TEMA 22. CONQUISTADORAS, EXPLORADORAS, COLONIZADORAS, GUERRERAS Y OTRAS.

Las casi 11.000 españolas que en el siglo XVI habitaban en América dejaron la madre patria con la esperanza de una vida mejor. Para ello primero tuvieron que vencer los obstáculos, porque la legislación que regulaba la emigración de las mujeres españolas era muy estricta y se encaminaba a proteger su honestidad y a salvaguardar la unidad familiar. No les concedían permiso para viajar a las solteras, salvo que fuesen las criadas de algún pasajero o si iban a reunirse con la familia o si formaban parte de las expediciones al Nuevo Mundo.

     En la década de 1520 se aprobó una normativa —recogida en las Leyes de Indias— que obligaba a los hombres casados que iban a América a que se reunieran con sus esposas. Al embarcarse debían presentar el consentimiento de la mujer para una separación de no más de dos años o de tres si eran mercaderes. Si concluido el plazo no renovaban el permiso, las autoridades de América podían devolverlos a España para que hicieran «vida maridable con sus mujeres e hijos». En los repartos de tierras se concedían las mejores a los hombres casados, pero si estos estaban solos durante más tiempo del autorizado podían perder las posesiones. Decía Diego Avendaño —un jesuita del siglo XVII— en su compendio de derecho colonial titulado Thesaurus Indicus, que las autoridades virreinales debían obligar a los maridos a que reclamasen a sus mujeres, pues «estas separaciones prolongadas e inhumanas son un crimen contra los derechos naturales de las esposas». Sin embargo, muchas se resistían a trasladarse a América por miedo al viaje o por simple indiferencia hacia el marido.

     Ricas o pobres, de linaje o humildes, las mujeres españolas que viajaron a América gozaron de más autonomía y de más libertad que las que se quedaron en la península. Además de gobernadoras, de virreinas y de adelantadas, las hubo encomenderas y empresarias, enfermeras y comadronas, soldaderas y heroínas, directoras de colegios de niñas, maestras y escritoras.

     Durante los dos primeros siglos de la colonización americana, miles de españolas se embarcaron desde la península ibérica rumbo al Nuevo Mundo. Por desgracia, los nombres de muchas de estas viajeras se perdieron como consecuencia de la desidia de los funcionarios reales y de algunos descuidados cronistas, pese a que en América engrosaron las filas de los expedicionarios, y, como ellos, desbrozaron selvas, atravesaron cordilleras y desiertos y navegaron por los grandes y caudalosos ríos. Las mujeres también combatieron contra los indígenas, ayudaron a levantar ciudades, intervinieron en los asuntos políticos, fundaron hospitales y escuelas, y, como resulta evidente, fueron las progenitoras de los criollos y de los mestizos del Nuevo Mundo.

     Desde finales del siglo XV, muchos españoles se dirigieron hacia América junto con las esposas, las hijas, las madres y las criadas. De entre las 1.500 personas embarcadas en el segundo viaje de Cristóbal Colón —que partió de Cádiz en septiembre de 1493— la Casa de Contratación de Sevilla anotó a cuatro viajeras, pero debieron de embarcarse muchas más, pues esta expedición colombina tenía como objetivo poblar la isla de La Española. En el tercer viaje colombino —iniciado en Sanlúcar de Barrameda en mayo de 1498— aparecen registradas treinta mujeres, lo que significa un importante salto cuantitativo. Algunas eran las esposas de los viajeros, aunque los funcionarios de la Casa de Contratación también concedieron permiso de embarque a «gente de turbia condición», según decían, tal como la prostituta Gracia de Segovia y las gitanas Catalina y María de Egipto que eran consideradas de una raza proscrita en la España del siglo XVI. Estas últimas habían sido condenadas por robo y cumplían condena en la cárcel de Sevilla. A cambio del indulto real, las enrolaron como lavanderas. Se trataba de una excepción, pues la Corona tenía especial interés en que los territorios descubiertos fueran poblados por «gentes de bien», porque pretendían trasladar a América las cerradas costumbres de España. También por este motivo favorecieron la llegada de mujeres solteras con el propósito de que se casaran con los pobladores y con los capitanes españoles, más que nada para evitar que se uniesen en concubinato con indígenas. Un religioso jesuita decía que la recién fundada ciudad de Asunción era «el Paraíso de Mahoma» porque allí «un español vive hasta con diez mujeres guaraníes».

