era cautelosa con los gestos. Que una vez se haya pasado de confianza no significaba que podía hacerlo cuantas veces quisiera. Pero él quería tocarla, necesitaba al menos unos segundos para rozar esa piel tan suave. Bruna advirtió sus intenciones, y solo se quedó quieta, a la expectativa. Él posó despacio una mano sobre la suya, empezó a acariciar su dorso muy lento, provocándole cosquillas. Ella lo miraba fijo, enrojecía. Hasta parecía contener la respiración.
—Nunca te he mentido. Tal vez no te lo dicen seguido, pero tienes que saberlo. Eres de las mujeres más listas que he conocido. —Le encantaba ver su sonrisa y sus ojos brillantes cuando le hablaba. Le gustaba mucho estar cerca de ella, y siempre tenía deseos de besarla. Dios, que si estuvieran a solas de verdad ya lo hubiera hecho. Algo le decía que ella no iba a rechazarlo.
—Y has conocido a muchas, debo suponer, para que me catalogues en los primeros puestos de tu lista —atacó ella. Lo que al principio le pareció un reclamo, a juzgar por esa sonrisa llena de complicidad, supo que era un juego. Guillaume le sonrió, le gustaba eso, y le gustó más que Bruna entrelazara sus dedos con los suyos.
—Las suficientes para saber que solo tú me importas de verdad.
—¿Debería sentirme halagada?
—En realidad el afortunado soy yo. Ya había escuchado de ti antes —murmuró, ella lo miró con sorpresa.
—¿En serio? No te creo.
—Mi padre lo hizo —comentó, ella lo miraba con interés—. Me dijo que ni Peyre Vidal había podido conquistarte.
—¿Quién dice que no? —Guillaume fingió un gesto de fastidio que la hizo reír. Pero de verdad sí que se tuvo que contener. ¿Eso era un intento de darle celos? Pues estaba funcionando muy bien.
—Lo dudo —contestó aparentando seguridad—. ¿Acaso él toma tu mano como yo lo hago?
Había acercado más su rostro al de ella, le habló casi al oído. La sintió estremecerse. Y él aprovechó ese corto instante para aspirar el aroma de su piel. Olía a frescura, no a perfumes, y eso le gustó aún más. En verdad estaba a nada de olvidar que había más gente ahí. Moría de ganas por tenerla entre sus brazos.
—No —admitió Bruna—. Me temo que son cosas distintas.
—En ese caso, ¿puedo alardear que te he conquistado?
—¿Crees que lo has hecho? —Bruna solía sonreír con timidez, solo que en ese momento notó algo distinto en su gesto. Algo travieso, provocador. Sentía que todo su cuerpo se estaba encendiendo ante esa cercanía.
—Si me dices que no, me alejaré ahora mismo —la retó. Ella lo miró a los ojos. Si no se atrevía a contestarle, no importaba. Esa mirada, ese temblor que percibió en sus manos. Todo le gritaba la respuesta.
—Entonces no te vayas —contestó.
Se sentía a punto de estallar. Porque en verdad necesitaba besarla, tenía que hacerlo o no iba a poder quedarse tranquilo. Más que besarla, necesitaba todo de ella. Sus labios, su cuerpo entero. ¿Y qué era lo peor de todo? Que jamás podría. Que eso no iba a suceder nunca. Bruna podía ceder un poco a sus provocaciones, podía incluso jugar a la finn' amor. Pero ella jamás sería suya. Tal vez no la conocía mucho, pero sí lo suficiente para saber que no era esa persona.
Sí, cierto. Bruna estaba casada, y él en París disfrutó mucho de acercarse a damas casadas que lo recibieron con los brazos abiertos. Las damas francas sabían bien que sus maridos se divertían con otras mientras estaban fuera, y no tenían ningún problema en gozar de esos placeres también. Pero las damas del Mediodía eran distintas.
Ellas querían finn' amor, exigían sentirse amadas y adoradas en ese sentido. Y si tal vez terminaban en la cama, tal como la hacían las francas en secreto, era después de un largo proceso de hacer sufrir y esperar al pretendiente. En la espera estaba el goce, no se cansaban de repetir eso. Provocaban hasta que el amante no pudiera más de deseo y necesidad.
