Primer día. Parte 1
Leonore se asió de las sábanas temiendo caer irremediablemente. Las sábanas, curtidas debido a su prolongada vida, resbalaron con ella, amortiguando la caída pero retrasando su despertar. Atrapada debajo, Leonore demoró en reconocer la realidad; la luz se colaba, blanquecina y pálida, a través de la vieja tela, y el fresco aire de la mañana apenas alcanzaba a rozar su piel, y sin embargo, una vez lo hizo, la mitad de sus miedos desaparecieron, abrigados por la reconfortante calidez de la monotonía que manipulaba todos los días de su vida desde que había comenzado a trabajar en esa vieja casona de campo. Se puso de pie tan pronto como le fue posible, dobló las sábanas con la maestría que a fuerza de repetición había adquirido y buscó su ropa para así, sin más demora, abandonar la habitación y sumergirse en sus labores diarias.
—¡Ay, niña! —exclamó el ama de llaves al verla. Era ahora tan común: demacrada unos días, tan silenciosa otros; ya no había palabras de consuelo sinceras, pues la costumbre se había encargado de palidecer cualquier rastro de verdadero interés—. ¿Otra vez sin dormir?
—Eso creo.
—Vamos, ve enseguida a la cocina, dile a la vieja Tata que te de algo de pan y leche tibia endulzada, para que te regrese el color a las mejillas. Y sólo encárgate del viejo salón. Luego sal a tomar un poco de aire. Cierto que la mañana está fría, pero el clima ha estado de locos últimamente y para el mediodía todos estaremos bañados en sudor, ya verás —suspiró—. Ay, si mi Julio te viera así...
—Julio anda en sus cosas y no creo que me note mucho.
—¡Bah! Tonterías. Nervios, eso es. Se le ponen las mejillas coloradas con sólo verte. Está que no cabe de felicidad, ¿y tú vienes y dices que anda en sus cosas? Ah, los jóvenes, los jóvenes. Pero vamos, no te entretengas más. A comer y a trabajar. Más lueguito te mando a Julio para que te haga compañía. Una muchacha a punto de casarse, y más una tan linda como tú, no debería andar caminando sola por ahí. Ni Dios lo quiera.
—Pues nunca ha pasado nada.
—Y esperemos que así se quede. No queremos tentar al demonio —se persignó—. Dios no lo quiera.
—Seguro que Dios no lo quiere —suspiró.
Leonore a veces sentía que Dios ya no llegaba a ese lugar, pero no quiso decirlo. Hannah, la vieja ama de llaves, ya era demasiado creyente y supersticiosa sin ayuda de nadie y animar su condición soltando comentarios despreocupados no parecía buena idea considerando lo solitario del lugar y la obligada cercanía entre todos los habitantes de la casona; una cercanía tan frágil como traicionera que se había establecido a base de costumbre más que de genuina cordialidad, y en la que había aprendido a desconfiar luego del incidente con la pipa desaparecida del señor Karl, suceso que le costó el puesto al viejo y pobre guardabosque pese a los casi cincuenta años que llevaba trabajando para los Palestones. A veces pensaba lo mismo de su relación con Julio, pero era apenas una sirvienta sin aspiraciones, una inculta muchacha de campo a la que, en toda su vida siquiera se le había permitido dirigirse a los demás; así que aprisionaba sus pensamientos para luego intercambiarlos por escobas viejas y sacudidores que terminaban repletos de polvo; un intercambio justo que no le hacía daño a nadie.
A pesar de la insistencia de Hannah, Leonore nunca llegó a la cocina, en su lugar se apresuró al viejo salón pues desempolvar los muebles sin uso era una tarea rutinaria que exigía una meticulosidad abrumadora. No sólo estaba tratando con muebles carísimos de materiales que ni siquiera podía nombrar, sino que formaban parte del patrimonio de los Palestones desde hacía tantos años ya, que era más el orgullo y una falsa conexión familiar la que hacía que todavía se mantuvieran en la casa, más que su practicidad y su estética que, bien visto, desentonaba por completo con esos aires de modernidad que aunque tardíamente ya se hacían notar en la casona, y mucho más desde que el amo Karl Palestone, debido a cuestiones de salud, decidiera hospedarse en el lugar de manera indefinida.
