TEMA 18. LOS PIRATAS Y LOS CORSARIOS BERBERISCOS.
Se calcula que los piratas y los corsarios berberiscos capturaron y esclavizaron a más de un millón de europeos. Más difícil resulta calcular el valor de los bienes que robaron y que destruyeron.
¿Pero qué eran? Se trataban de tripulaciones musulmanas que atacaban los barcos cristianos para hacerse con el botín y con los prisioneros, bien para venderlos como esclavos o para obtener un rescate por ellos. Siempre existió la piratería y la esclavitud y con la expansión del Islam se protegieron estas prácticas de un modo más o menos encubierto.
Con el nombre de berberiscos los europeos designaban a los habitantes de la costa africana noroccidental, desde el actual Marruecos hasta Túnez. Esta porción era conocida como Berbería, «la tierra de los bereberes». También se utilizaba el término sarracenos, que significa «habitantes del desierto», y que terminó usándose para los musulmanes en general. En la actualidad denominamos a esta zona Magreb.
Los piratas berberiscos eran marineros o agricultores empobrecidos que se colocaban bajo la protección de un capitán —dueño de una nave— y se dedicaban al pillaje marítimo. La mayoría eran corsarios, es decir, recibían el permiso de las autoridades del lugar desde el que operaban para atacar las naves de países enemigos a cambio de una parte del botín —camuflada bajo la forma de impuesto— o de un trato preferente en la compra de los productos y de los prisioneros. Esta connivencia no solo les facilitaba los ataques, sino también la venta de los cautivos en los mercados de esclavos, la reparación de las naves y el abastecimiento de víveres y de armas. Muchos de estos corsarios disponían de bases fijas. Argel, por ejemplo, era conocida como el gran nido de piratas del Mediterráneo y como el mayor mercado de esclavos del norte de África.
Los objetivos preferentes de los piratas y de los corsarios berberiscos eran las poblaciones de la costa y el miedo a los ataques determinó que amplias franjas del litoral español y de las islas del Mediterráneo quedasen despobladas. Como las naves invasoras solían ser pequeñas, les resultaba muy sencillo esconderlas en las costas escarpadas y de nada servía la construcción de torres de vigilancia para avistar a estos depredadores. Porque mientras que con el transcurso del tiempo las galeras cristianas se hacían cada vez más grandes y llevaban una artillería más poderosa —hasta transformarse en fortalezas flotantes— las galeotas argelinas siguieron la evolución contraria, destacaban por la maniobrabilidad y la ligereza. En ellas prescindían de cualquier ornamentación innecesaria y también de la artillería, pues los corsarios y los piratas solo usaban fusiles o armas blancas y buscaban la sorpresa. Así, utilizaban tretas de todo tipo: disfraces, falsas banderas, emboscadas.
Una de las ventajas de las galeotas berberiscas frente a los barcos del tipo nao cristiano radicaba en la capacidad de alcanzar fácil y rápidamente las playas. El reducido calado les permitía acercarse hasta la arena sin necesidad de usar esquifes o botes de aproximación. Eran capaces, entonces, de desembarcar con celeridad y volver a embarcar después del ataque con igual o mayor rapidez.
Te pongo el ejemplo de Gibraltar para que veas cómo actuaban. El 9 de noviembre de 1540, una flota integrada por 16 naves berberiscas tomó tierra en un punto denominado La Caleta (hoy Catalan Bay). A bordo iban más de mil cristianos —obligados a servir como remeros— y alrededor de dos mil musulmanes, entre marineros y soldados. Venían de Argel con el propósito de saquear la ciudad. Entre ellos había un número importante de renegados —personas nacidas como cristianas quienes, por diversas circunstancias, se habían convertido al Islam– y de moriscos. Estos últimos eran los musulmanes españoles que habían huido del acoso que sufrían en la península.
Primero una avanzadilla entró en Gibraltar. Vestían como cristianos, se paseaban con calma por las calles de la villa y compraron en el mercado. El propósito de tal acción no era otro que analizar el estado de las defensas de la ciudad. Luego volvieron a las naves con el mensaje que todos esperaban: Gibraltar no se encontraba en alerta. Los guardas del Peñón descubrieron la enorme flota y cuando les preguntaron quiénes eran y qué hacían allí unos renegados españoles les respondieron —en perfecto castellano— que pertenecían a la tripulación de las galeras de España que protegían la costa. Los guardas les creyeron y no sospecharon las verdaderas intenciones.
