TEMA 21. EL VIAJE AL NUEVO MUNDO DESDE ESPAÑA.

Durante los siglos XVI y XVII, alrededor de 450.000 españoles se vieron empujados a cruzar el océano en una arriesgada travesía que para muchos resultaba mortal. Siempre nos repiten nombres masculinos porque son los que brillan más o los que se recuerdan en los libros de historia, pero ¿estos valientes solo eran varones? No, las mujeres constituyeron el 30% de los viajeros.

     El trayecto duraba alrededor de 40 días en condiciones metereológicas normales, 10 o 15 más si se cruzaban con alguna borrasca o con algún huracán que convertía en infernales los padecimientos habituales de los pasajeros. Pero primero lo primero: embarcarse legalmente para sufrir esta tortura los obligaba a realizar aburridos e interminables trámites.

     El primer paso los obligaba a conseguir la licencia de embarque en la Casa de la Contratación de Sevilla, que era la institución que controlaba el tráfico marítimo con las Indias. Para obtenerla tenían que solventar el requisito de solicitar en su localidad natal una probanza en la que se detallase la condición de cristiano viejo, los antepasados no podían ser musulmanes ni judíos. Una vez que los oficiales verificaban que el solicitante no era de los prohibidos ni tenía impedimentos, se expedía por escrito la licencia.

     Sin embargo, la burocracia no acababa en este punto. El segundo paso consistía en contratar el pasaje con algún dueño de navío, trámite que se formalizaba ante escribano público. Había que disponer de dinero para pagar el billete, que era bastante caro, y los honorarios del notario. Para que te hagas una idea, en el siglo XVI el pasaje costaba 7.500 maravedís por persona, unos 2.600 euros de nuestro tiempo, aunque el importe variaba según el lugar de destino, el tipo de alojamiento y de si incluía o no la alimentación.

     Había que contar, también, con el dinero para la manutención durante la estancia en Sevilla, que muchas veces se prolongaba a causa de las largas demoras en las partidas de las flotas. Y, además, para los gastos durante las primeras semanas en el continente americano, que solían ser muy complicadas. Por eso los gastos se podían cuadriplicar con facilidad, hasta superar el equivalente a unos 15.000 euros de nuestra época.

     Cada viajero conseguía esta cantidad como podía: la mayoría vendía todas las propiedades, otros las dotes de las esposas, algunos pedían el dinero a los padres o a los hermanos a cambio de la renuncia a la futura herencia. Otros dejaban endeudadas a sus familias durante años para pagarse el billete, bajo la promesa de unas futuras compensaciones que en muchos casos nunca llegaban porque fallecían durante el trayecto o se les «olvidaba» al arribar al Nuevo Mundo.

     Los navíos de los siglos XVI y XVII no eran nuestros cruceros de lujo, pero la esperanza de un futuro próspero era más fuerte que los miedos y que las penalidades. El espacio que se disponía era muy limitado y las incomodidades y el sufrimiento extremos. Las naos —embarcaciones de menor tamaño que los galeones— contaban con una sola cubierta en la que se colocaban sobrecubiertas y toldos para proteger en la medida de lo posible a la tripulación y al pasaje porque apenas tenían un par de cámaras pequeñas destinadas al dueño, al capitán o a algún pasajero especial.

     Los galeones eran de mayor tonelaje y albergaban varios camarotes que los dueños vendían a altos precios a los funcionarios o a personajes ricos que quisieran o que pudiesen pagarlos. Pese a esto no eran gran cosa ni evitaban sufrimientos, a todos los pasajeros los mecían las mismas olas, con dulzura si había calma y con violencia si se producía una tormenta. Si bien contar con uno de esos espacios reservados no libraba a los ocupantes de las graves amenazas del mar, al menos les permitía una cierta privacidad, lo que significaba un lujo para un pasajero de aquel tiempo.

     Incluso en condiciones normales, cuando todo iba bien, la vida a bordo de barcos infestado de ratas, de lirones y de ratones era un verdadero suplicio. En 1539, Antonio de Guevara escribía que todas las penalidades comunes en tierra, como el hambre, el frío, la tristeza, la sed o las desdichas, se padecían dobladas en el mar. Y si surgían problemas como tempestades, ataques de corsarios, carestías, ausencia prolongada de viento o epidemias, la situación se tornaba insufrible. El mismo hecho de embarcarse era ya de por sí un tormento que conjugaba múltiples sensaciones adversas: el miedo a lo desconocido, la desconfianza, la inseguridad, la añoranza. De ahí que fray Tomás de la Torre comparase el barco con una cárcel de la que nadie, aunque no llevara grilletes, podía escapar.

     Uno de los problemas más graves del día a día en las grandes travesías era la falta de higiene. Los olores eran nauseabundos, tanto por el hacinamiento como por la lógica falta de higiene personal. El agua dulce era un bien escaso. Para que la gente hiciera sus necesidades se habilitaban letrinas en las que, sin ningún pudor y a la vista de todos, los pasajeros orinaban y defecaban, subiéndose a la borda y agarrándose con fuerza para no caer al agua. Más adelante, en los buques de la Carrera de Indias se habilitó una tabla agujereada en la popa o en proa que facilitaba la tarea y evitaba accidentes.