Leonore suspiró pero, sin renegar, comenzó con la tarea de todas las mañanas. Era una forma sencilla de olvidarse de todo lo que atravesaba por las noches. El sólo recuerdo bastaba para erizarle la piel. Estaba por llegar al extremo de intentar copiarle una que otra maña a Hannah, tan religiosa, dado que ya no sabía qué hacer, y, al mismo tiempo, temía tanto sonar como una desesperada supersticiosa que se guardaba todo y se excusaba alegando nerviosismo por la boda, y aunque estos episodios habían comenzado antes de su compromiso, nadie pareció notarlo en ese entonces, y las excusas resultaban tan válidas como verdaderas.
Pero no era inventar excusas ni limpiar lo que la agotaban, podía asear la casona completa sin derramar más que una o dos gotas de sudor, a eso estaba acostumbrada y no le suponía esfuerzo alguno, sólo requería tiempo; las noches, las noches sí conseguían agotarla, esos sueños, tan irreales que de alguna forma se adueñaban de su piel, y el calor, insoportable, tan poco familiar y a la vez tan extrañamente anhelado. Sentir el roce de las sábanas al escapar de ellas, luego el de su ropa interior, el de sus vestidos, y por último, las tiras del delantal que anudaba en torno a su cintura y su cuello... jamás había experimentado sensaciones como esas, y eso la desconcertaba, naturalmente, haciendo que miedo fuera lo único capaz de sentir. Había un deje amenazante danzando a su alrededor después de estas situaciones. La impresión de que no había pasado la noche tan sola como creía no la abandonaba.
Al estornudar, todos estos pensamientos se esparcieron por la habitación. Hannah había tenido razón: hacía calor. Las motas de polvo relucían a contraluz, danzarinas, y Leonore se permitió observarlas con una pizca de infantil curiosidad. Eran tan bonitas, tan libres. No era más que polvo, al fin y al cabo, pero se veían tan cálidas, tan...
No pudo completar su impresión al ser interrumpida por el abrupto sonido de la puerta al ser abierta de golpe. Leonore se volteó y fue tremenda la sorpresa que se llevó al ver al viejo señor Karl, todavía con su bata de dormir, y con un puro que humeaba, sereno, y cuyo aroma pronto comenzó a incomodarla; hábito en él que desmentía por completo el interés antaño profesado por su propia salud.
—Buenos días, señor Palestone —saludó con una inclinación demasiado apresurada. No debió hacer eso, no debió hablar, sólo inclinarse, saludar con una reverencia, y nada más. Para su fortuna, al señor Karl apenas pareció importarle su torpeza, y tampoco hizo esfuerzo por recordar el nombre de la sirvienta, aun así, al notar que la habitación todavía no había sido atendida del todo, con voz ronca y lejana, le ordenó:
—Termina pronto. Tendremos visitas.
¡Cómo era posible que Hannah no le hubiera comunicado semejante noticia! Leonore volvió a inclinarse, y una vez escuchó la puerta cerrarse, retomó sus tareas con una velocidad y una meticulosidad demasiado influenciadas por la impresión del encuentro y el nerviosismo resultado de éste.
