TEMA 3.2. LA TRAICIÓN DE ROBERT DEVERAUX, SEGUNDO CONDE DE ESSEX.
Tanto la familia como los seguidores recalcaban que Robert Deveraux, segundo conde de Essex, tenía sangre real de Inglaterra a través de Cecily Bourchier, su tatarabuela, que era descendiente de Thomas de Woodstock, el hijo menor del rey Eduardo III, y de Richard, conde de Cambridge. Según ellos, tenía más derecho que ninguno de los competidores a suceder a la reina y esto se le había subido a la cabeza, al punto de sentirse por encima de Elizabeth I.
Como vimos en la entrada dedicada a Elizabeth I, desde que en 1598 los franceses firmaron un tratado con España, el debate sobre si seguir el mismo camino se tornó muy acalorado. En el transcurso de una discusión en la cámara del Consejo, Essex insistió una vez más en que «no se podría hacer paz alguna con los españoles; antes bien sería deshonroso y una traición». Como respuesta lord Burghley cogió su libro de Salmos y lo abrió en el número 55. Después le pasó el libro a Essex y señaló con el dedo el versículo 23: «Los hombres sanguinarios no vivirán la mitad de sus días».
Esta llamada de atención de lord Burghley era muy acertada porque el padre de Essex había muerto de disentería crónica en 1576 sirviendo a la reina en Irlanda. Su sermón fúnebre, publicado un año más tarde junto con una carta a su hijo y heredero, de once años de edad, le recordaba que los hombres de la casa de Essex no disfrutaban de una vida larga, pues ni el padre ni el abuelo pasaron de los 35 años. La misiva exhortaba a Essex a ser osado en la persecución de la fama: «Es mejor jugarse el todo por el todo y dejar que tu príncipe repare tus ruinas, antes que cualquier cosa que no esté a la altura de la liberalidad honorable». Y Essex se tomó muy en serio este consejo.
Los desacuerdos trascendieron a lo personal y los adversarios empezaron a acusarse los unos a los otros de actuar en el propio interés. Essex, picado por estas acusaciones, escribió una Apología en la que defendía la guerra y las imputaciones de belicismo. Aunque la redactó como una carta a un amigo, sus partidarios se encargaron de que tuviera una amplia circulación, primero en manuscrito y después impresa. Hay bastantes probabilidades de que una copia pasara por las manos de William Shakespeare a través de su antiguo mecenas y amante —Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton— que también era amigo íntimo de Essex.
Robert Deveraux veía la crisis como una guerra librada contra los enemigos de Dios. Pero, conociendo a la reina, sabía que no le gustaba tirar el dinero y tenía que vendérsela: así, por 100.000 libras la guerra con España podría mantenerse con éxito. Y si Elizabeth I invertía 250.000 libras, Essex le garantizaba que «el enemigo no traerá ninguna flota a los mares de Inglaterra, Irlanda y los Países Bajos sin que sea derrotada».
Para salirse con la suya, el conde recurría al ejemplo del rey Enrique V:
«¿No pudo acaso nuestra nación, en aquellos pasados tiempos caballerescos, cuando nuestro país era mucho más pobre que ahora, reclutar un ejército, hacer la guerra, realizar grandes conquistas en Francia y hacer que nuestro poderoso ejército fuera conocido hasta en Tierra Santa? ¿Y es esta una edad tan degenerada que no vamos a poder defender a Inglaterra? No, no; aún queda alguna semilla de la antigua virtud».
En septiembre de 1598 llegó a Inglaterra la noticia de que el rey Felipe II de España había muerto tras una larga y terrible agonía, pero las diferencias continuaron. Los partidarios de la guerra (la Militia) desconfiaban todavía más de su sucesor, Felipe III. En opinión de Essex, la sangre del joven príncipe era «más ardiente». Y no se podía confiar en los españoles, porque, aunque en su día Felipe II había tanteado el terreno para un acuerdo de paz, continuaba enviando asesinos con el encargo de matar a la reina. Los Togati, en cambio, seguían apostando por la paz con España.
Como vimos en el tip anterior, cuando Inglaterra más necesitaba su ayuda, el conde de Essex se retiró de la corte para forzar a Elizabeth I a que cediera. Regresó a la ciudad por breve tiempo para el funeral de lord Burghley, que había muerto el 4 de agosto de 1598. Pero volvió enseguida a su propiedad en Wanstead, donde, según los rumores, pretendía establecerse porque no era bien recibido en la corte.
Más adelante Essex regresó e intervino en la decisión de quién debía mandar una fuerza enviada a Irlanda. Pero cuando se sugirió el nombre de su amigo Mountjoy se opuso a la idea, argumentando que carecía de experiencia y que era demasiado libresco. Es más, a cada candidato que proponían, Essex le encontraba un pero. Según él, solo servirían «hombres de la más alta nobleza». Alguien «bien provisto de poder, honor y riqueza, que tenga el favor de los militares y haya sido antes general de un ejército». Pronto resultó evidente que se señalaba a sí mismo.
