TEMA 3. 1. ELIZABETH I DE INGLATERRA: ESTADISTA Y MUJER FATAL.
Elizabeth Tudor era una superviviente. Había sobrevivido a su padre, Enrique VIII, que en ocasiones la consideraba heredera legítima y luego la declaraba bastarda, con lo cual le daba aire y alimento a los lobos de la corte que manipulaban para descartarla como sucesora. Había sobrevivido, también, a los seis años de gobierno de su débil hermano menor, Eduardo IV, y al lustro durante el que reinó la mayor, la católica María La Sanguinaria —conocida como Bloody Mary— quien la veía como una poderosa rival a la que había que mantener a raya o asesinar. ¿Cómo lo consiguió? Mediante el disimulo, acomodándose a las circunstancias, aplazando las decisiones hasta que era inevitable tomar postura, obligándose a mantener la calma.
Cuando la reconvenían con la finalidad de que contrajese matrimonio para procrear un heredero, llegó a convencer durante doce años a todos de que estaba enamorada del duque de Anjou —el hijo del difunto rey francés Enrique II— y que se casaría con él. Surfeó las trampas de Francia, de España, de Roma y de los calvinistas mediante la astucia y haciendo uso de la falsedad. Era muy inteligente y adaptaba la conducta según cómo soplara el viento, sin permitir que nadie menoscaba sus derechos y el bien de Inglaterra. Porque, en realidad, su verdadero esposo era el país.
¿Cómo actuaba? Ganaba tiempo antes de decidir. Con todas las potencias que tiraban de ella en sentidos opuestos tomar una simple decisión siempre entrañaba la guerra. Y ella odiaba los conflictos armados, no solo por las vidas que se perdían, sino también por el despilfarro que significaba para las arcas del estado. De este modo, aplazando las decisiones, logró mantener la paz durante tres décadas. Los adversarios la subestimaban y creían que lo efectuaba por debilidad, cuando se trataba de la situación opuesta. Porque Elizabeth iba analizando el mejor momento para actuar y cuando al final lo hacía sucedía algo impactante. Por ejemplo, María Estuardo —reina de Escocia y prima suya— la despreció y se dedicó a confabular contra ella para obtener el trono inglés. No obstante, terminó siendo su prisionera durante años y acabó perdiendo la cabeza sobre el cadalso. No lo hizo por crueldad, sino por el mismo afán de supervivencia.
¿Cómo era en lo personal? No se comportaba como la típica dama inglesa: saltaba sobre un caballo y se lanzaba al galope, hablaba seis idiomas —además del inglés—, destacaba en caligrafía, era experta en pintura y en poesía, embelesaba a los espectadores bailando o demostrando su destreza como música con la espineta y en las danzas de la época, tenía sentido del humor, elegancia, agudeza. Podía ser hiriente diciendo verdades como puños o mantenerse en una ambigüedad premeditada. Decía malas palabras, escupía, daba puñetazos cuando se enfadaba, estallaba en carcajadas cuando se hallaba feliz y este talante alegre la ayudó a sortear las difíciles circunstancias. También era bravucona, ruda, bromista, de ademanes poco refinados, cazadora. Se encerraba a leer expedientes durante horas con los secretarios y dictaba despachos, para a continuación divertirse en las fiestas como si fuese una adolescente despreocupada.
De joven era una mujer hermosa y se tomaba con naturalidad los coqueteos de los nobles, pero el paso del tiempo le impuso dureza en el rostro. Además utilizaba una peluca pelirroja y se maquillaba de blanco la cara para esconder las marcas de la viruela. Siendo anciana exigía y recibía de los hombres manifestaciones de pasión: suspiros, frases amorosas, adoración. Cierto era que la mayoría la veía como una diosa, un ser sobrehumano del que intentaban atraer los favores. Al fin y al cabo, había conseguido que las guerras civiles se acabaran y la llamaban Gloriana o La Buena Reina Bess.
La soberana disfrutaba con las floridas frases de «sus enamorados» e intentaba sacar ventaja de esto. Pero la diosa era una anciana vestida con ropas de fantasía, encorvada, con dientes ennegrecidos y agudos ojos. Robert Dudley, primer conde de Leicester, había sido su favorito durante décadas y en los últimos años de vida competía por el privilegio con sir Walter Raleigh. Además, cuando el favorito se hallaba lejos, Elizabeth se divertía con otros caballeros. La Reina Virgen era de todo menos virgen.
Leicester aceptó que envejecía y que a Elizabeth le gustaban los jóvenes. Así que para protegerse de Raleigh le puso cerca la tentación que significaba su hijo adoptivo, Robert Deveraux, conde de Essex. Tenía veinte años y a los dieciocho había sido nombrado general de caballería por su padrastro en la campaña de los Países Bajos. Allí el muchacho destacó por su bravura y fue armado caballero.
Walter Deveraux, el verdadero padre, había muerto en la pobreza cuando él era un niño, por haber perdido el favor de la reina al servirla mal en Irlanda. Pertenecía a la antigua nobleza y estaba emparentado con anteriores reyes. La madre de Robert, Lettice, era hija de la hermana de Ana Bolena, por lo que por este lado estaba emparentado con Elizabeth. La relación no era buena, la soberana la odiaba porque se había casado con su amado Leicester.
El conde de Essex enseguida llamó la atención de la reina con su encanto personal, su guapura, el talante alegre y pronto se convirtió en el nuevo favorito. Ella tenía cincuenta y tres años y era una anciana para la época. Hablaban durante horas, hacían largos paseos y cabalgaban por los parques y por los bosques próximos a Londres. De noche seguían con más charlas y más risas, jugaban a las cartas o a otros juegos en las estancias de la reina y una chismosa comentaba que «Milord no vuelve a sus habitaciones hasta que cantan los pájaros matinales». Aunque esto no impidió que se casara con Frances Walsingham, atrayendo sobre sí la furia de la soberana.
Leicester y sir Francis Walsingham —el secretario principal de la reina, jefe del servicio de espionaje y suegro de Essex— murieron y tanto él como Raleigh intentaron abrirse paso en la política también para ocupar los lugares que ellos dejaron vacíos. Los piques entre ambos eran constantes. Baste decir que la primera discusión entre la reina y el joven fue a causa de sir Walter y te hablaré más de ella en otro apartado. Se reconciliaron y dos meses después Elizabeth lo nombró Master of the Horse y caballero de la Orden de la Jarretera. Así, el joven aprendió que podía manipularla y que la soberana no ejercía su regio poder para obligarlo a callar. Por el contrario, parecía que el ataque de celos por las atenciones que le prestaba a Raleigh le gustaba.
