Capítulo 20: Manuscritos
Lo que está arriba, lo que está abajo
Lo que vino antes y lo que vino después.
Y quien no se preocupa por el honor de su creador,
Mejor hubiera sido no haber venido al mundo (1)
No entendía nada. Y lo poco que entendía solo le provocaba deseos de arrojar esa maldita cosa al fuego. Dios, estaba seguro que ese libro era una cosa satánica, pagana, o algo peor. ¿En qué rayos se había metido? ¿Qué clase de persona guardaba un libro de esa naturaleza a vista y paciencia de cualquiera? ¿Por qué no se quemó mejor? Guillaume había escuchado que los libros malditos no eran consumidos por el fuego, que el maligno los protegía. Eso de seguro le pasó a aquella cosa.
Para desgracia suya, aquel libro maldito era la única pista que tenía para entender su situación como caballero de la orden. Bueno, como gran maestre. Pero, ¿qué podía sacar de ella? Latín no era, griego tampoco. No podía entender el significado de aquellas palabras. Para empezar, ¿eran palabras? ¿Qué clase de letras eran? Más que letras parecían dibujos, o rayas, o lo que sea. Todo ese libro era símbolo tras símbolo, y una que otra cosa tal vez podría interpretarla.
La mañana después del baile decidió salir de Cabaret. Arnald seguía disgustado, de seguro que estaría lejos de él todo el día y solo iba a quedarle servirse de Pons. Por eso le pidió al joven siervo que avisara a sus guardias que irían a Saissac a ver unos asuntos. Todo se dispuso de inmediato, y Guillaume partió a caballo directo a su castillo. Al menos, pensó, regresaría antes del anochecer. Esa zona tenía apariencia tranquila, y no había escuchado muchos rumores sobre bandas de proscritos, pero no podía confiarse.
Al llegar a Saissac notó que al menos ya estaban recogiendo los escombros. Pronto llegaría el día de cobrar a sus arrendatarios, así que decidió llevarse los libros con las cuentas para revisar. Eso se salvó del incendio, pues era Reginald quien las guardaba. Fue una visita rápida, pero él llevó consigo aquel libro que Arnald encontró.
Pidió que nadie lo molestara, y con el libro bajo el brazo, se fue hacia el cementerio familiar. Sin siquiera cuestionarse lo extraño de todo eso, Guillaume se sentó al lado de la tumba de su padre y empezó a revisar el libro. Fue ahí que le dieron ganas de quemarlo.
—Bueno, si no lo quemo, me queman a mí. ¿Te imaginas que me encuentren con esto? —Preguntó mirando la tumba. Si, le estaba hablando a su ausente padre—. ¿No pudiste ser claro una vez en tu vida, eh? Siempre con tus misterios. Me dijiste esa mañana que no podías solo contarme las cosas, que un iniciado debe conocer... ¿Conocer qué? ¿Qué clase de rituales satánicos son estos? ¿Qué hace la orden en verdad? —Agregó mientras abría el libro. Señaló justo a una hoja particular—. No sé, padre. Ya hasta dudo que sean cosas del diablo. Esto es más antiguo, ¿verdad? Recuerdo que una vez me dijiste que este mundo es más viejo de lo que creemos, y que esconden saberes que no podemos comprender. Te referías a esto al parecer.
De lo que no le quedaba duda era que aquel libro tenía extrañas instrucciones, o referencias. Miró su anillo, se lo quitó y lo observó bien. Sin duda parecía ser una especie de sol, o tal vez una estrella. El dibujo que le daba la bienvenida debería ser el más revelador. Se trataba de un tipo, tal vez un rey o una especie de dios pagano, entregando esa estrella o ese símbolo a los humanos. Tenían que ser humanos, pues las figuras eran más pequeñas. El resto era indescifrable, no tenía idea de qué decían los símbolos de abajo.
Las otras ilustraciones eran parecidas, y también había otros donde gente extraña parecía adorar o mirar directo a esa estrella. El mismo símbolo de su anillo. También encontró otros dibujos que no parecían tener relación, pero que se parecían entre sí. Hombres domando bestias mitológicas, cerca de esas ilustraciones había extraños símbolos acompañados de lo que suponía eran instrucciones. ¿Qué eran esos? ¿Hechizos tal vez?