Sus enemigos estuvieron encantados de enviarlo a Irlanda. Se quedaría del otro lado del mar por tiempo indefinido y no podría entrometerse en las importantes decisiones de la corte. Essex sabía que una vez que abandonase la órbita de la reina los rivales —entre ellos su némesis, sir Walter Raleigh— tratarían de poner a la soberana en su contra. Pero no contaba con otra opción: no podía quedarse mirando mientras un hombre inferior a él conducía a tan gran ejército. Con sus amigos íntimos, Essex admitió: «Estoy atado por mi propia reputación». Tal vez la campaña irlandesa le devolviera la gracia de la reina y fuese de nuevo «valorado por encima de quienes no valen nada». De lo contrario, lo mismo le daría «olvidar al mundo y ser olvidado por él».
Cerca del final de los festejos navideños de Whitehall, todos los ojos estaban fijos en la reina y en Essex. Elizabeth decidió dar lo que para ella era una señal inequívoca. «El día de Reyes», cuenta un observador cortesano, «la reina bailó con el conde de Essex, ataviado muy ricamente y con traje nuevo». Otro informador que presenció la escena dio más detalles de la reconciliación: a la soberana «se la vio, ya vieja, bailando tres o cuatro gallardas», la briosa danza que tanto le gustaba y que Essex, torpe cuando se trataba de bailar, sin duda aborrecía. Pero no podía decirle que no a la monarca cuando tenía un gesto positivo para él delante de todos.
A principios de enero de 1599, Essex le escribió a su primo —Fulke Greville— que, la víspera de año nuevo, la reina «lo había destinado a la tarea más difícil que jamás se ha encomendado a un caballero». Pero, en lugar de estar contento, sentía más autocompasión que resignación. Incluso en una carta que se filtró a la corte, se quejaba de que Elizabeth le estaba «rompiendo el corazón» y decía que solo cuando «mi alma se libere de esta [prisión] de mi cuerpo» vería ella «el mal que me ha hecho y la ofensa que se ha infligido a sí misma». Mantuvo mejor la compostura con los que se preparaban para acompañarlo, entre ellos el ahijado de la reina, John Harington: «He vencido a Knollys y a Mountjoy en el Consejo y por Dios que venceré a Tyrone en el campo».
El 27 de marzo de 1599, a primera hora de la tarde, el conde de Essex y sus seguidores se congregaron en Tower Hill, el campo abierto justo al norte de la Torre de Londres... El mismo sitio donde en 1601 le cortaron la cabeza. La marcha fue teatral, pues el cortejo se puso en camino a la misma hora en la que empezaban las representaciones teatrales de Enrique V. Pero esta visión espectacular de un poderoso ejército inglés yendo a aplastar la rebelión irlandesa perdió parte de su fuerza —al menos para los supersticiosos, como veréis en mi novela— por culpa del tiempo, que le arruinó los planes a Essex. Las señales terminaron siendo pésimas.
Hay que entender el enfado de la reina de los meses posteriores en su verdadera proporción. Mientras el conde se iba con una enorme fuerza y la desaprovechaba, Londres quedaba desprotegida. Por eso las autoridades tomaron medidas severas acerca de lo que se podía decir o escribir y reducían al silencio a quienes se extralimitaban. George Fenner explicó a algunos amigos que se hallaban en el extranjero sedientos de noticias «que está vedado, bajo pena de muerte, escribir o hablar de asuntos irlandeses». También Francis Cordale pedía disculpas porque no podía «mandar noticias de las guerras irlandesas, pues está prohibida toda información que llegue de allí y las nuevas que llegan al Consejo se ocultan cuidadosamente». Sí le confiaba a su destinatario que «los nuestros han tenido poco éxito, han perdido muchos capitanes y compañías enteras, y tienen pocas esperanzas de prevalecer». Se reclutaban nuevos soldados para sustituir a los muertos y a los heridos: «Tienen que salir 3.000 hombres... de Westchester esta semana y se está haciendo una leva de 2.000 más». «Se murmura en la corte», añadía Fenner, que Essex «y la reina han amenazado mutuamente sus cabezas». Era normal, las mejores tropas se hallaban en los Países Bajos apoyando a los protestantes y en Irlanda, los ingleses sabían cuán vulnerables eran en esos instantes a una invasión.
El Consejo Privado empezó a requisar algunos de los mejores barcos de propietarios privados para proteger la costa y la reina aplazó el viaje regio que efectuaba todos los veranos. Para ayudar a levantar los ánimos y recordar cómo habían vencido a la Armada Invencible, el arzobispo de Canterbury sugirió a Cecil que las oraciones especiales que «se usaron en el año 1588 eran también adecuadas para la presente ocasión y son inmejorables».
John Chamberlain, que tenía excelentes fuentes de información en la corte, no estaba seguro de la verdadera naturaleza de la amenaza. Le escribió desde Londres a Dudley Carleton el 1º de agosto de 1599 que «por qué motivo o buena inteligencia no lo sé, pero todos estamos sumidos en una conmoción como si el enemigo estuviera a nuestras puertas».
En el continente corría el rumor de que «la reina ha muerto». Lo mismo se sospechaba en Inglaterra ante la cancelación de su periplo. Henry Wake hizo saber a Cecil que «se difunde y murmura secretamente que Su Majestad ha muerto o está muy gravemente enferma». Un corresponsal informó que «el rey de Escocia ha tomado las armas contra la reina», que «el conde de Essex, el virrey, está herido, y sus soldados lo abandonan» y que «en Inglaterra hay tumulto y miedo, y muchos huyen a las regiones del sur. Algunos dicen que la reina ha muerto; cierto es que hay gran duelo en la corte».