     La alimentación también era uno de los aspectos del viaje que más preocupaba. Salvo casos excepcionales en los que la ausencia de viento, una vía de agua o una tormenta alargaron la travesía más de lo previsto, el problema alimentario no era tanto de insuficiencia de calorías como de desequilibrio nutricional, porque el único objetivo de la comida era sobrevivir mientras durase el duro trayecto. Los oficiales a veces gozaban de pequeños privilegios, como un vino de mejor calidad, bizcocho blanco o bonito en vez de atún, pero cuando el viaje se alargaba y los alimentos y el agua escaseaban, compartían con los pasajeros los rigores del hambre y de la sed.

      Todos los víveres embarcados debían tener la máxima durabilidad posible y los alimentos frescos —como verduras y frutas— se consumían en los primeros días. Desaparecían de la dieta enseguida, y, si la travesía se alargaba en exceso, comenzaban a aparecer los primeros síntomas del escorbuto, una enfermedad típica de los hombres de mar provocada por la carencia de vitamina C. ¿Cuáles eran estos síntomas? Debilidad, palidez, ojos hundidos, encías sensibles o pérdida de dientes, dolor muscular, reapertura de antiguas heridas o úlceras, hemorragia interna, pérdida de apetito, fácil aparición de moretones, diarrea, incremento de la frecuencia cardíaca, fiebre, irritabilidad, dolor e inflamación en las articulaciones, falta de aire, fatiga, etcétera. En definitiva, molestias que dificultaban todavía más la convivencia en un espacio cerrado.

     El bizcocho —una torta dura de harina de trigo, doblemente cocida y sin levadura, que se conservaba largo tiempo— y el vino constituían la base de la alimentación a bordo. Con el paso de los días el bizcocho estaba tan duro que solo los más jóvenes eran capaces de comerlo. En cuanto al vino, la ración por persona y día, en condiciones normales, ascendía a un litro. También se repartían raciones de vinagre —tres litros al mes— y de aceite de oliva —un litro al mes— que casi siempre procedía de la comarca sevillana del Aljarafe.

     Solían comer carne —cerdo conservado en salazón o secado— al menos dos veces por semana y los cinco días restantes consumían habas, arroz y pescado. El queso también era un imprescindible por su buena conservación y porque ofrecía un buen aporte calórico cuando una tormenta o un enfrentamiento con corsarios impedía encender el fogón. Excepcionalmente se repartían frutos secos, como almendras, castañas o pasas. Pero lo peor era el agua —verde y viscosa, había que esforzarse para tragarla— porque siempre escaseaba. Se repartían entre uno y dos litros al día por persona y la ración se reducía si el viento cesaba o si se producía alguna avería.

     Para hacer frente al aburrimiento o para evitar pensar en la difícil situación, se organizaban entretenimientos. Algunos marineros llevaban chirimías —un instrumento parecido al clarinete que además servía para transmitir órdenes y con el que tocaban himnos de combate— trompetas, flautas o guitarras. También jugaban a juegos de azar, aunque la iglesia los prohibía. Los mandos se mostraban tolerantes porque constituían un desahogo para la tripulación y en ocasiones hasta los capitanes participaban en las partidas. Había peleas de gallos, incluso. Algunos traían aparejos en el equipaje y se dedicaban a pescar. Pasaban el rato y obtenían una ración extra de proteínas. Los más cultos se dedicaban a leer o les leían a otros en voz alta. Y algunos se despiojaban de común acuerdo.

     Todos los buques estaban obligados a llevar medicamentos y un cirujano o barbero a bordo para curar a los enfermos. Sin embargo, muy poco se podía hacer por estos últimos porque enfermar equivalía casi siempre a morir. Cuando llegaba el fatal desenlace arrojaban el cadáver por la borda, resultaba imposible conservarlo y enterrarlo en cristiana sepultura. Primero envolvían el cuerpo con una tela y le añadían lastre —piedras, botijas de barro o bolaños de las lombardas— para que se fuera al fondo y que no lo devorasen los depredadores marinos. El cura efectuaba el servicio fúnebre antes de lanzar el cuerpo al mar.

     Las cubiertas de los barcos se asemejaba a un corral atestado de gallinas, de corderos, de cabras y de cerdos; los caballos y las mulas solían viajar en las bodegas. Los buques estaban plagados, además de ratas, de lirones y de ratones, de piojos, de cucarachas, de chinches, de pulgas y de garrapatas. Y lo peor de todo, a decir de Antonio de Guevara, era que aquellos incómodos compañeros de viaje no entendían de privilegios y chupaban la sangre lo mismo de un pobre grumete que de un obispo.

     Si deseas profundizar en el tema puedes leer:

📚El viaje hacia América. El viaje al nuevo mundo, una odisea atlántica, artículo de National Geographic Historia número 200, escrito por Esteban Mira Caballos y actualizado a 11 de marzo de 2021. 


Réplica de la nao Victoria, la primera que dio la vuelta al mundo con Magallanes y Elcano.


Los galeones españoles —a diferencia de los ingleses tenían grandes castillos en proa y en popa, lo que los hacía más pesados y más lentos.

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