CAPÍTULO 8. LADY ELIZABETH. Un mundo de infinitas posibilidades.
«Nada es veneno, todo es veneno: la diferencia está en la dosis».
Paracelso
(1493-1541).
En el Wild Soul. Mar Mediterráneo.
Cuando sir Walter le anunció que como venganza póstuma hacia Essex la entregaría a Mehmed III a título de regalo, lady Elizabeth comprendió que pese a las decepciones vividas seguía siendo demasiado ingenua. ¿Por qué motivo? Porque no comprendía cómo podía ser su enemigo un sujeto que compartía el mismo odio irracional y que no se satisfacía con la muerte del ser aborrecido. Sabía que debía sentir miedo, pero la inundaba la indignación porque también despreciaba a su rama materna.
Las cálidas atenciones de Oswyn —el único ser humano que la visitaba— y su insistencia para que comiera, para que se bañase y para que se vistiera con ropa limpia no conseguían arrancarla del torbellino de preocupaciones. Resultaba agobiante comprender que su padre se quedaría a merced del traidor sin conocer la perfidia cometida y considerándolo el mejor de los amigos. Se hallaba imposibilitada de alertarlo porque el mundo era infinito y se encontraba perdida en un punto recóndito del océano o del mar. Y, para peor, en un camarote en penumbra mientras escuchaba cómo los lirones, las ratas y los ratones pululaban a su libre albedrío.
Después de dedicar innumerables horas a lamentarse, comprendió el hecho crucial de que nadie efectuaba un obsequio de tal magnitud —una dama de la nobleza y protegida de la reina— sin esperar nada a cambio. Entonces, la gran pregunta: ¿qué ventaja recibiría Raleigh del sultán? Sospechaba que los delitos eran más numerosos y que todos se incluían dentro de la Alta Traición.
Intentó recordar los acontecimientos históricos para despejar esta gran incógnita. Sabía por su padre que el rey francés Francisco I y Solimán «el Magnífico» —este último bisabuelo del actual sultán— habían acordado una alianza secreta con la intención de frenar el poderío español, un pacto vergonzoso que le había permitido al enemigo de Europa llegar hasta las puertas de Viena y sitiarla. Cuando este tratado —que implicaba la más incomprensible de las alianzas entre un reino cristiano y un enorme imperio musulmán— había salido a la luz, el escándalo había sido tan mayúsculo que décadas después todavía se hablaba de él. Y, lo fundamental: las estipulaciones se extendían hasta el presente y regían las relaciones entre los firmantes.
De nada había valido para aplacar la furia generalizada el argumento de que el soberano de Francia ejercería de protector de los cristianos y que a estos se les permitiría la libertad de practicar su religión en aquellas tierras, porque en el fondo nadie ignoraba que se trataba de un tema de intereses, de la posibilidad de comerciar en exclusiva y de la tranquilidad de contar con un aliado que ejerciera de contrapeso al poder de los demás gobernantes. ¿Y por qué, justo ahora, entraba Raleigh en escena? No tenía sentido. ¿Estaría confabulado con el actual monarca, Enrique IV, y traicionaba a Gloriana? Podría tratarse de un espía. Sabía que los asuntos prioritarios de sir Walter se relacionaban con Londres, con Irlanda, con el Nuevo Mundo y las colonias que intentaba fundar allí. Pero ¿y si pretendía incursionar también en el Mediterráneo dominado por los otomanos? O podría ser que precisase tener vía libre en él para la consecución de un objetivo determinado.
Lo único que obtuvo con tanta reflexión fue un dolor de cabeza monumental y perpetuo, que se acentuó en el instante en el que el capitán del galeón irrumpió en el camarote para disculparse, trayendo con él el penetrante perfume del mar y de las algas. No comprendió sus argumentos y lo odió por seguir las instrucciones de Raleigh al pie de la letra, si bien se ablandó cuando la nombró ante la tripulación médica oficial y no admitió ninguna resistencia. Esta iniciativa acarreaba una nueva paradoja porque estando secuestrada se sentía más libre de ser ella misma y podría ejercer la medicina vestida con prendas femeninas. Atrás quedaba su alter ego, sir Every Harleston, el joven caballero en el que se transformaba para cumplir su sueño.
—Los enfermos venid conmigo a la sala de oficiales —ordenó Oswyn después de que el capitán abandonase la cubierta y cinco marineros dieron a la vez un paso al frente.
Lady Elizabeth abrió la marcha al lado del grumete y detrás de ambos caminaron los demás. Se sentía un poco fuera de lugar, pero al mismo tiempo emocionada por poder poner en práctica sus conocimientos.
—¿Quién se ocupa de la salud de la tripulación? —le preguntó, curiosa.
