INTRODUCCIÓN. LADY ELIZABETH. Las profecías del tarot Visconti-Sforza.
«Ciertamente la ignorancia de los males venideros nos es más útil que su conocimiento».
Cicerón
(106 a. de C-43 a. de C.).
Año 1595. Londres. Rich House.
El buitre de su tío siempre le producía el mismo efecto. La hacía sentir en su propia casa igual de desubicada que un oso polar en medio del ardiente desierto africano. ¡Cuánto lo detestaba!
Elizabeth Rich se escondía en un rincón entre los sofás y pretendía pasar inadvertida. Para quitarse el nerviosismo entreveraba las cartas del tarot Visconti-Sforza. Y, mientras, le pedía a Dios que el imbécil del conde de Essex y el resto de los invasores se fueran. Aborrecía la última fiesta improvisada que organizaba Robert Deveraux, un simple condesito con ínfulas de convertirse en rey de Inglaterra. Se abusaba por ser el hermano de su madre —Penélope— y aprovechaba la ausencia del barón de Rich para menoscabar su autoridad y burlarse de él.
«¿Por qué Essex vuelve a las andadas?», pensó en tanto se mordía los labios y se sacaba sangre. Ese sujeto desagradable había tenido la osadía de adueñarse de nuevo de la propiedad de su progenitor. Encima traía a los amigos, unos zánganos inútiles que revoloteaban como pavos reales con las gorgueras bordadas en hilos de oro y de plata y las braguetas y los jubones rebosantes de perlas, de rubíes y de esmeraldas incrustadas. La fortuna que despilfarraban paliaría el hambre de los indigentes de Londres durante una centuria y la malgastaban para competir con los demás cortesanos en riqueza, en guapura y en poder. Y, lo peor: rivalizaban con la finalidad de determinar cuál tontería que salía de las altivas bocas era la más ingeniosa. Ninguno trabajaba de modo honrado y preferían vivir de los favores que le arrancaban a Elizabeth Tudor mediante artificiales frases amorosas, falsos suspiros y versos que la convertían en una diosa. Aunque reconocía que su tío era el peor de todos: las ambiciones habían ido mucho más alto que las del resto, hasta el extremo de pensar que la soberana aceptaría ser su esposa, y, desde que lo había rechazado, hacía méritos en la cama para convertirse en heredero al trono. Así, pretendía valerse de los lazos de parentesco que también los unían y que lo acercaban a la corona por unas pocas gotas de sangre real que compartían.
Para reafirmar la negativa opinión que tenía acerca de ellos, Essex efectuó una floritura con la mano, y, en dirección a uno de sus acólitos, pronunció:
—¡Ay, Mountjoy, todavía recuerdo cómo nos conocimos! —Lanzó una carcajada que a la joven le recordó los aullidos de los lobos luego de desmembrar en manada un borrego—. Recién había bajado del galeón, después de mi escapada a Portugal a escondidas de la reina.
—Yo lo que recuerdo es cómo Su Majestad mandaba a un mensajero tras otro a Plymouth detrás de vos, hermano, sin percatarse de que ya habíais volado de la jaula dorada —lo interrumpió su progenitora para causar el regocijo—. Sabéis fingir a la perfección que la amáis, pues ordenó que varias embarcaciones os buscaran en el Canal y le envió una carta a sir Francis Drake diciendo que sir Roger Williams era un traidor por llevaros con su destacamento para enfrentar al enemigo español. Y, todavía más, por daros cobijo en el navío. ¡Lo amenazó de muerte, la muy desesperada! ¡Y después tenemos que llamarla «Reina Virgen»! —Lanzó una carcajada despectiva—. ¡Cuánta insensatez cometió a causa de un simple hombre!
—¡Qué mala eres, Penélope, pobre Gloriana! —Essex puso los ojos en blanco, aunque se notaba que disfrutaba con el hiriente comentario—. Y yo no soy un «simple hombre», es normal que pierda la razón por mí... Pero volvamos a lo importante, a la anécdota de cómo nos conocimos Charles y yo. Al arribar desde el mar sir Walter Raleigh, mi némesis, había abandonado la corte para ocuparse de sus propiedades en Irlanda. ¡Me había costado un triunfo deshacerme de ese desagradable y burdo corsario! Pensaba que ya no habría competencia, pero me equivocaba: ahí estabais vos, amigo, e intentabais seducir a mi reina.