     En abril de 1550 partieron de Sanlúcar de Barrameda tres barcos con 300 personas a bordo, sesenta mujeres entre ellas. Comandaba la expedición doña Mencía Calderón de Sanabria, una hidalga natural de Medellín. La dama era la representante del hijastro —Diego Sanabria— que detentaba la calidad de adelantado tras la muerte del padre, quien había firmado con la Corona la obligación de «llevar en seis barcos a 80 hombres casados con sus mujeres e hijos, 20 doncellas casaderas y 250 solteros más, hombres y mujeres de cualquier edad». Aunque la familia Sanabria Calderón empeñó su hacienda, no obtuvo la financiación necesaria para cumplir todos los exigentes requisitos.

     Para empezar, el viaje fue terrorífico. Un temporal dispersó las tres naves y un pirata normando abordó en el golfo de Guinea el barco de cabotaje en el que viajaban las mujeres. Padecieron hambrunas en la isla de Santa Catalina —frente a la costa de Brasil— y la prisión en el fuerte portugués de Santos, cerca de la actual Sao Paulo, por orden del gobernador. Tuvo que intervenir el rey de España para que los liberasen. Combatieron a los antropófagos tamoyos y sobrevivieron a cinco años de enfermedades y de desánimo hasta arribar —¡al fin!— a Asunción de Paraguay. Tras seis años y un mes de viaje en el que recorrieron más de 17.000 kilómetros, en mayo de 1556 llegaron a Asunción 22 hombres y 21 mujeres: doña Mencía y las jóvenes que traía destinadas a ser las esposas de los disolutos españoles.

Mencía Calderón de Sanabria.

     Fueron muchas las mujeres que tomaron parte en las gestas exploradoras de los españoles, pese a que las crónicas silencian su papel. Por ejemplo, Francisco de Orellana —cuando exploró el Amazonas río arriba— navegaba con su esposa Ana de Ayala y con un grupo numeroso de mujeres nacidas en Trujillo. La expedición de Orellana partió de Sanlúcar el 11 de mayo de 1545 con 400 personas, pero fue un desastre por los escasos bastimentos, las deserciones que se produjeron en las islas Canarias y en Cabo Verde y por los naufragios. En diciembre llegaron a la isla Marajó, en el Amazonas, dispuestos a «penetrar por las bocas del Amazonas y explorar el río hasta la región limítrofe con el Perú».

     Durante once meses los expedicionarios navegaron por afluentes y por brazos muertos del río, en peligrosísima odisea en la que recorrieron unos 900 kilómetros, entre enfermedades, hambrunas y combates con los indígenas amazónicos. De regreso a la desembocadura —cuando buscaban comida en un poblado— los indios mataron a Francisco de Orellana de un flechazo que le atravesó el corazón. En noviembre de 1546, Ana de Ayala y 43 hombres —los únicos supervivientes— construyeron una barca para llegar por la costa hasta la isla Margarita, en la actual Venezuela.

     Las mujeres que llegaron a América como pobladoras sufrieron las mismas penalidades que los compañeros y también combatieron junto a ellos contra las tribus indígenas de cada territorio. En 1536 llegó al Río de la Plata una expedición al mando del adelantado Pedro de Mendoza, quien estableció al sur del estuario el fuerte del Espíritu Santo, embrión de la futura ciudad de Buenos Aires. Con el adelantado viajaban familias al completo, así como mujeres viudas y otras que convivían con los hombres de la expedición. Entre estas últimas se encontraban María Dávila, compañera de Pedro de Mendoza, y Elvira Pineda, criada y amante del capitán Osorio. Otras dos mujeres, Isabel de Guevara y Catalina Vadillo «la Maldonada», destacaron por su valor y por la perseverancia durante el cerco que 23.000 indios querandíes pusieron al fuerte del Espíritu Santo y al puerto en junio de 1536.

     Muchos sitiados murieron de disentería por falta de alimento y de agua potable. En pleno invierno austral, los españoles comenzaron por descuartizar a los caballos, y, cuando no quedaba rata, culebra o brizna de hierba que remediase la hambruna, roían las cinchas y los zapatos. Algunos enloquecieron mientras «sacaban tajadas de un compañero muerto hacía tres días», «otro se comió a su hermano» y «el estiércol y las heces, que algunos no digerían, muchos tristes los comían», como refiere Luis de Miranda en su poema elegíaco sobre la primera fundación de Buenos Aires.

     Por fortuna, pudieron huir del asedio en una nave remontando la corriente del río Paraguay. Mientras los varones estaban enfermos o heridos, las mujeres gobernaron el barco y combatieron contra los indígenas, y, en un territorio de indios amigos, fundaron Nuestra Señora Santa María de la Asunción, la capital paraguaya ya mencionada. Así lo refiere con dramatismo Isabel de Guevara en la carta que dirigió en 1556 —veinte años después de los hechos— a la princesa gobernadora Juana de Austria desde Asunción de Paraguay: «Las mujeres –escribía–, haciendo rozas con sus propias manos, rozando y carpiendo [arañando, rasgando] y sembrando y recogiendo el bastimento, sin ayuda de nadie». En su carta, Isabel de Guevara se quejaba por no haber recibido del gobernador de Asunción las encomiendas a las que consideraba que tenía derecho por ser una de las primeras españolas que llegaron al Río de la Plata.