—¡Si ni yo misma sabía, niña! —exclamó Hannah tiempo después. Se le veía agotada, con la piel de las mejillas enrojecidas. Las arrugas en su rostro parecían intensificadas por la tensión en la que el repentino aviso había sumido a toda la servidumbre—. Además, rara vez utilizan esa habitación. Fue una simple coincidencia que yo te mandara a limpiarla hoy precisamente, cuando por lo general es una tarea de los fines de semana. Creí que un poco de espacio y soledad serían buenos para... Y que buena ocurrencia, si me lo permites —agregó, aliviada—. ¡Pero qué hago! La cocina, tengo que estar pendiente de la cocina. No tenemos idea de quiénes serán los invitados, cómo haremos para... Pero vamos, anda niña, ya, sal. Estaremos bien sin ti. Están tan pálida, Dios mío. Tal vez después de todo no fue buena idea mandarte al viejo salón. Toma un poco de aire primero. Peor será si te desmayas aquí adentro, tan ocupados como estamos no podríamos cargarte y sólo nos estorbarías. ¡Vamos, fuera, fuera! Y no busques a Julio, está ocupado en las caballerizas, otro capricho repentino del señor Palestone, ya sabes cómo son estos señores.
Leonore dejó la casona con un dolor de cabeza que amenazaba la estabilidad de sus pasos. ¡Hannah hablaba tanto a veces! Pero como no parecía hacerlo con mala intención, no le molestaba mucho en realidad. Sin embargo, aunque no fuera este el caso, no podía evitar que su cabeza demostrara lo contrario.
El pasto se sentía suave bajo sus pasos y el aroma y los susurros que sus pisadas le arrancaba la reconfortaba de alguna tonta manera. No que aliviara su dolor de cabeza, pero al menos conseguía distraerla. Siguió avanzando con paciencia, ignorando conscientemente el correr del tiempo. A unos cuantos metros de la casona el terreno comenzaba a inclinarse, presentaba irregularidades un tanto incómodas para esas frívolas pero tan comunes caminatas abordadas en ocasiones por las raras visitas de su amo. Cabalgar resultaba todavía más peligroso, pero pocos parecían verlo de esta manera, y menos aún habían llegado a accidentarse, así que cualquier preocupación siempre parecía mal fundamentada.
Avanzó un poco más; la húmeda tierra y el suave pasto desaparecían paulatinamente para darle paso a una línea de sotobosque ensombrecido por las copas de los árboles bajo cuyos pies descansaban. El bosque se alzaba de repente, enorme, oscuro y silencioso, y se extendía a lo largo y ancho con un autoritarismo tan lleno de misticismo que no hacía sino espantarla. Rara vez se internaba más que un un par de metros, sin embargo, en esta ocasión, avanzó mucho más.
Lo primero que experimentó fue el súbito cambio en la temperatura y la humedad del ambiente. No estaba tan oscuro, pero el juego de sombras conseguía sacarle uno que otro espanto repentino a los que no parecía poder acostumbrarse. El viento apenas soplaba, de ahí el silencio que tan fuertemente la abrigaba. Al levantar la vista se percató de las imponentes pero serenas copas de los árboles; se alzaban tan altas sobre su cabeza que ni siquiera se sentía capaz de calcular su altura, la mareaba el simple hecho de imaginar que se encontraba allá arriba, tan por encima de todos como jamás lo había estado, tan lejos de todo lo que significaba seguridad para ella.
Se abrazó a sí misma al ser sorprendida por un escalofrío únicamente inesperado por la prolongación del mismo. Fue como si la piel comenzara a dolerle, pesada y caliente, totalmente ajena. No se asemejaba a nada que hubiera sentido antes, y sin embargo, la emoción experimentada en ese preciso instante hizo que los recuerdos y pensamientos de esas noches en las que despertaba por completo desorientada, sin noción alguna del espacio y del tiempo, regresaran a ella y la empaparan como un balde de agua fría. Se refugió en sí misma, entregándose a la fortaleza de sus piernas, mientras envuelta en sus propios brazos, buscaba el camino de regreso.