¿Qué iba a hacer entonces? ¿Proponerle ser su caballero? Ella detestaba la finn' amor, lo más probable era que no aceptara. ¿Cómo hacerle entender que si querían estar juntos esa era la única manera? Para empezar, ¿Bruna querría ese tipo de relación con él? ¿O eso era todo lo que iba a darle? Tal vez tendría que seguirse conformando con esas simples caricias. Simples quizá, pero que lo hacían emocionarse cada vez que lo hacía. Bruna lo hacía sentir feliz. Pero aún estaba el problema de las necesidades de su cuerpo. No iba a ser cruel e iba a utilizar a Bruna para complacerse, de ningún modo.
Lo peor era que, suponiendo que aceptara ser su dama, de eso no iba a pasar. Bruna jamás accedería a ir al lecho con él. En el tiempo que habían pasado juntos se había dado cuenta de que la dama era una ferviente católica, una de verdad como las que casi no había en la corte de Cabaret. Iba mucho a la Iglesia para rezar, y tenía una especie de amistad con el padre Abel.
¿Por qué tuvo que ser así? Justo la dama más imposible de todas, una a la que no debería siquiera tocar, era la que le había robado hasta el alma. Pasó toda la tarde pensando en lo imbécil que fue al rechazar a Orbia, pero con solo tener a Bruna tan cerca entendió que no sería capaz de hacerlo. No podía acudir a otra porque la deseaba a ella. Solo a ella. Y eso lo iba a volver loco.
—¿Qué piensas ahora mismo? —le preguntó ella, tal vez lo notó pensativo. Por no decir al borde del colapso por luchar contra sus deseos.
—No lo sé, tal vez te componga una nueva canción para la próxima fiesta —comentó. Una pequeña parte de él se sintió extraña con ese pensamiento. Nunca se le había dado por componer algo así, de la nada, y de verdad inspirado en una persona. Pero habló en serio. Quería esforzarse y regalarle una canción bella.
—Creo que eso me gustaría.
—¿Crees?
—Pensé que ya no me gustaba que me dedicaran canciones en las fiestas, pero... —Ella sonrió. El corazón de Guillaume empezó a latir tan fuerte que casi no podía controlarlo. Pero llegó él y lo cambió todo. Eso quiso decir. Nada lo hacía tan feliz como escuchar eso—. ¿Qué crees que pensaría el Guillaume de París? —Bruna cambió de tema con rapidez. Estaba abochornada por lo que acababa decir—. Me contaste que antes eras distinto.
—Vaya, qué pregunta. —Él sonrió divertido. Ese Guillaume. Ese borracho perdido de antes. ¿Seguía siendo el mismo? Sí, tal vez en el fondo. ¿Y qué pensaría ese hombre que parecía quedarse cada vez más atrás? —. A él le encantaría saber que he conocido a una dama como tú.
—¿En serio?
—Sí. Le diría a ese Guillaume, que siempre pensó que no había nacido la mujer que lo conquistara, que solo tiene que esperar unos meses para llegar a Languedoc. Que ella lo espera en Cabaret. —Bruna sonrió encantada con cada una de sus palabras. No era solo galante, era sincero.
—Entonces también cuéntale a ese Guillaume que la dama Bruna de Béziers no había conocido a nadie que la hiciera tan feliz con su sola presencia —le dieron unas inmensas ganas de abrazarla. ¡Era tan linda! Tierna, encantadora. ¿Por qué no podía meterse a su habitación y ya? "Porque con ella no quieres ser un cerdo. Contrólate, Guillaume, por favor", se reprochó a sí mismo.
Estaban tan cercan, tan próximos el uno al otro, que apenas notó que se acercaban extraños. La primera en darse cuenta, para su suerte, fue esa doncella llamada Mireille. Ella carraspeó la garganta, cosa que los hizo separarse de inmediato. Para su desgracia la que llegó fue Orbia, y no iba sola. La mujer los vio, y a juzgar por la postura de Bruna y su evidente gesto culpable, de seguro que ella dedujo que algo pasó entre ellos. Y eso solo la hizo sonreír más. Pero era una sonrisa llena de burla.
