TEMA 23. JACOBO I, CAZADOR DE BRUJAS.

Desde la antigüedad se creía en la strix, una mujer caníbal que volaba por la noche para abusar de los jóvenes y para alimentarse de niños. Más adelante la bruja ocupó su lugar y simbolizó los miedos que aparejaban la oscuridad, la muerte y las fuerzas incontrolables de la naturaleza. Los teólogos, los especialistas en Derecho y los científicos le dedicaron obras para dejarla en evidencia y conseguir su erradicación, hasta el punto de que en los procesos por brujería se permitía presentar testigos que se rechazaban en cualquier otro juicio.

     ¿Por qué el mero hecho de pensar en una bruja les daba pánico? Por su aptitud para causar maleficium  gracias a la magia que existía dentro de ella. Creían que podía ocasionar sufrimientos, esterilidad, enfermedades, la muerte de los vecinos y de sus animales, tempestades, nieves en cualquier época del año, granizadas que destruían las cosechas. Traía la peste, quemaba aldeas, pueblos o ciudades hasta los cimientos y creaba olas gigantescas o huracanes cuando los barcos se hacían a la mar. Consideraban que atraía la desgracia por medio de la repetición de maldiciones o haciendo «mal de ojos» o pinchando con una aguja un muñeco que representaba a la persona que pretendía dañar o echando polvo negro o embadurnando con uno de los ungüentos que hacía con los niños que raptaba.

     Los teólogos querían erradicarla porque la veían como una aliada del Mal, la esclava del Diablo. Pero este estereotipo no surgió de la nada, sino que se fue elaborando a lo largo de los siglos sobre la base del pecado original y la debilidad propia de la mujer. Una vez reclutada por el Maligno, sostenían que la bruja pisoteaba la cruz y recibía un bautismo que le dejaba una marca en el cuerpo para demostrar que era de su propiedad. Montada en su escoba se trasladaba para reunirse con sus iguales en los sabbats  o aquelarres —orgías en realidad— que se celebraban en los bosques, en las cuevas y en las montañas para rendirle homenaje a su amo. En medio de la ceremonia se sacrificaban niños no bautizados y se los comían. La bruja, por tanto, subvertía el orden establecido y significaba una amenaza para la comunidad. Una secta de brujas, en cambio, era capaz de acabar con el orden religioso y político establecido. En esto coincidían tanto los católicos como los protestantes.

     Se trataba de mujeres que producían rechazo por la deformación de su edad avanzada o porque eran de gran fealdad o con el rostro manchado o verrugoso. La típica solterona o viuda que no contaba con la protección ni con el control de un marido. También las excéntricas, que vivían en la aldea o un poco apartadas y que se dedicaban a la magia, a la sanación o que eran comadronas. Este era el prototipo que procesaban durante la Gran Caza de Brujas. Una mujer de la que sospechaban durante años, que tal vez cuando era joven había mostrado su sexualidad públicamente, que hacía valer sus derechos como si fuese un hombre, incluso ante sus superiores jerárquicos, vengativa y con la que los aldeanos habían protagonizado numerosos conflictos. Mediante la denuncia por brujería conseguían quitarse de encima a estas personas que los incomodaban. Porque la sociedad necesitaba culpables para los males que la agobiaban. En definitiva, precisaban un chivo expiatorio: las mujeres inconformistas o las marginales. Más adelante, también, sucumbieron las parteras y las curanderas en su rivalidad de competencias con el hombre médico.

     El estereotipo incluía:

1-Practicar el maleficium, es decir, hacer daño por medios ocultos gracias a sus poderes sobrenaturales y al uso de hechizos.

2-Ser la esclava del Diablo, al que había jurado lealtad después de renegar de Dios.

3-Volar por los aires para buscar niños con la finalidad de alimentarse o para usarlos al hacer las pociones o por el mero placer de dañar para satisfacer a su amo.

