Primer día. Parte 3
Al entrar en la habitación lo primero que hizo fue agachar la cabeza. No creía tener la fortaleza para enfrentar de buena manera todo lo que podía pasar.
—Lamento ser tan caprichosa con esto —dijo Isabelle al sentir la presencia de la sirvienta.
—En absoluto —respondió Leonore con cordialidad, al tiempo que tomaba el aceite y el cepillo.
—Acerca una silla a la ventana, por favor, creo que ahí estaremos mejor —pidió Isabelle con amabilidad, y Leonore llevó a cabo la tarea enseguida.
La brisa que atravesaba la ventana era leve pero agradable. A los lejos, el bosque contrastaba con la tonalidad azul del cielo, convirtiéndolo en un embravecido océano verde que todo lo devoraba. Leonore, por un momento, rememoró su breve visita, la que parecía ahora tan lejana, a pesar de que había ocurrido esa misma mañana. Era un día demasiado agitado, más en una casona acostumbrada a la calma; transcurría cada acontecimiento, por pequeño que pareciera, a una velocidad abrumadora y esto solo conseguía confundirla. Lo peor: el día no daba señales de querer acabar.
—¿No me habías visto antes? —inquirió Isabelle. Podía sentir la delicadeza con que Leonore la peinaba; imaginó las manos de las sirvienta, ásperas y maltratadas, pero en ese instante sólo le resultaron de lo más cariñosas, tanto como para relajarse y permitirse dormir; cosa que no iba a dejar que pasara, por supuesto, incluso con la enorme tentación; estaba demasiado interesada en la sirvienta—. Suelo cabalgar por allá... Y allá —señaló—. Y el bosque es una maravilla. Frecuentemente me encuentro a mí misma fantaseando con él y las criaturas fantásticas que debe esconder. Es el lugar adecuado para perderse en uno mismo ¿no te parece? Aunque también comprendería si alguien se sintiera demasiado intimidado para intentarlo.
—Pasamos todo el tiempo tan ocupados —se animó a responder.
—No ha de ser fácil la vida de una sirvienta, y menos en una casona como esta, tan lejos de todo lo que resulta divertido.
—No se puede echar en falta lo que nunca se ha tenido —replicó Leonore. Su nerviosismo poco a poco había sido suplantado por el rencor; uno extraño que no consiguió delimitar.
—Muy cierto —aceptó Isabelle—. Pero al menos habrás escuchado algo, ¿no es así? No sé qué viaja más rápido, si los rumores o las ilusiones.
Leonore dio término a su tarea con el visto bueno de Isabelle. Se creyó liberada de todo obligación, sin embargo, este no fue el caso. El no saber por qué su presencia era requerida por la señorita ahora que había cumplido con todas sus tareas la incomodaba. Al mismo tiempo podía imaginar el caos en la cocina, en donde los preparativos para la merienda y la cena debían estarlos volviendo locos. Llevaban, después de todo, bastante tiempo sin atender visitas y en la soledad o en la sana convivencia entre iguales, los refinados modales parecen inútiles, de ahí que no resulte extraño que se oxiden un poco.
La señorita Isabelle se dedicaba a ver por la ventana, perdida en el bosque que se levantaba más oscuro con los minutos. Leonore permanecía casi en una esquina de la habitación, esperando cualquier capricho de la señorita, que más que meditabunda parecía frustrada y decepcionada.
—No quería venir al campo, pero ahora no lo lamento —comentó de repente—. Es como si este hubiera sido mi hogar desde siempre y no es sino hasta ahora que me doy cuenta de ello.
Al notar que Leonore no mostraba señales de participar en la conversación, continuó.
—La ciudad es grande, sucia y bulliciosa, al igual que sus habitantes. Es fácil perder la noción del tiempo ahí, y con esa misma facilidad puedes caer en otro sinnúmero de vicios, tan tétricos como coloridos —sonrió—. Es como ese mal hábito de escuchar las conversaciones ajenas.
Leonore se agitó ligeramente temiéndose descubierta, pero no hubo en ella más movimiento que este. Quiso responder, disculparse si era necesario, pero de repente, las manos se le pusieron heladas y un desconocido nerviosismo amenazó con arrebatarle el aliento.
—Supongo que los fisgones, en la ciudad o en el campo, disfrutan de la misma manera.
—Disculpe, señorita —se apresuró Leonore.
—No te preocupes, no lo decía por nada en especial. Solo me preguntaba qué tanto habías escuchado y si es esa la razón de tu nerviosismo. Dudo mucho que sea una característica natural en ti, de ser así tendrías unos rasgos más marcados, pero si acaso algo de desvelo, no veo nada más en tu rostro aparte de una sobria belleza que cautivaría hasta al más desentendido en la materia.
