Capítulo 12: Saissac
No sé a qué hora me adormecí,
al despertar, muy poco vi,
mi corazón casi partí
con ese mal,
no voy a fiarme ni de ti,
por San Marcial (1)
No quedaba nada. A esa misma hora, en dos días, estaría Cabaret. Su primo Luc ya había regresado a Carcasona, su padre estaba atendiendo sus asuntos, y ella se la pasó varios días ocupada con los preparativos para su viaje. Cierto que pudo hacerlo más rápido, pero decidió ir lento para distraerse. O para buscar excusas que la retrasaran. Había pasado más tiempo del permitido en Béziers, y hasta su padre empezó a insinuarle que era momento de regresar con su marido. No tenía opción, solo le quedaba aceptar que la felicidad se había acabado.
Se acabó hacía mucho en realidad. Tal vez desde que dejó de hacer frío y el clima empezó a cambiar. Era extraño, pues todo florecía alrededor, y ella se marchitaba. La angustia parecía asfixiarla cada vez más, y ella luchaba por entender por qué se sentía de esa manera. ¿Acaso no debería ser dichosa con la vida que Dios le dio? Cierto que la castigaba por sus pecados al negarle concebir, pero la bendijo en todo lo demás. Peyre Roger ni siquiera era un mal marido, había peores. No era culpa de Peyre Roger no cumplir con las expectativas que ella se hizo de un matrimonio.
Sus padres eran en parte responsables de eso. La gente siempre dijo que ese afecto no era normal, tal vez hasta anti natural, pero a ella nunca le importó. Porque su padre nunca acudió a otras damas como lo hacía su marido, jamás bailó con otra que no fuera su mujer, nunca osó jugar a la finn' amor con otra que no fuera Marquesia de Montpellier.
Por supuesto que nadie se lo dijo en la cara, y de hecho Bruna se enteró después. Frente a ellos los trovadores cantaban admirados por su amor. A sus espaldas, dijeron que Bernard y Marquesia eran una pareja anti natural que no debería amarse. Que ella no podía ser su dama, pues el matrimonio le obligaba a entregar su cuerpo al marido. Y que él no podía quererla, pues la esposa solo estaba allí para darle hijos, y esa pasión excesiva sin duda era un pecado.
Pero fueron felices a pesar de todo, ¿no? Se amaron, y la amaron a ella. Le enseñaron que se podía querer de otra forma. Todos decían que el finn' amor era lo único real y permitido, el sentimiento puro e ideal. Y que las relaciones carnales eran cosa de esposos, un deber detestable y a veces placentero. No se mezclaban. Los esposos no se podían querer. Pero todos se equivocaban, era posible, ella lo vio.
¿Podían culparla por desear algo así para su vida? Por supuesto que fue ingenua y nunca quiso entender que una sola excepción dentro de tantos matrimonios iguales no significaba una esperanza para ella. Solo soñó, como cualquier muchacha, un futuro en el que tal vez podría ser feliz casada.
Mamá partió pronto y no pudo explicarle. Ojalá ella hubiera vivido para cuando se casó, seguro le hubiera explicado lo que era el matrimonio de verdad y lo que le esperaba. Ojalá ella hubiera decidido usar el tiempo que le quedó en algo así de importante para su vida, y no en palabras que jamás entendió.
"Tú eres valiosa". "No eres una dama como las demás". "Hay algo en ti que debe salvarse". "Tienes la magia de la música". "Sabes más que muchos en el mundo entero". "Tienes la clave".
¿Qué quería decir todo eso? ¿Qué tenía que ver con ella? Cierto que su madre le había enseñado desde pequeña a cantar, tocar la vihuela y componer música. Siempre la elogió por sus talentos, pero eso lo hacía cualquier dama del Mediodía, ¿qué tenía de especial? Nunca entendió por qué su madre decidió gastar sus últimos instantes de vida en decirle cosas tan inútiles.
También era cierto que su madre le dejó una herencia. Aparte de las joyas familiares, le dio una bolsa de cuero que llevaba varias cosas adentro. Bruna nunca se había atrevido a desatar el nudo y revisar el contenido, algo la repelía. Tal vez porque pensaba que las últimas palabras de su madre fueron solo delirios de una mujer enferma, y porque de seguro eso que le dejó eran cosas sin sentido. Solo lo había tocado por afuera, y sabía que había pergaminos, entre otros objetos pequeños.