Tendría que haber sido una tarea fácil, pero el ruido incesante de lo que parecían cascos así como una vibración que se extendía por todo el suelo consiguieron paralizarla sin remedio. Leonore cerró los ojos, sintiendo no menos que un terror absoluto que se prolongaba e interiorizaba en tanto el sonido y las vibraciones no cesaban. Tomó una gran bocanada de aire que contuvo fuertemente hasta que no pudo más, liberándolo con una sonoridad que hizo que se reprendiera a sí misma. Abrió los ojos, asustada, temiéndose descubierta, no obstante, lo único que percibió fue lo que ya debía saber de antemano: estaba sola. Alguien debía estar cabalgando cerca, cosa que no le concernía en lo más mínimo y menos aún debía preocuparla. Se avergonzó por lo desproporcionado de su reacción y se dedicó entonces a arreglarse el cabello y a secar sus sudorosas manos en el delantal que no se había molestado en quitarse. No había sido nada.
El camino de regreso a la casona fue infinitamente más simple. Dejó atrás la espesura del bosque para internarse en ese paisaje mucho más cotidiano pero no por ello más soportable. No tenía noción alguna del tiempo transcurrido y temía que su ausencia se hubiera prolongado más de lo permitido. Agitó la cabeza, contrariada consigo misma. ¿Por qué últimamente sólo era capaz de sentir temor? Tenía que hacer algo al respecto, no podía vivir así.
Justo estaba a punto de entrar por la puerta de la servidumbre cuando nuevamente se vio sorprendida por el sonido de unos cascos. Alguien se acercaba y la curiosidad le ganó. Rodeó la casona tan rápido como pudo y al llegar al frente se resguardó en una de las esquinas para así esconder su imprudente curiosidad de los visitantes.
Los visitantes eran tres personas que descendieron con maestría de los caballos los cuales dejaron al cuidado de Julio, quien entre una mezcla de reserva y torpeza, trataba de guiar a las bestias hasta las caballerizas, tomándolas por las riendas aunque las manos no le ajustaran. Leonore se hubiera reído de esto de no ser porque la presencia de los tres extraños la tenía más interesada.
Eran dos hombres y una mujer. Los dos caballeros, vestidos galantemente con ropa de montar, conversaban entre ellos con una jovialidad que desmentía por completo esos destellos plateados que les teñía la cabeza casi por completo. La dama, que no aparentaba más de treinta, llevaba ropa menos adecuada para la actividad que había estado desempeñando hasta hacía apenas unos minutos: un entallado vestido de satén en un tono púrpura que desentonaba enormemente con la monotonía típica de la moda de campo. Leonore no pudo evitar ver su propia vestimenta y reconocer lo triste de su colorido, pero no era algo que en lo que pensara mucho, así que siguió observando. Otra cosa que desentonaba era el extraño peinado que la mujer lucía. Lo llevaba suelto, medio arremolinado quizá por el viento. Leonore encontró que incluso así le lucía, de la misma manera que le pareció gracioso los vanos esfuerzos de la mujer por intentar acomodarlo.
—¡Perdí el maldito sombrero en algún lugar! —exclamó la mujer, con una voz ronca, destruyendo por completo la imagen que poco a poco Leonore había construido de ella.
—Y se llevó parte de tu encanto con él —comentó uno de los hombres, el de las botas negras—, al igual que tus buenos modales.
La dama sonrió, dándole la razón a su interlocutor, para después soltarse el cabello de una sola vez, rendida tal vez de sus vanos intentos por acomodarlo.
—¡No los esperaba tan pronto! —gritó alguien. Leonore se sobresaltó al reconocer la voz del señor Karl Palestone, así que retrocedió un poco.
—Algo tiene el campo que rejuvenece —dijo el otro hombre—. Decidimos montar, nada de carruajes; estamos viejos pero no es para tanto.
—Esperemos que no sea un hueso roto el que también rompa tu ilusión. Te engañas como siempre, John —bromeó el señor Karl—. Pero veo que no vienen solos, ¿a qué debo tan agradable compañía?
—Es mi sobrina Isabelle —respondió el hombre de las botas negras—. ¡Pero qué vida tan enclaustrada ha de llevar usted, amigo mío! La joven aquí presente merodea por estos campos desde hace poco más de tres meses. Tiene un trote violento pero seguro, y el espíritu aventurero de una amazona; me extraña que no la hayas escuchado hasta ahora, con lo silenciosa que es la vida en el campo.
