Tercer día. Parte 2

El salón era enorme y la música parecía brotar de las paredes tapizadas de flores. Olores cítricos se desprendían de halos de vapor que se elevaban hasta desaparecer, convertidos en fantasmas errantes que se adherían a la piel de las presentes. Era un escenario hermoso: la música, la comida, la luz, las mujeres, la familiaridad en su trato y esa felicidad que nunca puede ser fingida. La sorpresa de Leonore era enorme, pero esta tomó otros matices al descubrirse vestida con un atuendo un poco demasiado revelador para su gusto; la tela era suave, de un tono rosa viejo, y el corte se amoldaba muy bien a su cuerpo, el escote en el pecho, por otro lado, no dejaba mucho a la imaginación, y ella no se sentía cómoda tan expuesta. Al notar que otras damas lucían vestidos todavía más exóticos, sin embargo, se reconfortó a sí misma e intentó adecuarse a las circunstancias.

Isabelle le propinó un pequeño empujoncito y sólo esto bastó para que fueran notadas. Las mujeres recibieron a la señorita Isabelle con agrado, más del que Leonore habría querido; pero cuando ella misma fue partícipe de esas mismas atenciones, se dejó hacer. Eran todas alegres, no importaban los rasgos de sus ojos o el color de su piel, eran mujeres felices, y con esta felicidad la envolvieron hasta hacerla flotar hacia un mundo que nunca supo que existía.

¿En dónde yacía la diferencia?, quiso saber mientras una y otra la saludaban y besaban e intentaban conversar con ella. Es la casona de campo había convivido con viejas sirvientas que ya habían gastado buena parte de su vida y sólo intentaban ganarse una muerte digna lejos del hambre y del frío. Sus miradas fueron secas la mayoría del tiempo, sus palabras forzadas y el cariño fingido, más resultado de la obligada convivencia que de intenciones reales. Lo único verdaderamente cálido en ellas fueron los llamados de atención, esas voces tristes destinadas a moldearla, conocedoras de lo que podría pasarle si no se convertía en una mujer apta. Nadie le preguntó lo que quería. La fuerza de la costumbre ya las había moldeado a ellas y con el mismo molde intentaban darle sentido al mundo que estaba por venir, aunque ya no formarían parte de él. Leonore sonrió. No guardaba rencor alguno en su corazón, pero le pesó no haberse sentido más querida

—No podían saberlo —le susurró la señorita Isabelle—. Es la mayor trampa del mundo.

Leonore se sintió acalorada de golpe y lo suficiente abrumada para querer salir de ahí, cosa que la dama, afortunadamente, también notó.

—La aturdirán, niñas, denle un poco de espacio —sonrió Isabelle—. Ya podrán tenerla después, primero que se familiarice con el lugar.

Una vez se alejaron, Leonore se permitió tomar un respiro prolongado mientras intentaba controlar la agitación de su cuerpo. Cuando ya se sintió mejor decidió inspeccionar el salón con más libertad.

Dos señoritas bailaban al ritmo de una melodía de procedencia desconocida. Las dos muchachas, cubiertas con ligerísimos vestidos de seda, se apretaban la una contra la otra, tratando de eliminar cualquier espacio entre ellas, intentando darle forma a un sólo ser. En un extremo de la habitación una mujer vestida como caballero, pero con el pelo suelto y rebelde, fumaba un puro, la humareda que despedía parecía convertirse en halos sobre su cabeza. Al sentirse observada la mujer miró a Leonore y sonrió, pero su expresión cambió de la simple coquetería a la reverencia cuando notó a la señorita Isabelle a su lado. Hizo un pequeño gesto con la cabeza y siguió fumando.

—Es todo tan extraño —suspiró Leonore, cautivada.

—Me alegra notar que ya te sientes mejor. No es simple incienso el que arde en esos cuencos. Ten cuidado, querida.

En un sillón dos jovencitas conversaban, reían con dulzura, con una inocencia que Leonore no había notado en el resto. Y a unos metros de ella, otras tres mujeres más mayores, casi de la edad de Hannah, observaban a todas las demás, cariñosas; un cariño maternal que, sin saber explicarlo, Leonore encontró un tanto fuera de lugar.

—¿Se te antoja algo, querida? —preguntó la señorita Isabelle—. Para ti, lo que sea.

—No sé... —titubeó—. Señorita, ¿en dónde estamos?

—No es algo que importe —respondió Isabelle—. ¿No te sientes a gusto aquí?

—No sé cómo sentirme.