Aún así, Bruna lo guardaba con celo. Aprovechando ese momento de soledad, la dama fue hacia uno de los cofres que guardaba en la habitación. Sacó la llave y lo abrió. Ahí estaba, intacto. Siempre que iba a Béziers le daba un vistazo. Cierto que esa cosa la impresionó, y hasta asustó a la Bruna de solo doce años. Pero no tenía un efecto muy distinto en la Bruna de dieciocho.
La bolsa de cuero tenía un grabado. Era un símbolo de cuatro puntas, al centro había un círculo, y de este salían ondas. Todo envuelto en un círculo más grande. Nunca supo que era, tampoco quería averiguarlo. Le parecía algo pagano y le daba miedo. ¿Y si la acusaban de hacer invocaciones demoniacas por tener algo así? Mamá no fue ninguna bruja, o al menos eso siempre creyó. No se atrevía a echar esa cosa por cumplir la última voluntad de su madre, pero tampoco quería involucrarse en brujerías o algo peor.
—Señora, ¿está todo bien?
Casi se le escapa un grito cuando Valentine entró en la habitación. Se puso pálida y hasta nerviosa, como si la hubieran descubierto haciendo algo malo. Metió esa cosa al cofre y le puso llave de inmediato.
—Todo perfecto —contestó al tiempo que guardaba la llave del cofre junto a las otras que siempre llevaba.
—¿Deseáis que os ayude con el equipaje? Podemos hacer un repaso para que no se nos olvide nada.
—No, descuida. Creo que ya tenemos todo —murmuró. Quería salir pronto de allí, estaba segura que Valentine la había visto.
—Entiendo, señora. ¿Deseáis que os traiga algo de beber?
—Si, claro —contestó con desinterés y tomó asiento. Valentine asintió y la dejó sola, ella al fin pudo respirar en paz.
¿Por qué le tenía tanto miedo a esa cosa? Algún día tendría que decidir qué hacer.
**************
—Y entonces, ¿esa cosa espantosa es lo que queda de Saissac? —Preguntó incrédulo Guillaume ni bien cruzaron la colina que los dejaba ver sus nuevas tierras.
—Si, señor. Eso me parece —contestó también desconcertado Arnald al observar lo que ante sus ojos aparecía.
—Quizá nos equivocamos. ¡No puedo tener tanta mala suerte! Estoy seguro que esto se veía diferente hace años. No, no. Esto no puede ser Saissac.
—No, señor. Esta es la dirección correcta y ese castillo es el suyo.
—Tápate las orejas, Arnald. Voy a blasfemar.
El gesto de Guillaume no podía ser otro que el de disgusto. Había pasado por innumerables villas, había cruzado el Ródano, se enfrentó al cruel cambio de clima del frío invierno a la primavera. Por culpa del maldito frío cayeron enfermos por varias semanas. Y si a eso incluía a Arnald y sus lecciones de cortesía Provenzal, se podría decir que el viaje fue espantoso. Pensó llegar y encontrar las tierras prosperas que recordaba, pero lo que vio fue humo saliendo de su castillo. Un maldito incendio, no podía ser otra cosa.
No tuvieron más opción que seguir con el camino rumbo al castillo incendiado. Conforme se iban aproximando los pobladores de Saissac se hacían a un lado y murmuraban entre sí. Claro, ¿quién iba a reconocerlo después de tantos años? Él tampoco recordaba a nadie, excepto a la mujer que lo crío en lugar de su madre. Quizá ya estaba muerta.
Hasta parecía que los señores locales se habían escondido, o quizá estaban más preocupados en lo suyo. Una que otra casa parecía haber sido víctima del fuego también. Los guardias lo miraban recelosos, ¿y quién no? Iba solo al lado de Arnald, y tras él una comitiva que llevaba el cuerpo de su padre que al fin llegaba para ser enterrado en sus tierras.
Al acercarse a su castillo notó que la puerta principal estaba hecha una desgracia, las paredes lucían aún ennegrecidas de una manera horrible, en los interiores se veía el humo saliendo de algunas estancias, y una que otra hoguera fácil de apagar, pero nadie les prestaba atención. Era una situación lamentable. Imaginó que al llegar recordaría los días de su niñez recorriendo Saissac, tendría amables recuerdos de su padre y sonreiría; pero al parecer la vida estaba empeñada en joderle la existencia.
—¿Se os ofrece algo, señor? —Un hombre se acercó a él. Al parecer era el encargado del castillo en ausencia de su padre—. ¿Quién sois?
—Yo... —Muy bien, ya empezaba la parte difícil de la situación—. Soy Guillaume de Saissac, nuevo señor de estas tierras.