John Billot, un prisionero inglés en España, escapó y regresó llevando escondida en una de sus botas una proclama española redactada en inglés. En ella decía que el rey Felipe III había ordenado a sus fuerzas que redujeran a Inglaterra a «la obediencia de la Iglesia católica». Y mandaba a todos los católicos de Inglaterra que se unieran a los invasores españoles y que tomasen las armas contra los «herejes» ingleses. A quienes, por causa de la «tiranía» de los protestantes ingleses, estuvieran demasiado atemorizados para cambiar de bando abiertamente, se les exhortaba a desertar durante «alguna escaramuza o batalla» o a «huir ante... el postrer encuentro».
De este modo, la amenaza española venía ahora acompañada del temor a que los católicos ingleses desleales se levantaran y de que se uniesen a los invasores. Por este motivo el gobierno inglés actuó con energía. El 20 de julio, el Consejo Privado dio instrucciones al arzobispo de Canterbury para que hiciera detener a los principales recusantes —es decir, a aquellas personas que preferían pagar multas antes que participar en el culto protestante obligatorio— y los metiese en prisión. Además, se dieron órdenes de «secuestrar todos los caballos sanos de los recusantes». Si las clases altas católicas se unían a los españoles, tendrían que ir a pie. Hubo quienes pensaron que estas medidas no iban lo suficientemente lejos. Sir Arthur Throckmorton advirtió que los protestantes casados con católicas eran más peligrosos que los recusantes confesos y que debían ser controlados y desarmados.
La imaginaria amenaza no se limitaba a los soldados españoles y a los recusantes que los apoyaban, como deja en evidencia la carta que recibió Robert Cecil:
«He creído en mi deber advertiros de los extraños rumores y profusión de noticias que se difunden ampliamente por la ciudad, y de este modo llegan a todo el país, ya que no se puede idear una conspiración más peligrosa para desconcertar y desalentar a nuestra gente, y para ponderar la fuerza e inmenso poder de los españoles, suscitando dudas en los mejores, temor en los menos valerosos y un gran trastorno en todos en el cumplimiento de sus deberes, para no pequeño aliento de nuestros enemigos en el extranjero y de los malos súbditos en la patria; rumores como que la flota de los españoles se compone de 150 barcos y 70 galeras; que traen consigo 30.000 soldados y tendrán 20.000 del cardenal; que el rey de Escocia se ha levantado en armas con 40.000 hombres para invadir Inglaterra, y los españoles vienen para instalar al rey de Escocia en este reino».
Los predicadores de Londres asustaban a las multitudes, pese a que no tenían idea de qué estaba pasando. Uno de ellos «en su plegaria antes del sermón rogó ser librado de las poderosas fuerzas de los españoles, de los escoceses y de los daneses». En la primera semana de agosto, los preparativos de defensa alrededor de Londres, en el mar y en la costa se intensificaron. Rowland Whyte informó a sir Robert Sidney que en Londres «no se hace otra cosa que dar alarmas y armar para la defensa». De cada distrito, añadía, se reclutaron 10 o 12 hombres como tripulación para la flota de Su Majestad. John Chamberlain escribió que se le encargó a Londres «equipar 16 de sus mejores navíos para la defensa del río y a 10.000 hombres», 6.000 de los cuales iban a ser adiestrados sin dilación y todos los demás debían tener sus armas preparadas. Se enviaron cartas a los obispos y a los nobles en las que se les ordenaba «disponer caballos y demás equipamiento como si se esperase al enemigo para dentro de 15 días». El objetivo era concentrar más de 25.000 hombres en la capital y en los alrededores para rechazar a los invasores. El historiador John Stow, que lo vivía, creía que «no se había visto nada semejante en Inglaterra desde que la reina Elizabeth ciñó la corona».
Le ordenaron a sir Francis Vere que enviase desde los Países Bajos 2.000 de sus mejores soldados. Se mandaron mensajeros a 15 condados con instrucciones de enviar caballería y que esta se concentrara en los sitios establecidos en torno a Londres. También se hicieron llegar a 12 condados órdenes de suministrar miles de soldados de infantería. Los condes y los barones debían reunir fuerzas, ir a la corte y proteger a la reina. Le encargaron al conde de Cumberland el mando de la defensa del Támesis, a lord Thomas el de alta mar y al lord almirante el del frente sur.
