CAPÍTULO 9. SIR WALTER RALEIGH. El favorito.
«¿Qué es nuestra vida?
Una obra de teatro de la pasión,
y de nuestra alegría por la música.
¿Dónde nos vestimos para esta corta comedia?»
¿Qué es nuestra vida?,
sir Walter Raleigh
(1552-1618).
Londres. Whitehall.
Sir Walter caminaba con largos pasos por el pasillo de Whitehall porque consideraba que era mejor franquear rápido un mal trago. Contempló, con nostalgia, la puerta cerrada de la cámara del Consejo Privado y avanzó sin dilación por el retorcido corredor, que se enroscaba del mismo modo que los pellejos de la anciana reina.
Accedió a los aposentos privados, resignado, mientras las damas de compañía los dejaban solos. Deseó poder huir también. Porque sintió que el techo dorado del dormitorio se le caía encima y que las oscuras paredes lo aplastaban hasta hacerle saltar los sesos, pues solo una triste ventana rompía la monotonía. Lo único que le levantaría la moral, al terminar la noche y rematar la faena sexual, era pensar en bañarse en la exótica piscina. En ella el agua salía de las conchas de ostras mezcladas con rocas oceánicas que lo adornaban... Le levantarían la moral siempre y cuando Gloriana no le sugiriese acompañarlo.
Porque con la mera acción de olfatear su concentrado perfume —una mezcla de nerolí, de rosa, de sándalo, de lavanda y de verbena— Raleigh sintió un nudo en la garganta y un reflujo ácido le subió desde el estómago por el esófago. Anheló escapar, ya que el penetrante aroma le indicaba que Su Majestad se presentaba dándose aires de seductora, lo que para él significaba el duro esfuerzo de satisfacerla dos o tres veces durante la madrugada. ¡Adiós baño reparador!
Pese al intento de estar guapa, se veía ridícula coronada por la peluca pelirroja repleta de ristras de perlas iguales a las que le rodeaban los brazos. Y más, todavía, porque lucía los dientes ennegrecidos en una sonrisa y los ojos oscuros le iluminaban la cara embadurnada en una mezcla de plomo y de vinagre, que la dejaba más pálida que la leche y la emparentaba con el candelabro que colgaba del techo de la habitación.
Pero lo peor de todo era el vestido, si se le podía dar tal nombre al trozo de tela abierta por el frente. Era de seda roja con enormes cintas doradas de adorno y las mangas abullonadas lucían cortes que mostraban los colgajos de los brazos. Se hallaba superpuesto a otro, también carmesí, que se le abría hasta el ombligo, y, como no usaba camisa, la piel vieja y los senos caídos quedaban a la vista al menor movimiento.
—¡Estáis hermosa, Majestad! —El corsario contuvo la náusea ante el mal aliento y le dio un beso profundo, en tanto la abrazaba como si fuese la mujer más bella de la corte, después podría consolarse llevándose al lecho a alguna de las damas de la reina o a su amante o a su propia esposa—. Nadie rivaliza con vuestra belleza, con vuestro saber estar, ¡desde que os conocí me habéis encandilado! Porque no solo sois femenina a más no poder, sino que también podéis gobernar un reino, cazar ciervos, montar a caballo como una amazona, jugar a las cartas y fumar como un hombre.
—¡Ay, sir Walter, deberíais esmeraros más! —Y Elizabeth I movió las pestañas en un gesto que suponía cautivador, pero que la hacía parecer un búho cegado por el sol.
—¡Claro que lo haré, mi amada! —Metió la mano entre la seda y le acarició los pechos—. ¡Mi amor es tan inconmensurable que hace que las estrellas parpadeen con mayor rapidez!
«Os los sostengo para que no os lleguen hasta el suelo», pensó Raleigh con ironía. «A veces pienso que el poder, la riqueza y las tierras que me concedéis significan muy poco ante el horror de perderme en vuestro cuerpo y entre vuestras piernas».
Respiró hondo y le recitó:
—Ella no es ni blanca ni morena
Pero como la belleza del cielo
No hay nadie que tenga una forma tan divina
En la tierra o en el aire[*].
El marino cerró los ojos mientras ella le acariciaba la entrepierna, codiciosa, e imaginó que tenía ante sí a la joven de cinco décadas atrás y cuyos retratos decoraban las paredes de Whitehall. Recordó que era una gloria viva —la famosa Gloriana que el pueblo endiosaba— y cómo le costó años recobrar el favor perdido. Trajo al presente, también, su imagen mientras ejercía de capitán de la guardia, parado del otro lado de esa misma puerta, y cómo Essex satisfacía los deseos lujuriosos reales y recibía las ganancias, en tanto él se hallaba apartado y solo podía escuchar los gemidos, los suspiros y los chillidos del lecho. Revivir con el pensamiento a su enemigo mortal y comprender que se vengaba póstumamente de él le dio la fuerza que precisaba para corresponder a la pasión de la decrépita dama.