Después de la derrota de la Armada Invencible española, en 1589, hubo un plan para atacar La Coruña, tomar Lisboa, quitarle a Felipe II el trono portugués y poner en su lugar al pretendiente, don Antonio de Portugal, prior de Crato. Essex se le escapó a Elizabeth y embarcó con el destacamento de sir Roger Williams. La reina estaba furiosa y mandó un mensajero tras otro a Plymouth, ordenando al mismo tiempo que varias embarcaciones buscaran el barco de Essex en el Canal.
Incluso le escribió a sir Francis Drake —utilizando el plural mayestático— referente a sir Roger:
«Su culpa es de tal gravedad que merece ser castigado con la muerte; si no lo habéis hecho ya, queremos y os mandamos que le privéis de todo cargo y servicio y procedáis a encerrarle seguramente hasta que hayáis conocimiento de nuestro ulterior designio, habiendo de responder a vuestra costa de lo contrario, que así tenemos autoridad para mandar, como miramos por ser obedecida. Si Essex ha llegado ahora a hallarse cabe la flota, os conminamos para proceder de suerte que sea enviado aquí por vía segura. Que si así no lo hacéis, ved que habréis de responder a vuestro riesgo, que no son estos juegos de niños. Así pues, mirad bien lo que hacéis».
Pero Essex participó igual en los enfrentamientos, aunque la expedición fue un fracaso porque solo ardieron algunos navíos españoles y los portugueses no se unieron a la causa del prior Antonio. El favorito se dio el lujo de clavar una pica en la puerta de la ciudad y preguntar a gritos si alguno de los españoles encerrados se atrevía a competir contra él en una justa por su dama, pero nadie le respondió.
Al llegar hizo las paces con la reina y todos fueron perdonados. Además Raleigh se marchó a Irlanda para cuidar de las propiedades y Essex creyó que se quedaba sin rival. No obstante, Charles Blount —barón de Mountjoy— recibió una reina de oro del juego de ajedrez de Elizabeth, que se prendió con un lazo rojo en el brazo a modo de trofeo.
Cuando Essex le preguntó a Mountjoy y este le explicó por qué era, se burló:
—Ya comprendo que todo bufón ha de obtener su premio.
Hubo un duelo entre ambos en los campos de Marylebone y el conde resultó herido.
Al saberlo la reina sonrió y exclamó:
—¡Vive Dios! Bien le cuadra que alguien le doble la cerviz y le enseñe mejores modales.
Porque en su ensoñación la anciana creía que ambos luchaban por su belleza, si bien luego insistió en que hicieran las paces y ambos se convirtieron en amigos.
Para coronar el triunfo de Essex, sir Walter Raleigh cayó en desgracia por el romance que mantenía con Elizabeth Throckmorton, una dama de la reina con la que después se casó, hechos que les ocasionaron la cárcel a ambos amantes. Además consiguió ocupar el lugar que ambicionaba entre los consejeros de la reina. Jamás faltaba al Consejo y era de los primeros en ocupar su sitio en la Cámara de los Lores. En Essex House, Anthony Bacon —hermano del célebre sir Francis y tan inteligente como este— reunía la información de los enviados que tenía por toda Europa y efectuaba análisis. Pronto Elizabeth se percató de que cuando trataban distintos temas Essex hablaba con conocimiento y leía sus notas y escuchaba sus opiniones.
En 1596 el rey de Francia Enrique IV solicitó la ayuda de Inglaterra porque los españoles amenazaban Calais, un punto estratégico. Elizabeth, igual que siempre, estiró la decisión, pero pronto los sitiadores tomaron la ciudadela. En el consejo analizaban dos posibilidades de ataque frente a esta amenaza. Una consistía en enviar a Francia un ejército para aplastar a los españoles uniéndose al francés y la otra consistía en sofocar una rebelión en Irlanda de la que el rey español Felipe II intentaría aprovecharse proporcionándole ayuda a los rebeldes irlandeses. Essex descartó el primero, por el que tanto pedía antes, y solicitó unirse al segundo plan. Elizabeth nombró al joven y al lord almirante Howard comandantes conjuntos de la fuerza. El conde de Essex se trasladó a Plymouth y allí organizó el ejército y la flota. La reina luego se arrepintió, dejó la expedición a cargo de mandos inferiores e hizo volver a Londres a Essex y a Howard.
Elizabeth, como de ordinario, seguía fluctuando entre una y otra alternativa. En el ínterin sir Walter Raleigh regresó de la Guayana, contando acerca de las riquezas que había visto y de las aventuras extraordinarias que había vivido. La búsqueda de El Dorado se hallaba en medio de numerosas conversaciones. Así que la soberana, después de algunas idas y venidas, determinó que zarparían sin dilación para atacar Cádiz. Essex y Howard retomaban sus puestos y Raleigh tendría un mando de importancia, pero subordinado. No obstante, gracias a él la expedición no fue un fracaso. Habían decidido un asalto por tierra y a Raleigh le costó mucho trabajo hacerlos cambiar de opinión para que atacasen desde el mar.
El gobernador de Andalucía era el duque de Medina Sidonia, el mismo que había comandado la fracasada Armada Invencible. Y una vez más se hallaba en una encrucijada por culpa de los ingleses, pues los 58 barcos cargados con tesoros de la flota de las Indias Occidentales se habían refugiado en una ensenada interior. Essex ordenó asaltarlos, pero hubo dilaciones y Medina Sidonia hizo que los incendiaran antes de que los enemigos pudiesen apropiarse de semejante fortuna. Los honores quedaron repartidos: el héroe de tierra fue el conde y el héroe del combate naval sir Walter.
Pese a haberle hecho daño al poderío español, la reina no quedó demasiado satisfecha porque no volvieron con el tesoro. Raleigh no era admitido en su presencia y Essex, perdonado por enésima vez, seguía siendo el favorito sin que nadie le hiciera sombra. Siguieron adelante con esa relación de amor-odio, en la que el conde buscaba privilegios y la reina se resistía a dárselos, para al final concedérselos después de largas discusiones.
Sir Francis Bacon, protegido suyo al igual que el hermano, viendo que esta dinámica era peligrosa le hizo llegar una carta en la que le advertía que su posición dependía de la reina y era ahí donde radicaba la debilidad del conde porque Elizabeth debía de pensar que era un hombre indómito por naturaleza, que gozaba de las ventajas de su afecto preferente, de fortuna no adecuada a su grandeza, famoso entre el pueblo y con inquietudes militares.