—¡¿Solo intentar?! —Charles Blount, barón de Mountjoy, lanzó un chillido y luego se acomodó de forma tal que se le realzaron los anchos hombros—. Os recuerdo que Su Majestad me había regalado una reina de oro de su tablero de ajedrez para indicar el interés que sentía hacia mí.
—¡Y vos la llevabais atada al brazo con un lazo rojo! —Essex lanzó una risotada y la corearon como si fuese una frase ocurrente—. ¡Cuánta vulgaridad!
Penélope era quien más reía, en tanto le hacía caídas de ojos a Mountjoy. «Cuando el gato no está los ratones se aprovechan», pensó la muchacha, sarcástica, y para calmarse barajó las cartas con energía. «¡Pobre mi padre!»
—Ahora sé que mantener a la reina satisfecha es vuestra especialidad y una tarea extenuante, además de desagradable. —Charles se levantó y le efectuó una reverencia a modo de reconocimiento—. Claro que en ese momento yo no sabía que existían ocupaciones mucho más interesantes. —Clavó la mirada en su progenitora—. ¡Una tarde en vuestra casa es más grata que cien años al lado de Gloriana, milady! —Penélope se puso colorada y le correspondió lanzando un beso al aire.
—¡Ay, bribón, cualquier día seréis mi cuñado! —Essex se le acercó, lo abrazó y le palmeó la espalda, mientras lady Elizabeth se sentía a punto de explotar porque ninguneaban a su progenitor—. ¡Pero bien que os batisteis en duelo conmigo en los campos de Marylebone e incluso me heristeis por los favores de Su Majestad!
—Me llamasteis bufón, no podía dejar el insulto impune. —Mountjoy hizo un mohín con la boca, gesto que le confirió un aire femenino.
—¡Luchabais por la gran hermosura de nuestra prima la reina! —exclamó Penélope, carcajeándose, y todos rieron con más fuerza—. Una hermosura senil que hace palidecer la joven belleza de cada una de sus damas de compañía.
—Os confieso un secreto, maravillosa Penélope: al igual que vuestro hermano, en aquellos instantes necesitaba aproximarme al sol que más calentaba —le susurró en el oído, pero lady Elizabeth lo escuchó.
—¡Ay, hermanita! Dime: ¿quiénes somos nosotros para destruir la fantasía de Gloriana? —Essex volvió a soltar una larga risotada—. Si con sesenta y dos años cree que todavía es apenas púber, dejémosla ser feliz. ¿Para qué aplastarle las ilusiones y los sueños si podemos valernos de ellos para medrar?
«¡Malnacido! ¡Ojalá vuestras traidoras palabras lleguen a los oídos de la reina!», la joven se enfureció. Odiaba que hablaran de su madrina de este modo irrespetuoso. «¡Sois repugnantes!», pensó, indignada, pero no intervino. Barajó las cartas de tarot con tanta fuerza que temió romperlas y se mimetizó con las mesas, con los sillones y con los sofás para escuchar la conversación. Por desgracia, no tuvo suerte porque su tío la pilló.
—¿A quién tenemos aquí? —Essex la cogió de la mano y la arrastró fuera del rincón—. ¿Sois mi sobrina? No os reconozco, parecéis una princesa extranjera o un hada del bosque. —Le dio un sonoro beso sobre la mejilla y lady Elizabeth se contuvo para no limpiársela—. ¡Estáis hecha una mujer! ¿Cuántos años tenéis?
—Catorce —le respondió con tono neutro para que el odio no se le notara.
—Pues deberé emplearme a fondo, entonces, para encontraros un prometido de alcurnia —y, con una sonrisa maliciosa, inquirió—: ¿Qué os parece Mountjoy como partido, mi querida sobrina?
Observó con satisfacción cómo a Penélope se le agriaba el gesto, pero antes de que su progenitora lanzara un sarcasmo de los que solía regalarle, el barón intervino:
—Es igual de hermosa que la madre, pero demasiado joven para mí. Prefiero a las mujeres con experiencia.
«¡¿No consideráis, atado de imbéciles, que yo tengo algo que decir acerca del asunto?!», se exasperó lady Elizabeth. «¡No os tocaría a ninguno de vosotros ni con el palo más largo de Inglaterra!»
Permaneció en un silencio temeroso porque Essex le arrebató los naipes y los analizó, en tanto pronunciaba:
—¡Ay, qué hermosas! Es un viejo «juego de los triunfos» de la ciudad de Milán. Pertenecían a los Visconti-Sforza, ya las he visto antes durante mis viajes por el continente —y, con desprecio, agregó—: Imagino que os lo ha regalado vuestro padre. Siempre pone las antigüedades por encima de la esposa.