—¿Guillaume de Saissac? ¿El hijo del señor Bernard? —Preguntó confundido—. ¡Oh, claro! Ya lo recuerdo, el señor dijo que regresaría con su hijo. Me imagino que decidió enviaros primero a vos. Por cierto, ¿tenéis cómo probar que sois quien decís ser en realidad? —Sabía que iban a preguntarle eso. Sin perder de vista lo que pasaba en el castillo, estiró su mano mostrándole el grueso anillo que le dio su padre antes de morir—. Lo siento por dudar, señor —dijo el hombre agachando la cabeza—. Es solo que...
—Lo sé, cuestiones de seguridad —interrumpió él.
—¿Y el señor Bernard? ¿Tardará mucho?
—Él está aquí. Bueno, dentro de lo que se puede decir estar. Lo he traído desde París, él está muerto.
"Muerto", se repitió varias veces en su cabeza. Había tenido todo el tiempo del mundo para asimilar eso, y aun así le resultaba difícil. El hombre lo quedó mirando sin saber si creerle o no, sabía que debía agregar algo más.
—Fue un lamentable accidente, apenas si había llegado a París. Un accidente de cacería —mintió.
—¡Qué Dios lo guarde en su gloria! —Exclamó el hombre haciendo la señal de la cruz y bajando el rostro como si estuviera orando—. Qué triste noticia traéis, señor. ¡Y con el castillo en estas condiciones!
—Eso es lo que quiero saber, ¿qué fue lo que pasó?
—Un terrible incendio, mi señor. Unos intrusos se adentraron sin que nos diéramos cuenta, e incendiaron la biblioteca de vuestro padre. Mientras salían, siguieron con el vandalismo e incendiaron otras estancias, quemaron también algunas casas de afuera. Había mucha confusión para tratar de apagar el fuego y no pudimos capturarlos.
—¡La biblioteca!
Su voz fue más un reclamo que una sorpresa. Quemaron todos los documentos de su padre, todo acerca del Grial. Recordaba que Bernard apenas si lo dejaba asomarse a esa estancia privada para él, desde ese entonces le quedó claro que aquel lugar guardaba cosas importantes. Y ya no tenía nada, ni un documento. ¡Nada! Con respecto al Grial, estaría más perdido que nunca
—¿Lograron salvar algo? —Preguntó. Al menos un maldito papel, vamos. No podía tener tanta mala fortuna.
—Uno que otro documento, señor. Cuando nos percatamos ya fue demasiado tarde.
—Entiendo.
Sin duda los enemigos de la orden hicieron todo eso porque sabían que él iría en camino. No querían que supiera mucho del Grial, por eso destruyeron todo, si es que no se llevaron importantes documentos también. Se llevó las manos a la cabeza, sentía que le iba a estallar. No podía creer que todo estuviera mal. Había viajado por nada siguiendo una suposición de que la dama del Grial era una tal Orbia de Pennautier, siendo el Gran Maestre de una orden de la que no conocía ni conocería nada en esas condiciones. No lo iba a lograr, no iba a poder.
—Señor, quizá aún podamos hallar algo. —De pronto la voz de Arnald lo despertó de esa especie de pesadilla que estaba teniendo. Oh, tan joven y tan lleno de esperanzas.
—Cierto, me olvide de presentaros. Él es Arnald de Maureilham, mi paje —le dijo al hombre que aún estaba expectante delante de ellos.
—¿De los Maureilham de Béziers? —Preguntó este, y el joven asintió—. Una gran familia. Sed bienvenido, Arnald. Debéis disculparme, señor. Exigí vuestro nombre, y tampoco me presenté. Soy Reginald de Montpellier.
—¿De Montpellier?
—Exacto, de esa familia conocida. Aunque mi rama no es tan pura como los que están en el poder, es por eso que me encuentro bajo el servicio del señor de Saissac. Serví a vuestro padre con esmero, haré lo mismo con vos.
—Bien, no estamos para juramentos ahora. Quiero ver lo que quedó de la biblioteca y el scriptorium(2), recuerdo que mi padre tenía un ambiente privado para escribir —ordenó. Una hoja al menos, una anotación, los restos de un libro. Cualquier tontería con alguna pista estaría bien—. También quiero que dispongan todo para el entierro de mi padre. No es necesario anunciarlo ni una ceremonia, solo quiero una cristiana sepultura.
—Como deseéis, señor. Buscaré un lugar donde poner los caballos, nuestras caballerizas ya no existen. También dispondré una estancia decente para vos y vuestro paje. ¡Qué pena que haya llegado justo en este momento de desgracia!
—Sí, eso pienso yo también —respondió resignado. ¿De qué le valdría quejarse?