Bacon sostenía:
«Me pregunto si se podría presentar una imagen más peligrosa que esta a ningún monarca existente, y mucho más a una señora, y una señora de las suspicacias de Su Majestad».
Según sir Francis, Essex debía comportarse de modo tal que eliminara estas sospechas de la mente de la reina. También, como sabía que por su carácter no tenía madera de general, lo conminaba a que no volviese a participar en expediciones militares. Y, aunque no pretendía que cayese en el servilismo del difunto Leicester, debía aprovechar toda oportunidad para hacer sentir a Elizabeth la certeza de que se inspiraba en él o en Hafton como modelos. Es decir, dejar de comportarse como un rebelde. Debía cuidar su expresión y el talante. Si, tras una disputa, él reconocía que tenía razón la reina nadie debía sospechar afectación en esta actitud. Podía, por ejemplo, hablar de un viaje para visitar las propiedades y suspenderlo a petición de la reina, como si ella fuese lo más importante.
Pero el carácter de Essex estaba regido por la emoción y no sabía quién era ni a dónde iba, se dejaba arrastrar por los caprichos del momento. En 1597 la reina decidió que habría una nueva expedición y el conde quería ser el comandante. Empezó a discutir por esto con la soberana y le recriminó que ella pretendiese que compartiera el mando con Howard y con sir Walter Raleigh. Essex se negó y abandonó la corte, fingiendo luego que se hallaba enfermo.
La reina gritaba a quien la quisiese escuchar:
—¡Quebraré su voluntad y le haré bajar los humos!
Elizabeth estaba convencida de que Lettice, madre del joven y prima suya, era quien fomentaba la rebeldía. Luego le llegó la noticia de que se encontraba mejor y que abandonaba la corte para visitar sus tierras de Gales. Es decir, hacía lo opuesto a lo que le aconsejaba Bacon, chantajeaba a la reina usando su presencia a modo de sebo para obtener lo que ambicionaba.
Pronto volvió y se reconciliaron para, al poco tiempo, tener otro encontronazo a causa de un nombramiento en el que apoyaban a personas distintas. Cuando la reina decidió que sería su candidato el que se quedaría con el cargo, Essex anunció que abandonaba la corte porque había asuntos en Gales que reclamaban su presencia. Tenía todo preparado y sus hombres aguardaban la partida montados en los caballos cuando Elizabeth lo mandó llamar. Hablaron a solas y al finalizar la conversación nombró a Essex Master of the Ordnance, es decir, con esta nueva extorsión conseguía ser el responsable de la artillería, de los ingenieros, de las fortificaciones, de los suministros militares, del transporte, de los hospitales de campaña, de las personas y no estaba subordinado al comandante en jefe del ejército británico. Y no solo esto, sino que también obtuvo el mando de la nueva expedición contra el enemigo español.
Porque los ingleses sabían que se llevaban a cabo preparativos en los grandes puertos de La Coruña y de El Ferrol y los informes decían que eran para atacar la isla de Wight. Con el objetivo de impedirlo, Essex —con sir Walter Raleigh y con lord Thomas Howard a sus órdenes— debía llevar la flota y un poderoso ejército a El Ferrol y destruir todo lo que hallasen, repitiendo la actuación en Cádiz. Sería sencillo siempre, claro, que los tres participantes de la expedición se pudieran poner de acuerdo...
Para ello William Cecil, I barón de Burghley y consejero principal de la reina, hizo gestiones de acercamiento. Essex organizó una comida a la que asistió Robert Cecil —hijo de William y también consejero de Elizabeth— y sir Walter Raleigh. Intentaron borrar las enemistades de años y convinieron en conseguir, además, que la reina recibiera a Raleigh. Lo lograron enseguida: el corsario fue convocado a la corte y la soberana le devolvió las funciones de capitán de la guardia.
Pero la expedición no empezó demasiado bien y continuó peor. Decidieron desembarcar en la isla de Fayal para utilizarla como punto de observación y hacia allí partió la flota. Los barcos se separaron y cuando la escuadrilla de sir Walter Raleigh llegó al punto de encuentro no había nadie. Como necesitaban abastecerse de agua, hizo lo que haría cualquiera con sentido común y experiencia: ordenó bajar a sus hombres y tomaron la isla, apropiándose además de un buen botín.
No obstante, Essex al arribar consideró que le había robado el protagonismo y se puso furioso. Le dijo a Raleigh que lo había hecho por gusto para quedarse con las ganancias y con la gloria y que había desobedecido sus órdenes expresas. ¿Qué debía haber hecho? Esperar a que llegase el comandante en jefe. Con esto el conde demostraba que era un novato y provocaba que la antigua enemistad se reavivara. Si bien algunos de sus amigos le pedía a Essex que juzgase a sir Walter y que lo ejecutara, se conformó con acordar con él que debía pedir perdón y no hacer mención de su hazaña en el informe oficial para que no le reportara éxito personal una conducta, en su opinión, indebida. En resumen, la expedición fue un fracaso y no lograron nada, para desesperación de Elizabeth. Las recriminaciones de la reina solo consiguieron enfadarlo más, hacer que el odio, que se mezclaba con el amor, aumentase.
A partir de ahí la conducta del conde fue más errática y se atrevió, incluso, a criticar a la soberana diciendo a De Maisse, el embajador enviado por el rey francés Enrique IV:
«La corte es presa de dos males: aplazamiento e inconstancia; y la causa de ambos es el sexo del monarca».
Da la impresión de que Robert Deveraux, conde de Essex, en el fondo consideraba que el hecho de estar emparentado con la antigua y con la nueva nobleza determinaba que él mereciese ocupar el trono inglés y por eso detestaba que los privilegios solo los pudiera obtener a través de Elizabeth. No solo olvidaba su lugar, sino que ninguneaba la trayectoria que una reina que llevaba más de tres décadas demostrando su capacidad y que había conseguido la tarea imposible de unir a Inglaterra. Poco faltaba para que estuviese dispuesto a morder la mano que le daba de comer...
Una vez más en el consejo y con motivo de la designación de un nuevo lord diputado para Irlanda, volvieron a enfrentarse. Elizabeth propuso a sir William Knollys, tío de Essex. Sin embargo, el joven no deseaba perder el apoyo de su familiar y proponía a otro. La reina lo rechazó de plano, pero el conde insistía una y otra vez. Al final le dijo que dijese lo que dijera iría su tío y él, como respuesta, la miró de forma despreciativa y le volvió la espalda, demostrándole con ello una falta de respeto hacia su calidad de reina.