Lo que más encontró fueron círculos extraños con varias anotaciones. Los círculos se parecían, pero no todos los textos eran iguales. Y a juzgar por la contextura de los pergaminos, algunos eran más antiguos. Tal vez ni siquiera eran de la zona.
Era poco lo que Guillaume podía entender después de revisar con detenimiento aquel libro. Cuando Arnald lo encontró apenas le echó un ojo, pues varias hojas estaban pegadas unas a las otras. Tuvo que abrirlas con cuidado para revisar el contenido, de seguro que ni siquiera Arnald vio eso. Lo daba por hecho, pues estaba seguro que si su paje hubiera visto esas cosas entraba en pánico y lo quemaba antes de entregárselo.
—Es una recopilación, ¿verdad? —Le preguntó a la tumba de su padre—. Los mismos símbolos, dibujos similares. Pero son diferentes interpretaciones de lugares distintos, y seguro que también en tiempos diferentes. Vamos, viejo. Hablabas en serio cuando decías que esto era peligroso. Y más antiguo de lo que pensaba...
En sus manos tenía pruebas de que tal vez varias civilizaciones antiguas y caídas habían conocido el Grial, que este de alguna forma había sido entregado por gente con poder, y que muchas personas se habían encargado de protegerlo. ¿Qué era en verdad el Grial? Acarició despacio el anillo con el símbolo de la orden. ¿Qué era eso que llevaba? ¿El sol? ¿Una estrella? ¿Por qué era importante? Suspiró. Lo único que tenía claro era que en base a dibujos no podría entender nada, necesitaba encontrar a alguien capaz de interpretar al menos uno de esos idiomas antiguos.
—A ti sí que te encantaba complicarme la vida, tengo pruebas —le dijo otra vez a la tumba. Sonrió de lado, sintiéndose algo ridículo—. Y bueno, ¿habrá alguien en el mundo capaz de leer estas cosas? ¿Los conocías tú? ¿O acaso tú mismo lo sabías?
Guillaume miró una vez más aquellas ilustraciones. No es que en verdad creyera que existía algún tipo de magia, pero sí que creía que era peligroso tener algo como eso en su poder. Estaba seguro que por menos que eso habían quemado a mucha gente.
Miró con atención uno de los dibujos que parecía más antiguo, pero a juzgar por la forma, parecía haber sido hecho por algún cristiano. Un monje tal vez, había visto algo similar en la Universidad de París. Y hasta para ellos algo así era una reliquia. En ese dibujo en particular había una persona sosteniendo una especie de vihuela, aunque esa parecía más antigua. Tenía la boca abierta, como si estuviera cantando. Frente a este no había una bestia, como en los otros dibujos, sino un hombre. Un hombre que parecía bailar bajo las órdenes del extraño músico.
Cerró el libro. No entendía la razón, pero eso le daba escalofríos.
****************
Carcasona
—¿Y en verdad alguien sabe leer esto? —Preguntó Trencavel con incredulidad mientras le echaba un ojo a uno de los libros que se llevaron de Saissac. Él, que pasó buena parte de su infancia bajo la influencia del gran maestre, no tenía idea de cómo interpretar esas cosas.
—Por supuesto —contestó le conde con toda tranquilidad.
—¿En serio? ¿Cómo es posible? Eso ni siquiera debe ser cristiano —añadió señalando un texto que acompañaba una extraña ilustración—. Estoy seguro que solo un erudito podría leerlo.
—Un erudito no, varios de ellos tal vez. Ni siquiera tiene que ser un erudito, con que sea alguien cultivado y educado basta.
—Lo dudo —contestó con incredulidad.
La lista de idiomas que Raimon Trencavel dominaba se podía contar con la palma de una mano. Oc, oil, latín, griego, y algo de ese idioma inglés. El griego ni siquiera podía hablarlo, y jamás lo había escrito, pero sí que podía leerlo pues recordaba las letras. Pero, ¿y qué había del resto? ¿Qué significaba todo eso?
Luego del incendio, el conde y él decidieron refugiarse en Carcasona con total discreción, y armar entre ambos un inventario de lo que se llevaron. Lo repartirían, cuando terminaran de encargarse del asunto del traidor de Tolosa, el conde se llevaría su parte para ponerle a salvo. Todo estaba decidido, y a pesar de las dudas que lo invadieron, ya nada podía hacer por remediarlo.