Guillaume se bajó del caballo junto con Arnald, y tardaron un rato más esperando a que alguien llegara a recibirlos. Siempre supo que las cosas iban a ser difíciles, pero nunca tanto.
**************
Fue un momento duro, aunque trató de aparentar lo contrario. No muchas personas se congregaron para ese momento, pues él mismo así lo había solicitado. Caía la tarde en Saissac, y Guillaume estaba parado frente a la tumba de su padre, muy cerca de las de otros de sus parientes enterrados en ese cementerio familiar. Estaba solo, no quería la compañía de nadie más. Al momento del entierro se hicieron presentes un siervo, un sacerdote, Reginald, Arnald y él mismo. Luego de las oraciones, y de que el siervo echara la tierra sobre él, les pidió que lo dejaran solo.
¿Por qué era tan duro? Había pasado mucho tiempo durante el viaje al lado del cadáver en el ataúd, pero el entierro le pareció una tortura. No pudo evitar revivir ese terrible momento, cuando él murió en sus brazos intentando decirle algo. Bernard no se fue sin antes decirle que lo amaba, y le dio la razón de por qué lo mantuvo alejado. Prefirió decirle eso antes que hablar del Grial y de la dama. Y sabiendo que la orden fue la vida entera de su padre, consideraba esa acción como el regalo más valioso que pudo haberle dado.
—Padre —dijo en voz alta mientras miraba la tumba—, tengo miedo. —Nadie podía escucharlo. Ni siquiera sabía si su padre en verdad podía hacerlo. Pero necesitaba decirlo—. No sé qué va a pasar de ahora en adelante. No sé qué será de mi vida. Estoy solo en el mundo, antes al menos te tenía a ti. Tampoco tengo a nadie con quien hablar. A Amaury, aunque es un gran amigo, no puedo confiarle los asuntos del Grial. Y con Arnald, aunque sabe mucho y necesito de sus conocimientos, no puedo tener una conversación real de hombre a hombre. No puedo hablar con nadie, aunque en estos momentos me dirija a ti sé que no me darás ninguna respuesta.
»Todo ha sido muy duro, ¿sabes? Este peso me ha caído de golpe. Podría no haber aceptado, podría haber dicho que no. Los caballeros del Grial deben estar muy organizados, ¿cierto? Debiste tener un segundo que se hará cargo de todo. Pero tenía que hacerlo. Ahora sé que solo intentaste salvarme la vida. Tengo que hacer esto, cuando me nombraste caballero de la orden juré proteger con mi vida el Grial y jamás traicionarlos. Mientras te ibas al lado del señor te juré también que protegería a la dama del Grial.
»Si hay algo que me enseñaste es que un caballero jamás falta a su palabra, menos a un juramento. No lo haré, daré mi vida si es necesario para proteger ese Grial y a esa dama, aunque no sé quién es. Bueno, lo segundo creo saberlo. Pero ahora con todo esto del incendio... ¡Dios, es tan difícil! Tengo miedo de lo que pueda pasar, sé que hay alguna mano oculta encargándose de arruinarlo todo. Te mató, y ahora quiere arruinarme con esa quema de libros.
»Sé que he dicho que tengo miedo, y supongo que es normal. Pero también tengo la convicción de que no me daré por vencido. Y así como te jure que te vengaría, te juro que llevaré mi labor de Gran Maestre con éxito. No me dejaré sorprender, no me dejaré vencer. Y te juro por lo más sagrado que haré lo imposible para evitar que el Grial caiga en manos de nuestros enemigos, y que nadie le tocará ni un solo cabello a la dama. Eso tenlo por seguro.»
Quizá no recibiría una respuesta, pero haber dicho todo eso en voz alta lo reconfortaba. La tarde ya estaba cayendo, y los últimos rayos del sol bañando la tumba de su padre le daba una especie de efecto dramático al asunto. Sabía que apenas podría dormir esa noche, y que a partir del día siguiente habría mucho por hacer. Se quedó un rato más en silencio, y luego decidió que era momento de regresar a su castillo, o lo que quedaba de él.
La estancia que le habían preparado no era muy cómoda que digamos. El olor a quemado no eran tan penetrante como en otros lados del castillo, pero aun así era desagradable. Le habían preparado un lecho improvisado con lo poco que pudieron salvar, y algo de ropa limpia que Reginald tuvo que mandar a conseguir. Por suerte habían logrado salvar el tesoro del castillo, lo que le dejaba claro que los vándalos no fueron por riquezas.