—¡Idos al diablo! —le gritó Elizabeth y lo golpeó con los puños en las orejas.
Y Essex, en una conducta que traía aparejada la muerte, le lanzó una mala palabra y se llevó la mano a la espada.
—¡Es un ultraje que no he de soportar! —le replicó, cegado por la furia—. No lo hubiera tolerado ni de manos de vuestro padre.
Uno de los consejeros reaccionó, lo empujó hacia atrás y Essex abandonó la estancia. ¿Habría sido capaz de herir o de matar a la reina si nadie lo hubiese detenido? Pero, peor que su conducta, fue la reacción de la soberana: no hizo nada. No lo encerró en la Torre de Londres ni lo mandó ejecutar, como hubiese reaccionado cualquier rey de este período.
Mientras tanto, el conde se rodeaba de Mountjoy —amigo cercano y amante de su hermana preferida, Penélope —en la novela es la madre de la protagonista—, de esta última y de la esposa. Ninguna de estas tres personas significaban una barrera de contención ante la insensatez, sino que por el contrario le daban motivos para que continuara excediéndose. Además, Essex gozaba de gran popularidad en Inglaterra porque era guapo, generoso, cortés y se contaban hazañas acerca de él. Además era enemigo de sir Walter Raleigh, al que pocos apreciaban y muchos odiaban, y que gracias a Essex volvía a ser tratado con dureza por la soberana. También decían que era un pilar del protestantismo y él se adaptó a este papel igual que un camaleón. Cuando poco después murió William Cecil, lord Burghley, la Universidad de Cambridge lo eligió para cubrir el puesto de canciller que el fallecido dejó vacante.
Encima, Essex pidió el puesto en Irlanda —el que la reina pensaba darle a su tío— y allí terminó de labrar su infortunio, igual que le había sucedido al padre. Tenía que aplacar la rebelión de Tyrone y los meses fueron pasando sin que se decidiera a hacer nada, salvo conceder títulos a personas de su agrado, atacar unos puntos sin importancia y perder a gran parte del ejército. Durante este período él y sus secuaces pensaron en ir con el ejército contra Londres, pero lo desecharon. Al final hizo un acuerdo con el rebelde, que ya había llegado a muchos otros en el pasado y sin cumplir ninguno, y volvió a Inglaterra.
Al llegar al palacio subió las escaleras y apareció en la cámara privada de la reina, pegada a su dormitorio. La ropa estaba sucia y cubierta de barro y así se precipitó dentro, abriendo la puerta con ímpetu. Elizabeth se hallaba rodeada de las damas, sin maquillar, sin peluca —tenía problemas de calvicie y los pocos cabellos grises que le quedaban le colgaban en mechones— y cuando lo vio se asustó, no muy segura de si venía a hablar con ella, a secuestrarla o a matarla.
Escuchó las disculpas y las explicaciones —de la misma manera que antes había leído sus reiteradas quejas mientras se hallaba en Irlanda— y Elizabeth le sonreía como si todo se hallara bien mientras analizaba cuáles eran las verdaderas intenciones de Essex. Como consideró que no había peligro inmediato, lo hizo ir a cambiarse de ropa y a comer. Cuando regresó, lo conminó a explicarse ante el consejo. Nadie entendía nada, todos pensaban que iba a obtener el perdón de la soberana, tal como estaban acostumbrados. Pero no, en esta oportunidad lo puso bajo la custodia del lord guardasellos, Egerton, y lo trasladaron a su residencia de York House, en el Strand. Allí cayó enfermo y le enviaba a Elizabeth cartas, pero ella se negaba a recibirlas.
Durante esos meses la reina se había acercado más a sir Francis Bacon para analizar la conducta de Essex, que al ser su protegido lo conocía muy bien. Él aprovechó la oportunidad para crecer y para analizar la situación contentando a la soberana, sin pensar en el largo lazo que lo unía al conde.
Bacon le decía que había puestos para los que Essex estaba mal dotado y que no debería volver a enviarlo a Irlanda, a lo que Elizabeth le replicó:
—¿A Essex? Si alguna vez vuelvo a enviar a Essex a Irlanda, me caso con vos. Podéis recordármelo.
La soberana dudaba en someterlo a la acción de la justicia y hacerlo juzgar por la Cámara de la Estrella, pero Bacon decía que sería peligroso porque debía presentar de modo público pruebas contra él y su popularidad era tan grande que un castigo severo podría generar una rebelión. Y al saber de la indignación pública ante su prisión estando enfermo, terminó dándole la razón.
Robert Cecil, secretario de la reina, en lugar de aprovechar la caída de Essex para echarle tierra encima, dejó que las cosas siguieran su curso. Porque conocía a la soberana y sabía que cualquier decisión debía partir de ella, pues odiaba que la forzasen. Sir Walter Raleigh no entendía la actitud de Cecil. Creía que dejaba escapar la oportunidad de librarse definitivamente del conde.
El corsario le escribió:
«No soy lo bastante sabio para poder aconsejaros, pero, si tenéis por buen criterio apiadaros de este tirano, os arrepentiréis cuando sea demasiado tarde. Su perfidia es segura y no habrá de evaporarse merced a ninguna de vuestras morigeradas acciones. Que él atribuirá a la pulsilanimidad de su Majestad y no al buen natural vuestro, puesto que sabe que laboráis según y conforme el humor de ella, y no porque os mueva afecto alguno hacia él. Cuanto más le disminuyáis, tanto menos capaz quedará de haceros daño a vos y a los vuestros. Y, si le fallase el favor de Su Majestad, él volvería a carecer de importancia... No perdáis vuestra ventaja; si lo hacéis, sufrirá vuestro destino».
En 1600 Elizabeth designó a Charles Blount, barón de Mountjoy, lord diputado de Irlanda, con el encargo de resolver la rebelión de Tyrone, que había roto la tregua exactamente igual que en las ocasiones anteriores. Ya lo había considerado con anterioridad y Essex había rechazado la sugerencia, ofreciéndose él en su lugar. Quizá de saber algunos secretos que ocultaba Mountjoy no lo hubiese elegido.
