Primer día. Parte 2
Había entrado tantas veces por esa puerta que la conocía mejor que la palma de su mano. No parecía importar en ese momento, con el nerviosismo a flor de piel y el eterno cansancio que nunca lograba sacudirse de encima. No comprendía por qué Hannah la había elegido a ella para tal tarea, pero ahora tenía que cumplirla sin importar qué tan débil se encontrara. Eleanor suspiró. Llamó a la puerta e ingresó en el salón. Estaba acostumbrada a servir, eso sin duda, sin embargo esa nueva incomodidad tenía origen en esa extraña sensación que surgió en el preciso instante en que sus ojos se posaron en la esbelta figura de la mujer que ahora conversaba con los tres caballeros como si ella misma fuera... Cometió un pequeño error, manchando una de las tazas de porcelana oriental que el señor Palestones expresamente había mandado a desempolvar para la ocasión. Limpió la taza con una servilleta y se apresuró a revisar la habitación con todo el disimulo que fue capaz. Al parecer, nadie se había percatado de su torpeza. Su sola presencia ni siquiera había sido notada.
Mejor para ella, suspiró aliviada. Prosiguió con su tarea en silencio, prestando poca o ninguna atención a la conversación que se desarrollaba tan bulliciosamente en ese salón acostumbrado al polvo y al abandono. Su aplomo, no obstante, enfrentó el verdadero desafío cuando llegó el momento de servirle a ella.
—Una de azúcar, por favor —había ordenado sin mirarla siquiera.
Sabía ahora que respondía al nombre de Isabelle. No había logrado escuchar bien su nombre mientras los espiaba en la entrada de la casa, pero ahora todos lo pronunciaban con tanto ánimo que hasta parecía vulgar. «Isabelle, Isabelle, Isabelle». Nombre común, pensó. Aunque ciertamente no era capaz de pensar lo mismo sobre la dama que lo ostentaba.
Teniéndola tan cerca, Leonore reconoció experimentar las mismas emociones de tan sólo unas horas atrás, mientras se internaba en ese bosque oscuro y solitario. Encontró fría la mirada de la señorita Isabelle, y no por la tonalidad grisácea de sus ojos, mucho menos por las tupidas pestañas y la mirada que siempre parecía severa. Era algo más... lejano. Algo fuera de ella que hacía que pareciera vacía. Eleanor se inquietó al descubrirse sumergida en tales cavilaciones. No estaba en posición de cuestionar la apariencia de los demás, menos la de una dama.
—Gracias —respondió Isabelle al recibir el té en sus manos, esbozando una sonrisa y mirando a Eleanor directamente a los ojos por primera vez.
Eleanor se limitó a una reverencia y se dirigió a una esquina del salón en espera de que alguien solicitara su asistencia. Sorprendida como estaba, ni siquiera se percató del «por favor» y «gracias» tan agraciadamente pronunciados al mismo tiempo que dichos con la pausada torpeza de aquel que no le profesa interés alguno a tales muestras de cortesía; y mucho menos se permitió pensar en el ligero roce, ese pequeño encuentro entre la piel de sus manos y la de la señorita, más suave, pálida y fría. De tanto en tanto, sin embargo, intentaba pequeños robos, miradas tímidas y furtivas, mientras sus manos se asían del delantal y la conversación tomaba matices que la ruborizaban.
La señorita Isabelle, por su parte, volvía a mostrar una insolencia que no hacía juego con sus facciones, y la violencia de su hablar junto a comentarios subidos de tono hicieron que la admiración que Leonore había sentido en ese primer encuentro se fueran convirtiendo en recelo. ¿Qué pensaría Hannah si la escuchara hablando así? Leonore volvió a agachar la cabeza, confundida y molesta. Hannah no tendría nada que reprender en una dama de alcurnia, por mucho que su situación fuera dudosa, y menos tendría que hacerlo ella. Leonore se reprendió en silencio, pero antes de retomar su acostumbrado servilismo, levantó la vista una última vez; para su sorpresa, la señorita Isabelle la miraba.
Un prolongado escalofrío se prendó de la piel de Leonore. Nerviosa como se sintió al verse descubierta, no pudo ni apartar la mirada ni agachar la cabeza. Sus manos se volvieron tiesas y frías, y su corazón comenzó a martillar con una violencia incomoda que amenazaba con cortarle la respiración. Los ojos de la señorita, grises y distantes, la analizaba con meticulosa frialdad. El resto de su rostro era un rictus impenetrable, y Leonore se sintió vulnerada y humillada, pues intuyó que los juicios que se había reservado caían ahora sobre ella misma con una autoridad que no podía ni imagianr atreverse a cuestionar. Una repentina sonrisa volvió a despertar el temor en Leonore, pero antes de que su cuerpo le permitiera reaccionar, Isabelle dejó de observarla para centrarse nuevamente en la conversación que desarrollaba.