Había tenido un día muy cansado, pues en lo que esperaba que terminaran de preparar todo para el entierro de su padre, estuvo con Arnald revisando los pocos documentos que sobrevivieron al desastre. Nada, nada de nada. Ya debió convencerse que era en vano, le dolía la cabeza de tanto pensar y decidió que era mejor ir a su alcoba a dormir. Y justo antes de llegar a su nueva habitación se encontró con Reginald en la puerta.
—Señor, tenéis visita.
—No estoy para eso ahora, diles que se retiren...
—Lo está esperando en el salón —interrumpió—. Es el señor de Cabaret, aliado de Saissac. Tal vez él pueda ayudaros en este momento, señor.
—Está bien —contestó, pues en realidad cualquier ayuda era bienvenida.
Recordó que la dama Grial vivía en Cabaret. Quizá eso podría servir como excusa para acercarse de una buena vez. Reginald ordenó a un sirviente que abriera la puerta. Ahí adentro encontró al caballero. Era joven, quizá un poco mayor que él, pero no mucho. Estaba sentado en una silla precaria y se notaba su incomodidad, ¿y quién no? Si hasta él mismo sentía vergüenza de ver el estado de su castillo.
—Guillaume de Saissac, ¿verdad? —Preguntó con una sonrisa amigable. A simple vista le simpatizó—. Disculpad que aparezca en estos momentos, sé que ha sido un día difícil. El siniestro, lo de vuestro padre. Me presento, soy Peyre Roger de Cabaret.
—Bienvenido a Saissac, Peyre. Aunque, como veis, es una completa desgracia.
—Si, lo entiendo. Y justo por eso vine a haceros una proposición. Saissac y Cabaret siempre hemos sido muy unidos, y me siento en el deber de apoyaros en esta desgracia. En mi castillo tenemos suficiente espacio para un señor, para vos. Podéis venir y quedaros con nosotros el tiempo que sea necesario mientras se reconstruye este lugar. Podréis administrar todo con calma desde Cabaret y venir a supervisar cuando deseéis, la distancia no es mucha. En Cabaret os ofrezco toda mi hospitalidad.
—Peyre, os lo agradezco, pero no estoy seguro. Acabo de llegar, y aún me siento extraño con todo esto.
—Por lo mismo, en Cabaret podré informaros y asesoraros de los asuntos de Saissac. Trabajaba parejo con vuestro padre, teníamos muchas cosas en común. Estaréis cómodo en un lugar digno —dijo mirando alrededor —. No tenéis que pasar noches incómodas aquí hasta que todo esté arreglado,
—Bueno... —La verdad era que sí le atraía mucho la idea de huir de ese lugar—. Mañana por la mañana estaré ahí, tengo que arreglar unos asuntos pendientes.
—Perfecto —dijo Peyre Roger sonriente—, entonces os esperamos en Cabaret con una fiesta que un señor se merece.
—Muchas gracias —contestó estrechando su mano y correspondiendo la sonrisa. Lejos de que fuera un simple acto de caballerosidad, le pareció que Peyre Roger era un tipo amable.
El señor de Cabaret no se detuvo mucho tiempo, se hacía tarde y debía de regresar a su castillo pronto. Guillaume pensó que tendría al menos un momento de paz, cuando de pronto Arnald llegó con una especie de libro delgado entre sus manos.
—Señor, creo que debéis ver esto. Es de vuestro padre, estaba sucio y con algunas hojas arrancadas, pero se salvó del fuego.
—Arnald, ya buscamos por todos lados. Sea lo que sea que crees haber visto ahí, será mejor que lo olvides.
—Lo siento, señor, pero es importante. Hay ilustraciones. —Guillaume suspiró. Podía ser una pista, o no. Al menos era mejor que nada.
—Déjalo acá. —Arnald se lo alcanzó y luego se retiró.
Guillaume sabía que el chico de verdad se había esmerado buscando algo que los ayudara, pero en ese momento se sentía tan cansado que decidió que era mejor revisar esos documentos al día siguiente. Lo único que quería era que ese maldito día acabara de una vez.
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(1) Guillaume de Poitiers (1071-1126)
(2) Scriptorium. Se traduce como "un lugar para escribir". Era común el los monasterios medievales. Se trataba de un escritorio de madera acondicionado para escribir o trascribir documentos y libros.
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Hello, hello, hello!!!
Empezamos con el #HT de la semana que es #StayStrongGuillaume, que nada le sale bien a este hombre xddd
Pregunta 1: ¿Quién o quiénes incendiaron Saissac? D:
Pregunta 2: ¿Qué quiso decir la madre de Bruna? D:
Ya veremos, ya veremos. #Muajajaja
PRÓXIMA ACTUALIZACIÓN: Viernes 12 de marzo
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PUES DEJA XD
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