TEMA 8. EL HOMBRE BARROCO.


En la época isabelina casi nadie llevaba un diario ni escribía sus memorias, de manera que no sabemos si la sensibilidad era la misma que en nuestra época. Debemos suponer que no porque, ya de entrada, a los bebés los amamantaban las nodrizas y durante el primer año se los fajaba. Además, la niñez era más corta y a la mayoría de los adolescentes, cualesquiera fuese su extracción social, se los enviaba fuera de casa a servir a otras familias.

     Tanto la peste como la muerte al dar a luz, las cosechas perdidas y la alta mortalidad infantil disminuían la fuerza de los lazos familiares. La gente vivía solo un promedio de cuarenta y cinco años. Los hijos mayores lo heredaban todo, con lo que se provocaba fricciones entre los hermanos. Ni siquiera el amor y el matrimonio eran iguales, pues la gente se casaba por conveniencia. 

     El barroco es la época en la que se desarrolla mi novela y se caracterizaba por ser de humores impredecibles. Los nobles podían conmoverse escuchando a alguien recitar un madrigal al son de un laúd, y, al terminar, divertirse ante una jauría de perros que mataba y descuartizaba un oso. La palabra de un espía o de un enemigo podía hacer que le rebanasen a alguien las orejas en la picota ante las risas de la plebe.

     Si hubiese que describir a los hombres del período con una palabra solo habría una: inconsistentes. Se mezclaban en ellos la delicadeza, la brutalidad, la piedad, la crueldad y el libertinaje. Durante los años 1590 a 1640 la negación y el rechazo dominaron frente a la justificación y el análisis de distintas ideas y de puntos de vista. Esta orientación predominante en el espíritu de la época y en la doctrina y en la práctica de gobierno fue rígida, pero al mismo tiempo estuvo plagada de incoherencias y de ambigüedades. Los movimientos insurreccionales, conjuras y acciones terroristas en casa del enemigo que hubieron no contradicen la tendencia.

     ¿Existía la rebeldía, pese a esta rigidez? Durante muchos años Guillermo de Orange y el duque de Braganza —jefes de los dos nuevos estados independientes, Países Bajos y Portugal, respectivamente—, fueron calificados de rebeldes en los documentos diplomáticos españoles, pero a los contemporáneos no les pareció negativa la actuación de ambos porque representaban a comunidades nacionales enteras y se trataba de una rebelión respaldada por el consenso general.

     Sí es cierto que a finales del siglo XVI y en los primeros decenios del XVII la condena de la rebelión fue un rasgo dominante de la cultura y de la mentalidad. Es más, toda la cultura del Barroco fue una respuesta fomentada por las clases dirigentes y por los gobiernos a la amenaza de la rebelión y de la protesta social. ¿Cómo lo hicieron? Incrementaron las manifestaciones culturales dirigidas a las clases populares a modo de acción preventiva de gran alcance para condicionar la mentalidad común. Podría decirse, incluso, que estas eran el panen et circenses de la época.

     La intensa presión desde arriba y la difusión del convencimiento de que se vivía en un período excepcional de inquietud y de turbulencia, provocadas por la conflictividad social y por una sensación general de inestabilidad, solo explican en parte o de forma muy genérica la tendencia a una rígida uniformidad cultural y a la aceptación casi universal de principios que excluían la hipótesis o la idea de la resistencia al poder. En este contexto, entretener al pueblo para evitar los rumores y los levantamientos se consideraba la estrategia más adecuada.

     No obstante, el entretenimiento popular con miras educativas y preventivas no siempre se basaba en la diversión. También se repetían de forma obsesiva juicios, imágenes y fórmulas que pretendían crear una visión negativa de la rebelión, insistiendo en la atrocidad de los castigos que les esperaba a los rebeldes. Es decir, se difundía el terror con el ejemplo.

     La voluntad de conservación de los gobiernos y de las clases dirigentes y su genérica acción cultural y de propaganda no bastan, sin embargo, para explicar un horror al cambio y a las novedades que marcaron la impronta de toda la época y que condicionaron el pensamiento de las personas. Del principio de resistencia al tirano se pasó a la proclamación de la obediencia y de la fidelidad al soberano.

     El término «rebelde» tiene cierta ambigüedad; aun indicando específicamente, en los siglos XVI y XVII al partidario del cambio político (y por inmediata asimilación al hereje), se atribuyó a cualquier forma de protesta e insubordinación e incluso a criminales, a bandidos y a todo tipo de descarriados que poco o nada tenían que ver con la subversión política.

     La figura central —negada y temida al mismo tiempo— era la del rebelde político, de ahí el temor al cambio. Y por eso las sublevaciones populares, rurales y urbanas, protestas meramente sociales o revueltas del hambre únicamente resultaban peligrosas cuando los grandes se servían del descontento para utilizarlo a su favor. Porque cualquier revolución solo podía alcanzar cierta eficacia si se basaba en el apoyo popular.

     Inglaterra, Escocia, España y sus dominios italianos habían atravesado momentos de tensión política en los cuales el espíritu anárquico y medievalizante de los grandes señores —con o sin acompañamiento de protestas populares— habían demorado la consolidación del poder monárquico. La ofensiva ideológica contrarrevolucionaria alcanzó plenamente su objetivo y se convirtió en el punto de referencia para la cultura europea en la época barroca. La propaganda contra la figura del rebelde lo mostraba a este como una mezcla de orgullo, de turbia ambición, de desprecio hacia la colectividad, de desconfianza y de negación de las reglas del honor en las relaciones personales. A veces mostraba la inmoralidad y el desenfreno sexual —el libertinaje y la homosexualidad— y la indiferencia religiosa como conductas que completaban la definición. Se instigaba a la opinión pública a atribuir al rebelde el máximo posible de un abanico de acusaciones ajenas a la política con el objetivo de anular o de borrar las motivaciones políticas de la oposición y asimilar la imagen del rebelde a las del bandido común, del marginado o del desviado.

     Si deseas saber más puedes leer:

📚El hombre barroco, Edición de Rosario Villari. Alianza Editorial, Madrid, 1992.

📚1599. Un año en la vida de William Shakespeare, de James Shapiro. Ediciones Siruela, S. A, Madrid, 2007.


La reina Elizabeth I tocando el laúd.


Pero también ordenó la ejecución de su prima María de Escocia en 1587. Y la de muchos otros, entre ellas la de su favorito, Robert Deveraux, conde de Essex...



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