Al amanecer del día siguiente, todos los corsarios se lanzaron sobre la ciudad y cogieron a los habitantes por sorpresa. Cuando las autoridades los descubrieron y los alertaron mediante el tañer de campanas ya era tarde, porque los enemigos recorrían las calles de Gibraltar, saqueaban todo lo que allí había y secuestraban a los pobladores que pillaban. Los cronistas narran la «cabalgada» –así se denominaban los ataques corsarios contra las ciudades de la costa– como cientos de pequeñas escaramuzas. Cuando las fuerzas españolas se reorganizaron, los corsarios no se enfrentaron directamente a ellas. No solían hacerlo. En resumen: permanecieron en la ciudad solo cuatro horas, robaron con tranquilidad en decenas de casas y secuestraron a setenta personas, casi todas mujeres y niños. Habían conseguido su objetivo.
Incidentes similares a este fueron habituales en la costa ibérica durante todo el siglo XVI, aunque parezca una paradoja, pues era el de mayor poder militar y político de la monarquía española. Como dijo Cervantes, que fue prisionero de ellos durante muchos años: «Toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar que la amarga y es no poder dormir sueño seguro sin el temor de que los trasladen en un instante de Zahara a Berbería».
El grupo social que, como vimos en el caso de Gibraltar, permitió el éxito de la misión fue el de los renegados, el de aquellas personas nacidas como cristianas y convertidas al Islam. Constituyeron la casta dominante de Argel —por encima de los turcos de la metrópoli— y los llamaban «chacales». Su origen era diverso. La mayoría eran cristianos capturados y esclavizados, pero también había agunos aventureros de religión protestante u ortodoxa que se convertían al Islam siendo adultos por pura ambición, pues los atraían las oportunidades del reino corsario. ¿Por qué los cautivos renegaban del cristianismo? Por simple supervivencia, para obtener un mejor trato y para evitar que los destinaran a servir como galeotes, una labor durísima y en la que morían como moscas. Muchos tuvieron suerte, lograron ganar la libertad con el paso de los años y se integraron en la sociedad argelina como uno más de sus miembros.
La fuente más eficaz de sangre nueva en el mundo corsario la constituían los niños capturados en alguna de las «cabalgadas» por las costas cristianas. Primero los convertían al Islam y luego los educaban en la obediencia al captor, que se convertía en un auténtico padre y patrón. La educación consistía en una rápida islamización y en la instrucción en los oficios a los que se les quisiera destinar. Si sus «padres» eran corsarios, ellos también lo serían. Por eso trabajaban en los barcos y pasaban por todos los grados de formación hasta convertirse, cuando destacaban por sus méritos, en capitanes. Los renegados fueron el alma de Argel y también la principal ventaja. Si se habían convertido cuando eran mayores, conocían a la perfección sus países y las costas de origen, hablaban la lengua local, y, como en el caso de la incursión a Gibraltar, contribuían mejor que nadie a que los ataques a las poblaciones cristianas fuesen un éxito.
En los abordajes a los navíos, los corsarios buscaban hacerse con mercancías, mientras que los ataques a tierra tenían como finalidad el saqueo para capturar prisioneros, bien para pedir un rescate por ellos o para venderlos como esclavos en los mercados del norte de África. Un objetivo prioritario eran las jóvenes, a quienes convertían en esclavas sexuales y en domésticas. Algunos grupos recorrieron la costa atlántica hasta Irlanda para hacerse con mujeres «exóticas», que luego vendían por grandes sumas de dinero.