Una niña de piel oscura se le acercó para abrazarla; era tan hermosa y menuda que Leonore no lo pensó dos veces y la levantó en brazos; sus ojos parecían haber sido besados por la luna. La que aparentaba ser su madre se mantuvo cerca como si esperara que la niña cometiera alguna travesura, pero Leonore, con la mirada, le aseguró que todo estaba bien.

—¿Cómo estás, bonita? —sonrió Leonore—. ¿Qué haces en este lugar tan tarde? ¿No deberías estar dormida?

—No duerme —intervino Isabelle—. Le pregunté qué era eso que siempre había querido y ella me respondió que quería no dormir, así que todo el día es de día para ella. Ocho años, Leonore, y su amo ya la buscaba cada noche.

La niña siguió sonriente, ajena a las palabras de la señorita Isabelle. Entonces besó a Leonore, le acarició el rostro con ternura para luego decir algo en un idioma que Leonore no entendió. De repente la niña se soltó para seguir jugueteando entre las demás mujeres, quienes la recibieron con el mismo infantil entusiasmo.

—No dormir, morir, no sangrar, no crecer, no casarse, casarse, enamorarse, no enamorarse —fue diciendo Isabelle mientras señalaba a algunas de las mujeres—. ¡Ah! Allá: muerte. Que se mueran todos conmigo.

Leonore se acercó a la dama y le tomó la mano. Isabelle continuó:

—Cúrame de mi sífilis, ya no quiero parir más, quiero un hijo, que mi esposo me ame, que deje de acostarse con rameras, que deje de golpearme, que mis hijos me respeten, que el barco se hunda, que dejen de venderme, un trabajo para dejar de venderme, quiero valerme por mí misma, quiero tener mis propias cosas, mi propia vida... —suspiró—. El sufrimiento siempre es eterno, pero es especialmente difícil de superar para aquellas que han sido criadas sintiéndose inferiores y no sólo por su escasa fortuna. Oh, y allá. Beatriz, querida, acércate, quiero presentarte a alguien.

Beatriz obedeció, y mientras se acercaba Leonore no supo cómo reaccionar; era una mujer demasiado grande y musculosa y sus pasos resultaban pesados y torpes. Cuando llegó hasta ellas abrazó a la señorita Isabelle, a Leonore le tendió la mano y cuando esta la alcanzó sintió una piel rugosa llena de cayos.

—¿Y qué es lo que querías tú, Beatriz? —preguntó Isabelle.

—Que amputara el trozo de carne entre mis piernas —respondió Beatriz con voz grave y rasposa y sin el mínimo estivo de pudor, sin embargo, pese a la aparente rudeza, había un tono de sofisticación y seguridad en ella que resultaba cautivador—. Fue un pago costoso, pero si este es el infierno, entiendo por qué siempre lo pintan de oscuridad; si la gente supiera que es otra forma del paraíso, pocas vidas caminarían sobre la tierra. La tierra sólo es sufrimiento, y no hay divinidades lo suficientemente grandes para merecer un tributo tan costoso.

Con una leve reverencia Beatriz se alejó, moviéndose con un artificio bien disimulado por su felicidad.

Leonore volvió a sentirse abrumada. Todo era demasiado grande, demasiado inmenso, demasiado real. Aunque la señorita había permanecido siempre a su lado se había convencido de que esa aventura no era más que un sueño. Pero, ¿cómo podía soñar con mujeres de ojos rasgados y piel oscura si nunca antes había visto nada semejante?

La señorita Isabelle le sirvió de apoyo y con paciencia la retiró del salón llevándola hacia una habitación más sobria en el decorado, y mucho más íntima y silenciosa. Ahí dentro el aroma del incienso no parecía danzar en el aire. La calidez del ambiente también debió quedarse detrás de la puerta porque Leonore comenzó a sentir más frío del que habría esperado.

La señorita Isabelle la acostó sobre una cama sencilla y se acomodó junto a ella.

—El tiempo de esas mujeres es otro, ¿no es así? ¿Tan antiguo como el de la señorita?

—Tan antiguo no, pero sí, es otro muy distinto del tuyo.

—¿Están vivas?

—No todas.

—Somos tan parecidas... No —se agitó—, en comparación no soy más que una niña inconforme. Inconforme y malagradecida. Hannah me salvó de mucho de eso.

—¿La comodidad lo hace diferente? Es cautiverio en todo caso.

—Pero comparado...

—Puede ser, pero hoy se trata de ti. Atendamos ese asunto primero y luego puedes salir a salvar el mundo si eso deseas.

Leonore se terminó de dejar de ir y se acomodó en la cama, reposando la cabeza en almohadas tan suaves que parecían arrullarla. Cerró los ojos. No estaba cansada solo se sentía fuera de lugar.