—Ahora os ocupáis vos —y al apreciar que la muchacha lo iba a regañar, Oswyn añadió—: El cirujano no pudo embarcar porque estaba con fiebres y ahora cubre su puesto el barbero, pero no le gusta nada esta tarea y estará encantado de delegarla en vos.
—¿Aunque sea mujer? —La aristócrata clavó los ojos en él y esbozó un gesto irónico.
—Aunque seáis mujer —afirmó, rotundo—. Ya habéis visto a mi primo, ha dejado muy claro que el que no obedezca es mejor que se tire de cabeza al mar. Y nadie desobedece al capitán.
—Nadie desobedece a un capitán pirata, diréis mejor. —Lady Elizabeth frunció el entrecejo en tanto se levantaba la falda para saltar sobre un par de rollos de cabos—. ¿Cómo es posible que un forbante tenga remordimientos? Estoy convencida de que me ha designado para este puesto solo porque siente lástima del destino al que me condenan.
—Mi primo no acostumbra a secuestrar mujeres, solo naos y galeones españoles —Oswyn le aclaró mientras entraban en la sala—. Os doy un consejo, milady: conformaos con los beneficios que actualmente la vida os depara y vivid el presente. No penséis en el futuro u os traerá ansiedad. Y, menos todavía, en el pasado u os deprimiréis. Vos sois una superviviente y de aquí hasta llegar a Constantinopla hay un gran trecho, muchas cosas pueden pasar. Si os hacéis indispensable es una buena baza a vuestro favor para que el capitán se resista a entregaros...
—Seguiré vuestros consejos, entonces. —La chica puso cara pensativa—. ¿Podéis ir a buscar al barbero? Y también al cocinero, necesito saber con qué materiales cuento.
Oswyn le pidió a uno de los pacientes que los trajera y que les transmitiese la solicitud de la chica. Un cuarto de hora después, estaban allí y la analizaban con curiosidad, mientras le entregaban un cofre de tamaño considerable. Dentro de él, entre otros objetos, había pinzas de distintos tamaños, cuchillos afilados, un juego de lancetas para sangrar, una jeringa de hacer lavativas.
—¿Cuáles son vuestros nombres? —les preguntó, respetuosa.
—Yo soy Edmond Brampton, el cocinero. —Utilizaba una entonación galante—. Y él es Benedict Berwyk y ejerce de barbero en el navío.
—Encantada de conoceros. Bueno, ahora que tenemos todo, empecemos —anunció lady Elizabeth en tanto colocaba una silla frente a ella—. ¿Quién es el primero?
La muchacha no seguía ninguno de los ritos que había aprendido en el Royal College, donde la medicina se mezclaba con la magia. Allí les enseñaban a estar pendientes de los calendarios astrológicos con la finalidad de analizar qué días eran los más adecuados para efectuar operaciones, lavativas y sangrías. Ella creía que la curación se hallaba dentro del propio enfermo y por eso entendía que su labor consistía en brindarle los caminos y las formas más adecuadas para conseguirlo con rapidez. Cierto era que, cuando se le presentaban diagnósticos alternativos, se apoyaba en las cartas del tarot Visconti-Sforza a fin de salir de dudas.
Un marinero alzó la mano y lady Elizabeth asintió con la cabeza para que se aproximase.
—Decidme cuál es vuestro nombre y vuestra dolencia —susurró con voz dulce y tranquilizante.
—Barnaby Poffe, milady, y tengo esto.
El joven se quitó la camisa y le mostró unos eczemas a lo largo de los sobacos, del hombro y de la espalda. El hedor a transpiración rancia y otros olores corporales desagradables le golpearon la nariz como si fuese un mazo, pero contuvo las náuseas para no causar mala impresión y que pensaran que era demasiado blanda por ser una fémina.
—¿Cuántas veces al mes os bañáis? —inquirió mientras examinaba las lastimaduras.
Ante esta pregunta los compañeros se rieron a carcajadas y el más atrevido respondió en lugar del interpelado:
—¡Nunca!
El enfermo bajó la cabeza, avergonzado y rojo como un tomate. Dobló el cuerpo desgarbado y se hizo más pequeño.
—Pues de ahora en adelante os daréis un baño diario con agua de mar —y, ante la mirada horrorizada del paciente, agregó—: No deseáis que estas heridas se agraven o que se os extiendan a otras zonas que es mejor no nombrar, ¿verdad? —como no parecía demasiado convencido, la dama insistió—: Si continuáis sucio os saldrán en la entrepierna y el dolor será insoportable. En cambio, si os mantenéis limpio y cumplís con mi prescripción, en dos semanas vuestras heridas cicatrizarán gracias al agua marina y no os saldrán más.