Solo que, como era lógico, Trencavel no pudo resistir la curiosidad de revisar alguno de los libros robados, y se dio con la sorpresa de que no entendía nada de ellos. No se creía bueno con los idiomas, pero sí podía reconocer los patrones. Solo por eso estaba seguro que al menos había allí unos quince idiomas distintos. Imposible que alguien los conociera todos.
—¿Y sabes tú qué clase de gente escribió todas estas cosas? ¿Qué idiomas son? —Le preguntó al conde de Foix. Este, que ya había entrado en confianza con él después de lo que hicieron, no quiso guardarse la información.
—Veamos. Tienes la vieja escritura de los egipcios. Hay variantes griegas de Constantinopla. Hebreo, persa, macedonio, árabe, entre otros. Esos son los que recuerdo.
—Es imposible que alguien los sepa todos —declaró muy seguro.
—Por eso te dije que no es dominio de una sola persona —continuó—. Mencionaste eruditos, y es verdad. Hay algunas personas que se han dedicado al estudio de estos idiomas antiguos, incluso los más exóticos. Los interpretan y traducen en latín para nosotros. Supongo que eso iba a contártelo Bernard, pero me corresponde ponerte al tanto de esto.
—¿En serio? ¿Y dónde están esas personas?
—En Aragón —abrió la boca con sorpresa. Así que de eso se trató todo el tiempo.
Trencavel conocía la historia de la orden, o al menos una parte de ella. Lo que sí era de conocimiento general fue que tuvieron que dividirse en dos organizaciones para así mantener a salvo los secretos. Los caballeros principales de la orden estaban en Languedoc, eran los custodios de la dama y el Grial. Pero la otra parte de la orden acabó en Aragón, y su líder era el rey Pedro, su cuñado. Nunca le aclararon cuál era la función, y de pronto le llegaba esa revelación. Así que se trataba de eso.
—¿Dónde? —Preguntó él. Necesitaba saberlo todo.
—Monasterio y abadía de Alba (2)—contestó—. Sé que has escuchado hablar de esos lugares.
—Claro. —Eso porque todos los sacerdotes o monjas que servían a los señores y caballeros de la orden se habían formado allí.
Ellos no podían decidir la designación de algunos párrocos u obispos pues era asunto de la iglesia, pero siempre que llegaba alguien nuevo era de aquel lugar, y por lo general servían como escribas o consejeros. Ese lugar era bien conocido en aquella parte del mundo como un centro de saber, por su gran biblioteca, entre otros asuntos eclesiásticos. Sabía que el rey Pedro tenía influencia allí, así que todo cobró sentido. ¿Cuándo años llevaban los eruditos de Alba trabajando en traducciones para la orden?
—Me sorprende que fervientes católicos, como de seguro lo son ellos, acepten traducir estas herejías —comentó aún confundido con toda esta situación.
—Es por el saber, vizconde. Hay que saber escoger bien a quienes están muy interesados en la búsqueda del saber y la ponen por sobre todas las cosas. De esos hay más personas de las que crees, Trencavel. Incluso diría que algunas monjas son de mucha utilidad para la codificación de información. Te sorprendería saber lo que pasa tras esas paredes.
—¿Lo sabes tú? ¿Has ido? —Este asintió.
—También estuve en tu lugar, también me iniciaron. Tuve la oportunidad de pasar un tiempo en el monasterio y conocer a algunos de los traductores. El trabajo es lento, pero impecable. Algunos de ellos tienen a su cargo a traductores más jóvenes. Se reparten el trabajo de tal forma que ninguno tiene los textos completos, por lo que no pueden interpretarlos. Como comprenderás, toma mucho tiempo aprender a codificar un idioma antiguo, o uno pagano como el árabe. Y como te expliqué al inicio, no todos saben todo. Algunos ni siquiera tienen claro el servicio que nos están prestando, no necesitan saberlo.
—Desde luego —dijo volviendo la vista a aquel libro indescifrable. Uno que tenía líneas extrañas que parecían ser algún tipo de escritura, y hasta cuadrados extraños—. Pero Bernard debió conocer algunos de estos idiomas, ¿no?