     La guerra formó parte también de la vida de las españolas trasplantadas al Nuevo Mundo. Algunas empuñaron las armas, como María Estrada durante la conquista de México. En 1519 ella entró junto a Hernán Cortés y Alvarado en Tenochtitlán. Tras la batalla de Otumba, un cronista recuerda que «María de Estrada peleó con lanza a caballo como si fuera uno de los más valerosos hombres del mundo» y participó en el aprovisionamiento del ejército español antes del ataque final a la capital del Imperio Mexica.

     En 1541, en el reino de Nueva Galicia —al oeste de México— estalló la guerra del Mixton que enfrentó a los españoles con los indios chichimecas. Cuando estos pusieron sitio a la ciudad de Guadalajara una de sus habitantes, doña Beatriz Hernández, actuó con determinación. Según resume el historiador Mariano Cuevas, «sacó de la iglesia a todas las mujeres que ahí estaban llorando; se encara con ellas y les dice: "Ahora no es tiempo de desmayos", y las llevó a la casa fuerte y las encerró. Traía Beatriz un gorguz o lanza en la mano y andaba vestida con unas coracinas, ayudando a recoger toda la gente». Teniendo a buen recaudo a las mujeres y a los niños, esta valiente mujer protegió la entrada durante toda la batalla. La carta fundacional de Guadalajara contiene los nombres de los 63 peninsulares que sobrevivieron a la batalla contra los chichimecas: entre ellos podemos leer el de Beatriz Hernández.

     Otra intrépida mujer fue evocada por Alonso de Ercilla en su poema La Araucana. Doña Mencía de Nidos se mantuvo firme en la defensa de la ciudad de Concepción, al sur de Chile. Y cuando el gobernador Francisco de Villagrá ordenó evacuar la plaza ante la amenaza de los araucanos durante la guerra de 1554, ella se rebeló: «...yo me ofrezco aquí, que la primera me arrojaré en los hierros enemigos!» Pese a su coraje, los españoles supervivientes tuvieron que refugiarse en Santiago de Chile. También te hablé en el apartado de las mujeres que se disfrazaron de hombres para ser soldados de La monja alférez, la más conocida de todas.

Mencía de Nidos.

     El poder de mando tampoco estuvo vedado a las españolas que llegaron a América. En ausencia de los esposos o tras la muerte de estos, muchas mujeres fueron las sucesoras de los maridos para determinados cargos. Tal fue el caso de Isabel Barreto, conocida como la adelantada de los Mares del Sur. Con su dote —que ascendía a 40.000 ducados— Isabel Barreto ayudó a fletar la expedición del marido, el adelantado y gobernador Álvaro de Mendaña, que en junio de 1595 partió de Piura —Perú— a bordo de cuatro naves, con 280 hombres, 98 mujeres e hijos, para explorar las islas Salomón, situadas en el medio del Pacífico Sur y que él había descubierto años antes.

     En el curso de la expedición, Mendaña enfermó gravemente y en su testamento nombró a Isabel su «heredera universal, gobernadora de las tierras descubiertas y las por descubrir», como escribió el piloto Fernández de Quirós en su crónica de este viaje. A su cuñado, Lorenzo Barreto, lo nombró almirante de la expedición. Pero ambos murieron e Isabel se convirtió en la primera mujer que accedió al almirantazgo. Asumió de inmediato la dirección de la expedición y ordenó la exploración de los archipiélagos cercanos en busca de oro y de perlas. Estuvieron varios meses vagando sin rumbo hasta que se marcharon a las Filipinas, donde Isabel fue recibida como «la reina Sabá de las islas Salomón».

     Establecida en Filipinas, Isabel se casó con el sobrino del gobernador de Manila, y, en agosto de 1597, el matrimonio partió hacia Acapulco. Aunque vivieron un tiempo en México, terminaron por asentarse en Castrovirreyna —Perú—, donde Isabel murió el 3 de septiembre de 1612.

Isabel Barreto.

     Si deseas profundizar en el tema puedes leer:

📚Las primeras españolas en el Nuevo Mundo. Conquistadoras, artículo de la revista National Geographic Historia número 220 de Eloísa Gómez-Lucena actualizado a 22 de marzo de 2022.

📚¿Sabes quién fue Mencía Calderón?, artículo de La Voz de Galicia del Museo Naval de Ferrol, del 7 de diciembre de 2019.

📚Isabel Barreto, navegante y descubridora, artículo de La Voz de Galicia escrito por Eduardo Rolland, de fecha 31 de octubre de 2017.




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