—¿Y la señorita las ha amado a todas?

—A su manera.

—No entiendo.

—Me presento, Leonore, como quieren que me presente. Ustedes me dan forma.

—Pero yo no quería nada.

—¿Estás segura? —sonrió—. ¿No soñaste con tenerme desnuda? ¿Saborear mis suspiros? Incluso sin conocerme y sin saber a qué obedecían los arranques de tu cuerpo, ya le habías dado forma a mis intenciones, por eso supe cómo aproximarme.

—Pero si antes de eso yo jamás había visto a la señorita... mucho menos pensé... y la señorita ya sabía cómo actuar para atraer mi atención... yo nunca quise...

—Soñabas —interrumpió Isabelle—. Y eran sueños de terror porque no entendías. La agitación —sonrió—, el sudor, el calor, el desorden... ¿Quieres que te lo muestre, Leonore, aquí y ahora? ¿Quieres que le arranque todas estas sensaciones a esos sueños para entregartelas como corresponde porque siempre te han pertenecido?

Leonore abrió los ojos. Durante varios minutos permaneció en silencio. Podía sentir como de su pecho bullía una sensación familiar; tal vez en otros tiempos le había temido, pero ahora quería atenderla. Quería ser ella. No era la simpleza de su apariencia o nunca haber aspirado a nada. Había algo en su interior enterrado con tal profundidad que durante mucho tiempo jamás alcanzó a tomar forma. Ahora lo veía, un poco lejos todavía, por eso quería alcanzarlo, tomarlo y hacerlo suyo. Aunque no le hubiera parecido obvio sino hasta ese momento, su cuerpo era suyo, y a través de él podría permitirse experimentar cosas nuevas.

—No sé... —susurró Leonore—, no sé cómo quitarme este vestido.

No sintió el correr del tiempo ni las manos que la desnudaban con ademanes violentos en su delicadeza, con el deseo de satisfacción reposando en otro cuerpo, hambrienta hasta la extenuación. Cuando ambas se vieron desnudas una vez más, una pequeña sonrisa afloró en sus labios. La habitación era sobria, las sábanas eran simples, las velas que iluminaban tenues, pero ellas dos, entrelazadas con sus deseos, resaltaban vivas y coloridas.

Leonore fue la primera en probar la piel de la otra. No podía dejar de hacerlo. La señorita era hermosa, su piel radiante invitaba a ser besada, mordida, adorada. Y ella, aunque jamás había prodigado tales atenciones supo cómo hacerlo. Sin ser consciente de albergar semejantes conocimientos, deslizó las yemas de los dedos, pellizcó, acarició, besó y humedeció el cuerpo de la señorita, tan dispuesto y delicioso como siempre se le había presentado. La dama la detuvo un segundo para soltarle el cabello y este cayó, reluciente, sobre sus hombros, cubriendo un poco su pecho, liberando un tenue aroma a sándalo, el mismo que ella ya había sentido en la señorita Isabelle.

—¿Cómo se siente —volvió a preguntar— caminar por el mundo siendo tan hermosa?

Delineó los labios de la dama con sus dedos, con sus labios, con su lengua, perdida, agotada por la felicidad, inquieta, deseando cada vez más y más.

—¿Y si no lo fuera, hermosa mía? —inquirió Isabelle. Leonore no pude leer su rostro.

—¿Tuve que haberle prestado más atención a las palabras supersticiosas de Hannah? —sonrió—. ¿La señorita se me presentará ahora como un terrible monstruo, un demonio, el diablo?

—Oh, Leonore —susurró la señorita Isabelle, tomando desprevenida a Leonore; cuando esta intentó reincorporarse descubrió que la dama estaba encima de ella, tanteando su cuerpo para hacerla callar—. Quisiera dártelo todo sin quitarte nada. Ya es demasiado tarde.

—La señorita debe darme lo que pueda, aquí y ahora —respondió—. ¿Así se siente vivir? Es delicioso. Nadie más habría podido darme esto, no habría reaccionado igual. Estoy segura.

—¿Con tan poca cosa te conformas?