—No es una antigüedad, me las mandó hacer en Lyon para mi último cumpleaños —y luego defendió al barón de Rich como una leona a las crías—: Quizá si mi madre mostrase por mi padre el mismo interés que en vuestras fiestas y en vuestros amigos, otro gallo cantaría.
Penélope la contempló con antipatía y le respondió:
—¡Sois idéntica al barón!
—¡Gracias! —exclamó, aliviada, la joven—. Temía parecerme demasiado a vos.
—¡¿A mí?! ¡Imposible! Yo siempre he tenido los pies sobre la tierra. Sé cuál es el lugar de una dama y nunca he soñado con ser médico —y liberó su maldad para burlarse—: Pronto os casareis y os olvidareis de las plantas medicinales y de vuestros experimentos. Es más, le hablaré al barón para que os comprometa este mismo año con el aristócrata que elija mi hermano. ¡¿Pensáis que osará oponerse por vos al favorito de la reina?! ¡Vuestro padre siempre ha sido un cobarde!
—¡Ay, dejad a mi sobrina en paz! —Essex se acarició las sienes como si el tono agudo e imperativo de Penélope le diera dolor de cabeza—. Elizabeth se olvidará de sus juegos cuando se le muera el primer paciente entre los brazos o cuando conozca al caballero que buscaré para ella. ¡Ya se le pasará!
—¡¿Cómo podéis soltar tal insensatez?! ¡Estoy harta de que llene la casa de pájaros con las alas rotas y de que se encierre en las cocinas con los sirvientes y con los menesterosos para curarlos! —Le dio un fuerte golpe a su hermano en el hombro—. ¡¿Y si trae a algún enfermo de peste y nos morimos todos?!
—¡No seáis exagerada! En estos últimos dos años la peste ha remitido y hasta los teatros funcionan de manera normal. El pueblo se aglomera en ellos y no pasa nada... Se me ocurre un juego para alegrar el ambiente.
—¡Adoro vuestros entretenimientos! —aplaudió Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton, y lo enfocó con una mirada sensual—. Recuerdo cómo nos escondíamos en la mansión de nuestro tutor, lord Burghley, para jugar. —Y pellizcó a Essex en la nalga.
Henry no le desagradaba tanto como los otros. Era rubio, guapo, amanerado, poseía una larga cabellera femenina y nunca se cortaba a la hora de hablar, decía lo que le salía.
—¡Lo recuerdo! —Essex soltó una carcajada—. Robert Cecil, el hijo de lord Burghley, siempre nos iba detrás y teníamos que alejarlo a las patadas.
—¡Sí, Pigmeo siempre fue muy curioso! —Southampton le coreó la risa—. Soportarlo fue una de las desgracias de tener a lord Burghley como tutor... ¿Nos escondemos, entonces? —Y le lanzó una mirada sugerente.
—Por ahora nadie se esconderá. —Su tío le efectuó un guiño—. ¿Qué tal si cada uno elegís una carta para decir algo positivo de otra persona de las que estamos aquí?
—¡Me encanta! —Mountjoy palmeó como si fuese un niño—. ¡Dejadme empezar!
—Aquí las tenéis —Essex le entregó el mazo como si fuese suyo y acto seguido le musitó—: Buscad la mejor y regalad los oídos de vuestra dama.
La muchacha se indignó al apreciar cómo el barón de Mountjoy las tocaba todas hasta llegar a la del Amor; y, todavía más, cuando se la entregó a su madre y entonó en verso:
—«Cupido, porque brillas tú en los ojos de Stella
porque de sus rizos, tus diurnas redes, nadie libre escapa,
porque esos labios se hinchan, tan llenos de ti están,
porque su dulce aliento a menudo tus llamas provoca».
—¡Cuánto ingenio al unir el triunfo del Amor al poema que le hizo sir Philip Sidney a mi hermana, antes de morir de amor por ella! —lo aplaudió su tío—. Me gusta este naipe porque Cupido está a punto de lanzar su flecha a la pareja que se encuentra debajo pronunciando los votos.
—¡El amor y el matrimonio nada tienen en común! —exclamó con desprecio Penélope—. Vos os casasteis con la viuda de sir Philip y sois feliz con ella, pero yo no he tenido tanta suerte...
—Y, sabiéndolo, preferís casarme —la acusó lady Elizabeth, harta de contenerse.