—Muchas gracias, señorita —dijo Leonore, al no saber qué otra decir ante semejante halago.
—La verdad es una obligación, no una obra de caridad. No tienes que agradecerme nada. Mejor dime, ¿soy la razón de ese nerviosismo?
—Sí llegué a escuchar... un par de cosas —respondió Leonore luego de pensarlo un poco—. Eso... Y quizá por lo hermosa que es la señorita... No pude evitar hacer comparaciones.
—¿Eso fue lo que en verdad hiciste?
—Es raro que tengamos visitas tan finas.
—Basta escucharme hablar para destruir esa impresión.
—Con los señores, sí; pero ha sido bastante educada conmigo. Se lo agradezco.
—Y ahora estoy en una habitación ajena con nada más que mi ropa interior —insistió.
—Ambas somos mujeres, y en el campo...
—Pero escuchaste lo que decían de mí —interrumpió—. Lo que yo misma dije.
—Así es.
—¿Entonces tu nerviosismo no se debe más bien al hecho de que crees que tal vez puedo llegar a seducirte?
Leonore tenía una respuesta segura para eso, un no rotundo y seco que dejó atrapado en su garganta al no tener los ánimos ni las fuerzas para explicar que su nerviosismo se debía en realidad a una serie de acontecimientos que había entremezclado sin tener la certeza de la relación existente entre ellos. Sus pesadillas, su despertar pesado, el sentirse usada, el cansancio, el bosque... Todo confluía ahora, de una manera que no podía explicar, en la señorita Isabelle, como si para comprender su propio estado mental necesitara la personificación del mismo.
—No creo ser lo suficientemente bonita para merecer tales atenciones, por más que me alarmen —respondió Leonore.
—Y es ahí donde te equivocas —dijo Isabelle, aunque no se molestó en detallar el error.
—Y no entiendo... —se atrevió a continuar Leonore, quien, sin darse cuenta, estaba más lejos de la esquina y más cerca de la silla en donde la señorita descansaba—. ¿Conquistar mujeres? ¿A qué se refiere precisamente?
—Ah —sonrió Isabelle, complacida—. Esa inocencia me encanta. Pero no niegues que aún desconociendo el significado, ya has experimentado ciertas sensaciones.
Obligada recordó esa incomprensible urgencia, los labios de Julio y sus manos explorando sitios que ni ella misma había acariciado con semejante interés. Se ruborizó un instante en tanto sentía un calor ajeno a ella; un calor que procedía de la mirada de Isabelle, dirigida directamente hacia ella y tan poco comunicativa como podía ser la mirada de una muñeca de porcelana. Leonore se percató de algo: en el contorno grisáceo de los ojos de Isabelle comenzaba a surgir una línea, roja pero opaca, que rápido devoró el tono gris, oscureciendo la iris de una manera extraña y ciertamente poco humana. La piel se le resintió al instante, erizándosele sin remedio. No fue frío lo que experimentó, más bien un vacío enorme del que apenas conocía la superficie. Sin quererlo, Leonore levantó una de sus manos para alcanzar su rostro y así restregar sus párpados con la yema de los dedos, como si algún mal devorara sus propios ojos y no los de la señorita Isabelle. Agachó la cabeza, avergonzada por el gesto pero con la comezón todavía en sus dedos impacientes, con la mente deseosa de comprender lo que le sucedía o al menos desaparecerlo para siempre.
—¿Sucede algo?
—Me pareció notar...
—¿Qué cosa?
Isabelle ladeó la cabeza con gracia y una delicadeza que desmentía su rudo andar. Aunque lo cierto era, como ella misma ya había aclarado, que sólo se había comportado de manera poco propia en presencia de los tres caballeros que todavía debían estar conversando en el viejo salón.
Complacida con el curso de los acontecimientos, Isabelle se levantó de su asiento. A contraluz su silueta parecía más voluptuosa, la curva de sus caderas y la finura de su cintura se dibujaban claramente a través de la escasa vestimenta; sus senos, por otro lado, resaltaban casi libres, apretándose, sugerentes, contra la fina tela.
Leonore sintió con cada centímetro de la piel esa lejanía que poco a poco fue reduciéndose hasta convertirse en apena dos pasos, y luego en uno, en una inocente caricia en la mejilla y en un susurro silencioso que la rozó sin censura.
Isabelle tomó la mano de Leonore y la llevó hasta su pecho, apretándola con urgencia.