—Sé que él tenía nociones básicas de algunos de ellos. Eso sí, el gran maestre sabía qué había en cada uno de estos libros. Sabía cuál era su contenido, y para qué servían. Como comprenderás, no es necesario tener la traducción de todo, sería peligroso. Solo lo básico es suficiente.
—Sí, tiene sentido —dijo pensativo.
Aunque ya tenía más clara la labor de la orden aragonesa en cuanto a la custodia y traducción de algunos documentos, le mortificaba saber que mucho se había perdido en el incendio. No solo eso, sino que al morir Bernard tal vez nadie más sabría qué había en esos libros. ¿Froilán tenía el conocimiento? ¿Sybille? Ojalá que sí, pues no soportaría haber echado al fuego siglos y siglos de información.
Quiso hacer otro comentario al respecto, pero en ese momento tocaron la puerta. Tanto él como el conde cerraron los libros y los dejaron a un lado. Trencavel dio el pase, y no se sorprendió mucho al ver a su joven paje de Béziers. Luc, el sobrino del senescal. El muchacho hizo una inclinación, y luego le extendió una nota.
—Ha llegado un mensaje para vos, mi señor —dijo el paje.
—¿Mencionaron algún tipo de urgencia?
—No, señor. Pero lo entregó un mensajero de la orden brindando el santo y seña respectivo.
—Entiendo. Gracias, Luc. Podéis retirarte. —El chico hizo otra inclinación. Tal vez fue impresión suya, pero notó que miró con repentina curiosidad los libros apilados por allí. No dijo nada, tal vez por temor, y solo se retiró en silencio. Una vez a solas, Trencavel rompió el sello y leyó el contenido.
—¿Qué dice? —Preguntó el conde.
—Es del mensajero que pusimos a vigilar Saissac después del incendio —anunció mientras leía—. Guillaume llegó al día siguiente del siniestro, pero no se ha quedado en su castillo. Recibió una invitación de Peyre Roger de Cabaret y ahora está allá.
—Astuto —dijo el conde, y notó cierta molestia en su voz—. Sin duda Peyre sabe lo que hace.
—¿Crees que él sospeche de nosotros?
—No tendría forma, más bien creo que lo hizo por temor. Tal vez pensó que podrían dañar a Guillaume, que podría sufrir algún atentado.
—Pero que esté con ellos solo quiere decir que lo reconoce como gran maestre —le dijo Trencavel—. No se veía muy entusiasmado el día de la reunión, pero es obvio que quiere protegerlo.
—Debemos tener cuidado con los de Cabaret —advirtió el conde—. No sabemos lo que traman, pero es claro que tienen a Guillaume. ¿Cómo rehén? ¿Para demostrar al resto de la orden que tienen el poder? Sabes a lo que me refiero. —Trencavel asintió. Eso podía ponerse muy tenso de un momento para otro.
—Ni siquiera sabemos quiénes podrían estar de nuestro lado —continuó él.
—Trencavel, somos los que de verdad queremos hacer algo por esta orden. Los que queremos proteger sus secretos de quien sea, y como sea. El que no esté con nosotros simplemente no es de fiar —tragó saliva. ¿No era eso demasiado extremo? —. Así que por ahora prefiero ser cauteloso con los de Cabaret.
—¿Y qué hay del resto?
—Si contactaste a Sybille, y a los siervos de la orden en Montpellier, entonces ellos están contigo.
—¿Qué hay de Béziers? —Preguntó él con interés.
—Lo dices por el muchacho, ¿verdad? ¿Crees que ese Luc sea de fiar?
—No es indiscreto, y dudo mucho que intente algo contra nosotros. Es solo un muchacho.
—Un muchacho que puede alertar a su tío de lo que está pasando aquí, ha visto demasiado. Será mejor tener los ojos bien abiertos con él.
—Claro. Por lo visto ha llegado el momento de separar aliados de enemigos, y dentro de nuestra propia orden.
—No lo veas de esa manera. En la orden no hay enemigos, todos queremos lo mismo. Solo que otros dudan, otros son débiles. Y no podemos permitir eso cuando tenemos a la muerte acercándose a nosotros. No vamos a caer, no permitiremos que nadie se lleve los secretos que tanto les costó cuidar a nuestros padres, y a los padres de estos. Esta es una guerra para salvar todo lo que debe ser salvado y protegido de las garras del mal, ¿entiendes eso?