Porque durante varios años, Essex había estado en comunicación con Jacobo de Escocia. Mountjoy, en nombre del conde, le había escrito al rey durante la anterior campaña de Irlanda, pidiéndole que hiciese algo a favor de Essex. La respuesta del soberano había sido desfavorable y lo habían dejado ahí, pero ahora que Essex estaba prisionero Mountjoy había sugerido que volvieran a enviar un mensaje dejando claro que el partido de Cecil era contrario a que fuera el sucesor de Elizabeth Tudor. Que si él se les unía atravesaría Irlanda con las fuerzas del ejército que comandaría como lord diputado y con el poderío de ambos someterían al gobierno inglés. Es decir, Mountjoy aceptaba el cargo que le propuso la reina con la intención de tomar el gobierno de Irlanda y llevar adelante esta traición, pero Jacobo, de nuevo, les contestó sin comprometerse, de forma vaga y dilatoria. Así, el plan se abandonó.
Cuando Mountjoy empezó a ejercer su puesto descubrió que tenía un talento natural para llevarlo adelante y que ser líder era su vocación. Ahora no se contentaba con continuar siendo el seguidor de su amigo y casi cuñado: era un jefe e iba dando pasos certeros en pro de la pacificación de Irlanda. Por eso cuando Essex le hizo llegar una carta apremiándolo para continuar adelante con aquel plan se negó.
Penélope le escribió para que apoyara al hermano y él le respondió:
«No acometería una empresa de tal índole para satisfacer la ambición personal de milord de Essex».
Y lo bien que hacía, en vista de lo que ocurrió con posterioridad. Como Essex no podía estar para siempre en la casa del lord guardasellos, Elizabeth decidió que lo condujeran a su casa y que se recluyese ahí. Luego constituyó un tribunal disciplinario para, en una ceremonia privada, reprenderlo, hacerlo que se excusase y que comprendiera la gravedad de su conducta.
El acto se celebró el 5 de junio de 1600 durante once horas en York House. Essex se mantuvo de rodillas al lado de la mesa en la que se hallaba el consejo en pleno. El arzobispo de Canterbury propuso que se le permitiese poner de pie, más tarde apoyarse y después que se sentara. Los abogados de la corona expresaron de qué era culpable... También Bacon, al que la reina no le permitió negarse. Debía explicarle por qué resultaba inadecuado aceptar como regalo la obra Historia de Enrique IV, un rey que había debido enfrentar varias rebeliones. Todo iba según el guion, cuando el fiscal general Edward Coke lo empezó a atacar y Essex respondió en consecuencia. Cecil intentó calmar el ambiente y el conde leyó en voz alta la confesión de sus delitos y suplicó clemencia, sabiendo que el encarcelamiento en la Torre de Londres y una gran multa era, como mínimo, lo que podría corresponderle. Le dijeron, a continuación, que regresara a su casa y que esperase la resolución de la reina.
Al mes le retiraron la guardia que custodiaba su mansión, pero le ordenaron que permaneciera allí. Recién a finales de agosto recuperó la libertad. Lo cierto era que Elizabeth no sabía muy bien qué hacer con él y se hallaba en constante contacto con Bacon. Estuvo indecisa durante algún tiempo y cuando se vencía el plazo del monopolio de vinos dulces que le había concedido a Essex no se lo renovó y anunció que en el futuro estos ingresos irían a parar a la corona. Cuando se enteró, esto lo enloqueció.
Sabemos por otro conocido que Mountjoy le respondió a una nueva petición de ayuda para iniciar una rebelión:
«Invitaba a milord a tener paciencia y a recobrar de nuevo el acostumbrado favor de la reina por medios normales; que, aunque no lo obtuviese como antes lo gozaba, debía darse por contento».
Pero la moderación y la paciencia no eran virtudes con las que Essex pudiera contar. Todo lo contrario, se comportaba como un niño caprichoso.
Harington, que tuvo la desgracia de hacerle una visita, cuenta de la actitud del conde:
«Se precipita a bandazos del pesar y el arrepentimiento a la rebelión encarnizada, con violencia tan rápida que le muestra enteramente privado de sana razón y de buen juicio... Profiere extrañas palabras y bordea tan extraños designios que me hizo apresurarme a salir de su presencia... Sus frases sobre la reina no son las de un hombre que conserva mens sana in corpore sano. Tiene malos consejeros y de esta fuente ha manado gran mal. La reina sabe bien cómo humillar ese altanero espíritu; y ese altanero espíritu no saber rendirse; y el alma de ese hombre parece arrastrada de un lado a otro como las olas de un mar encrespado».
Alguien habló en presencia de Essex acerca de la disposición de la reina y él exclamó:
—¡Su disposición! Su disposición es tan torcida como su facha.
Y Elizabeth se enteró de estas palabras, aunque todavía no se percataba de que quitarle la libertad, empobrecerlo y negarle el favor lo convertía en alguien más peligroso porque ya no tenía nada que perder.
A estas alturas el conde solo contaba como personas de confianza con la madre, con Penélope, con su padrastro Christopher Blount y con los consejos incendiarios de Henry Cuffe. Seguía escribiéndose con el rey Jacobo de Escocia y ponía su fe en él. A principios de 1601 le solicitó el envío de un representante con el que pudiese hablar para un plan de acción y Jacobo envió al conde de Mar. También le envió una carta, que llegó en primer lugar y que Essex llevaba en una pequeña bolsa colgada del cuello.
Esto añadió más leña al fuego entre los secuaces. Distribuían rumores de que el secretario Cecil era amigo de los españoles y que intrigaba para colocar en el trono inglés a la infanta. También decían que Raleigh carecía de escrúpulos y que no respetaba las leyes humanas ni las divinas y que había jurado matar al conde con sus propias manos si no había forma de desembarazarse de él. Creían que Elizabeth iba a encerrarlo en la Torre de Londres y ante tanta insistencia Essex lo llegó a creer. Como el conde de Mar todavía demoraría en llegar, algunos dijeron que debían asaltar la corte y trazaron un plan para conseguirlo: secuestrarían a la reina utilizando un mínimo de violencia. Otros lo alentaban a sublevar a la City en su favor. Y él, igual que de ordinario, no sabía qué camino tomar.
No obstante, una iniciativa de Robert Cecil —que esperaba el instante justo para actuar— lo sacó del letargo y lo empujó hacia el abismo. Hizo que en la mañana del sábado 7 de febrero de 1601 un mensajero de la reina requiriera al conde para asistir al consejo. Todos sus acólitos pensaron que era una excusa para apresarlo y que debían hacer algo pronto o estaban perdidos. Essex puso como excusa que estaba muy enfermo y sus amigos se apiñaron alrededor de él.