—Se tiró al río con todo y caballo. El pobre animal... —dijo August.
—¿El caballo o John? —bromeó ahora el señor Karl.
—El caballo, por supuesto —intervino el señor John—. Yo merezco todas y cada una de las cosas que me pasan. La calamidad me persigue y yo la recibo con los brazos abiertos.
—Lo que a su edad es una verdadera sentencia de muerte —comentó Isabelle con una sonrisa complaciente—. Dios no lo quiera, claro.
—Pero, ¿acaso no es mejor una muerte poco convencional? —inquirió el señor Karl—. Yo moriré aquí encerrado, probablemente mientras duerma dejaré de respirar. Y fin.
—Pero sólo porque quieres —intervino John nuevamente—. Nada te cuesta tomar tu mejor caballo y lanzarte por uno de esos bonitos despeñaderos que se perfilan más allá de ese molesto bosque que hace las veces de fortaleza. Un verdadero dolor en las posaderas cabalgar hasta aquí. Luego no te quejes de las pocas visitas. ¿Qué pensaba tu tátara tatara abuelo al hacerse con estas tierras? ¡Oh, eso es! Haz como él. Despilfarra tu fortuna, ignora a tu esposa y a tus hijos y comete tantas excentricidades como el bolsillo te lo permita. ¡Y sanseacabó! Se hablará de tu muerte, mínimo, durante unos diez años.
—Mujeres —participó Isabelle—. Habilidosas y hermosas y cuya sentencia de muerte es contagiosa.
—En ese caso nadie querrá hablar del pobre Karl —la contrarió su tío August.
—Me parece todo lo contrario. Dirán: amaba tanto a las mujeres que no dejaba de amarlas aunque ya estuvieran marcadas por la muerte.
—Poético y absurdo, sin duda —rio Karl—. Completamente hilarante y, en mi opinión, una soberana estupidez.
—No importa qué tanto se comporte como un hombre esta sobrina mía —dijo August—, al final la sensiblería femenina siempre aflora de alguna u otra manera.
—Pues es esta sensiblería femenina la que me ha hecho tener más mujeres que tú, tío querido.
—Esperemos que ninguna te haya contagiado una breve y poca afortunada vida —replicó.
—Todo lo contrario, yo soy la sentencia de muerte que ellas esperan, y una exquisita y placentera, si debo decirlo yo misma —sonrió. Leonore notó su semblante ensombrecerse, pero luego de un sorbo de té la sonrisa había regresado a sus labios, tan natural y lejana como toda ella—. ¡Oh, demonios! —exclamó de repente—. Podrán decir mucho de mí y lo único en que les daré razón es en esta absurda torpeza mía.
Leonore se acercó rápidamente, pero en lugar de tenderle el pañuelo se arrodilló a un lado de Isabelle para intentar secar la mancha de té que se extendía por la tela del faldón del vestido. Fue segundos después que notó su propia impertinencia. Se levantó abruptamente de su lugar y dijo:
—Lo siento mucho, señorita. No debí...
—Tonterías —la tranquilizó Isabelle—. No es una mancha que me preocupe, sólo necesita aire para secarse. Señor Karl, ¿le molestaría si tomo prestada una de sus habitaciones, y a su sirvienta?
—Para nada, querida mía, toda la casa es tuya si así lo deseas.
Cuando Isabelle y Leonore dejaron la habitación, los tres hombres se miraron, cómplices y celosos.
Habían preparado varias de las habitaciones de invitados por si alguno de los presentes llegara a necesitarla. Una previsión oportuna que le evitó a Leonore la tarea de tantear la mejor manera de actuar con respecto a la dama a la que ahora guiaba.
—Es aquí —comunicó. Se hizo a un lado y dejó que la señorita Isabelle atravesara la puerta.
La habitación era pequeña, de un estilo sobrio, pero con una ventana enorme cuya vista daba directamente al bosque, que era lo único que había más allá. Todo ahí estaba pulcramente ordenado, y se respiraba el agradable aroma de las naranjas frescas.
—Ayúdame a desvestirme, por favor.
Eleanor se acercó con torpeza. Isabelle ya le había dado la espalda, poniendo a su alcance una hilera de botones tan diminutos como molestos que, sin embargo, desabrochó con una delicadeza y una rapidez que sorprendieron a la misma Isabelle.
—¿Estás acostumbrado a este tipo de trabajo?
—En lo más mínimo, señorita.
—Eres buena con las manos entonces. —No fue una pregunta.
Eleanor asintió a medias. Terminó de asistir a Isabelle para luego tomar el vestido y colgarlo cuidadosamente en una percha, la que colocó cerca de la ventana abierta.