—Buenas tardes. Aunque debería decir buenas noches —dijo ella muy alegre.
La presencia de la dama inquietó de pronto a Guillaume. Casi había sacado de su cabeza aquella proposición que le hizo. Su sola presencia revivía esas extrañas sensaciones que le provocó ver su silueta desnuda. Ella ya había puesto una condición, y él era el estúpido que se estaba negando a los placeres.
—Buenas tardes, Orbia —contestó Bruna mientras la dama loba avanzaba hacia ellos y se sentaba justo al lado de Guillaume.
—Se preguntarán quienes son mis dos acompañantes —ellos asintieron. Dos hombres llegaron con ella, y a juzgar por la ropa y las vihuelas, debían de ser trovadores—. Son los hermanos cantores de Albi. Tienen buen rato recorriendo Languedoc llevando canciones de importantes señores, estoy segura de que han escuchado hablar de ellos.
—Un placer conoceros, mi señora —dijo uno de ellos, y ambos hicieron una venia ante Bruna—. Nos complace estar ante vos.
—Sean bienvenidos a Cabaret, espero que disfrutéis vuestra estadía en el castillo —contestó Bruna con amabilidad. No se veía muy contenta con la presencia de esos dos, considerando lo que habían interrumpido.
—Llegaron hoy por la tarde —aclaró Orbia—, y han traído buenas nuevas. Entre ellas, que Peyre Vidal estará de vuelta en menos de un mes. Al parecer le fue muy bien en la corte de Aquitania, pero aún requieren de sus servicios por allá.
—Era de esperarse —contestó Bruna muy tranquila—. No hay lugar que Peyre no conquiste con su música. Me alegra saber que sigue triunfando en las cortes más conocidas.
—Así es —continuó Orbia muy animada—. Querida, vos y yo estamos en la mejor de las situaciones —bromeó—. El muy pillo anda cantando sobre ambas, en especial de ti.
—Eso nunca ha sido de mi interés —le dijo Bruna—. Pero es Peyre, le encanta hacer ese tipo de cosas.
—Cierto, pero no es de eso para lo que he hecho venir a los hermanos de Albi. No solo han traído novedades, también canciones. Es una composición nueva que cantaron ante mí, y me pareció tan bella que pensé que debes escucharla. ¿Puedes adivinar de quién es la canción?
—Quizá de Peyre Vidal, ¿me equivoco? —preguntó ella.
—Esta vez os equivocáis, mi señora —contestó uno de los hermanos—. Venimos de un señor que es apenas dueño de la cuarta parte del castillo de Miraval.
Quizá fue impresión de Guillaume, pero cuando escuchó que esos hombres nombraron al trovador, Bruna tembló un poco, e incluso bajó la mirada. La quedó viendo, y notó que estaba algo nerviosa, hasta pálida, ¿por qué? Luego miró a Orbia, y vio a esta sonriente con la mirada fija en Bruna, como si disfrutara verla así. ¿Acaso mencionar a ese tipo de Miraval era algo que mortificaba a Bruna y Orbia lo sabía?
—Nuestro señor nos envió a cantar por todas estas hermosas tierras —continuó uno de los trovadores—. Así que, mi señora, estaremos honrados de cantar esta nueva composición ante vos.
Bruna no dijo nada, solo asintió. Guillaume lo notó de inmediato, no era la misma de hacía un instante. Algo muy malo estaba pasando allí. Los trovadores empezaron a tañer las vihuelas y a tocar las primeras notas, era momento de cantar. Pero en realidad lo único que quería él era detener eso, sacar a Bruna de allí. Todo le daba una mala sensación.
Señora de mi alma, de mi corazón y mi vida
por quien no hago más que suspirar,
éste, tu fiel amigo que no te olvida
te dirige y envía una canción que nace
desde el más profundo anhelo de su alma.