—El agua es mala para la salud. —Todavía se resistía—. Si nos bañamos se nos fugan los humores del cuerpo.
—Esas son creencias antiguas. Le comunicaré al capitán mis indicaciones. —Y recién ahí a la chica le dio la impresión de que el muchacho se resignaba a pasar por el líquido salado todos los días.
Cuando se alejó, lady Elizabeth le comentó a Oswyn:
—A modo de medida de precaución deberíamos instaurar el baño con agua salada dos o tres veces por semana como mínimo.
—Entonces, milady, la mayoría preferirá tirarse de cabeza al mar y que lo coman los tiburones. —El grumete lanzó una carcajada que los otros hombres corearon.
—Llevo años leyendo las enseñanzas de los médicos árabes y la mayoría están de acuerdo en que la higiene previene numerosos males —puso cara reflexiva y añadió—: ¿Sería posible conseguir tres o cuatro gatos cuando lleguemos a puerto?
—¡¿Gatos?! —Oswyn se asombró tanto que abrió la boca y no la volvió a cerrar.
—Sí, gatos. Todas las noches me cuesta dormir porque escucho las patitas de los ratones, de las ratas y de quién sabe qué otros roedores más corriendo por la habitación. —Lady Elizabeth lo miró a los ojos—. Traen numerosas enfermedades, incluso la peste negra. Como os he dicho antes, más vale prevenir que curar...
—Informaré al capitán, milady —repuso Oswyn, la trataba con mayor respeto porque se notaba que la médica sabía de qué hablaba y era muy capaz.
Sin embargo, cuando se acercó el segundo paciente —Geoffrey Lymsey— y le mostró el cuello, estuvo seguro de que tenerla a bordo del galeón constituía un pequeño milagro.
—Es una escrófula —diagnosticó la noble y al apreciar que no la comprendían, les aclaró—: El «mal del rey».
Y recién ahí todos la entendieron. Se trataba de una enfermedad muy extendida y desde el Medioevo para curarla intervenía el monarca inglés de turno por medio de una ceremonia. Durante el rito —en el que reunían a decenas de enfermos de escrófula— el soberano tocaba a los dolientes y rezaba. Se suponía que aliviaba este mal, pero lady Elizabeth lo dudaba.
—Os duele, ¿verdad? —le preguntó con tono comprensivo y el marinero asintió con la cabeza—. La buena noticia es que al no estar adherida a la piel será muy sencillo quitarla. ¿La veis, Oswyn? Es como una pequeña bolsa flotando en el aire. Edmond, ¿me podéis traer agua hirviendo? Y paños muy limpios, ¿tenéis?
—Sí, milady —respondió con respeto el interpelado.
—Hervid uno de ellos en el agua, por favor —le pidió, amable.
Mientras el cocinero iba hasta el fogón situado en proa para cumplir sus órdenes, lady Elizabeth le preguntó a su paciente:
—¿Soléis beber mucha leche?
—Tanto como un ternero, milady. Tenemos una vaca a bordo que parió poco antes de embarcar. —El hombre movió de arriba abajo la cabeza—. El capitán quiere que estemos bien alimentados y suele, además, fondear en algunas islas donde tenemos gente de confianza para intercambiar productos por frutas, verduras y otros alimentos frescos. Cuida mucho de nosotros para que no enfermemos de escorbuto y que no nos hartemos de comer cerdo seco y pescado.
—Y me atrevo a afirmar que vos bebéis la leche sin hervir —repuso lady Elizabeth.
—Sí, milady, no puedo decir que no —y percatándose de lo que la chica insinuaba, Geoffrey le preguntó—: ¿Es posible que la leche cruda me haya provocado esto?
—Sí, y estar en contacto con la vaca. ¿Hay alguien más con escrófula?
—Yo. —Otro tripulante levantó el brazo.
—Y yo —añadió un tercero.
Lady Elizabeth fue hacia el primero que habló y luego hacia el segundo, ponía un gesto de gran concentración. Confirmó, aliviada, que las características eran similares en los tres sujetos.
—Corred la voz de que de ahora en adelante es necesario hervir la leche antes de beberla si no queremos que todos estéis igual —anunció muy seria.
—¿Y qué haréis con las escrófulas de estos hombres, milady? —la interrogó Oswyn, reverente.
—Quitárselas, por supuesto, no hay otra solución —le contestó la aristócrata como si la respuesta fuese evidente.
Pronto el cocinero regresó con los paños y el agua hervida —ella quemaba al calor del velón los tres cuchillos más afilados— y le preguntó:
—¿Precisáis algo más, milady?
—Puede que sí, ¿tenéis jengibre en vuestra despensa?
—Sí, milady —le respondió Edmond con rapidez.