4-Ser miembro de una secta de adoradores del Diablo, que se reunía periódicamente para subvertir los ritos de la religión cristiana en medio de orgías.

     El proceso para llegar al estereotipo vigente durante La Gran Caza de Brujas de los siglos XVI y XVII fue lento. Primero se persiguió la magia ritual en un constructo que identificaba magia y herejía. Así, en 1233 el papa Gregorio IX promulgó la bula Vox in Rama, en la que se acusaba a una secta de herejes alemanes de adorar a animales monstruosos, de cometer sacrilegios y de practicar rituales orgiásticos. De algo similar se acusó a los templarios a comienzos del siglo XIV en el gran proceso que culminó con la supresión de esta orden militar. En 1326, la bula Super illius specula  de Juan XXII, equiparó estas prácticas y las creencias mágicas con la herejía y permitió que se les aplicasen los procedimientos inquisitoriales habituales.

     El Gran Cisma de Occidente —el período comprendido entre 1378 y 1417 en los que hubo dos papas— permitió que surgiera un movimiento profético femenino y los clérigos se opusieron. Se fundamentaban en la subversión al sistema que significaba, porque cuestionaba su monopolio. Con ocasión de los procesos de canonización de Catalina de Siena, de Brigitte de Suecia y de otras profetizas, los opositores sostuvieron que la mujer era más sensible que el hombre a la ilusión diabólica, por lo que era inferior teológicamente y había que excluirla del aparato eclesial.

     En 1484, el papa Inocencio VIII promulgó la bula Summis desiderantes affectibus, que le dio a la persecución la leña que le faltaba para que ardieran más los fuegos:

     «Muchas personas de ambos sexos se han abandonado a demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, conjuros y otras abominaciones han matado a niños aún en el vientre de la madre, han destruido el ganado y las cosechas, atormentan a hombres y a mujeres y les impiden concebir; y, sobre todo, reniegan blasfemamente de la fe que es la suya por el sacramento del bautismo y a instigación del Enemigo de la Humanidad no dudan en cometer y perpetrar las peores abominaciones y excesos más vergonzosos para peligro mortal de sus almas».

     Además, designaba a dos inquisidores —Jacob Sprenger y Henri Institoris—para que reprimiesen este mal, quienes en 1486 publicaron en Estrasburgo el Malleus maleficarum, escrito por Institoris. Su nombre, traducido, significa Martillo de las brujas. Más que en el terreno de la brujería, seguimos estando en el de la magia ritual. Se apoyaron en la tradición misógina del Antiguo Testamento, de la antigüedad clásica y de los teólogos medievales. Para ellos la inferioridad femenina se debía a que Eva fue creada a partir de una costilla de Adán, lo que no solo legitimaba el sometimiento, sino que confirmaba su espíritu retorcido y perverso al tratarse de un hueso curvo. Fue la responsable de la caída del hombre y de la expulsión del Paraíso, porque Satán la tentó y ella sedujo a Adán y lo condujo a que comiera de la manzana del conocimiento. Para estos autores las mujeres solo tenían dos cometidos: dar hijos y ayudar en el trabajo gracias a su devoción y afecto, pero había que tener mucho cuidado porque su sexualidad era insaciable. Por su naturaleza rebelde y por la debilidad congénita era fácil para el Diablo tentarla y hacer que recurriera al maleficio.

     Según estos inquisidores resultaba más sencillo que fuesen por la vía del mal porque:

1-Eran más crédulas que los hombres y Satán lo sabía.

2-Eran de naturaleza más impresionable y más fácil de ser maleadas por los señuelos del Diablo.

3-Eran muy charlatanas y no podían evitar hablar entre ellas para transmitirse sus conocimientos mágicos.

4-Su debilidad natural las empujaba a utilizar estos medios para vengarse de los hombres por medio de maleficios.