Para peor, uno de los seguidores pagó para que representaran la obra Ricardo II, un soberano depuesto, con la intención de crear en el pueblo un aire favorable a la rebelión. ¿Qué consiguió? Que el gobierno redoblara la guardia en Whitehall. Uno de sus secuaces lo comprobó cuando lo enviaron a explorar y aconsejó a Essex que se escapase en secreto de Londres y que se fuera a Gales para iniciar la rebelión. Su padrastro consideró que debía actuar de inmediato y se fueron reuniendo personas hasta llegar un número que rondaba los trescientos. En esos momentos golpearon a la puerta: eran cuatro dignatarios enviados para hablar con él en hombre de la reina e informarle del motivo de la reunión y dejarle claro que si tenía alguna reclamación que hacer estaban ahí para escucharla.
Sus acólitos reaccionaron cerrando el acceso y dejando a los escoltas afuera. Se montó un gran lío y terminaron empujando a los enviados a la biblioteca. Algunos secuaces, fuera de sí, pedían que los mataran... Y Essex seguía sin saber qué hacer. Mientras, los lores del consejo les rogaban que depusieran las armas, pero alguien los encerró bajo llave.
Luego arrastraron al conde y cuando se preguntaron qué hacer algunos gritaron:
—¡A la corte! ¡A la corte!
Pero Essex se encaminó hacia la City y la multitud lo siguió a pie, todos blandiendo las espadas. A la cabeza iba el padrastro, sir Christopher Blount, lanzando exclamaciones e invitando a Londres a alzarse contra la reina por el conde. Pero Elizabeth no era tonta y ya antes les había pedido a los predicadores que ordenasen a los habitantes que la gente se encerrara en las casas hasta nueva orden. Así que cuando los rebeldes entraron a la City por Lud Gate no había nadie y los pocos que estaban por ahí no se les unían. ¿Quién iba a ponerse en riesgo de soportar los tremendos castigos que les esperaba a los traidores, si el conde mismo lo era? Por eso, Essex no tuvo a quien pronunciar en Paul Cross la arenga ideada para ese instante.
Se fueron de allí y bajaron por Chapside, el conde con cara de horror y consciente de que estaba perdido. En la calle Gracechurch entró en la casa del sheriff Smith, que era amigo suyo, pero quien por lealtad a la reina se marchó con un pretexto. Descansó un poco allí y salió de nuevo: muchos de sus seguidores se habían esfumado. Cuando intentó volver a casa vio que en Lud Gate el camino estaba cerrado con cadenas y custodiado por soldados y por ciudadanos de buena voluntad. Hubo una carga de la gente de Essex y los rechazaron. Hirieron al padrastro, mataron a un paje y dejaron a muchos mortalmente heridos. Volvió hacia el río, se embarcó y fue hasta Essex House.
Los consejeros habían sido liberados y habían vuelto a Whitehall. Aprovechó para quemar papeles que lo comprometían, incluida la carta de Jacobo de Escocia que llevaba al cuello. Pronto llegaron las fuerzas de Elizabeth comandadas por el lord almirante, que también portaban artillería: no había modo de resistirse. Parlamentaron y aceptó que lo condujeran a la Torre de Londres.
La reina ordenó que tanto Essex como sus secuaces —cien personas en total— fuesen juzgados de inmediato. El consejo comenzó a interrogar a las de más relevancia. Salieron a la luz las intrigas del último año y medio, la correspondencia con el rey Jacobo... Y la participación anterior de Mountjoy, pero Elizabeth no podía prescindir de él porque lo estaba haciendo francamente bien en Irlanda.
¿Qué dijo Essex en su defensa? Que sir Walter Raleigh pretendía asesinarlo y el corsario fue llamado como testigo para que negase esta acusación. También acusó al secretario Robert Cecil de haberse vendido a los españoles y este, que escuchaba detrás de una cortina, sostuvo que era una calumnia e hizo llamar al propio tío del acusado, que le dio la razón al secretario. La suerte estaba echada...
Una vez en la Torre de Londres de nuevo, tuvo un comportamiento patético fruto del terror . Cuando le enviaron un clérigo puritano para removerle la conciencia e infundirle el miedo hacia el Infierno, pidió confesarte ante los lores del consejo y delató a todos los que lo apoyaron, porque consideraba que debían hundirse con él. Denunció cada funesta idea, los malos consejos, las acciones de todos sus allegados. De su padrastro, de sir Charles Davers, de Henry Cuffe, según él, cada uno peor que el otro. Ellos lo habían inducido a llevar a cabo unos actos tan abominables. Y de su hermana dijo que era la más perversa y los alertó: «Ha de ser observada porque tiene el espíritu altanero». A Mountjoy lo acusó de falsa amistad y de promesas de matrimonio rotas.
En relación a él expuso:
—Conozco mis pecados contra Su Majestad y contra mi Dios. Tengo que confesaros que soy el mayor, el más vil y el más ingrato traidor que nunca hubo en la tierra.
La reina, mientras tanto, sabía que jamás podría confiar en Essex y que si no tomaba medidas ahora contra esta traición luego la seguiría una peor. Porque mientras ella lo llenaba de privilegios, él solo pensaba que era torcida y que lucía una facha horrenda. No solo la había traicionado como soberana, sino también como mujer. Sabía que el conde contaba con que Elizabeth, una vez más, lo perdonara. Había confundido cariño y amor con debilidad. Así que, haciendo de tripas corazón, fijó la ejecución para el día 25 de febrero, solo seis días después del juicio. De este modo Robert Deveraux, conde de Essex, descubrió que la voluntad de la soberana era de hierro y fue ajusticiado en el cadalso.
¿Qué pasó con los demás? Su padrastro y sir Charles Davers también fueron decapitados; sir Gilly Merrik y Henry Cuffe ahorcados. A otros les pusieron fuertes multas y Penélope Rich, presa en Essex House junto con su hermano, fue puesta en libertad.
La relación evolucionó a lo largo del tiempo. De ser el marido de su hermana —la reina católica María la Sanguinaria— pasó a ser el pretendiente de Elizabeth y más adelante su azote, ya que pretendía destronarla por ser una hereje.
Pero empecemos por el principio. Desde que se anunció el matrimonio entre María y Felipe, los ingleses temieron que el país quedase dominado por el Imperio Español, el más poderoso en esa época gracias al descubrimiento de América. Un grupo de rebeldes protestantes liderados por Thomas Wyatt, incluso, se levantaron contra él y a Elizabeth la acusaron de ser la instigadora de la rebelión. La encerraron en la Torre de Londres y su vida pendió de un hilo. Felipe tomó la decisión de recomendar a María que no la procesara —que lamentaría con el correr de los años— para no atraer más la ira de los protestantes, pues todavía no se había afianzado en el poder.