—Para que dejéis de imaginar que seréis médico y que comprendáis la realidad. —Su progenitora se estremeció mientras pronunciaba estas palabras—. Sois una aristócrata y debéis alejaros de la enfermedad. El problema es que os comportáis como una egoísta y no pensáis en nosotros.
—¡Dejadla! —Essex movió la mano como si espantase una abeja—. Al fin y al cabo, nos ha prestado las cartas que tanto placer os dan al regalar vuestros oídos... A ver cuál elijo yo... —Se detuvo ante la Estrella—. Es vuestra, sobrina. Os la entrego y os juro que elegiré al mejor de los caballeros para vos y que me ocuparé de que os haga feliz. Viviréis en calma, tendréis muchos hijos y mi estrella siempre os protegerá.
—¡Yo jamás me casaré con un zángano como vos! ¡Rechazaré a todos igual que Gloriana y permaneceré soltera hasta el final de mis días! —gritó, convencida de que tenía posibilidad de elección—. ¡E iré a la escuela de medicina y seré médico! ¡Sé que mi padre me apoyará, siempre me comprende! —Le arrebató las cartas de la mano con furia y se escapó de la sala.
Lady Elizabeth se encerró en la salita contigua, trancó la puerta y cerró los ojos con fuerza. Se tapó los oídos para no escuchar las carcajadas que le llegaban amortiguadas desde el salón principal. ¡Odiaba a esos cortesanos con toda el alma! Se le revolvían las entrañas por dentro ante la bacanal que celebraban en los dominios de su padre y a su costa.
Barajó con desesperación las cartas del tarot Visconti-Sforza: su progenitor le había enseñado todos los secretos que guardaban. Le explicó que en los orígenes los triunfos se utilizaban para jugar, pero que también se podían emplear para la adivinación. Amaba la textura —la suavidad del pan de oro que le acariciaba las puntas de los dedos y que la consolaba— y el maravilloso colorido de los pigmentos del lapislázuli y de la malaquita, que la distraían de rumiar en los problemas que su progenitora le ocasionaba.
Dejó el mazo sobre la mesa de madera de caoba que le habían traído del Nuevo Mundo, apoyó la mano derecha encima de los naipes, se concentró, y, despechada, susurró:
—Detesto al hermano mayor de Penélope, el conde de Essex. Quiero conocer su futuro.
Respiró hondo y colocó las cartas en dos líneas de once. Tuvo especial cuidado para que quedasen rectas. Primero, las observó con detenimiento. Luego, paseó la palma por encima de ellas, pero sin tocarlas.
Cuando una le calentó la mano la levantó y se la puso delante, todavía del revés. Con expectación, la giró: era la Rueda de la Fortuna.
Lady Elizabeth soltó el aire con fuerza, pues en el medio de la rueda dorada —que estaba sostenida por la espalda de un anciano que representaba el transcurso del tiempo— la mujer con los ojos vendados indicaba que la fortuna se daba al azar. Justo encima de ella y sobre un trono, un hombre con orejas de asno sostenía un pergamino que llevaba inscritas las palabras «yo reino». Lo precedía el joven que subía la rueda y lo seguía la figura que bajaba, la misma persona en distintas etapas vitales, para simbolizar que la fortuna no era eterna, que iba y venía.
Así la adolescente lo supo: el reinado de Essex como favorito de Gloriana pronto llegaría a su fin y se alegró de saberlo con anticipación para que la espera no fuese tan dolorosa. Si perdía el poder no podría malmeter contra su progenitor ni denigrarlo en cada frase y con cada acto. Y, menos todavía, encontrarle un marido al que ya detestaba sin conocerlo.
Volvió a estudiar con atención el resto de las cartas. Le dio la sensación de que la llamaban. Efectuó una vez más el procedimiento, y, cuando tuvo a la elegida delante, la giró: era la Muerte.
Lady Elizabeth sintió un escalofrío al clavar la mirada en el vientre hueco y en la flecha que la Parca hendía en las carnes de los mortales. Por sí sola no indicaba el fallecimiento, sino que recalcaba el fin de una etapa, justo lo que dejaba en evidencia la Rueda de la Fortuna.
Escuchó la risotada de su tío, y, vengativa, sacó otra: era la del Juicio, donde los muertos se sentaban sobre la tumba mientras dos ángeles tocaban las trompetas y Dios levantaba su espada. Sonrió, feliz. Pronto a Essex no solo le tocaría el turno de sufrir tanto como el barón de Rich, sino que además moriría dejándolos en paz. «¡Ojalá no tenga que esperar demasiado!», pensó impaciente.
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