Cuando las fuerzas abarrotaron Londres y los suburbios, se tomaron grandes precauciones. El domingo 5 de agosto, escribe Stow, por mandato real «se tendieron cadenas de lado a lado de las calles y callejones de la ciudad, y se colgaron linternas con luces de velas en las puertas de todos los vecinos para que ardieran toda la noche, y así una noche y otra, bajo pena de muerte, y se mantuvo gran vigilancia en las calles». El peligro de un ataque durante la oscuridad los atemorizaba más que la posibilidad de que se incendiase la ciudad, que estaba construida en madera y paja. Al día siguiente, cuenta Chamberlain, se extendió el pánico al conocerse la noticia (falsa) de que los españoles habían desembarcado en la isla de Wight. Esto motivó un miedo «que yo no me hubiera podido esperar; lloraban las mujeres, se encadenaban las calles y se cerraban las puertas como si el enemigo estuviera en Blackwell. Nuestra debilidad y desprotección nos deshonran con los amigos y con los enemigos». A jefes militares como sir Ferdinand Gorges les preocupaba que los defensores civiles no estuvieran a la altura del cometido, «pues cuando las cosas se hacen de repente, y sobre todo entre gentes no habituadas a tales menesteres, estas se desconciertan y desalientan».
Respondieron al llamamiento a las armas los ricos y los pobres. Todos querían defender a sus familias, sus hogares, a su reina y a su país. John Chamberlain declaró que «aunque nunca he sido soldado de profesión, ofrecerme en defensa de mi país es el mejor servicio que le puedo prestar». Después de hacer un horóscopo para averiguar si los españoles atacarían, el astrólogo Simon Forman compró «gran cantidad de pertrechos y de armas de guerra, espadas, puñales, mosquetes, coraza y accesorios, lanzas, alabardas, guanteletes, cotas de malla, etcétera». Muchos de los capitanes que dirigían a sus vecinos habían servido en este cargo en 1588. John Megges, comerciante de paños, mandaba a 125 hombres de Queenhyth Ward. 250 de Cripplegate Ward estaban bajo el mando del sastre comerciante John Swynerton y así en los distintos distritos. En total, esta concentración londinense enumera a 15 capitanes mandando a 3.375 hombres de 25 distritos.
Cuanto más tiempo pasaba, más surrealistas eran las especulaciones acerca de lo que estaba sucediendo en la realidad y basta leer lo que escribe Chamberlain:
«No hay manera de quitarle al vulgo de la cabeza que había algún gran misterio en la reunión de estas fuerzas y como no pueden encontrar razón de ello, hacen muchas conjeturas absurdas y caen en la extravagancia, como que, unas veces, la reina estaba gravemente enferma, otras que era para hacer ver a algunos que están ausentes que hay otros que serían obedecidos tan bien como ellos, y que, si se presenta la ocasión, los servicios militares pueden ser tan bien y tan inmediatamente ordenados y dirigidos como si ellos estuviesen presentes, con muchas otras imaginaciones tan vanas y frívolas como estas. Las fuerzas del país occidental no han sido retiradas aún, pues allí es donde acaso pueda temerse algún peligro».
Las enigmáticas alusiones a quienes «están ausentes» y al «peligro» que esperan las fuerzas de defensa en el «país occidental» hacen referencia a una posible traición de Essex, sugiriendo que existían temores de que pudiera abandonar Irlanda, desembarcar con una fuerza militar en Gales y marchar contra sus enemigos de la corte. No estaban tan alejados de las ideas que al conde se le pasaron por la cabeza y de los contactos que mantuvo con el rey Jacobo de Escocia.
El 20 de agosto a Elizabeth se le colmó la paciencia y dijo al lord almirante que «retirara a nuestros amantes súbditos reunidos en virtud de nuestro mandato». Él lo consideró un error, pero una orden era una orden. Así pues, la ciudad se vació de nuevo y todos creyeron que el peligro había pasado. El 23 de agosto, un John Chamberlain muy aliviado escribió que «la tormenta que tan negra parecía casi ha pasado totalmente».
Sin embargo, en el momento mismo en el que Chamberlain enviaba esta carta llegaban a la corte nuevos y aterradores informes. Uno de ellos, desde Plymouth, decía que los españoles estaban a punto de «desembarcar en alguna parte de Inglaterra 15.000 hombres y cuentan con otros 15.000 papistas dispuestos a ayudarles en su desembarco». El destino probable era Milford Haven. El sábado 25 ya no había ninguna duda y el Consejo Privado informó al alcalde y al conde de Cumberland de que los españoles «con toda seguridad tienen que estar ya en la costa de Inglaterra». Fue preciso volver a llamar a las tropas.
El propio Cecil sabía con certeza de los preparativos españoles, aunque no contra quién iban dirigidos. Admitió, en medio de la crisis, que su reacción había sido desmesurada, pero se defendió aduciendo que el «mundo siempre es proclive a gritar crucifícalo contra mí, como hicieron con mi padre antes que conmigo, cada vez que aconsejo en contra de estos preparativos». Su padre era lord Burghley, hablaba con conocimiento de causa. Francis Bacon recordaba también que la gente «murmuraba que si el Consejo hubiera celebrado esta especie de juegos de mayo a principios del mes de mayo, se podría haber considerado más adecuado, pero sacar a la gente de la cosecha para ello era una broma demasiado seria». Bacon decía que los ingleses se burlaban diciendo que «en el año 88 España había enviado una Armada Invencible contra nosotros y ahora ha enviado una Armada Invisible».
