La dama
El bosque, con su murmullo continuo, trató de advertirle que el tiempo corría en su contra. La señorita Isabelle hizo oído sordo, mientras en sus brazos el cuerpo de Leonore descansada, pálido, como si fuera una tierna hada del bosque.
—Soy tan natural como ustedes —le susurró al bosque y a lo que escondía—. Como ustedes también me muevo en la oscuridad. No nací así, pero eso soy ahora. No me juzguen cuando hacen lo mismo.
No recibió respuesta.
El rostro de Leonore mostraba una calma que parecía nunca haberle pertenecido. Sus labios amoratados y su piel fría la despersonalizaban, por hermosa que se viera, ya no era ella, la dama lo entendía, y sin embargo, se negaba a dejarla ir, esperando encontrarse en una ilusión, en una suerte de muerte transitoria que no era sino otro camino hacia la vida.
—Oh, hermosa, si no me hubieras llamado con tanta fuerza quizá yo me habría fijado en otra...
Era tarde ya, se recordó.
La señorita Isabelle se levantó. Miró a su alrededor. El alba se aproximaba con rapidez. Se habían demorado en buscarla, pero pronto su suerte se agotaría.
La dama acomodó a Leonore a los pies de un árbol, la colocó de manera que garantizara su protección durante esos minutos entre su partida y la llegada de los otros, en los que ella misma no podría velar por el bienestar de su cuerpo; a pesar de la prisa, sin embargo, se dedicó a limpiar el rostro de Leonore con delicadeza, a peinar su cabello, a delinear de carmín sus labios fríos mientras le decía palabras amorosas impregnadas a su vez de dolor y consuelo. Leonore conservaba el fantasma de una sonrisa en esos labios que con tanta avidez había besado. La señorita Isabelle intentó darle más y más color. La besó, aunque su frialdad despertaba sensaciones encontradas en su cuerpo, y volvió a besarla, aun sabiendo que ya no despertaría nada en ella.
Isabelle se las ingenió para rodear el cuerpo de Leonore con tantas flores como pudo encontrar, eran pequeñas, blancas, sencillas, quizá como Leonore misma, aunque la semejanza no le gustó mucho. Rezó por ella, de una manera que poco tenía que ver con la religión y sus coléricos dioses. La señorita Isabelle estaba mucho más fuerte ahora y sabía que podría defenderse sin problemas si alguien intentaba arrancarle a Leonore antes de tiempo, pero no quería lastimar a nadie más si podía evitarlo. Al menos no por el momento. Ella misma se había arrebatado a Leonore. Corría su vida dentro de ella, lo que quedaba fuera no era más que un frágil caparazón. Apesarada, Isabelle mordió sus labios hasta hacerlos sangrar y se acercó a Leonore para darle un último y prolongado beso. La muerte no debería saber tan bien, se dijo, fría y pálida como es debería ser amarga, no dulce.
Entonces se marchó, no sin antes pedirle a las criaturas del bosque que no se atrevieran a tocarla.
Lo que podría o no pasar a continuación ya no estaba en su poder.
Se movilizó a paso lento, intentando que los aromas del bosque se quedaran adheridos en su piel. Más allá la esperaban sus cosas en una casona que no le pertenecía y cuyos amos y sirvientes por fin se verían liberados. Había mujeres allí, con sus distintos matices, pero eso nunca era lo que buscaba. Por más que se lamentara su paladar obedecía ciertos gustos: la sumisión mal fingida, la sensualidad aún no descubierta, el deseo que sólo con un poco de ayuda alcanza a tomar forma, el sentimiento de libertad en esa prisión que cada cuerpo representa, la ignorancia hacia todo esto. No era diferente de ellos, favoreciendo criaturas inmaduras, casi infantiles, de una belleza arrebatadora y alma inocente. Ella también había caído en la trampa y ni el tiempo había conseguido liberarla del todo.
Al salir del bosque la recibieron los incipientes rayos del sol en una mañana que ya se presentaba demasiado fría. Isabelle vio hacia atrás. No, ya no debería llamarse así, necesitaba un nuevo nombre, una nueva tierra, una nueva vida. Tal vez era hora de volver a cruzar el mar.
¿Cuántos siglos cumpliría ya?
—Siglos —masculló—. Sí, siglos.
La superstición que una vez la había abrigado se perdía ahora en la modernidad que despertaba con lentitud en ciudades lejanas. Tenía que pensar en eso antes. No veía la modernidad con malos ojos, aunque reconocía que tenía que comenzar a adaptarse, sus esfuerzos comenzarían a encaminarse hacia otro tipo de justicia, ese que a ella le habría gustado recibir tantos milenios atrás.