—Termina de desvestirme —le ordenó.
La sirvienta sintió frío todo su cuerpo al ser liberada, pero inmediatamente levantó las manos para desanudar las cintas de la ropa interior de Isabelle. Al hacerlo fue inevitable que no terminara rozando los senos de la mujer, sumergida ahora en una pausada pero voluptuosa vorágine de sensaciones que terminaron atorándose en su propio pecho.
Isabelle sonrió, Leonore no notó esto y con pausada cautela movió ambas manos hasta los hombros de la mujer. La piel ahí estaba fría, pero era firme y suave, mucho más suave que las tiras de seda que ligeramente la cubrían y que Leonore deslizó una por una con grato anhelo.
—Eres un pajarillo tan cálido —comentó Isabelle al sentir los dedos de Leonore sobre sus hombros—. Cálido y hermoso.
—De ninguna manera... —titubeó, nerviosa.
—Déjame mostrarte.
La fina tela se deslizó sobre la piel de Isabelle ya sin obstáculos, cayendo a sus pies en menos de un parpadeo, dejando al descubierto un cuerpo maduro que escondía más experiencia de la que aparentaba. Leonore cerró los ojos al verse abrumada por una marea de sensaciones que jamás había asociado al cuerpo femenino. Ya no se creía capaz de poder esconder el errático ir y venir de su pecho acentuado por cada segundo que era consciente de la desnudez de la invitada. Sin percatarse, alzó la mano, y con las ásperas yemas de sus dedos comenzó a delinear el contorno de la cintura de Isabelle.
—Está fría —susurró.
—Por eso es que necesito a un pajarillo tan cálido como tú.
—¿Cómo...?
—Primero continúa. Vamos, toca más, tanto como te plazca.
—No sabría cómo —titubeó. Su cabeza estaba en blanco cediendo así el gobierno a su piel y todo lo que a través de ella experimentaba.
—Ven. Sígueme.
Isabelle caminó lentamente hasta la cama. Las sábanas de lino parecían tan poco adecuadas para ese momento, pero no le importó. Se acostó, como lo haría de costumbre, apoyando la cabeza sobre un brazo, deslizando los dedos de la otra sobre su vientre, tentadora. Leonore la siguió, una mezcla de curiosidad y excitación, de nuevas experiencias. Se sentó en la orilla de la cama, con movimientos muchos menos moderados, perdiendo el control entre cada suspiro.
—¿Nunca habías admirado a una mujer desnuda? —inquirió Isabelle a la espera de la primera caricia.
—Nunca.
—¿Ni a ti misma?
Leonore se ruborizó, se removió un poco sobre la cama, sin levantarse, para luego retomar su postura inicial.
—Mucho menos —respondió.
—No hay nada malo en ello —la animó—. Esta torpeza no es sino la verdadera naturaleza de los curiosos esa primera vez que se lo permiten todo, que es cuando la dejan atrás —comentó, y luego agregó—. Es una pena que hayas sido tan poco admirada, hasta ahora al menos.
—Como ya le he dicho, no se echa de menos lo que nunca se ha tenido.
—Si pudieras probarlo, aunque fuera un poco...
Sin ser muy consciente de lo que hacía, Leonore acercó una mano al vientre de Isabelle, justo donde la mano de la señorita descansaba presta a cualquier encuentro. Los dedos se entrelazaron, la piel se mezcló, fría y cálida, con la delicadeza de aquel que teme ensuciar algo.
—Siempre tan fría —susurró Leonore.
—Entonces no me dejes así.
Vista liberada su mano se permitió explorar más, ¿que no era eso sino el más puro descubrimiento de parajes a los que su mente jamás le había permitido el acceso? Al llegar a la marcada curva de los senos, se detuvo, y fijó su mirada en la palidez rosácea que contrastaba con esa porción más oscura que se levantaba, expectante, gracias a sus caricias.
No esperó que Isabelle la invitara a tocar. Apretó la piel con la yema de los dedos, como asegurando su posición, para enseguida acariciar con más delicadeza. Mientras lo hacía, su respiración fue perdiendo el ritmo. El rostro de la señorita Isabelle aparentaba apacibilidad, ¿cómo era posible que ella no tuviera ese mismo control sobre su cuerpo y sus emociones?
—Estás encantadora —susurró Isabelle.
Leonore se inclinó sobre Isabelle dejándose a sí misma tan cerca del rostro de la dama que no le quedó de otra más que juzgarse insolente, pero tenía que verlo de cerca, descubrir si todo había sido una ilusión; intentaba buscar es los ojos de la mujer el miedo que sentía en su propio cuerpo. Si la extraña dama era la personificación de todos sus males, tenía que enfrentarla. Se mordió los labios, decidida, y entonces cerró los ojos, redujo la distancia hasta sentir el aliento ajeno casi en su propia boca...
