Etapa III: La culpa


Llevaba horas tendido en la cama, sin ser capaz siquiera de cerrar los ojos para tratar de conciliar el sueño.

Como cada noche desde hacía meses, se incorporó con cautela, saliendo a hurtadillas de la majestuosa habitación que compartía con su esposa. Contempló sus perfilados rasgos por última vez, antes de cerrar la puerta a sus espaldas.

Y es que, la terrible tragedia que había acontecido hacía unos días, la muerte de su gran amigo, el marqués Fiore, no era lo único que impedía el descanso del conde Rinaldi. Había algo más.

Se tapó los oídos con sus palmas, en un intento de aplacar el sonido, que, día tras día, terminaba por consumirlo. Era aquel tintineo incesante el que hacía florecer su agonía, el que destapaba el remordimiento que hacía unos meses había tratado de ocultar en algún recóndito lugar de su alma.

Sabía que era ella. Lo supo en el mismo momento en el que advirtió aquel repiqueteo importunando con apremio sus pensamientos.

Sintiéndose incapaz de soportar durante más tiempo ese tormento, aquella culpa cuyo lastre aumentaba con el transcurso de los días, decidió anticiparse a un final al que él mismo se había sentenciado.

Entre sollozos, y tratando de controlar el nerviosismo que le nublaba la vista, entró en la habitación más cercana a la suya. Se aproximó a la cuna situada en el centro de la sala, y aún con lágrimas en los ojos, repasó con sus yemas el rostro de su pequeño. Verlo, le hacía sentir aún más miserable.

En el fondo, siempre supo que acabaría pagando por lo que la hicieron.

Abandonó al niño en el instante en el que saltó de nuevo aquel sonido en su cabeza.

Con el tintineo de la campanilla trinando en sus sienes, el conde Rinaldi se dirigió a su despacho. Abrió el primer cajón de su escritorio, y extrajo de él la soga que el día anterior había preparado a conciencia.

Fue al situarse junto a la silla, cuando escuchó el eco de unos pasos reverberando entre las vigas de madera de su opulento despacho.

—¡Aléjate de mí! —bramó, presa del pánico. Se subió con desesperación a la silla, y amarró la soga a una de las vigas más robustas. Sujetó la cuerda entre sus manos, y, como pudo, improvisó un lazo.

La puerta del despachó comenzó a abrirse. El sonido de las bisagras cediendo a su empuje arrancó los sonoros lamentos del conde.

Cerró los ojos, y se colocó la soga alrededor del cuello. Recuerdos de su vida con su esposa y su hijo bombardeaban sus pensamientos sin piedad.

El gran reloj del despacho anunció la medianoche.

Entonces la vio, de pie, clavando su iracunda mirada en la de él. Destilaba un olor a podredumbre que combinaba con el demacrado aspecto que reflejaba su piel. Vestía la misma ropa que aquella noche, esa que sus propias manos habían rasgado.

Su voz penetró en lo más profundo de sus entrañas:

—La muerte no te librará de mí.

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