—No era la gran cosa —comentó Isabelle—. Si te soy honesta, sólo quería dejar el salón, ya estaba cansada de esos tres.
—Si necesita algo más...
—No tienes ser tan reservada conmigo —respondió—. Pero sí, necesito algo más. Ayúdame a aflojar este artefacto del demonio —dijo, refiriéndose a su corsé—. Me está volviendo loca.
Nuevamente Leonore se encontró a sí misma deleitándose con la agraciadas curvas que contorneaban la agradable figura de Isabelle. Aunque más que agradable, le pareció sensual, como si la existencia de la señorita Isabelle se encontrara en otro plano, en un sueño al que apenas podía aspirar. No había dejado de parecerle fría y lejana, pero al tenerla enfrente, tan poco altanera e incluso intentando comenzar una conversación, hizo que se olvidara de las extrañas sensaciones evocadas minutos atrás en el salón, y también de esa miraba que parecía haber sido ideada para despertar terror en las personas. Su comportamiento ahora era muy diferente; la insolencia que había reservado para los caballeros se había transformado en una jovialidad moderada pero igual dominante que resultaba más agradable que impertinente. El tono de su voz también era distinto, más femenino y ligero, no dejaba de portar ese deje de autoritarismo pero, en conjunto, todo en ella era mucho más encantador y menos intimidante. Leonore sintió una nueva estocada en el pecho al tiempo que sentía sus mejillas arder. Así lo explicó todo: estaba a punto de enfermarse y sus bruscos cambios de humor nada tenían que ver con la presencia de la señorita Isabelle.
—Como notarás, no suelo llevar una vestimenta tan cargada. Ese vestido ha sido un regalo del tío y torpemente se me ha ocurrido usarlo para la ocasión —dijo la señorita, intentando despertar la atención de Leonore.
—Es un hermoso vestido y le queda muy bien —comentó Eleanor apenas en un hilo de voz.
—Muchas gracias —sonrió—. No soy de las que sacrifican comodidad por belleza; no tengo a nadie a quien impresionar y me veo bendecida por tales libertades, pero curiosamente hoy desperté con la sensación de que unos hermosos ojos oscuros estarían más que dispuestos a halagarme con sus atenciones.
—Si la señorita no necesita nada más... —intentó retirarse Leonore, azorada.
—Si insistes, abusaré de tu amabilidad. Necesito que mandes a alguien a mi casa por ropa más cómoda. No podré sobrevivir ni un minuto más con eso —dijo, señalando el vestido—. Y un cepillo, por favor. Apenas he logrado recogerme el cabello, pero notarás que lo llevo hecho un desastre.
—Enseguida, señorita.
—En todo caso —volvió a hablar Isabelle interrumpiendo la partida de Leonore—. ¿No crees que en estas circunstancias un poco de piel parece una propuesta más acertada que un bonito pero incómodo vestido? La libertad de la piel llama a aquellos que confunden lo que desean.
Leonore no supo qué responder, se limitó a asentir para por fin abandonar la habitación.
—No demores mucho. Por favor.
Le latía el corazón quizá con demasiada fuerza. Su respiración rivalizaba en intensidad y su mente era un revoltijo de contradicciones. Isabelle no era una mujer cualquiera, tenía que ser muy tonta para no darse cuenta, y más tonta aún para dejarse atrapar. Leonore, que hasta entonces había caminado apresurada, se detuvo a mitad del pasillo. Miró hacia atrás, sintiéndose vigilada; pero no había sombras sino rayos del sol colándose por las ventanas tan poco acostumbradas a permanecer abiertas. Debería estar oscuro, al menos encontraría en esto justificación para todo eso que su cuerpo intentaba traducir, pero ni así encontraba consuelo. Su cuerpo ardía en una fiebre tan placentera como desconocida.
Retomó su paso hasta encontrarse a Hannah, a la que le encargó, sin intercambiar muchas palabras, que llevara lo que la señorita Isabelle había pedido. Luego corrió hasta las caballerizas, en donde encontró a Julio, dedicado a los animales con un placer infantil y profundo. Al verlo, Leonore recordó que ese chico sería su futuro esposo. Chico únicamente en carácter. Julio no era ni muy alto ni robusto, pero tenía un rostro agradable y una sonrisa contagiosa. Su cuerpo estaba marcado por el trabajo duro y sin embargo sus movimientos eran gentiles. Al verla, Julio sonrió abiertamente. Se limpió las manos, ya que había estado acariciando a una de las bestias, y salió a su encuentro.
—¿Es el caballo de la dama? —preguntó Leonore.
—Nunca había visto una belleza árabe como esta —contestó Julio, cautivado por el animal—. Están muy agitados en la casona, ¿verdad?