—No seas tan severo, August —intervino el señor John—, que tu sobrina tampoco vino a hospedarse por razones de salud —sonrió pícaro—. Tiene tanta culpa ella como Karl.
—¡Qué va! —exclamó Karl—. Pero qué importa. Está aquí y su presencia por sí misma ya resulta agradable. ¿Acaso no le molesta viajar con estos dos insolentes? ¿Qué pensará su esposo de tan malas compañías? —dijo, dirigiéndose a ella.
—Que mi tío y su amigo son dos insolentes es algo que no negaré —contestó Isabelle—. Por fortuna, no me espera en casa esposo alguno que me reprenda y tengo completa libertad no sólo para soportar y compartir sus insolencias, sino para cometerlas también, y tanto como me plazca.
—Que no te engañe su apariencia —rio August, cómplice—, que esta niña es la oveja negra de la familia. Con casi treinta y sin esposo, y con una reputación que nos dejaría a ti y a mí en vergüenza —continuó—. Y déjame advertirte: si tienes alguna criada bonita lo será mejor que la encierres mientras dure nuestra estadía en esta casa, que si no, la pobre morirá enfebrecida por los delirios del amor que mi sobrina tan gustosamente prodiga.
—Una advertencia exagerada, si me permite defenderme; después de todo, no hay nada mejor que la vida de campo para moderar las malas costumbres —replicó Isabelle, riendo a su vez, mientras teatralizaba una reverencia.
—¡Y yo que pensaba que ya no quedaba nada interesante por descubrir aquí!
Luego de este ameno intercambio, el señor Karl instó a pasar a sus invitados, disculpándose de antemano por lo poco agraciado del lugar. Leonore, por su parte, seguía en su escondite, incapaz de salir de él y de su asombro. Martilleaba incesante su corazón vaticinando una advertencia más que extraña, inaudita. Pero no había engaño. Encontró a la dama tan natural como el bosque que rodeaba la zona, por lo mismo le pareció fría, tenebrosa e inalcanzable pese a su aparente sentido del humor y a esa lozanía tan común en aquellos a los que ya nada les molesta. Adicional a esto era hermosa: su cabello negro, aunque despeinado, brillaba aprisionado entre sus dedos, creando una ilusión de palidez casi fantasmagórica en una piel que por lo demás se veía bastante fresca. Los rasgos el rostro le parecieron a Leonore, aún en la distancia, delicados pero bien definidos; un rostro de proporciones armoniosas portador de una belleza poco propia para esos parajes campestres. Ni qué mencionar sus modales corteses a la par de su lenguaje poco formal e inusitadamente directo y jovial que no llegaba a ensombrecer su presencia en absoluto.
Todo esto fue capaz de recordar Leonore con tan solo un vistazo. Resultaba extraño que tan buenos cumplidos más que admiración le causaran desconfianza, y se permitió preguntarse a sí misma si la monotonía de la vida era la responsable del nacimiento de ideas tan poco propias en ella. Nunca había albergado verdadero rencor hacia aquellos mejor posicionados, siempre había sido de mentalidad simple y ni siquiera se había detenido, en toda su vida, a cuestionar su lugar en el mundo. Era inútil comenzar ahora, aunque reconocía muy en el fondo que era poco probable que esta fuera la razón por la que la presencia de la dama le había resultado tan amenazante.
Leonore agitó la cabeza y suspiró. Había perdido la noción del tiempo y sus temores volvieron a tener como fuente esa cotidianidad que tan amablemente la abrigaba. Consciente de que su ausencia ya pesaría entre los sirvientes y las mil tareas que tendrían que completar deprisa debido a la repentina visita, Eleanor se echó a correr, regañándose en su interior por esa maldita curiosidad. Tal parecía que estaba tan aburrida como para buscar problemas por su propia cuenta.