     En el contexto del Malleus maleficarum  la utilización de la magia formaba parte de la guerra de los sexos, pues las brujas amenazaban la capacidad de reproducción del género masculino, ya sea provocándole esterilidad o impotencia.

     En 1549, Calvino escribió Advertencia contra la astrología que se llama judiciaria  y en 1586 el Papa Sixto V publicó la bula Coeli et Terrae Creator  contra todas las formas de adivinación. Ambos coincidían en que conocer el futuro constituía una ofensa contra el poder de Dios y que solo podía lograrse con un pacto explícito o implícito con el Diablo. No hay que olvidar que el mago —hombre que practicaba la magia ritual— era un aliado de los poderosos y tenía su lugar en las distintas cortes. Practicaban la astrología, la alquimia, confeccionaban talismanes o convocaban espíritus o demonios convirtiéndolos en sus siervos —atrapándolos en un anillo, en un espejo o en algún objeto similar— para que les revelaran conocimientos. Hemos visto en una entrada anterior la figura de John Dee, un ejemplo de mago. La diferencia puede resumirse en que el mago era el amo, la bruja, en cambio, la esclava del Diablo.

     Durante la reforma religiosa, Enrique VIII creía que se habían desatado contra él las fuerzas anticristianas, magos capaces de predecir o de causarle la muerte. Para demostrar que detentaba el control absoluto, en el siglo XVI los reyes Tudor redactaron leyes que dejaban la brujería bajo la órbita del sistema judicial. Es decir, el delito pertenecía al sistema penal, no al religioso, y durante este siglo se persiguieron sin hacer referencia al pacto demoníaco, sino como una cuestión de lucha por el poder. Recién con la Witchcraft Act  de Jacobo I, del año 1604, se establecerá el vínculo entre la bruja y el Diablo.

     La Ley de Brujería de 1542 fue la primera de Inglaterra, promulgada durante el reinado de Enrique VIII y establecía que este delito podía ser castigado con la muerte. También definió qué constituía brujería: usar invocaciones u otros actos específicamente mágicos para lastimar a alguien, para obtener dinero o para portarse mal con el cristianismo. Ser brujo, con independencia de que se causara o no un daño a otra persona, era suficiente para que te ejecutaran.

Enrique VIII de Inglaterra (1509-1547).

     En 1563, Elizabeth I aprobó una Ley contra las conjuraciones, los encantamientos y la brujería. Establecía que causar que alguien fuera asesinado o destruido mediante el uso de brujería se castigaba con la muerte. Es decir, era más restrictiva que la de su padre. Una primera etapa del proceso penal lo constituía el examen y el encarcelamiento de la bruja por parte de un juez de paz. En la segunda etapa se daba la acusación y el juicio propiamente dicho. Si era declarada culpable la pena que le correspondía consistía en el ahorcamiento.

Elizabeth I de Inglaterra (1533-1603).

     En 1584, el caballero Reginald Scott publicó The Discover of Witchcraft, donde calificaba de irracional y de anticristiana la acusación de hechicería y responsabilizaba al catolicismo de fomentarla. Además, delataba a los charlatanes e intentaba minimizar el miedo de la población acerca de estos temas. Pero cuando Jacobo se coronó rey de Inglaterra mandó quemar los libros de Scott en todo el territorio: había llegado el momento de que las mujeres consideradas brujas pagaran por delitos imaginarios.

Jacobo I de Inglaterra (1567-1625).


Jacobo sentía una verdadera fascinación hacia las brujas. Hay que recordar que su relación con las mujeres era complicada. Hijo de María de Escocia, subió al trono escocés cuando desterraron a su madre y la obligaron a abdicar en él siendo un bebé. Más adelante su progenitora fue prisionera de Elizabeth I durante largos años, hasta que la reina la mandó a ejecutar por Alta Traición.