—Si —musitó. Quería creer que el conde de Foix estaba en lo correcto, pero nada le quitaba la espina de que estaba comportándose como todo un traidor.
—Ahora dime, ¿estás listo para ir a Tolosa? Llegaremos pronto.
—Eso no tienes que dudarlo. Allí estaré. —Al menos eso no era discutible. Su maldito tío era un asqueroso traidor que tenía que ser aniquilado.
**************
Sybille estaba inquieta. Había pasado ya bastante tiempo desde la muerte de Bernard y se suponía que su hijo estaba ya en Provenza. ¿Dónde estaría él? ¿Acaso tomando el control de la orden? ¿Recibiendo instrucciones? ¿De quién? ¿De ese comendador templario tal vez? Todo ese asunto la tenía nerviosa, y aunque de seguro sería impropio, se planteó muy en serio escribirle al vizconde Trencavel para pedirle que interviniera por ella ante Guillaume. Que por favor le dijera al nuevo gran maestre que fuera a buscarla.
En ese momento ya no solo estaba en juego sus deseos por conocerlo, por expresarle lo alegre que estaba de saber que sería su esposa, por decirle que sería una mujer muy empeñosa y que podría contar con ella para lo que quisiera. Eso era algo que siempre estaba presente en sus pensamientos, pero había otra cosa más importante. Sus visiones.
Ella veía cada noche que sus temores estaban pronto a hacerse realidad. Un año tal vez, puede que un poco más. Pero la fecha estaba cercana, y todo iba a precipitarse de un momento a otro. El peligro que acecharía Languedoc estaba a la vuelta de la esquina. En sus visiones podía ver a pequeños ratones moverse por toda Provenza. Eran ratones horrendos, gordos, que parecían estarse pudriendo en vida. Todos eran hijos de la gran rata, quien los había soltado para que empezaran a roer. Eso quería decir que no importaba que la rata no estuviera allí, igual estaba presente. Sus redes de destrucción estaban por todos lados, moviéndose con disimulo.
Era inevitable no sentir miedo por lo que iba a pasar. La única manera de estar a salvo era irse de Montpellier, Saissac era un sitio tan apartado, nada le pasaría allá. Su matrimonio también era una cuestión de supervivencia. Sybille no quería morir, por eso sabía que casarse con Guillaume la salvaría. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Acaso a él no le importaba?
No quería dudar del compromiso de Guillaume con la orden. Sabía que él sería parte de su futuro, pues lo había visto. Aún había cosas que no comprendía. Sus visiones no eran del todo claras, mucho estaba sujeto a interpretación.
Cuando vivía, Bernard le habló de eso. Le contó de su esposa, la antigua profetisa de la orden. El hombre le explicó que el don de la profecía no era igual en todas las personas. Algunas, como ella, veían señales en sus sueños que luego se dedicaban a interpretar, o que parecían tener múltiples significados. Y eso era cierto. Ella rara vez veía las cosas tal cual serían, sino que veía objetos, animales o situaciones que lo representaban.
En contadas ocasiones había tenido visiones más claras de situaciones precisas, o rostros reales. Para su pesar, las cosas que veía más claras eran puras tragedias. La muerte de su madre y hermana mayor, de otros familiares, y hasta del mismo Bernard. No podía controlarlo, ella siempre se lo dijo. Pero el gran maestre le contó que con el tiempo podría lograrlo. Que su esposa de alguna forma dominó su poder.
Sybille había recibido parte de las profecías de Agnes de Tolosa. La madre de Guillaume fue distinta a ella en muchos sentidos, pues esta vio con claridad los hechos que podrían ocurrir. No uno, sino distintos escenarios. Agnes vio que si su hijo se criaba en Languedoc acabaría muerto antes de cumplir los veinte años, esa era la razón por la que enviaron a Guillaume lejos. ¿Lo sabría él? Seguro que sí, seguro que su padre se lo explicó.
A veces pensaba que le gustaría ser más como ella. ¿Cómo hizo esa mujer para dominar su don de la profecía? ¿Cómo podía simplemente ver las cosas? ¿Romper el tiempo de tal manera? No tenía idea si había un truco, pero Bernard le contó un poco de ella.