—¡Demonios! —exclamó Isabelle, enfurecida. Los ojos se oscurecieron un segundo y las facciones de su rostro se tensaron tanto que la hicieron parecer otra mujer.
—¿Hice algo malo?
—Tú no, tú has estado perfecta.
Trataba de descifrar la extraña reacción de Isabelle cuando algo la interrumpió: nudillos sobre madera; alguien llamaba a la puerta.
—¡¿Si?!
—Señorita, aquí está su encargo.
—Adelante.
Hannah no fue capaz de suprimir una expresión de espanto cuando vio a la señorita Isabelle, completamente desnuda sobre la cama, y a Leonore, sentada junto a ella, sumida en un trance que parecía haberle arrebatado todo su raciocinio. Isabelle notó con molestia la perspicacia del ama de llaves, y acariciando la piel de Leonore, hizo que esta fuera repentinamente consciente de la situación en la que se encontraba.
—No mires a la niña así —comentó Isabelle, severa—. Sólo hacía lo que le pedí.
—Y si me permite, me gustaría saber qué es eso.
—Un masaje —respondió—. Montar a caballo con ropa inapropiada siempre me deja tensa y cansada.
—Eso es cierto, Hannah —se exhaltó Leonore, tratando de defenderse. El ser consciente de lo que había hecho y de que Hannah lo sabía había disparado todas sus señales de alarma internas.
—Le ruego no atormente a la chica con sus mañas citadinas —prosiguió Hannah—. Ya demasiado escandaloso resulta que una dama de treinta años siga soltera. ¿Y su exilio en el campo? Leonore nunca le ha hecho nada a nadie, y no sería justo lastimarla con jueguitos tontos. Y sepa, además, que está comprometida con mi nieto, y que ambos se aman con locura. No falta mucho para que todo el lugar esté lleno de niños, de eso estoy segura.
—No sé a qué viene todo ese discurso, vieja, honestamente —bufó Isabelle, molesta con el ama de llaves—. Con tu palabrería inútil sólo me has conseguido un dolor de cabeza. Es usted un amor.
—Es una pena, pero simplemente me pareció oportuno ponerla al tanto de la situación en esta casa —respondió—. No crea que no la he visto rondar en los límites del bosque. Bastaría con acercarse, una dama de buena reputación siempre es bien recibida en cualquier lugar y es tratada a la altura. ¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué hasta ahora decide honrarnos con su presencia? Si no quiere que se le trate con recelo, bien le vendría considerar ese comportamiento tan errático que tiene.
—Y a usted bien le vendría moderar el alcance de sus ojos. Cualquier pensaría que pasa más pendiente de lo que pasa afuera que dentro de esta casa.
—He vivido aquí desde que tengo uso de razón, es normal que quiera proteger lo que siempre me ha protegido.
Leonore no sabía cómo frenar ese intercambio sin sentido. No se sentía culpable, y sin embargo, lo consideró su obligación; así que mientras las dos mujeres siguieron discutiendo, ella tomó la maleta que Hannah todavía cargaba, e incluso recogió la ropa interior de Isabelle que había quedado abandonada en el suelo. Sintió un ligero estremecimiento al palpar la suave tela, pero lo ignoró tanto como le resultó posible; no era el momento para semejantes contemplaciones.
—¿A la señorita le gustaría tomar un baño? —las interrumpió con fingida serenidad.
—Me encantaría —respondió Isabelle. Su semblante mutó del enfado a la complacencia en un segundo, y se levantó de la cama, con el desinterés suficiente para ignorar a Hannah sin intentarlo.
Pero Hannah tenía otros planes, y por el resto del día Isabelle ya no pudo contar con la agradable presencia de la joven sirvienta. En su lugar, Leonore fue confinada a las tareas de cocina, y terminó el día con una amenaza, la cual no consideraría sino hasta un par de horas después.
___
Ya sé que me he demorado, pero es que aunque ya tenía escrito este capítulo, no me terminaba de "sonar" bien, de ahí la espera. Cuando esto me pasa dejo pasar cierto tiempo, porque con la mente más despejada noto mejor ciertas cosas (aunque no todas :'( )
Espero estén disfrutando la historia.
Muchas gracias por sus votos y comentarios. Son un amor.
Si les gusta, no olviden compartirla ;)
Es todo por ahora.
Nos leemos pronto.
Cuidense :*
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