     El joven Jacobo asoció la ejecución de María con premoniciones satánicas y de brujería, ideas que lo marcaron a lo largo de la vida. Esto contribuyó a volverlo un hombre más misógino que la mayoría, porque creció escuchando comentarios despectivos sobre su madre. Además, sentía que la reina Elizabeth —una mujer poderosa, que se había negado a casarse para evitar someterse al control masculino— le había impedido ejercer los derechos que le correspondían.

     La obsesión del monarca nació de una historia familiar. Ocurrió en 1441, cuando señalaron a Eleanor Cobham —duquesa de Gloucester— por pedirle a Marjory Jourdemain, la Bruja del Ojo, que matara mediante magia a su suegro, el rey Enrique VI. La castigaron haciéndola caminar por la calle a cara descubierta y la exiliaron a la Isla de Mann, donde la recluyeron en el Castillo de Peel hasta su muerte. En 1590, sobre la base de estos recuerdos que fue asumiendo como verdades incuestionables, Jacobo acusó a un grupo de 70 personas de provocar una tormenta en el Mar del Norte para que el barco en el que viajaba rumbo a Escocia su prometida, Ana de Dinamarca, naufragase.

     El proceso se conoció como Los juicios de North Berwick. Torturaron a los acusados, y, como era lógico, estos reconocieron el delito e inventaron conjuros ante el tribunal, que los usó para condenarlos. La inventiva no tenía límites. Había un hechizo para crear una tormenta que consistía en cortarle los genitales a un hombre muerto, colgarlos de las patas de un gato vivo y lanzar al animal por la borda. El rey dirigió los interrogatorios y ordenó que afeitaran el cuerpo y la cabeza de cada acusado para buscar en la piel «la marca del Diablo», es decir, la prueba que los condenaba. Podía ser una mancha, un lunar o una cicatriz, que se creía insensible al dolor y que constituía el sitio por donde había entrado el demonio. Interrogó a Agnes Sampson. La mujer al principio se negó a hablar, pero más tarde se acercó al monarca —según él— y le susurró al oído detalles de su noche de bodas con Ana que nadie más conocía.

El rey Jacobo VI, preside un tribunal para examinar la culpabilidad o inocencia de las presuntas brujas de Berwick. Grabado de la obra Newes from Scotland, 1591.

     En 1597, cuando Jacobo todavía solo era rey de Escocia, escribió un libro sobre brujería, titulado Daemonologie. En la obra lo que convertía a las mujeres en malignas eran sus ansias de poder. Lo influían los casos de la duquesa de Gloucester, el de su propia madre y el de su prima Elizabeth I. En este contexto las brujas eran mujeres que no se conformaban con el lugar marginal que los hombres habían decretado para ellas y que para mostrar su poderío interferían en las cosechas o que causaban males en los vecinos o que traían las epidemias. Y, lo peor: eran las servidoras del Diablo. Como además de rey era la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, las brujas competían con su poder y debía erradicarlas.

     Escribió el libro como un diálogo entre dos personajes, Philomathes y Epistemon:

—¿Cuál puede ser la causa de que haya veinte mujeres dedicadas a unas artes donde solo hay un hombre? —pregunta Philomathes.

—La razón es sencilla, como ese sexo es más débil que el del hombre, es más fácil que sea atrapada en las asquerosas trampas del Diablo —le contesta Epistemon.

     El Daemonologie está dividido en tres secciones:

1-Sobre la magia y la nigromancia: la predicción del futuro mediante la comunicación con los muertos.

2-Sobre la brujería y la hechicería.

3-Sobre los espíritus y los espectros.

Páginas del Daemonologie.

     Cuando se convirtió en monarca de Inglaterra —en 1604—, aprobó una nueva ley que castigaba con la muerte casi todas las formas de brujería, con independencia de que se hubiese causado algún daño a otros. La única parte positiva de la ley era que prohibía el uso de la tortura para obtener una confesión. Durante su reinado propició el rechazo y la delación de personas cuyo único delito, por ejemplo, era darle un amuleto a alguien para encontrar el amor.