La ausencia de miedo había sido relevante en todo ese asunto. Agnes nació en Tolosa, fue una de las sobrinas del antiguo conde, otro miembro de la orden. Por eso jamás se le condenó, nunca se le enseñó a tener miedo de sus dones, solo a ser discreta. Agnes también estudió mucho las profecías antiguas. Aprendió de antiguos manuscritos, de testimonios de otras profetisas. Siempre se sintió preciada y valorada, no solo por la orden, también por su marido.
¿Sería igual con ella? ¿Guillaume apreciaría sus profecías y consejos tal como hizo su padre con su esposa? Seguro que sí, pero necesitaba ser una mejor profetisa. No podía solo echarse a dormir cada noche esperando que algo apareciera en sueños, eso no era muy útil. Ella tenía que dominarlo. Tenía que ver las cosas con más claridad, tenía que ser un apoyo para la orden. Ella quería ser la mejor profetisa, incluso más que Agnes de Tolosa. Quería trascender, quería que todos en el futuro supieran de lo que era capaz. Ya no podía vivir con miedo.
Por eso mismo tomó la decisión de escribirle al comendador Froilán. Necesitaba que él le facilitara más de los manuscritos que dejó Agnes, necesitaba saber más cosas. Estudiar más, aprender. Ya que al parecer en ese momento todos parecían más interesados en sus propios asuntos, y ni siquiera su prometido se preocupaba por enviarle una carta para calmarla, ella tendría que arreglárselas como pudiera. Al menos si lograba dominar su poder a un nivel básico podría predecir cuándo las cosas se pondrían malas para ella y salvarse a sí misma. ¿Sería posible? No iba a quedarse sentada a esperar, no podía vivir solo de sueños. De otro tipo de sueños.
No podía dormir, y al parecer Leonor tampoco. Esa fue la razón por la que el aya decidió acompañarla a escribir la carta para Froilán de Lanusse. Sabía que podía confiarse de ella, que siempre sería discreta y jamás la traicionaría. Ni a ella ni a la orden. Así que, mientras redactaba, le contó sus planes y lo que esperaba conseguir. Pensó que la vería preocupada, o que tal vez se opondría por considerarlo muy arriesgado. Pero sucedió justo lo contrario, Leonor se veía muy entusiasmada, y eso la hacía sonreír sin querer.
—¿Qué os alegra tanto? —Preguntó mientras escribía.
—Que ya no quieras tener miedo, mi niña. Siempre odié verte asustada solo por ser lo que eres. Me hace feliz saber que quieres tomar las riendas de tu vida —empezó a enrojecer. Nadie le había dicho eso antes.
—No sé si es algo como eso —dijo avergonzada—. Solo quiero estar lista. Ya sabes lo que vi, las cosas se pondrán horribles, y si voy a ser la profetisa de la orden necesito hacer un buen trabajo. De mis visiones depende la vida de otras personas.
—Y la tuya también —ella asintió.
—Me cansé de sentirme abandonada, Leonor. A veces pienso que desde la muerte de Bernard toda la orden se ha desorganizado. Recibo pocas noticias, nadie viene a verme. El vizconde Trencavel no ha vuelto en varias semanas, yo creo que sacó de mí la información para su iniciación y ya no le importo más.
—Oh, querida. No debes mortificarte por eso. Los hombres son así, todos son iguales. El mundo de las mujeres les parece tan ajeno que apenas les importamos. No logran vernos en verdad, mucho menos entender nuestros temores.
—Si, ya me había dado cuenta —contestó con pesar, y suspiró.
A veces le daba la sensación de que la orden se interesaba en ella solo por sus visiones, no por lo que era en verdad. A todos ellos les importaba Sybille la profetisa, no Sybille la dama que moría de miedo por ser violada en medio del conflicto. Estaba segura que los esbirros de la rata serían capaces de esas bajezas.
—Pero dales tiempo —continuó Leonor—. No dudo que lo que pasó con el señor Bernard fue un golpe, deben tener otras ocupaciones delicadas. Y vos estáis a salvo aquí, no tienen que preocuparse ahora.
—Si, de seguro —murmuró—. Solo que a veces no dejo de preguntarme cuándo vendrá
—¿Te refieres a tu prometido? —preguntó Leonor. Tuvo que contarle a ella, no pudo resistirse.
—Sí, él. ¿Por qué crees que demora tanto?
