Conde
Alemania, 1480 d.C.
Cerca de la frontera con Luxemburgo se encontraba el apacible pueblo de Cochem. Aunque pequeño en extensión, su reputación trascendía gracias a los viñedos que adornaban las colinas circundantes, como un manto de verdor que abrazaba a la villa, y por la serenidad de sus habitantes, quienes vivían con un ritmo pausado y armonioso. Entre las familias más prominentes se encontraban los Wagner, herederos de una fortuna nacida de generaciones de comerciantes prósperos.
Hans Wagner, el patriarca, había recibido la herencia tras contraer matrimonio con Leyna, una joven de apenas quince años cuando él ya había superado los treinta. Su unión carecía de amor, siendo únicamente un acuerdo entre familias para consolidar poder y riquezas. A pesar de esta fría conveniencia, Leyna logró dar a luz pocos meses después de la boda. Sin embargo, su frágil cuerpo no pudo soportar las exigencias del embarazo. En su desesperación, Hans buscó a una curandera que, tras examinar a la joven, confirmó lo inevitable: la madre moriría al traer al mundo a su hija, quien cargaría con un futuro marcado por un mal augurio.
Con la llegada de la pequeña Amelia, también llegó el final de Leyna. La tragedia sumió a Hans en el temor y la culpa, recordándole constantemente las palabras de la curandera. Por ello, encerró a Amelia en un mundo de reclusión, protegido por las altas paredes de la mansión Wagner. Los murmullos del pueblo no tardaron en propagarse: la hija del acaudalado Hans era una criatura extraña, envuelta en rumores oscuros. Algunos decían que la niña prefería las sombras a la luz y que se entregaba a prácticas inusuales, impropias para su edad.
Amelia, en su soledad, desarrolló un interés casi obsesivo por el ocultismo y los misterios que habitaban en la penumbra. La vasta biblioteca de la mansión se convirtió en su refugio, y sus días transcurrían entre libros de hechizos, manuscritos prohibidos y leyendas de criaturas nocturnas. Sin embargo, Hans, alarmado por las inclinaciones de su hija, decidió que era hora de apartarla de su mundo secreto.
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"Es suficiente, Amelia", le ordenó una tarde. "Es tiempo de presentarte a la sociedad y buscar un esposo adecuado."
La idea de matrimonio la repugnaba. "¡No necesito un esposo, padre!", exclamó, su voz cargada de indignación.
"No está a discusión. Esta noche habrá un baile en nuestra casa. Te arreglarás y te comportarás como corresponde a una Wagner." La autoridad en las palabras de Hans era inquebrantable, y Amelia, a regañadientes, aceptó.
La noche del baile, la mansión Wagner brillaba con luces y música. Los salones rebosaban de elegancia y murmullos, mientras las familias más influyentes de Cochem llegaban para disfrutar del evento. Amelia, atrapada en su vestido de fina seda, se sentía como una prisionera. Tras horas de sonrisas forzadas y conversaciones insípidas con hombres interesados más en su fortuna que en su persona, escapó al amparo de la oscuridad.
Se dirigió al lago que se hallaba en los terrenos traseros de la mansión, su refugio secreto. Allí, lejos del bullicio, el silencio reinaba, roto únicamente por el susurro del agua y el canto de los grillos. Se sentó junto a la orilla, alzando la vista al cielo estrellado mientras tarareaba una vieja canción de cuna que su nana solía cantarle.
Un crujido entre las ramas interrumpió su soledad. Giró la cabeza, alerta. De las sombras emergió un hombre. Alto, delgado, con una presencia que parecía absorber la luz a su alrededor. Su cabello negro como la noche caía en desorden sobre su frente, y sus ojos, oscuros e insondables, la miraban con una intensidad perturbadora.
"¿Acaso no le advirtieron, bella dama, que la oscuridad del bosque no es lugar para almas como la suya?", dijo el extraño, su voz profunda y marcada por un acento extranjero.
"¿Quién es usted?", preguntó Amelia, desafiándolo con la mirada.
El hombre se inclinó, recogiendo una pequeña flor blanca del suelo. Se la tendió con una sonrisa enigmática. "Mi nombre es Vlad. Conde Vlad Tepes."
"¿Conde?", repitió Amelia, perpleja. "No sabía que teníamos condes en el pueblo."
"Soy recién llegado de Rumania. Las complicaciones de la guerra me han traído hasta aquí, aunque debo admitir que este lugar tiene sus encantos ocultos."
Amelia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo en ese hombre la inquietaba profundamente, pero también despertaba una curiosidad peligrosa.
"Espero que su estadía sea de su agrado, Conde", respondió, tratando de mantener la compostura.
"Oh, ya lo es", dijo Vlad con una sonrisa afilada, observándola con la mirada hambrienta de un depredador. "He encontrado algo que hará mi estancia mucho más... interesante."
- Effy
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