Mientras estas peripecias sucedían en la capital, Essex no estaba seguro de cómo debía hacer la guerra. Pero sí se hallaba comprometido con su piña de amigos, los aventureros-caballeros que lo habían seguido para combatir en Irlanda pagando los gastos de sus bolsillos. Lo primero que hizo después de desembarcar fue nombrar a su amigo íntimo, Henry Wriothesley, conde de Southampton, general de la caballería de Irlanda, pese a que la reina le había advertido que no lo hiciese. Pero Essex hizo valer su privilegio: su grado le daba derecho a elegir libremente todos los oficiales y los comandantes del ejército y así lo haría. También nombró teniente general de la infantería a otro amigo leal, el conde de Rutland, que había ido a Irlanda contraviniendo el mandato de la soberana.
Elizabeth reaccionó como era de esperar. Ordenó que Rutland regresara y se negó a que Essex incluyese a su suegro, Christopher Blount, en el Consejo Irlandés. El conde subestimaba a la monarca porque, a diferencia de su padre y de su abuelo, no tenía experiencia directa en la guerra y creía que se entrometía en asuntos de los que no sabía nada. Soberbio, olvidaba cuál era su sitio. Elizabeth, por su parte, temía que aquellos nombramientos forjaran un lazo entre ellos más fuerte que el que los unía a la reina. Por eso no consentiría la existencia de una corte paralela en Irlanda.
Essex se olvidaba de que dependía de la generosidad de Elizabeth. El conde de Nothumberland decía de él que llevaba «la corona de Inglaterra en el corazón». Lo cierto era que sus ambiciones llegaban hasta el mismo trono y quería devolverle a la caballería inglesa su número y su prestigio. Por eso había querido el cargo de earl marshal —conde mariscal— porque entre las funciones estaba la de presidir las actividades caballerescas de la corte. Essex se negaba a creer que el cargo en la época isabelina tuviese una mera naturaleza ceremonial y puso a trabajar a una serie de estudiosos para que indagasen en los poderes que llevaba aparejados, olvidados desde hacía mucho tiempo. Entre ellos, la responsabilidad de juzgar todas las cuestiones de honor del reino. Y trató de reforzar su autoridad combinando este cargo con el de constable, que según creían algunos llevaba consigo el derecho de detener a cualquiera en Inglaterra, incluso a la reina. Essex empezó a firmar las cartas que le dirigía a Elizabeth como «su vasallo», inserto en las tradiciones feudales del homenaje y de la lealtad, en vez de como su «servidor».
La cultura caballeresca que Essex estaba decidido a reestablecer y cuyo futuro estaba en juego en la campaña irlandesa, tenía su máxima expresión en la Orden de la Jarretera, que celebraba su festividad el día de San Jorge, el 23 de abril. Organizó en Irlanda un banquete de la Jarretera enseguida de llegar y allí exhibieron los valores caballerescos, en su opinión poco apreciados en la corte. Decía que Elizabeth I recompensaba a «hombres pequeños», refiriéndose al diminuto Robert Cecil al que ella apodaba cariñosamente «pigmeo», que prefería «la comodidad, el placer y el beneficio».
En cuanto a los espectáculos de Essex en Dublín, Perrot, que estuvo presente, escribió: «No hubo en aquella época en la corte de Inglaterra mayor fausto y abundancia y más homenaje a la reina y a todos los caballeros de la orden». Hasta los escritores irlandeses, que nunca hablaban bien de los ingleses, admitieron que Essex «hizo gala de una pompa regia, la más espléndida que ningún inglés haya exhibido jamás en Irlanda».
Fue toda una novela de caballería, digna de ser inmortalizada por los autores de baladas:
«En Irlanda, el día de San Jorge
fue honrado con esplendor en toda manera
por señores y caballeros en rico atavío,
cual si se hallasen en Inglaterra».
Mientras Essex hacía fiestas en lugar de combatir y en Londres lo pasaban mal por las constantes levas y los miedos, en Windsor Elizabeth I moderó al máximo las celebraciones de la Jarretera, debido a la «sedición y llamas de la rebelión en Irlanda». No obstante, decidió incluir a tres caballeros en las diezmadas filas de la Orden: a Thomas Scrope, a Robert Ratclyffe, conde de Sussex, y a Henry Brooke, lord Cobham, muy despreciado por Essex y sus amigos y recientemente objeto de la burla de William Shakespeare en el escenario. Sorprendió a muchos, a ambos lados del mar de Irlanda, que los verdaderos caballeros de Inglaterra estuvieran con Essex mientras que los recompensados en Windsor fueran simples petimetres. Es más, lord Cobham, cuyo séquito fue descrito como «the bravest» por ser el más suntuoso, no había escatimado en gastos para el evento. Cobham superó a los demás caballeros «en calzones de púrpura, jubones de satén blanco y cadenas de oro» y «los miembros de su séquito con calzón de púrpura y jubón de fustán blanco, todos con sayo azul con vueltas de tafetán blanco, y plumas blancas y azules».
Cuando Elizabeth se enteró de los festejos en Irlanda, pagados de su bolsillo, reaccionó como era típico en ella. Castigó a Essex dando el mejor monopolio de Inglaterra —la lucrativa custodia de los tutelados, que había enriquecido a lord Burghley y con la que ella había tentado a Essex durante meses— al fiel servidor burocrático sir Robert Cecil, hijo del difunto lord Burghley.