Felipe no quería esta alianza, consideraba a María su tía y era once años mayor que él. Pero su padre, Carlos V, la necesitaba para protegerse del enemigo francés. Sin embargo, católico acérrimo, vio en este vínculo la oportunidad de reconducir el destino de Inglaterra y de devolverla al redil del que la había apartado la decisión de Enrique VIII de romper con la Iglesia para casarse con Ana Bolena. Cientos de protestantes ardieron en las hogueras.
En 1558 Bloody Mary murió sin dejar descendencia y Felipe empezó a cortejar a Elizabeth. Inclusive apoyó sus derechos mientras Enrique II de Francia —quien poco antes había casado a su hijo Francisco con María Estuardo, reina de Escocia, prima de Elizabeth y con derecho al trono inglés— la consideraba una simple bastarda. Sin embargo, la reina rechazó su propuesta de matrimonio que ponía como condición el apoyo al protestantismo, del mismo modo que haría con todas las posteriores.
Durante algunos años mantuvieron relaciones cordiales, pero cuando los Países Bajos se rebelaron en 1566 Felipe tuvo miedo de que Elizabeth los apoyara. Si bien creía que los reyes eran elegidos por Dios, quería limpiar el mundo de herejías y por eso era necesario matar o secuestrar a la soberana para poner en su lugar a María de Escocia.
Así, apoyó a los rebeldes católicos para que se levantaran contra ella. Ya en 1571 comenzó a fraguar la invasión de Inglaterra, pese a que el poderoso duque de Alba consideraba que su plan era un disparate. La amenaza para Elizabeth era muy seria, ya que si bien dentro de Inglaterra el pueblo la adoraba y la llamaba la buena reina Bess, la población no llegaba a los cuatro millones de habitantes. El Imperio Español, en cambio, contaba con cincuenta millones de personas e iba de una punta a otra del planeta. En esta oportunidad la invasión no se concretó, pero ambas potencias rompieron definitivamente.
Como un enfrentamiento estaba descartado, la reina recurrió a la piratería. Daba patentes de corso para que esquilmaran a los hispanos atacando las flotas que venían de América cargadas de riquezas e incluso en las propias colonias. Lo veremos más adelante en los tips que publicaré para cada uno de sus corsarios, entre ellos el famoso sir Francis Drake. Baste decir que la especialidad de este era —según él mismo decía— «chamuscarle la barba al rey de España».
En 1588 intentó la invasión de Inglaterra —me referiré a ella al hablar de Drake—, pero terminó en un rotundo fracaso y hasta la climatología se alió contra Felipe II. Elizabeth hizo acuñar una medalla especial en honor al malogrado intento que decía: «Dios sopló y los dispersó».
Quien sería conocida como Gloriana intentó gobernar de una manera más tolerante y menos extremista que las de sus hermanos. El joven Eduardo VI imponía a rajatabla el protestantismo y María, que lo sucedió, lo mismo, pero a la inversa con el catolicismo. Elizabeth decía: «No deseo abrir ventanas para mirar dentro del alma de cada uno de mis súbditos».
No obstante, llegaban a España y a la Santa Sede noticias de que los católicos eran perseguidos en Inglaterra, por lo que en 1570 el Papa Pio V —en la bula Regnans in Excelsis— excomulgó a Elizabeth e instó a rebelarse contra ella y destronarla. Decía que era hereje y que los súbditos no le debían lealtad. En su sitio debían poner a María Estuardo, la prima, desde 1568 también su prisionera. Al principio a Felipe II le molestó la decisión papal, pues los reyes eran elegidos por voluntad divina, pero luego lo vio como una forma de limpiar el mundo de toda herejía. El sucesor de este papa, Gregorio XIII, fue más allá y proclamó que el asesinato de Elizabeth no sería pecado.
En Inglaterra consideraban que el catolicismo constituía una política cruel mediante la cual España y Francia intentaban repartirse el mundo. La lealtad al catolicismo muchas veces se entendía como traición, sobre todo por parte de aquellos sacerdotes ingleses que se formaban en seminarios franceses o españoles y que se infiltraban en el país para apoyar una posible invasión española o francesa. Más riesgo todavía implicaban aquellos que luchaban con las fuerzas españolas en Flandes.
Sir Francis Walsingham, el secretario de la reina, se encargó de vigilarlos mediante un servicio secreto que no dudaba en engañar, en espiar y en corromper. En definitiva, en hacer todo lo que fuese imprescindible para salvaguardar a la reina, que ahora se hallaba en más riesgo que nunca. Tenía lo que hoy llamamos «topos», porque estaba convencido de que María Estuardo apoyaba las conspiraciones que pretendían ponerla en el lugar de Elizabeth. Poco a poco el secretario reunía pruebas contra ella y la conjura de Babington le proporcionó la excusa que precisaba para librarse de esta amenaza.
Anthony Babington venía de una familia católica. Su abuelo había sido condenado a muerte cuando se negó a reconocer a Enrique VIII jefe de la Iglesia de Inglaterra. En 1586, cuando tenía 24 años, consiguió atraer a la conjura a sus amigos, católicos, jóvenes y pertenecientes a la aristocracia. Uno de ellos era el sacerdote John Ballard —conocido como «Capitán Foscue»—, al que le gustaban las tabernas londinenses. John Savage sería el encargado de asesinar a la soberana, ya que tenía experiencia militar por haber participado en la lucha en Flandes del lado de los Tercios españoles. El plan consistía en apuñalar a Elizabeth mientras rezaba sola en su capilla o matarla con una pistola o de una estocada mientras tomaba aire en los jardines de la residencia real. Estas personas formaban parte de dos complots: el primero era para asesinar a la reina y el segundo para poner en su lugar a María Estuardo.
Habían puesto como espía a Robin Poley en la casa del secretario de la reina, pero ignoraban que este le contaba todo. Era, en realidad, un agente doble. De este modo sir Walsingham sabía de primera mano todo lo que tramaban. Así, decidió darle un empujón a través de Gilbert Gifford, un sacerdote católico a su servicio y con la connivencia de Amyas Paulet, el carcelero del arresto domiciliario en Chartley. Este le ofreció ayuda a María para mandar y para recibir cartas. Las colocaban en tubos delgados e impermeables que iban dentro de los toneles de cerveza. Sir Francis las interceptaba todas, y, como estaban en clave, el criptoanalista Thomas Phelippes las descifraba.