     Si bien era cierto que creía en una conspiración de las brujas, utilizaba la ley de brujería para que todos supieran muy bien quién tenía el poder sobre la vida y la muerte. Así, la caza constituía una obligación para los británicos. Sin duda, los juicios más infames de Inglaterra ocurrieron durante este período, incluido el juicio de las brujas Pendle de 1612.

     En él se admitió el testimonio de una niña de 9 años —Jennet Device— como testigo principal. En otros procesos penales de la época no estaban admitidos los infantes, pero sí para las denuncias por brujería. También se admitía que testificaran las mujeres y los mentirosos porque entendía que la entidad del delito lo ameritaba, ya que se trataba de Alta Traición contra Dios. El testimonio de Device condenó a la horca a su propia madre y a su abuela, además de a otras ocho personas entre las que estaban incluidos sus hermanos. ¿En qué se convertía el proceso, entonces? En una mera forma de legitimar una decisión ya tomada. Nadie buscaba la verdad.

     Hay constancia de casos como el de Margaret Wallace, denunciada en 1614 en Glasgow por haber matado a un sacerdote empleando «artes oscuras». Entre la acusación y el juicio pasaron ocho años. El tribunal se hallaba compuesto por 14 personas —el fiscal, el abogado defensor, un cazador de brujas y varios testigos—, quienes determinaban la culpabilidad. Le impusieron la pena más grave, el ahorcamiento y la quema en la plaza pública. Más de 3.000 casos hubo en Escocia, donde el número de personas perseguidas triplicó el del resto del territorio británico.

     El monarca, asimismo, modificó la Biblia. Mandó hacer la primera versión en inglés, traducida del griego. La publicó en 1611 y pasó a la historia como Biblia del rey Jacobo. Modificó las palabras del Éxodo cambiándolas por «no le permitirás a una bruja vivir». De este modo, las sagradas escrituras también justificaban la persecución.

     Las técnicas patrocinadas por el monarca se siguieron aplicando después de su muerte. John Kincaid —el más sangriento cazador de brujas— usaba punzones sobre el cuerpo del sospechoso para encontrar la marca del Diablo y si no la hallaba les perforaba el pezón porque, según decía, era por ahí que se colaba el mal. Trabajó en la región de Lothian y también en el norte de Inglaterra, donde hay registros que indican que cobró 20 chelines por cada detenida. Su labor principal tuvo como objeto Escocia, allí recaudó 6 libras escocesas por pinchar a Margaret Dunhome y recibió una paga extra de tres para la comida y para el vino que se bebieron él y su criado.

     Marion Inglis fue su primera víctima escocesa. Tras una disputa en el vecindario, fue acusada de «maléfica y endemoniada» y de haber causado enfermedades y muertes en su entorno. Kincaid buscó en el cuerpo la marca del diablo y la torturó, pero ella jamás confesó. En 1662, este cazador de brujas fue acusado de fraude y encarcelado. Allí reconoció que había mentido sobre las pruebas empleadas para identificar brujas.


Macbeth  es el ejemplo más célebre. Aquí resulta evidente la influencia del Daemonologie  en el texto. Hay que recordar que William Shakespeare era miembro de Los hombres del rey  y que actuaba en la corte real. Conocía la obsesión y la fascinación del monarca por las brujas y sabía que lo entretendría, que no lo haría bostezar como otras obras teatrales.

     También hay referencias al poder de generar vientos y la furia del mar, acusación que propició los juicios de North Berwick, conocidos en aquellos años por la difusión de un panfleto que se titulaba el Newes from Scotland. Tanto las tres brujas, las hermanas fatídicas, como lady Macbeth son retratadas como mujeres sangrientas, malvadas y frías, que pretenden arrebatarles el papel a los hombres y acaparar más poder.

Imagen del Second Folio (1632).


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