En Irlanda Essex hizo muy poco. Entre los dirigentes irlandeses rebeldes hubo falsas demostraciones de sumisión a la autoridad inglesa y Essex fue recibido con pomposos discursos en poblaciones como Kilkenny y Clomnel, en las que se esparcieron juncos a su paso. Todo esto hizo que la reina se quejara en voz alta de que estaba gastando 1.000 libras diarias para que él «hiciera viajes de Estado». Y tenía razón, porque Robert Deveraux, conde de Essex, no cumplía las promesas que le había hecho.
Unido a esto, el conde sufría un creciente deterioro físico y mental, que se incrementó al recibir la noticia de que su hija Penélope había muerto durante su ausencia y que su esposa, enferma y embarazada, temía un aborto. Mientras se recuperaba en Dublín, tomó duras medidas con los supervivientes de la derrota de Wicklow. El 11 de julio celebró un consejo de guerra y mandó ejecutar por cobardía al teniente Walsh, que servía a las órdenes del capitán Loftus. Otros oficiales fueron destituidos y encarcelados. Todos los soldados que habían estado en esa batalla fueron «condenados a muerte», luego «en su mayoría perdonados y solo se ejecutó, por vía de ejemplo, a uno de cada diez hombres». Diezmar las tropas no era una costumbre de los ejércitos de Inglaterra, sino de los antiguos romanos. Era «una chanza repetida en Irlanda», escribió William Udall por esas fechas, que Essex «había nombrado más caballeros que rebeldes había matado». De lo que no se daba cuenta el conde, era de que el mundo había cambiado y de que el tiempo de la caballería jamás volvería. Se comportaba como don Quijote, cegado por su sueño.
El mundo iba en otra dirección. En otoño de 1599 Richard Hakluyt asistió a las reuniones organizativas de la Compañía de las Indias Orientales y fue recompensado por la sociedad con una donación de 10 libras, además de los 30 chelines que recibió por facilitarle mapas. Era conocido más que nada como autor de la extensa obra de tres volúmenes titulada Principal Navigations, Voyages, Traffics, and Discoveries of the English Nation, una epopeya dedicada a la descripción de los viajes ingleses de exploración publicada en sucesivos infolios en 1598, en 1599 y en 1600. La dedicatoria del segundo tomo, en el que trabajaba febrilmente ese otoño, era a Robert Cecil. El prefacio a este volumen hoy parece inofensivo, pero para la época isabelina era radical: Hakluyt describía a los comerciantes de Londres como auténticos aventureros y criticaba a los nobles que «consumen ahora en exceso su tiempo y su patrimonio». Esperaba que los aventureros-caballeros de Inglaterra «hagan mucho más» cuando «puedan tener menos ocupaciones que en la actualidad», a pesar de estar preocupados por «nuestras guerras vecinas» en Irlanda y en los Países Bajos. Esto suponía una inversión de papeles de proporciones asombrosas porque la verdadera aventura a partir de ahí radicaba en buscar la gloria nacional a través del comercio y del imperio, no a través de la cultura del honor. Hakluyt, que escribió después del desastroso regreso de Essex, veía por dónde iban los tiros en aquellos días. Su primer volumen, publicado en 1598, hacía propaganda en la portada de las hazañas de Essex en Cádiz de 1596. Terminaba con un relato de aquella proeza, incluyendo una lista de los caballeros ennoblecidos durante la campaña. Cuando, a finales de 1599, apareció la segunda edición de este tomo, Hakluyt cortó el capítulo de Cádiz y eliminó de la portada toda referencia a las heroicas y poco lucrativas acciones de Essex en ese lugar.
De este modo, la muerte de la caballería coincidió con el nacimiento del imperio. Hakluyt no fue el único que se dio cuenta: una quinta parte de los hombres ennoblecidos por Essex en Irlanda, entre ellos sus más leales partidarios, los condes de Southampton y de Monteagle, pasaron a convertirse en miembros de la clase inversora y entraron en empresas comerciales. A partir de entonces, los que mandaban eran los aventureros-comerciantes.
Como vimos en el tip anterior, Essex y algunos de sus amigos volvieron de forma intempestiva a Londres. Temiendo la acción del Consejo, buscaron levantar al pueblo londinense la víspera de la revuelta y por este motivo pagaron a Lord Chamberlain's Men para que representaran Ricardo II, el drama shakesperiano del destronamiento. Cuando Essex y sus leales salieron de Essex House, en el Strand, para entrar en la City por Ludgate, convocaron a los ciudadanos para que se uniesen a ellos. Las multitudes que con toda celeridad se congregaron contemplaron incrédulas la escena que se desarrollaba ante sus ojos y decidieron que era mejor no intervenir. Así, la rebelión fracasó rápidamente. La compañía de Shakespeare fue citada a explicar por qué habían representado cómo mataron a Ricardo II y ellos alegaron ignorancia. Tuvieron suerte de escapar sin castigo, pues, al igual que Essex, podrían haber perdido la cabeza... Literalmente. El final de Robert Deveraux fue tal como dejé constancia en el tip anterior y en el primer capítulo de mi novela.
El difunto lord Burghley había tenido razón, los hombres sanguinarios no vivían la mitad de sus días, pues Essex murió con apenas 35 años. Era cierto también, que, tal como le había dicho su padre, los varones Deveraux no llegaban a la vejez...