—Para la señorita tal vez parecerá poco, conociendo tanto de la vida y a tantas mujeres, pero yo estoy feliz porque ahora entiendo; nunca fueron pesadillas. Por fin he dejado de sentir miedo —suspiró para luego sonreír con auténtico alivio—. Si se me permite volver a nacer, si alguna vez vuelvo a este mundo, entonces sí daré todo de mí, por lo que he visto y ahora conozco. ¿Por qué a las mujeres nos crían tan alejadas las unas de las otras? No debe ser así. Ahora ya no tengo oportunidad, entiendo lo que me pasará cuando despierte. Pero habría sido peor, siguiendo los pasos de Hannah, habría criado a mis hijas con los mismos miedos, y todo sin saberlo, ignorante y tonta. Y así habría muerto, sin experimentar felicidad, después de haber vivido en la mentira y el miedo, sin jamás haber tomado una decisión consciente, sin saber que podía quererme a mí misma independientemente de lo que los demás pensaran de mí. Lo imagino y siento repulsión: casada, sin haber tomado parte de esa decisión, sólo como medio de subsistencia, y con más hijos de los que podría alimentar, con nada de amor para darles pues el amor se convertiría en obligación y la obligación en costumbre. La costumbre, que mal más terrible.

—Espantoso —suspiró Isabelle, robándole un beso.

—¿Esto tiene nombre? —preguntó ahora, convertida su resolución en timidez—. Lo que mi cuerpo y el de la señorita despiertan juntos, ¿tiene nombre?

—Para ti, querida, en este momento, en esta vida, es amor.

—¿Amor?

—Quisiera haberte encontrado en otras circunstancias, pero ahora ya es tarde. Déjame hacerte feliz hasta la extenuación. No permitiré que sientas el despertar. Seremos tú y yo hasta que la vida se agote, y prometo ayudar a otras como pago por tu sacrificio. Es algo que hago mientras puedo, pero mi forma de vivir es extraña y no natural... y a veces tengo que valerme de estos... sacrificios injustos que si dejo que se prolonguen alteran mi naturaleza, me convierte en un monstruo irreconocible. No seré lo que ellos quisieron que fuera cuando me ofrendaron a sus dioses oscuros. No lo seré Leonore, pero a veces estoy atada y es irremediable. No puedo morir. Lo deseo a veces, pero no puedo.

—La señorita solo pregunta lo que yo quiero, pero qué quiere ella, qué más desea.

Isabelle no respondió. Envolvió a Leonore con sus brazos y volvió a hundirla en la seguridad de la cama, entre suaves sábanas que se asemejan a caricias más reales, entre el silencio de una noche que no sería eterna. Leonore se abría para ella no solo deseosa sino honesta. Dolorosamente honesta. Sabía que en los últimos minutos cambiaría, ya lo había visto pasar, y esa deliciosa aceptación regresaría a lo que en un inicio fue: miedo. Pero el miedo no se representaría como una traición sino como la prueba última del amor por la vida. La dama inmortalizaría algo de Leonore en su interior de la misma manera que lo había hecho otras muchas veces. Luego reproduciría el recuerdo para otras, una pintura en movimiento en tonos vivos, con olores profundos y penetrantes, húmedos como la tierra, olores de felicidad y vida, cuadros con relieves para darle volumen a esas existencias alguna vez insignificantes y sin peso. De otra manera sólo desaparecerían devoradas por el tiempo y las parcialidad inclemente de quienes inmortalizan la historia. Dentro de ella sus intenciones se verían realizadas, sus deseos se verían cumplidos en otras que el tiempo y otras vidas ya habrían educado mejor. Ni el adormecimiento más profundo es eterno, e Isabelle presentía que un día todas esas mujeres atrapadas en su interior despertarían.

—¿Cómo me encontrarán? —preguntó Leonore al tiempo que jugueteaba con el cabello de la señorita Isabelle.

—Pálida, dormida, serena. Como si el rocío de la mañana te hubiera empapado con más cariño del permitido.

—¿Y qué será de la señorita?

—Tendré que buscar un nuevo hogar.

—¿Y su tío?

—No lo es —respondió la dama sin dar más explicaciones.

—Sólo desaparecerá...

—No del todo, lo más probable es que la supersticiosa gente del pueblo me convierta en un cuento o una leyenda. Cuando por fin me vaya las cosas comenzarán a tener más sentido para ellos, y se asustarán. Pero las viejas, oh, las viejas, ellas levantarán el pecho orgullosas de no haber caído en mi engaño.

—Más sabe el diablo por viejo que por diablo —sonrió Leonore. Lo entendía ahora—. Beatriz tiene razón, si la gente supiera que el infierno es así, y que el diablo es tan hermoso y delicioso...

La señorita Isabelle se lamentó, si tan sólo no hubiera caído en la ilusión de la supervivencia sin sacrificios. No era un concepto ajeno a nadie. Sin embargo, el precio que ella pagaba a veces era demasiado costoso. Volvió a abrazar a Leonore y la llenó de besos. Una vez más hundió su cariño en ella, moldeando su piel, revolviendo su cabello y devorando sus suspiros. Tendría que dejarla ir pronto.