Hace mucho, señora, que intento comprender
cómo conseguiré llegar a postrarme a tus pies.
He intentado, señora, que sepas mi intención,
Que comprendas el dolor que siente mi corazón
Al no poder mirar tu bello rostro,
Ni sentir la suavidad de tu amor.
Me he preguntado, señora, cuando te podré ver,
ni gozo ni deleite me es posible tener;
ni gozo ni deleite tengo, y soy como un muerto
si finalmente no puedo llegar a vos.
Porque la larga espera y el deseo de oír
de ti, y el mucho velar y el tan poco dormir,
el anhelo de verte y la preocupación
incesante me oprimen cruelmente el corazón (1)
Cuando los trovadores terminaron con su canción, los presentes aplaudieron, en especial Orbia y las doncellas. Guillaume apenas lo hizo, no porque la canción no fuera hermosa, sino porque veía a Bruna mortificada. Ella estaba inmóvil, no había aplaudido siquiera. Solo tenía la cabeza gacha y apretaba su vestido con fuerza, como si quisiera reprimir algo.
—Disculpadme, no me estoy sintiendo bien. Que tengan una buena noche. —Se puso de pie, y ni siquiera miró atrás. Sus doncellas se fueron detrás de ella, y él solo la miraba partir sintiéndose desconcertado.
Ni lo había mirado, no dijo nada, simplemente se alejó como quien huye de algo. ¿Pero quién mierda era ese tipo de Miraval?
****************
Abelard podía tolerar que esa mujer le pusiera mala cara, era hasta entendible. Después de todo era extraño que una dama soltera, joven y bella recibiera tanta visita masculina sin pretensión de matrimonio. Primero el gran maestre, luego el vizconde Trencavel. Y por último él, un simple templario en apariencia. Un reciente iniciado en la orden del Grial, y futuro comentador de Moux. Cosa que con toda probabilidad lo llevaría en unos años a ser parte de la cúpula de la orden.
Seguía confundido y abrumado. Había tanto por responder, tanto por saber. Y si bien al principio pensó que iba a poder tolerar la información, saber que todo en lo que siempre creyó era un engaño fue demasiado para aceptarlo de la noche a la mañana.
Le costó noches en vela, noches en las que incluso pensó que ya no valía la pena rezar porque, ¿quién lo escucharía? ¿Qué dios o dioses? ¿Shamash? ¿Utu? ¿Enki? ¿Yahveh? ¿Quién era Dios? ¿De qué servía arrodillarse ante la cruz, ser piadoso, y ser todo lo que siempre creyó era correcto? ¿Cómo conciliar su moral cristiana con todo lo que sabía? ¿Cómo lo lograron ellos? ¿Cómo lo logró el comendador Froilán?
"No tienes que abandonar tus creencias", le dijo esa vez. "Pues aquello en lo que creemos y nos da fortaleza no debe ser dejado de lado". Y así lo tomó. No, Abelard no quería dejar de ser cristiano, pues para él el mensaje de Jesús era claro. Era amor, era respeto, era civilización, era esperanza. Eso era en lo que quería creer. Pero también sabía que la orden guardaba secretos tan antiguos como peligrosos. Secretos que él estaba dispuesto a proteger con su vida.
Un Grial. ¿Qué era el Grial? Tanto se decía de este que en realidad nadie lo sabía. Un cáliz, dijeron algunos. El cáliz que guardó la sangre de Cristo, algo que tenía un poder sobrenatural y que hasta podría otorgar dones a quien lo tuviera. Bueno, él ya se había enterado de que por ahí no iba el asunto. Al menos la parte en que era un cáliz y contuvo la sangre de Cristo. La parte en que otorgaba poderes la tenía muy clara. Porque era real.
Era esa una de las razones por las que estaba allí, en Montpellier. Y por las que puso su mejor sonrisa para encarar a la severa aya de Sybille. Por supuesto que la mujer no lo quería cerca de su muchacha. Y la dama lo miraba con timidez, o tal vez con miedo. Supuso que no esperó en absoluto su presencia, o tal vez solo esperó a un mensajero. No alguien que le dijera el santo y seña de un iniciado de la orden del Grial.