—¡Pero niña! —gritó Hannah al verla. Rápidamente se limpió las manos en el delantal y salió a su encuentro—. A punto estuvimos todos de dejar nuestras tareas para ir a buscarte, pensamos que el bosque te había tragado, ¡Dios santo!
Casi, pensó Leonore, pero en su lugar respondió:
—Me he detenido un momento a descansar debido a un dolor de cabeza y he perdido el tiempo sin darme cuenta. Lo siento, Hannah.
—Ya resolveremos eso después —suspiró Hannah resentida pero no verdaderamente molesta—. Lávate y ponte a ayudar en lo que sea. Tú habrás perdido el tiempo, pero a los demás se nos viene encima. Vamos, anda.
Las buenas atenciones de Hannah tuvieron su origen en ese compromiso que ella misma había ideado y llevado a cabo. Julio, su nieto, había tenido una vida pesada al lado de su padre alcohólico, soportando sus maltratos y las promiscuidades de una madre que tenía más dotes de cerdo de engorde que de ser humano. En este abandono, cuando parecía no haber un futuro más brillante, la muerte, tan poco apreciada en cualquier otra circunstancia, se hizo presente, arrebatándole a la vida a esos dos seres que tan poco significaban, sellando así el destino de Julio al lado de su abuela, quien hasta ese entonces había desconocido la realidad de esa familia a la que daba por pobre pero feliz.
Hannah sabía que su nieto merecía cosas buenas que compensaran su nefasta infancia, e incluso antes de llegar a la edad adecuada, se dio a la tarea de buscar prospectos para él; muchachas jóvenes y sanas con un ligero toque de belleza, buenos modales y mucho instinto maternal. Viviendo donde vivían, las opciones eran limitadas. Todo se reducía a sirvientas de casonas de campo siempre a disposición de los caprichos de sus amos. Y cuando comenzó a vislumbrar la posibilidad de renunciar para irse a un lugar mejor, todo en beneficio de su adorado nieto, apareció Leonore.
La chiquilla tímida y delgaducha apenas tenía trece años. Pero era bonita, obediente, y su vocecita de pajarillo era tan débil que conversar con ella representaba un verdadero desafío. E incluso siendo su voz más fuerte, ya resultaba difícil por sí sólo sacarle conversación. Apenas llegó se sumergió en sus tareas sin oponer mucha resistencia, aprendiendo rápido, cometiendo tan pocos errores, respetando a sus mayores y alejándose de los problemas de los más jóvenes. Pero no fue sino hasta que vio a su nieto y a la chiquilla juntos que decidió no mudarse más; parecía no haber razón para ello. Eligió no intervenir mucho, o al menos no de manera demasiado activa. Quería que entre ambos jóvenes surgiera el cariño necesario para garantizar una convivencia pacífica.
El compromiso se selló cuando Julio tenía diecinueve y Leonore acababa de cumplir los dieciséis. Sin embargo, la humilde ceremonia fue postergada debido al repentino regreso del dueño de la mansión. Y desde entonces casi seis meses de incertidumbres y desazones había retrasado el asunto, aunque ya todos daban por sentado dicha unión.
Cuando Hannah vio a Leonore incorporarse en las tareas de la cocina, se sintió agradecida con el cielo por enviarla a tan entrañable criatura. Siempre tenía tan poco que decir, y en la cabeza de Hannah, con un marido difunto y un matrimonio que apenas duró lo suficiente para dejarle dos hijos, este era el ingrediente principal para convertirse en una buena esposa. No le preocupaba en lo más mínimo el triste ánimo en el que Leonore se había sumido en las últimas semanas, lo creyó pena más que una dolencia física; pena porque la boda con Julio siempre era pospuesta debido más a caprichos del señor Karl que a otra cosa; y una jovencita tan poco parlanchina tenía que exponer sus dramas al mundo de alguna manera, aunque no fuera la convencional.
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¿Qué tal?
Votos y comentarios siempre son apreciados.
Saludos.
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