En el tip sobre Elizabeth I mencioné la dedicatoria del libro al conde de pasada, pero aquí quiero profundizar un poco más para que comprendas por qué se enfadó tanto la reina. Un isabelino que sintiera curiosidad por el rey Enrique IV, el soberano que le había quitado el trono a Ricardo II, podría comprar en la primavera de 1599 dos libros para saber más sobre el tema. Uno era de William Shakespeare. El otro de John Hayward, un abogado de 25 años: como dato curioso, este era el más buscado, el del que hablaba todo el mundo. El editor, John Wolfe, fanfarroneaba diciendo que «nunca se había vendido mejor libro alguno».
Antes de que Hayward entregase el manuscrito para publicar, era imprescindible que consiguiera una autorización para que se pudiese imprimir. Preocupado porque los censores se la denegaran, no puso dedicatoria ni prefacio. Los escritores podían elegir al funcionario que examinaría sus libros y John Hayward recurrió a Samuel Harsnett, del que se decía que era menos estricto que los demás. La costumbre, según palabras de Harsnett, era que «el propio autor presentase el libro al examinador y que le pusiera al corriente de su ámbito y de su propósito». Pero Hayward se zafó de este interrogatorio y convenció a un amigo para que presentara el libro al examinador en su nombre. Harsnett admitió después, cuando tuvo que dar excusas, que no examinó el libro en profundidad, sino que solo leyó la primera página y dio su aprobación.
Para aumentar las ventas y sacar partido de los acontecimientos políticos del momento, el editor persuadió a Hayward de que añadiera un prefacio y de que le dedicase el libro a Robert Deveraux, conde de Essex, «ya que era un soldado e iba a marchar a Irlanda y el libro trataba de causas irlandesas». Hubo por estas fechas muchas dedicatorias al conde, pero ninguna tan osada como la de John Hayward: «Sois en verdad grande, tanto en juicio presente como en expectativas de futuro». No eran palabras tranquilizadoras para quienes temían las ambiciones de Essex ni para sus enemigos ni para la reina.
Este libro se puso a la venta en febrero de 1599. A finales de ese mes, era el más leído y el más comentado. Essex escribió al arzobispo Whitgift para sugerirle que se investigase la dedicatoria que le habían hecho, tal vez porque, en medio de las negociaciones con la reina sobre sus exigencias para Irlanda, no deseaba que ella se enfadara con él. O, lo más probable, quizá fuese una forma de manipulación, porque permitía que la dedicatoria de Hayward atrajera la atención sobre su importancia mientras él aparentaba que se distanciaba de ella. Francis Bacon creía que Essex sabía perfectamente «que las cosas prohibidas son las más buscadas» y que por eso estaba manipulando la situación.
A fines del mes de marzo, cuando ya se había vendido la mitad de la tirada de 1.000 ejemplares, el arzobispo Whitgift ordenó a la Stationer's Company que arrancase la dedicatoria a Essex de todos los ejemplares que no se habían vendido. ¿Qué consiguió esta orden? Que el libro despertara más curiosidad y que el resto de la tirada se agotase casi al momento. A principios de marzo, John Chamberlain le escribió a Dudley Carleton que «por qué se publicaba semejante historia en ese momento, y se habían hecho muchas objeciones, especialmente a la epístola, que era un breve texto en latín dedicado al conde de Essex». Dice luego Carleton que «hubo orden de que se suprimiera el libro», pero él hizo todo lo posible por hacerse con una copia de la dedicatoria para que su amigo la pudiese tener. «Os he conseguido una transcripción de ella, para que identifiquéis la ofensa si podéis. Por mi parte, no veo semejantes palabras preñadas de amenaza, sino que todo es tal como se entiende». En realidad, la pregunta que todos se hacían era por qué se publicaba la historia de cómo Enrique IV le había quitado el trono a Ricardo II justo en este momento. Los más maliciosos, teniendo en cuenta el abolengo real de Essex, extendían los rumores de que las ambiciones del conde llegaban hasta deponer a la soberana o convertirse en su heredero y sucesor.
En Pascua, informó el editor John Wolfe, con «infinidad de gente reclamando el libro», Hayward le entregó un texto revisado y ampliado, que incluía un nuevo prefacio en el que se defendía agresivamente de «las numerosas imputaciones y secretos sentidos» atribuidos a su obra por los que Hayward, de modo despectivo, describía como los «profundos escudriñadores de nuestro tiempo». Pero no había que arañar demasiado para encontrar las similitudes entre los reinados de Ricardo II y de Elizabeth I, sobre todo cuando la reina estaba recaudando también las «benevolencias» —una forma injusta y abusiva de tributo— y los peligros que suponía para el Estado un soberano que no contaba con descendencia. Además, era imposible no ver las semejanzas con la desastrosa política irlandesa de la reina. En la época de Ricardo y en la isabelina «los desnudos y fugitivos irlandeses se han liberado de nuestros grilletes y se han cebado en nosotros con matanzas y saqueos».
Elizabeth Tudor era inteligente y comprendió las coincidencias entre ambas situaciones con toda claridad.
Según cuentan, dijo:
—Yo soy Ricardo II, ¿no lo sabéis?