—No te preocupes, Leonor —le dijo despacio a la mujer—. Estaré bien, estoy segura de que un caballero templario velará por mí con mucho cuidado. Y más aún si se trata de un hermano en el conocimiento —decía, pero era difícil persuadirla.
—Estaré cerca —advirtió la mujer.
—Es un asunto en el que no podéis siquiera estar cerca —contestó la dama—. Lo lamento mucho, pero esta vez tenéis que dejarme sola. —A regañadientes, la mujer accedió.
—Os juro por mi honor que todo estará bien —prometió Abelard—. Y ella volverá pronto con vos.
—Confió en eso, caballero —contestó la mujer antes de hacer una leve inclinación y retirarse.
Al fin a solas. No era una habitación apartada, sino un lugar parecido a un scriptorium. Algo más pequeño, desordenado, lleno de documentos y pergaminos; pero que cumplía la misma función. Abelard sacó entonces aquello que Froilán le pidió que le entregara a la profetisa, y ella lo miró con curiosidad. Sybille tomó aquello con cuidado, pero no lo abrió. Ya lo haría a solas.
—¿Os dijo el comendador Froilán lo que son? —preguntó ella.
—Dijo que es lo que solicitasteis. No tenéis que contarme más, entiendo que es un secreto entre vosotros y yo no debo acceder a más información.
—Debe ser así —murmuró ella—. Señor de Termes...
—No soy el señor de Termes —aclaró él—. Solo soy de ese lugar. Podéis llamarme simplemente Abelard, no me ofendería.
—Ehhh... Claro... Abelard —dijo con timidez.
—No debéis temer —le pidió—. Pues estoy de vuestro lado. Podéis confiar en mí, podéis preguntarme lo que deseáis. Estoy aquí para resolver vuestras dudas, Sybille.
—Gracias, me alegra escuchar eso.
Era tan extraño verla y saber lo que era en verdad. Una profeta como las de la biblia. Alguien que podía ver cosas lejos de su comprensión, que ya había visto lo suficiente para asustarlos a todos. Sybille tenía poder, y si él estuviera en su lugar, levantaría el rostro con orgullo. Porque ese don era único y poderoso, era una maravilla que merecía ser honrada. ¿No era consciente del alcance de su poder aún? Pues debería.
—Estoy preocupada por lo que está pasando. Sé que el momento de la sangre se acerca, y no puedo dejar de pensar en eso. —Abelard asintió. Al menos cuando hablaba de sus profecías parecía algo más segura—. ¿Qué está sucediendo en verdad con la orden, caballero?
—Os voy a decir algo que de seguro nadie más se atreverá a decir. Nuestra orden está fragmentada. Estamos divididos.
—¿Qué...? —dijo algo asustada—. ¡Cómo es eso posible! ¿Justo ahora? ¡Justo ahora cuando tenemos que estar más unidos!
—Os sorprendería saber, Sybille, lo que el miedo hace en los hombres. Y estoy seguro de que todo esto está sucediendo justo por eso. Tienen miedo de que todo se derrumbe, y sin darse cuenta, están contribuyendo a eso.
Fue breve al contarle sus conjeturas, y la información que había recabado en su visita a Béziers. Ya no le quedaban dudas, la orden estaba partida en tres: Por un lado estaban Froilán de Lanusse y todos los templarios, Bernard de Béziers, el señor de Queribus, y otros señores menores de Languedoc. En el segundo bando estaban el vizconde Trencavel, el conde de Foix, y con ellos más señores igual de poderosos. Incluso, tal vez, el mismo rey Pedro de Aragón. En el último bando estaban los hermanos de Cabaret, quienes además se habían adueñado de la custodia del gran maestre. Se habían cerrado. No recibían a nadie, no enviaban información para reportar sus acciones. ¿Por qué estaban haciendo eso? ¿Qué tramaban? ¿O acaso solo tenían miedo?