—Lejos de aquí, un nuevo punto de partida —susurró.
El húmedo césped desapareció bajo sus pies convertido en tierra oscura. El bosque ya había quedado muy atrás. Le pareció escuchar el murmullo de muchas voces, pero debió ser un recuerdo pasado atrapado en su memoria, uno de esos que mantenía su rencor a flote, haciendo imposible su desaparición.
La dama siguió caminando largo rato, saboreando los últimos minutos en esa tierra abandonada, pensando qué rumbo tomar, deseosa y temerosa, cuando sus pasos se vieron entorpecidos. Miró hacia abajo. Sus pies, delicados pero sucios, se encontraban en un charco de lo que aparentaba ser leche. El rastro blanco seguía más allá, desaparecía detrás de unos arbustos. El recipiente yacía abandonado a un costado del estrecho sendero.
Isabelle sumergió ambos pies en el charco que revolvió hasta sentir la suavidad de la tierra húmeda convertida en lodo lechoso. Algo en su interior comenzó a arder, y fue hasta entonces que decidió avanzar.
El arbusto le dio paso a muchos más que pronto se convirtieron en árboles no tan frondosos que le daban forma a un intrincado sendero por el cual parecía muy difícil transitar. Un murmullo agitado comenzó a manar de entre los troncos secos, protegidos por la tempestividad de una mañana clara pero solitaria. Y entre los murmullos, un quejido débil ganaba fuerza cada vez más.
—Déjala.
El hombre se reincorporó con el terror plantado en su rostro. Al notar que quien intervenía no era más que una mujer, sin embargo, sonrió lleno de nuevas ideas. Consiguió acertarle una última bofetada a la niña bajo su cuerpo antes de levantarse.
El aspecto del hombre hizo que la señorita torciera un gesto de repulsión. Por eso nunca se alimentaba de ellos. Ese tipo de vida no era compatible con la suya. ¿Acaso no fue creada bajo estas condiciones porque sus creadores, en su eterna cautela, con sus eternos prejuicios y su eterna necesidad de control, lograron prever en ella, en ese último instante, una amenaza incontrolable? Y aunque se les había escapado de las manos, después de tanto tiempo, todavía seguía a su merced.
—Buenos dias, dama —dijo el hombre. Miró a la dama de pies a cabeza. El bulto en su entrepierna se redujo.
La señorita mantuvo su mirada fija en la del hombre. Con ella no iba a funcionar. La idea le causó tanta repulsión a la dama que se limitó a actuar. No se percató de que la niña ya no yacía más sobre el suelo. Sus débiles brazos sostenían un tronco, y sin que el hombre lo notara, recibió un golpe de ella que apenas le arrebató el equilibrio. El hombre se volteó, contrariado, dispuesto a cobrarse la insolencia de la niña, pero la dama no se lo permitió... Ocurrió todo tan rápido, tan misericordiosamente rápido, que el brillo en los ojos del hombre desapareció con la velocidad que la dama se alimentaba de él. Le había cercenado la garganta, y la sangre brotaba, presurosa, empapando la tierra, despertando en esta olores tan viejos y corruptos como la vida misma. La dama no pudo beber más, tiró al hombre todo lo lejos que pudo al no soportar ya su presencia, sin embargo, antes de dirigirse a la niña se hizo a un lado, se dobló sobre sí misma y, sin poder contenerlo, vomitó lo que acababa de beber. Temió perder la vitalidad otorgada por Leonore, pero esa ya era suya, la compatibilidad entre sus vidas había resultado ser tan inmensa que la asimilación se dio sin demora. Ese hombre, sin embargo, solo había conseguido enfermarla.
—Mamá me golpeara si llego a casa sin la leche —dijo la niña. Los latidos de su corazón la delataron ante la señorita, pero el temple que conseguía mantener pese a las circunstancias hizo que la admirara.
—Te acompañaré a casa.
—No le diré a nadie lo que pasó.
—Muchas gracias —sonrió la dama.
—Me gustaría ser como usted.
La dama se detuvo. Apretó la mano de la niña. Con ojos enrojecidos la miró, pero la niña no pareció espantarse. La dama retomó el paso. La niña ni siquiera temblaba.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Sally.
—¿Crees, Sally, que tu madre te permita venir conmigo?
—Por dinero sí —respondió la niña.
—Muy bien —asintió—. Pero ten en cuenta, Sally, que nunca podrás ser como yo.
—¿Por qué?
La dama no respondió. No estaba en su poder
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Sí, sí, ya sé, "han pasado 84 años". Acabo de salir de un bloqueo de terror así que no me lo tengan muy en cuenta, por favor. Los adoro <3
Actu pronto <3
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