—Decidme, sir Walter, ¿a vos os parece que estoy torcida y que mi facha es desastrosa? Quizá penséis que estoy tan vieja y tan delgada que soy puro pellejo. ¿Y qué os parece mi perfume? He intentado, al crearlo, mostrar la fuerza de lo masculino entre las rosas.
«Mi libertad y mantener la cabeza sobre los hombros dependen de la respuesta que ahora le dé», se alarmó y abrió los ojos.
Se esmeró por modular la voz para darle un toque cautivador y le susurró en el oído:
—¿Qué puede significar el paso del tiempo para la encarnación de Venus? ¡Nada en absoluto! ¡Y vuestro aroma es exquisito! Sois hermosa y siempre lo seréis, ¿por qué me lo preguntáis?
—Porque Essex me murmuraba palabras de amor, mientras a los demás les decía que era una mujer acabada, una anciana. —Clavó en él la mirada, esos diamantes oscuros que traspasaban la carne y el hueso hasta llegarle al fondo del corazón—. No soportaría que vos también me mintierais.
—¡Essex era un traidor a la Corona! ¡¿Cómo podéis darles valor a sus burdas mentiras?! Y no os equivoquéis: pretendía heriros al no poder teneros —Raleigh se enfadó, aunque poco antes compartiera los mismos argumentos que su némesis—. No os valoró como mujer ni como reina y no debería preocuparos qué dijo y qué hizo en el pasado... Me gustaría agregar, Majestad, aunque sea un atrevimiento, que habéis hecho lo correcto al permitir que la Justicia se hiciese cargo de ese bribón.
—¡Lo siento, sir Walter! —Elizabeth se apartó y le dio la espalda—. Cuando os vi cerrar los ojos me vinieron a la mente momentos similares con Essex. ¡Juradme que no lo hacéis para evitar verme y fantasear con que soy otra dama!
—¡Os lo juro por Dios y por todo lo más sagrado de este mundo! —Raleigh se colocó la mano en el pecho mientras lo pronunciaba—: Nada podrá igualar la idolatría que siento por vos. Y, lo más importante, admiro vuestro carácter: habéis sido capaz de unir a un gran reino que estaba enfrentado por culpa de las religiones. ¡Sois mucho mejor estadista que vuestro progenitor!
—Mi padre era un hombre cegado por su temperamento y por sus bajas pasiones... Siento haber dudado de vos. —La monarca dio un giro de ciento ochenta grados y le plantó un beso húmedo sobre los labios—. Hoy no estoy muy centrada. Me preocupa, además, lady Elizabeth. Lleva días desaparecida y pierdo la esperanza de que la encuentren con vida... Imagino que sabéis las últimas noticias, sois amigo íntimo del barón de Rich.
—Sí, el pobre está destrozado. —Raleigh se llevó la mano a la frente para alisarse unas supuestas arrugas de preocupación—. Al parecer un sujeto se la cargó sobre el hombro, y, por más que los persiguieron, fue imposible dar con ellos... Lo que no entiendo es por qué milady iba disfrazada de hombre...
—No se lo digáis al barón, pero hemos detenido a alguien que estaba complotado con el secuestrador. —La reina bajó la voz y el corsario sintió cómo la piel se le ponía de gallina—. Se trata del conde de Cornualles. Lo hemos detenido en la Torre de Londres y en estos momentos lo están interrogando. Lady Sybell, una de mis damas, me informó de que lo vio besarla a la fuerza en la última fiesta de la Corte. Discutieron y sospechamos que el rapto es una venganza por el rechazo... Mantened la discreción...
—¡Desde luego que la mantendré! —exclamó Raleigh, aliviado—. Estoy seguro de que vais tras la pista correcta. No me gusta hablar mal de nadie, pero en confianza os diré que el conde es un personaje bastante lúgubre y tiene fama de abusar de las mujeres. Las damas se apartan de él, y, si me permitís ser sincero, dicen que las prostitutas procuran no acercársele demasiado cuando va al burdel... Es un hombre brutal...
—Imagino cómo será para que lo digáis vos, uno de mis corsarios —se burló la soberana, recobrando el buen humor.
—Pero con vos, Majestad, mi trato siempre ha sido exquisito. —Sir Walter se agachó y le cogió un seno con la mano, mientras le acariciaba el pezón con la lengua—. Nunca os he dado motivos para quejaros de mi rendimiento, ¿verdad? —Continuó bajando hasta la entrepierna y allí la frotó con los dedos, haciéndola suspirar—. ¡Amo vuestro sabor!
Visualizó a su última amante —una joven de dieciocho años, hermosa y de cabellos naturales del color del fuego— cuando Gloriana le bajó la bragueta y le acarició el miembro.
Para poseerla tuvo que tararear mentalmente la canción Flow my tears, de John Dowland:
«Fluyen mis lágrimas, caen a raudales,
Exiliado por siempre, déjame llorar;
Donde el pájaro negro de la noche canta su triste desgracia,
Déjame vivir triste allí».