—Por todos los cielos, ¿y qué vamos a hacer? —preguntó Sybille con temor.
—Tal vez una parte de mí esperaba que vos me lo dijeras, profetisa. ¿No habéis visto nada? —ella negó con la cabeza, parecía avergonzada.
—Os juro que no tenía idea de que algo así podría pasar. ¿Y qué va a pasar con Guillaume? ¿Es nuestro gran maestre o no?
—Sé que tiene el anillo de su padre, pero él no sabe más que eso.
—Entonces él no... ¿Él no vendrá por mí? —le preguntó con cierta timidez, y había hasta miedo en sus ojos. Ya lo entendía, la profetisa temía haber quedado abandonada.
—Lamento deciros que incluso temo que él no tenga idea de vuestro compromiso.
Abelard podría jurar que vio el momento preciso en que le partió el corazón a Sybille. No esperó algo como eso, y se le hizo extraño. Pero su expresión cambió, su mirada también. Sus ojos se humedecieron y ella luchó por controlarse para no llorar ante él.
—¿Qué debo hacer entonces?
—Esperar, no se me ocurre otra cosa. El comendador Froilán no cree que los de Cabaret hayan tenido mala intención cuando se llevaron a Guillaume a la cima de la montaña negra, yo aún tengo mis reservas. Pero debéis saber que en Cabaret hay cuatro personas iniciadas, así que una de las opciones es que ellos intenten instruirlo.
—Yo quiero creer que es eso, tiene que ser eso —aseguró ella. Ojalá él pudiera decir lo mismo con tanta firmeza.
—Hay otra cosa que vine a deciros —comentó de pronto. En ese momento estaban a solas, nadie espiaba. Tenía que aprovecharlo—. El comendador Froilán dijo que es hora que lo sepáis, y estoy de acuerdo.
—¿De qué se trata? —vaciló. Antes necesitaba saber algo.
—¿La habéis visto en sueños?
—¿A quién?
—A ella. —No dijo más, pero luego de un instante, Sybille captó su pregunta.
—No la he visto con toda claridad, pero sí que sé de ella. No conozco su rostro, pero sí he escuchado su voz en sueños.
—¿Qué más sabéis de ella?
—No mucho en verdad. Mis visiones sobre ella han sido pocas, pero han sido las suficientes para darme cuenta de que le temo.
—¿Le teméis? —preguntó sorprendido. Sybille asintió lento. Parecía incómoda.
—Solo recuerdo su voz, y eso me asusta. Porque su voz tiene poder, y no debería ser así. Las únicas voces que deben tener poder son las de los dioses. —Abelard tragó saliva. Aquello lo dejó desconcertado.
—¿Los dioses?
—Podéis decirles ángeles si eso os deja más tranquilo. —El templario asintió.
No debería asustarse por eso, ¿acaso en la biblia no hablaban de gente con poder? Gente que recibió los dones de Dios, o dioses, como les decían los de la orden. Eso no importaba. Sybille tenía poder, pero aquella también. Un poder incluso mayor al parecer, porque la misma profetisa lo dijo: Nadie debería tener la voz de los dioses.
—¿En verdad es todo lo que habéis visto de ella? —Sybille asintió.
—No sé más, caballero. Ni siquiera sé su nombre.
—Pues bien, eso es lo que he venido a deciros. Os diré el nombre de la dama del Grial.
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(1) Raimon de Miraval – La canción no es una composición real de este trovador. Es una mezcla de composición propia con trovas recopiladas de la época de autor desconocido.
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¡Buenas, buenas!
Sybille ya sabe el chisme completo... O casi el chisme completo xd ¿Cómo quedará? ¿Qué quiso decir con "la voz de los dioses"?
Un capítulo para sentir el boom del shippeo intenso con Bruna y el Guille. ¿Ustedes ya saben quien es el trovador de Miraval? Pobre que no xd ¿Teorías? ¿Comentarios? ¡Cuenten y exageren!
PRÓXIMA ACTUALIZACIÓN: Domingo 30 de mayo
¡Hasta la próxima!
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