María, por tanto, estaba al tanto de toda la trama, solo faltaba que diera el consentimiento. En una de sus misivas Phelippes hizo un agregado pidiendo los nombres de todos los integrantes de la conspiración. Cuando la ex reina escocesa les preguntó si había posibilidad de éxito, el secretario la tuvo pillada y el 4 de agosto detuvieron a John Ballard. Babington ofreció dar detalles de la conspiración a Walsingham —quizá para protegerse o tal vez para dar tiempo al resto a escapar— y a tales efectos se reunió con un agente del secretario en una taberna de Londres. Como sospechó que lo iba a detener huyó sin la capa y sin la espada, con la excusa de ir a pagar la consumición. Anduvo escondido en el bosque de St. John's Wood, con el pelo corto y durmiendo al aire libre para que no lo hallaran, pero dieron con él y con el resto de los conspiradores.
Catorce católicos fueron condenados por alta traición. El 20 de septiembre tanto Babington como otros seis fueron ajusticiados con la máxima crueldad: los ahorcaron y les cortaron las sogas antes de que muriesen, los castraron y luego descuartizaron los cadáveres.
En cuanto a María, la juzgaron el 15 y el 16 de octubre y el 25 la condenaron a muerte. A Elizabeth le costó mucho dar el consentimiento, recién hasta el primero de febrero de 1587. Despacharon la orden —la reina se enfadó porque dijo que fue sin su expreso permiso, lo que más parece una excusa para tener la conciencia tranquila— y murió decapitada el día 8.
En 1591, un extremista religioso, Hacket, acuchilló un retrato sobre tabla de la reina. Años después, O'Rourke —rebelde católico irlandés—, hizo arrastrar por la calle una imagen de madera de la soberana, mientras los niños la apedreaban.
Los polemistas católicos y anglicanos batallaban por el tratamiento de las imágenes políticas. Los católicos sostenían que en el culto religioso los protestantes habían eliminado las imágenes de Jesús, de la virgen y de los santos y que las habían sustituido por la de la monarca. El escritor católico Nicholas Sanders comentó en su Treatise of the Images of Christ, de 1567: «Romped si osáis la imagen de Su Majestad la reina». Y tenía razón, porque consideraban la imagen de Elizabeth como algo casi sagrado.
Por otro lado, la reina controlaba cómo era representada. Cada pocos años posaba para un artista de la corte y su obra servía luego como modelo para que otros la copiasen. Alrededor de 1592, Isaac Oliver cometió el error de mostrarla como una dama de edad avanzada. Elizabeth hizo saber a su Consejo Privado que los retratos que se basaran en aquel modelo serían inaceptables. Al cabo de unos años, los consejeros encomendaron a los funcionarios que buscasen y que destruyeran todos los retratos de la reina que supusiesen una «gran ofensa» para ella. Unos fueron quemados de inmediato. Otros poco a poco corrieron el mismo destino. Escribe John Evelyn que algunos de los grabados que se retiraron de circulación se utilizaban en Essex House como «palas para los hornos». A partir de ese momento, todos los retratos regios la mostraron como una mujer eternamente joven, con su verdadero aspecto oculto tras una denominada «máscara de juventud». Años más tarde, el escritor Ben Jonson reconocía que habría sido fatal decir, mientras Elizabeth Tudor aún vivía, que «la reina nunca se ha visto en un espejo de verdad desde que se ha hecho vieja».
Pese a ello, disfrutaba de las cabalgatas triunfales lo suficiente como para convertirlas en parte de su repertorio de exhibiciones públicas. No eran muy frecuentes y constituían un poderoso modo de suscitar un «clamor universal» en sus súbditos. Uno de los cuadros más notables que se pintaron hacia el final de su reinado —titulado Eliza Triumphans y elaborado por sir Roy Strong— describe una escena de este género. Elizabeth no fue el primer monarca inglés que se revistió del boato y del simbolismo de un triunfo romano.
Retrato Hardwick Hall, la Máscara de la Juventud, estudio de Hilliard del año 1599.
Los isabelinos tenían su propio «día de la Coronación», como algunos lo denominaban. Era el 17 de noviembre y se lo conocía como Accession Day. En esta fecha conmemoraban el día del año 1558 en el que murió la reina María y Elizabeth se convirtió en soberana.
Si era una fiesta religiosa o política dependía de a quién se le preguntara. Durante un par de décadas tras su subida al trono, el 17 de noviembre, si es que se celebraba, se festejaba como el día de San Hugo de Lincoln, en memoria de un popular santo regional cuya fiesta había sido tachada del calendario nacional. Pero después de que las fuerzas de la reina aplastaran la Rebelión del Norte en 1569, el 17 de noviembre adquirió un estatus especial, con «hogueras, tañidos de campanas, salvas en la Torre de Londres en honor de la reina y otras señales de júbilo», entre las que figuraban «triunfos que se usan ahora cada año delante de Whitehall». Los polemistas católicos también ridiculizaban el Accession Day como un intento de sustituir el culto a la Virgen María por un culto profano a Elizabeth.
Para los aduladores de la monarca, su Accession Day marcaba el inicio de una nueva era «en la que nuestra nación recibía una nueva luz tras un eclipse aterrador y sangriento». Según Edmund Bunny, ese día celebraban la liberación de Inglaterra «del poder de la oscuridad». Un rector de Lancashire —William Leigh— dijo que el mismo Dios había dispuesto que el 17 de noviembre fuese un día festivo. Y John Prime predicó en Oxford que «nunca con anterioridad hizo el Señor un día semejante, ni hará después un día semejante para dicha de Inglaterra».
No obstante, se olvidaban de que el día que muriese Elizabeth habría un nuevo Accession Day, el de su sucesor. Una fecha expulsaba a la otra y la de Elizabeth pronto desaparecería, pues era una mujer muy mayor. Tal fuerza tenía el argumento de que la subida al trono de Elizabeth Tudor significaba el inicio de una nueva era, que dio pie a una visión idealizada de su reinado, que aún persiste.
Si deseas profundizar más en el tema puedes leer:
📚Isabel y Essex, de Lytton Strachey. Editorial Lumen, S.A., Barcelona, 1984.
📚El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare, de Stephen Greenblatt. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2020.
📚1599. Un año en la vida de William Shakespeare, de James Shapiro. Ediciones Siruela, S. A, Madrid, 2007.
📚Isabel I y la era dorada de Inglaterra, artículo de National Geographic Historia actualizado a 6 de noviembre de 2018.
📚De aliados a enemigos. Isabel I y Felipe II, artículo de la revista National Geographic Historia 8/2012, número 174, escrito por el historiador Giles Tremlett.
Robert Deveraux, segundo conde de Essex (1565-1601).
Elizabeth I de Inglaterra (1533-1603).
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