—Cuando llegue el momento, ¿lo sabré?

—¿Quieres saberlo?

—No estoy muy segura todavía. Quiero saber qué se siente pero, al mismo tiempo, temo que el miedo me paralice y convierta esta última experiencia en una sensación horrorosa.

—¿Has pensado en la muerte?

—De pequeña, sí, antes de que Hannah me llevara con ella.

—¿Y qué forma tenía?

Leonore sonrió.

—Era un hombre calvo pero barbudo, de panza prominente y aliento apestoso a ajo y cebolla —rio—. No lo imaginé, lo vi un día, mientras se llevaba a varios niños. Recuerdo haber corrido. Estaba sucia y descalza y tenía hambre y miedo todo el tiempo, pero ese hombre me pareció peor, más sucio y denigrante. No lo entendí con estas palabras en ese entonces, era más como un animalito indefenso que lo da todo para sobrevivir. Creo que hasta ese entonces fui consciente de mi existencia. De otra manera, ¿por qué huía de él con tanto miedo?

—¿Por panzón y apestoso? —bromeó la señorita Isabelle—. ¿Y porque yo soy hermosa no huyes de mí? Soy la muerte de igual manera.

—Cuando algún niño huérfano moría en el pueblo sólo lo tiraban. Nadie rezaba por él no le ofrecía flores. Cuando moría alguien con más medios había misa, rezos, flores, una pequeña lápida en el cementerio local, un recuerdo. Creo que así lo veo ahora. La muerte puede ser bella.

—¿Por eso me preguntaste cómo te encontrarían?

—Incluso en la muerte merecemos respeto, ¿no es así? Jamás quise terminar como esos niños.

—Debí haberte dado más tiempo —sonrió la dama con melancolía—. Con educación, lo que habría sido de ti. Te expresas muy bonito para alguien que ha tenido y conocido tan poco. Es una pena que se haya desperdiciado.

—Puede ser —dijo Leonore—, tal vez en otra vida.

—Sí, no dudes que ese tiempo llegará, por ahora, duerme.

—¿Es momento de despertar?

—Duerme —la arrulló—, no lo hagas más difícil para mí.

—Quiero saberlo.

—No sentirás nada.

—Si pudiera verlo...

—Ya lo has visto —dijo Isabelle con el semblante sombrío, la muerte nunca era hermosa, sólo respetuosa, y Leonore se iría sin dolor.

—Me gustaría darle las gracias a la señorita.

—Todo lo contrario, soy yo quien debe agradecerte. Tu vida apaciguará mi naturaleza unos cuantos meses, tiempo de verdadera libertad en el que prometo ayudar a tantas mujeres como me sea posible. Así que gracias, Leonore. Ningún sacrificio es en vano.

—Me siento cansada ahora.

—Será pasajero.

—¿Sí? En ese caso, está bien dormir.

En el bosque donde la señorita reposaba con Leonore en brazos, el ambiente comenzó a tornarse más oscuro y frío. Para la sirvienta era una cama suave, luz tenue y un cuerpo agradable que la arrullaba con ternura y calidez. Para la dama, Leonore ya no era más que otro pintura que adornaba fríamente las paredes de su eterna memoria. Fuera del trance Leonore dormía, pálida y moribunda. Su aliento rancio ya se asemejaba al olor de la tierra húmeda y su sangre corría apresurada debido al corte producido por labios ajenos.

No he mentido, se dijo la señorita Isabelle. La vida se amarga si el cuchillo que la corta es afilado por el miedo. Tú nunca habrías encontrado la fortaleza, niña, naciste y te criaste en medio del miedo, y me llamaste con tanta fuerza que no tuve... Pero quizá, con más tiempo, con educación...

Leonore se agitó en sus brazos, la dama no despegó los labios pues la sangre humana se enfriaba con tal rapidez ante su tacto que cada segundo importaba. La vida de Leonore fluía hacia ella llena de recuerdos y sentimientos. Y era feliz. Antes de su último suspiro, la sirvienta por fin fue feliz.


___

No, no es el final. Sólo eso diré xD

Perdón por la demora. 

El primer borrador de esta historia era más "sombrío" pero me dije, ¡ni versh!, que al menos regrese algo de lo que toma. Aunque si Leonore no hubiera sido tan sumisa igual lo hubiera tomado a la fuerza xD

Bueno, espero les haya gustado. Y espero no demorar tanto la próxima.

Las últimas como mil palabras las reescribí un montón de veces hasta que al fin me pareció. Qué cansado es escribir xD

Saludos.

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