—Pues cortad varios trozos y hervidlos para darles a estos hombres dos infusiones al día durante una semana. Los ayudarán a combatir la infección —le solicitó lady Elizabeth con una sonrisa melancólica.
El ánimo se le ensombreció. La embargó la tristeza porque recordó el dulce sabor de las galletas de jengibre con forma de muñeco que Gloriana había instaurado como costumbre durante las fiestas navideñas y que solía regalar a los invitados. Eran exquisitas y olían de maravilla. Desde niña esperaba con impaciencia estas fechas para atiborrarse con ellas hasta que le dolía la barriga. Jamás las volvería a probar, pues su destino era acabar en el harén del sultán para satisfacer sus perversiones.
Rememoró, también, cómo había disfrutado de los festejos navideños de la corte en el año noventa y nueve en Richmond y fue como si reviviese aquellos días. Porque ya de entrada la inundó un gran placer al navegar por el Támesis y apreciar las torres y la cúpula del palacio, mientras las veletas de color oro y azul emitían una especie de canto gracias a la fuerte y perfumada brisa. Además, Essex no estaba, fingía que se encontraba a punto de morir para recuperar el favor de la reina. Le hizo llegar a la soberana la más costosa de las joyas, pero ella no la recibió ni la rechazó, y, como forma de desprecio, ni siquiera la anotó en la lista de presentes. Sí alabó muchos otros, que aplaudió como si fuese una pequeña, en tanto recompensaba a los cortesanos con costosas vajillas doradas.
Las diversiones no acababan nunca. Desde las danzas campesinas que bailaban acompañados por los sones de las flautas y de los tamboriles hasta las funciones teatrales que se representaban en la Gran Sala, rodeados por las efigies de los reyes de Inglaterra enfundados en sus ropajes dorados. Hubo un par de obras de Thomas Dekker, otra de Ben Jonson, pero la que más le gustó fue la del poeta William Shakespeare, Como gustéis. Sir Walter Raleigh tampoco se hallaba allí porque estaba enfermo de malaria y era una pena que no se hubiese muerto, pues le hubiera ahorrado sus actuales sinsabores... Pero no podía resignarse a que se cumplieran los designios de ese maldito corsario, debía consultar al tarot Visconti-Sforza el modo de evadirse de la pesadilla.
En cuanto sus pacientes se fueron y Oswyn tuvo que ir a hacer un recado, lady Elizabeth aprovechó para sacar las cartas del bolsillo. Barajó los naipes y los colocó encima de la mesa.
—¡Por favor, amigas, decidme cómo puedo salir de este lío y recobrar la libertad! —les rogó desde el fondo del corazón.
Acto seguido formó dos filas de once naipes, e, igual que siempre, esperó a que alguna la atrajese. Pronto las flores de la parte trasera de una que se hallaba a la derecha comenzaron a reproducirse y se derramaron sobre la mesa. La rozó y quemaba igual que las brasas de la estufa cuando estaban al rojo vivo. Supo que ya tenía la primera. Cerró los ojos y borró cualquier imagen de la mente. Al abrirlos un naipe de la primera fila se movía como si deseara ser el elegido. Puso la mano sobre él y le dio un calambrazo. Por último, cogió la que se encontraba a la izquierda de esta, pues las hojas verdes crecieron y taparon las líneas de colores de forma rectangular.
Volvió a bajar los párpados y dejó los prejuicios atrás para ser capaz de interpretarlas. Respiró hondo y dio vuelta la elegida en primer lugar. Era la Emperatriz. Supo, al apreciar el cetro y el escudo blasonado con el águila negra que portaba la figura —símbolo este último del Sacro Imperio Romano Germánico—, que debía ser tan fuerte, poderosa y resolutiva como la Madre Tierra, pues este triunfo representaba el poder femenino. Significaba un excelente vaticinio que apareciese en esta posición. Emocionada, giró la segunda: era la del Emperador y supo, al contemplar el globo imperial y el cetro que llevaba en ambas manos, que esta imagen se refería a Francis, su secuestrador, en el ejercicio de la profesión de pirata. Y, lo más curioso, era que ambos se manifestaban uno al lado del otro como si fueran complementarios. Se puso la mano sobre el pecho y dio vuelta el último naipe. El triunfo del Amor pareció burlarse de ella.
Estuvo a punto de tirarlas al suelo al observar que Cupido se quitaba la venda de los ojos y que, efectuándole un guiño, pronunciaba:
—El verdadero amor surge del alma, pero también mis flechas extienden el deseo y la lujuria. ¿Entendéis cuál es la solución a vuestros problemas?
Y, por un segundo, lady Elizabeth deseó haberse mantenido en la ignorancia...
https://youtu.be/YKQGC8nKRXQ
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