Casi escuchó el lamento del laúd que acompañaba la letra. Empezó a embestirla, pausado, con los párpados cubriéndole los ojos. No era suficiente, necesitaba recrearse en una pasión tan fuerte como el granito para poder cumplir con su obligación sexual. Solo había una: El Dorado. Rememoró la ceremonia que tantas veces le relataron diversos caciques cuando en mil quinientos noventa y cinco exploraba la Guayana. Se efectuaba en el lago Manoa, de aguas saladas, parecido al mar Caspio y en cuyo lecho reposaban incontables tesoros. El heredero de los incas que habían escapado de la crueldad del conquistador Francisco Pizarro tomaba posesión del trono y luego debía realizar las ofrendas a los dioses. En la orilla aguardaba por él una balsa de juncos, que se hallaba adornada con flores exóticas de nombres impronunciables y con plumas de las aves más hermosas, vírgenes a las miradas europeas. Encima reposaban cuatro braseros en los que quemaban moque, trementina y otros perfumes producidos a partir de la savia. Alrededor del lago, los nobles, los sacerdotes, los guerreros y los vasallos presenciaban la escena enfundados en sus ropas de gala. Las antorchas encendidas que portaban y las que se encontraban clavadas en la arena le conferían al acto un aura de misterio. Desnudaban al nuevo gobernante, le rociaban el cuerpo con aceite de trementina —despedía un intenso aroma a pinos— y lo untaban con oro en polvo, de modo que parecía un gigantesco ídolo pagano que respiraba.
Sir Walter empaló a la reina con fuerza, una y otra vez, como a ella le gustaba. Cuando Elizabeth llegó al clímax no se detuvo, sino que se empleó a fondo con más rapidez para que se corriera de nuevo. La soberana también era una diosa viva y él obtenía ganancias incalculables gracias a los servicios que le prestaba en el lecho. Para superar la repelente cópula, Raleigh se fugó del lugar en el que se hallaba y visualizó cómo el nuevo rey, descendiente de los incas —también un sobreviviente—, subía a la balsa acompañado de los cuatro nobles de sangre más pura, que portaban ricas ofrendas, y navegaban por las tranquilas aguas en dirección al centro. En la orilla comenzaban a escucharse las cornetas, los fotutos fabricados con calabaza, los tambores y las aclamaciones, pero se apagaban en cuanto la precaria embarcación llegaba al punto medio e izaban una bandera. Acompañados por este respetuoso silencio, arrojaban al agua el oro, las piezas labradas con los más ricos metales, las esmeraldas y otras gemas preciosas. El Inca se zambullía en el fresco líquido y dejaba allí su recubrimiento dorado, del mismo modo en el que una serpiente abandonaba la piel. Por último, bajaban la bandera y volvían a la orilla para proseguir con las celebraciones durante días.
«¡Cuánto me cuesta mentalizarme para saciar a esta anciana!», pensó mientras llegaba al momento cúlmine. La pobre era un saco de pellejos, y, en los momentos lúcidos, cuando por descuido se miraba en algún espejo que había quedado sin cubrir, se percataba de la realidad y necesitaba que su amante de turno le diera la seguridad de que todavía era deseable. Recordó cuando en 1592 Isaac Oliver la había retratado tal como se veía y Gloriana había puesto el grito en el cielo. Le había advertido al Consejo Privado que todos los cuadros que se basasen en ese modelo serían destruidos. En cierta forma entendía su preocupación por mantener una máscara de juventud, pues el culto a su imagen había sustituido al de la Virgen María, al de Jesús y al de los santos del catolicismo.
«Ahora soy el único favorito, no debo perder de vista cuánto me ha costado llegar hasta aquí», se dijo. Porque, para recobrar los favores de Gloriana, había navegado hasta el Nuevo Mundo y buscado con desesperación El Dorado. Había dormido al raso con sus marineros, mojados hasta los huesos por lluvias tropicales interminables y calcinados por un sol inclemente cuando los cielos se despejaban, comiendo solo pescado y las frutas extrañas que encontraban por el camino. Había despedido olores nauseabundos por no poder bañarse —peores que los de cualquier prisión inglesa—, ¡justo él!, que siempre se esmeraba con el aseo. ¡¿Pero cómo nadar en ríos infestados de pirañas?!
Había buscado la legendaria ciudad casi a ciegas. Se había guiado por las cartas que el capitán George Poham había hallado en un barco español que había asaltado y por las confesiones que les había arrancado a Pedro Sarmiento de Gamboa y al gobernador Antonio de Berrio mediante amenazas, después de haberlos secuestrado. Pero ahora era distinto, sabía que el barón de Rich tenía el mapa verdadero. Solo le faltaba hurgar en su mansión y encontrarlo... Y convencer a la reina a base de orgasmos para que volviera a invertir en una expedición a la Guayana comandada por él.
[*] Estas estrofas forman parte del poema Walsinghame, escrito por sir Walter Raleigh.
La ceremonia en el río Manoa.
La famosa escena en la que sir Walter le puso su capa a Elizabeth I en el suelo para que no pisara un charco.
https://youtu.be/vHyg-v4Vxrg
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