—No tengo idea, querida. Solo queda esperar, no puedes precipitarte.
—Pero si él ya está en Saissac, ¿no sería lo mejor enviarle una carta para que venga lo más pronto posible?
—Eso sería impropio, Sybille —dijo Leonor, la escuchó algo severa—. Sabes cómo piensan los hombres. Si una dama empuja a un caballero lo está presionando, ¿acaso quieres que se sienta incómodo con el matrimonio? ¿Qué venga por obligación?
—¡No! No quiero nada de eso. —De alguna forma Leonor tenía razón, pero ella sentía que no podía esperar más. Era un pensamiento que no salía de su cabeza—. Entonces, ¿por qué piensas que tarda tanto?
—Sabes bien quién es —le dijo. "Claro, el nuevo gran maestre de la orden", se dijo—. De seguro que tiene cosas más importantes que hacer, sobre todo en los tiempos que nos han tocado pasar. Tal vez tiene otras prioridades que debe resolver.
—Supongo que piensan que la profetisa y sus temores pueden esperar —murmuró con amargura. ¿Hasta cuándo iba a soportar estar en segundo plano?
—Oh, pequeña. Ojalá pudiera orientarte mejor —le dijo Leonor—. Sabes que solo soy una sierva menor, tú sabes mejor que yo cómo funciona la orden.
—Al menos sé lo principal —contestó, pero no podía compartirlo con su aya.
Aunque no conocía la identidad de todos los caballeros de la orden, Sybille sabía de los niveles que existían entre los miembros de la organización, y hasta conocía el santo y seña de todos. Así como también sabía que en el nivel más alto de la orden había tres personas, y de una de ellas jamás podría hablar: La dama del Grial, la que custodiaba el secreto.
—Entonces lo entiendes. Hasta en momentos de crisis hay prioridades. No es por qué no seas importante, querida. Es solo que hay asuntos más urgentes.
—Por supuesto —volvió a su escritura, pero se quedó pensando en eso.
La dama del Grial. No sabía su identidad, Bernard no se lo contó nunca. Pero si ella custodiaba el secreto, y Guillaume tenía que asegurarse que este estuviera protegido para cuando empezara la tragedia... ¿Acaso estaba con ella? ¿Estaba con otra mujer? Tembló de solo pensarlo. Su futuro esposo estaba, de seguro, detrás de otra en ese momento.
—Leonor, ¿tú crees que es posible que dos esposos se amen? —Preguntó de la nada, al tiempo que dejaba a un lado su pluma. La mujer la miró extrañada—. Y no me digas que no es correcto, ya estoy harta de escuchar eso.
—No lo sé, Sybille. Es una posibilidad, después de todo en el corazón no se manda.
—Pero él se casará conmigo por obligación, ¿verdad? Porque soy la profetisa, así como lo hizo su padre. Nunca me querrá como... —"Como yo quiero hacerlo", se dijo. Ese pensamiento le dolió tanto que se arrepintió de haberse puesto a reflexionar en aquello.
—No lo sé. Además, ¿eso qué importa? Sybille, tú serás su esposa. Lejos de que a quien ame en verdad, o de si elija a una dama a la que cantarle en una cort d'amour, tú compartirás la vida con él. Serás su señora, su mujer, la madre de sus hijos. No tienes que preocuparte.
—Claro —dijo de mala gana.
Pero ella no quería eso para su vida. No quería ser solo la esposa que esperaba días y hasta noches enteras a que su marido llegara. No iba a tolerar eso.
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(1) Talmud Babli, Hagigah 2:1
(2) Monasterio y Abadía de Alba. Son lugares ficticios creados para la historia. Se ubican en Aragón.
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¡Hola, hola! En esta ocasión les dejaré imágenes referenciales a lo que vieron Guillaume y Trencavel en los manuscritos. Agárrense xd
Esto está grabado en piedra, pero en el libro está dibujado. Es lo que vio Guillaume con el símbolo de la orden. Es la tablilla de Shamash
El libro encontrado luce como esto...
Estos son dibujos referenciales a los que vio.
Por su lado, Trencavel vio esto. Es árabe antiguo
Más referencias ocultistas que algún día la muchachada entenderá xd
PRÓXIMA ACTUALIZACIÓN: Miércoles 21 de abril
¡Hasta luego!
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