A las autoridades les preocupaba que los ciudadanos pudieran sacar las mismas conclusiones de sus antepasados rebeldes dos siglos antes, cuando apoyaron el derrocamiento. El conde de Essex, al igual que Enrique IV, era un aristócrata carismático y ella una reina sin hijos que, encima, los había sometido a tributos despiadados y no había sabido administrar Irlanda. Haré un apartado a continuación sobre las levas para que lo comprendas mejor.
En el libro de Hayward, Enrique arengaba a sus seguidores para destronar al rey Ricardo:
«Si prevalecemos, recobraremos nuestra libertad.
Si perdemos, nuestra situación no será peor que ahora.
Y, puesto que hemos de perecer,
ya merecidamente, ya sin causa,
es más honorable correr el albur
de ganar nuestras vidas o morir con motivo.
Y aunque tuviéramos la vida segura, lo cual no es así,
abandonar a la nación y seguir durmiendo en esta esclavitud
fuera muestra de pereza e indolencia».
En un momento en el que los ingleses de a pie se atrevían a cuestionar sin pelos en la lengua el régimen isabelino, el libro de Hayward era visto, según el veredicto de la propia reina Elizabeth, como «un sedicioso preludio que mete a la gente en la cabeza osadía y querellas facciosas». Francis Bacon mencionó que la soberana, enfurecida, se negaba a creer que fuese John Hayward el autor y que creía que «su autor era alguien más malicioso, y dijo, con gran indignación, que mandaría darle tormento para sacarle el nombre de su autor». Luego le preguntó a Bacon si podía «encontrar en ella algún pasaje que pudiera ser motivo de una acusación de traición». Bacon le respondió: «Por traición, desde luego, ninguna, pero por felonía, sin duda muchas». Y cuando Su Majestad de inmediato le preguntó: «¿Dónde?», le dijo que «el autor había cometido un robo muy palmario, pues había tomado la mayor parte de las frases de Cornelio Tácito, las había traducido al inglés y las había incluido en su texto». Es decir, Hayward había plagiado a este historiador de la Antigua Roma.
Hacia mediados del mes de mayo, 1.500 ejemplares de la nueva edición del libro de John Hayward estaban impresos y preparados para la venta en la librería del editor Wolfe, en Pope's Head Alley, cerca del Royal Exchange. El Obispo de Londres, Richard Bancroft, responsable junto con el arzobispo de Canterbury de censurar las obras impresas, dijo basta. El 27 de mayo, Bancroft ordenó que la segunda tirada fuese secuestrada por los funcionarios de los Stationers y entregada en su casa de Fulham, donde los quemó. Todo el mundo, incluso quienes pedían a gritos un ejemplar del libro agotado, se enteró pronto de lo sucedido. A partir de ahí solo había un libro sobre Enrique IV en venta en las librerías de Londres: el de William Shakespeare.
Es importante que recuerdes que mientras Robert Deveraux, conde de Essex, se daba el lujo de jugar a los caballeros en Irlanda, de planear cómo ir contra Londres y de ejecutar a uno de cada diez soldados, la población sufría, no solo los impuestos desmedidos, sino también las levas masivas, porque Inglaterra no tenía un ejército regular ni contrataba mercenarios.
Las autoridades utilizaban la asistencia a los servicios religiosos como medio para conseguir reclutas. John Stow dejaba constancia en una carta que el Domingo de Resurrección de 1596, tras llegar la orden de reclutar 1.000 hombres, «los regidores, sus delegados, agentes de policía y otros funcionarios cerraron las puertas de la iglesia hasta que reclutaron por la fuerza ese número». Durante el reinado de Elizabeth, hacían levas en las ferias, en las tabernas o en los teatros y en cualquier lugar popular de reunión. La única información conservada sobre un reclutamiento en el teatro es del año 1602: escribía Philip Gawdy que «había habido muchas levas forzosas últimamente, como nunca se había conocido en Inglaterra. Todos los teatros fueron asediados el mismo día y se reclutó por la fuerza a muchos hombres en ellos, de tal modo que en total se han llevado a cuatro mil». Tanto William Shakespeare como el resto de los actores estaban exentos del servicio militar porque actuaban para la reina.
Las autoridades locales llenaban las cuotas fijadas por el Consejo Privado y libraban sus barrios de «la escoria de nuestro país», como escribía Robert Barret en un tratado militar de 1598. Los hombres, descontentos con la mortal tarea que les imponían, solían desertar o eran dados a amotinarse. Pese a ello, las autoridades locales evitaban reclutar a ciudadanos establecidos. Además, como los capitanes aceptaban sobornos para librarse de la leva, los ciudadanos libres, de buena reputación y con dinero podían zafarse. Ninguno quería ir a Irlanda. Richard Bagwell citaba un proverbio de Cheshire de la época: «Mejor ser ahorcados en casa que morir como perros en Irlanda».
Robert Deveraux, segundo conde de Essex (1565-1601).
Si quieres saber más puedes leer estos libros:
📚El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare, de Stephen Greenblatt. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2020.
📚1599. Un año en la vida de William Shakespeare, de James Shapiro. Ediciones Siruela, S. A, Madrid, 2007.
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