—Las cosas ya se han tranquilizado un poco —respondió, a la vez tímida y... ¿Qué quería? Leonore levantó el rostro. Julio estaba ahí, enfrente de ella, algo sudoroso, pero sonriente. Había cierto placer en verlo tan entregado a sus tareas, y en verlo dejarlas por ella también...—. Han dicho que no se quedarán a cenar... Han dicho que partirán después de la merienda...
—¿Te sientes bien? —inquirió, preocupado.
—He ido al bosque.
—¿Ya...?
—No, lo que digo es que...
—Ven, lo mejor es que te sientes un momento.
Julio, sin ninguna intención más que la de poner a salvo a su prometida, le tomó la mano, y fue en ese instante de cotidiano contacto, cuando todo en Eleanor comenzó a cobrar sentido. No los sueños y el temor, sino la pesadez que le provocó la presencia de la señorita Isabelle, y ese sentimiento de lejanía y anhelo que no había podido arrancarse desde la primera mirada.
—Julio —susurró. Plantó los pies sobre la tierra, deteniéndolos a ambos, pero agudizó al agarre, imprimiendole tanta fuerza como para lastimarse. Julio la seguía viendo, sorprendido. No es de extrañar que las acciones que se desencadenaron a partir de ahí lo sorprendieran todavía más.
Eleanor se empinó hasta dejar sus rostros a escasos centímetros el uno del otro. Y luego, en menos de un parpadeo, juntó sus labios en un beso que aunque no era el primero, sí era el menos casto de todos. Ella apenas podía reconocerse: el calor de su cuerpo, la respiración agitada y el retumbar ensordecedor de su corazón. Fue como si una segunda capa de su piel, una que la había mantenido alejada del exterior, por fin comenzara a descascararse.
Pasado el asombro Julio comenzó a responderle tomándose ciertas libertades. Le soltó las manos y poco a poco le fue envolviendo la cintura, buscando una cercanía en una reacción más natural que premeditada.
—Estás cansada de tanta espera, ¿es eso? —preguntó, hechizado.
No, no, no, pensó Eleanor, pero no pudo responder. Se dio cuenta demasiado pronto que el calor de Julio no era lo quería en ese momento, pero igual no podía detenerse. Los brazos fuertes que la estrechaban, ese beso torpe que con el tiempo por fin comenzó a adquirir una forma real. Estaba a punto de perder todo rastro de aliento.
Fue entonces cuando Julio interpuso algo de distancia. Apenas fue un poco, y le sirvió para tantear otros caminos. Deslizó ambas manos por la cintura de Eleanor, hasta llegar a sus caderas, o más arriba, hasta casi acariciar su busto. El faldón del vestido que la cubría era grande y pesado, pero Julio, acostumbrado al trabajo duro, lo fue levantando, al mismo tiempo que apartaba la ropa interior. Eleanor comenzaba a paralizarse. Julio le acariciaba las piernas desnudas, y el pudor antaño tan fuertemente ejercido no regresaba a ella.
El miedo por fin fue papable cuando se percató de que Julio se desabrochaba el pantalón.
—No, no —balbuceó Eleanor—. Hasta aquí, Julio, es suficiente. Lo siento.
Julio se detuvo y la vio, claramente contrariado. En su rostro comenzó a ser visible un enojo que Eleanor no estaría dispuesta a soportar, y que por lo mismo se encargó de disimular.
—Sólo venía por un encargo —continuó hablando Eleanor, mientras se acomodaba el vestido—. La señorita Isabelle ha pedido que vayan a su casa por algunas cosas —le entregó una nota.
—Enseguida —respondió.
Eleanor dudó que Julio la escuchara mientras le decía la dirección, así que se encargó de repetirla un par de veces, para luego preguntar:
—¿Estás enfadado?
—Sólo sorprendido —sonrió—. No puedo esperar a que seas mi esposa.
Y dicho esto, se alejó para preparar un caballo y así cumplir con el encargo.
¿Esposa? Sólo eso quedaba ya, ¿no?
La idea la desubicó. Ni siquiera le dio espacio para pensar en lo que acaba de hacer. El miedo persistía. Y le asustaba todavía más saber que, aunque no lo quisiera, tendría que volver a lado de la señorita Isabelle.
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Estoy hoy amaneció en el #260 de Paranormal y yo nunca he sabido cómo carajos funciona esta cosa del ranking, pero no voy a dejar que eso me detenga así que: ¡MUCHAS GRACIAS! No sé cómo estas cosas pasan pero creo que es cosa de ustedes ;)
Espero les vaya gustando la historia. De ser así pueden dejar una estrellita o algún comentario, yo no me enojo xD
Muchas gracias por leer.
Saludos.
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