Los corsarios solían cobrar los rescates en la misma costa española, unos pocos días después del asalto. Si la negociación tenía éxito, los prisioneros recuperaban la libertad y los secuestradores se iban con el dinero. Pero si no se llegaba a un acuerdo, llevaban a los cautivos a los famosos «baños» de Argel, presidios en realidad. Allí estuvo Miguel de Cervantes durante casi cinco años. A su regreso desde Nápoles a España a bordo de la galera Sol, una flotilla turca comandada por Mami Arnaute capturó a Miguel y a su hermano Rodrigo el 26 de septiembre de 1575. Cervantes fue adjudicado como esclavo al renegado griego Dali Mamí. Como habían hallado en su poder las cartas de recomendación que llevaba de don Juan de Austria y del duque de Sessa, los secuestradores pensaron que Miguel era una persona muy importante y por quien podrían conseguir un buen rescate, y, así, solicitaron quinientos escudos de oro para liberarlo. Organizó cuatro intentos de fuga y admitió su culpabilidad para no delatar a los compañeros sin importarle la tortura que emplearon para que confesase. La madre consiguió reunir cierta suma de dinero, pero no alcanzaba para liberar a los dos hermanos, por lo que prefirió que Rodrigo volviese a casa. Recién en 1580 y después de muchas vicisitudes, Fray Juan Gil destinó a liberarlo el dinero que llevaba y lo que faltaba para completar los 500 escudos lo recolectó entre los mercaderes cristianos.
Los prisioneros esperaban en los baños a que vinieran a pagar el rescate o a que los vendieran en el mercado de esclavos. Los precios variaban según la clase y el poder adquisitivo de los familiares, pero también de acuerdo a la edad y al sexo. Los niños rara vez se canjeaban, pues para los corsarios significaban el futuro de su modo de vida y si en algún caso concreto los vendían pedían por ellos precios exorbitantes.
Resultaba aún más difícil que vendiesen a las mujeres, sobre todo si eran jóvenes. Los corsarios las trataban siempre exquisitamente, hasta el punto de que los tripulantes de un navío cristiano que iba a ser asaltado les recomendaba que guardaran las alhajas entre las ropas. Los corsarios renegados argelinos, además, odiaban a las moras y solo las aceptaban como concubinas, porque solo podían casarse con renegadas, y, a ser posible, de su mismo país. Durante el siglo XVI se prohibió la venta de mujeres, y, más adelante, cuando la permitieron, el precio fue más elevado que el de los niños.
La piratería fue un asunto de gran preocupación para las naciones que se dedicaban al comercio marítimo, como fue la Corona de Aragón, el reino de Francia y las repúblicas marítimas de Italia y de Dalmacia. Estas potencias —a menudo rivales— crearon poderosas flotas de guerra y llegaron a treguas temporales con el propósito de repeler a los piratas y proteger las rutas de comercio.
Con la expansión del Imperio Otomano, muchos capitanes corsarios se pusieron a las órdenes del sultán como parte de su flota de guerra y recibieron a cambio títulos y el control sobre ciudades e islas enteras. Este es el caso de uno de los más famosos de la historia, el temido Hayreddín Barbarroja, que en el siglo XVI se hizo amo y señor de Argel y que fue nombrado almirante de la marina otomana.
Esta protección oficial aumentó la preocupación de muchos estados, sobre todo después de la caída de Constantinopla en 1453 a manos de los turcos, y a partir de ahí no los consideraban simples piratas, sino la vanguardia del «Gran Turco». Por temor a que pudieran facilitar un ataque otomano, Felipe III de España expulsó a los moriscos de sus territorios.
En el siglo XVII todo cambió. El Mediterráneo dejó de ser el centro del mundo y el eje de la riqueza y el poder fue cambiando hacia el mar del Norte. Por este motivo los corsarios también llevaron su campo de acción hacia el Atlántico. Esto trajo consigo otros ajustes. Para empezar, se abandonó el barco tipo galera y se optó por el de alto bordo, más apto para hacer frente a las tormentas del Atlántico. Esta elección debilitó la capacidad de los corsarios argelinos para invadir las poblaciones costeras y los barcos pasaron a ser la presa preferida. También cambió la composición nacional de los renegados, que de ahora en adelante se enriqueció con gentes procedentes del norte de Europa. Muchos corsarios argelinos eran de origen y aspecto germánico, ingleses u holandeses. Así, aprendieron a navegar barcos de vela cuadrada y se dedicaron a atacar las poblaciones del norte de Europa. Un documento presentado al parlamento británico decía respecto a los esclavos europeos que eran «sometidos a trabajos extremos y difíciles a diario, con un pequeño suministro de pan y de agua para su comida (...), pero lo peor es el trato extremadamente duro y salvaje».
Muchos eran vendidos en la ciudad de Argel. El mercado de esclavos al aire libre quedaba en el Al-Souk al-Kabir —la Gran Calle de los Souks, una amplia vía bordeada de mercados— que atravesaba de manera transversal la ciudad. Eran obligados a desfilar mientras los vendedores gritaban para atraer a compradores. Luego en el mercado de esclavos desnudaban a los cautivos y los examinaban. Obligaban a los hombres a saltar para mostrar su condición física y los golpeaban con palos si no cumplían con prontitud. Los compradores les examinaban los dientes con la finalidad de determinar si eran aptos para el trabajo como remeros en las galeras, la peor de todas las condenas en vida. También les analizaban las manos para ver si tenían callosidades. Si eran suaves significaba que llevaban una vida fácil y que disponían de riqueza, de modo que podían obtener de ellos un gran rescate. Los cautivos más afortunados eran los que se destinaban a tareas domésticas.
¿En qué consistía el futuro de estos hombres cautivos? En una existencia limitada al trabajo duro y al maltrato. Si no se les asignaba la brutal tarea de las galeras, los empleaban en trabajos pesados como extraer piedra y transportarla, trabajar en cadenas en sitios de construcción, girar las muelas en molinos de grano como animales de tiro o limpiar fosas sépticas.
A muchos hombres los mantenían esposados y los obligaban a arrastrar pesadas cadenas. Por la noche los encerraban en los baños y dormían allí sobre el frío suelo de piedra. Si «transgredían» los castigaban con el método de tortura conocido como «la falanga», en el que les golpeaban sin piedad las plantas de los pies. Nicholas Gage, periodista de investigación, describe este castigo: «Cada golpe de la vara no solo se siente en la planta de los pies, dolorosamente doblados hacia arriba cuando el palo aplasta los delicados nervios situados entre el talón y las eminencias metatarsianas de los pies; el dolor sube vertiginosamente por los músculos extendidos de la pierna y estalla en la parte de atrás del cráneo. Todo el cuerpo sufre atrozmente y la víctima se retuerce como un gusano».
En Argel algunos esclavos —muy pocos— podían avanzar si se valían de la inteligencia, de la habilidad que tuviesen o de la perseverancia. No obstante, aunque a algunos los rescataron y otros escaparon, la mayoría no encontró la salida y vivieron hasta la hora de la muerte en un cautiverio miserable. A los británicos les iba peor que al resto porque el gobierno se negaba a pagar por las liberaciones alegando que alentaría más secuestros. En cambio, los cautivos de las naciones católicas mediterráneas contaban con la ayuda de los gobiernos, que tenían una amplia experiencia en el trato con Berbería. Además, eran asistidos por órdenes religiosas de redención, como los trinitarios y los mercedarios, fundadas en la Edad Media con el objetivo específico de rescatarlos. En 1713, después de la Guerra de Sucesión española, el Reino Unido tomó posesión de Gibraltar y del puerto de Mahón, en Menorca. Desde ambos se dedicó a atacar y a proporcionar una poderosa protección al transporte mercante británico. Los diversos estados de Berbería se vieron obligados a firmar tratados de no agresión, exigibles gracias a una fuerte presencia naval británica.
En el siglo XVIII se produjo una rápida decadencia de la piratería berberisca. Apartada España de la primera fila del tablero mundial, los argelinos resultaron molestos para todos, un residuo de otra época en la que habían sido útiles a distintas potencias —turcos, franceses, ingleses y holandeses— como contrapeso del poder español. Resistieron el acoso durante décadas, hasta que Francia decidió ocupar el país en 1830.
Si deseas profundizar más puedes leer:
📚Los piratas berberiscos, el terror del mediterráneo, artículo de la Revista National Geographic Historia escrito por Abel G.M., actualizado a 30 de julio de 2021.
📚Corsarios de Argel, artículo de la Revista National Geographic Historia actualizado a 06 de marzo de 2017.
📚La historia olvidada de los europeos que fueron esclavos en África, artículo de la BBC News Mundo de fecha 20 enero 2019.
📚Un Mediterráneo de piratas: corsarios, renegados y cautivos, de Emilio Sola Castaño. Editorial Tecnos, S. A., Madrid, 1988.
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