CAPÍTULO 5. FRANCIS. Pirata y rufián.

«La maldad puede disfrazarse de virtud, mas la virtud no lleva máscara».

William Shakespeare

(1564-1616).

Londres. Rich House. Royal College.

Francis no se había evadido de sir Walter Raleigh y ahí estaba, clavado como una estaca frente al imponente palacio del barón de Rich. Se sentía igual que un grumete vapuleado por el capitán después de largar mal las velas, pues el corsario había conseguido de él todo lo que se proponía. No era cobarde, sino que le había parecido un despropósito perder la vida, justo en el Golden Hinde, solo por defender unos principios que había dejado atrás hacía mucho tiempo. En concreto, desde que había comenzado la sangrienta carrera de pirata. Si había que secuestrar a la hija del dueño de casa, lo más beneficioso era hacerlo de manera exitosa.

     Cuando la dama salió por la puerta principal en compañía de la doncella, cerró los ojos muy fuerte creyendo que se trataba de un espejismo similar a los castillos, a los barcos y a las ciudades en el cielo que los marinos solían contemplar al pasar por el estrecho de Mesina[*]. Ansioso, los volvió a abrir y un estremecimiento le sacudió el bajo vientre: era realidad, allí se encontraba la hermosa joven con la que se había cruzado en los jardines de Whitehall y de la que no había podido dejar de pensar ni un mísero instante. Sospechaba que debía de ser una bruja tan poderosa como Morgana y que lo había hechizado mediante un inevitable conjuro, pues cada vez que tenía sexo con alguna de sus amantes recurrentes se le aparecía el bello rostro en un gesto irónico, como si le indicara que nunca podría satisfacerse con ninguna otra. Y su fatídica alucinación tenía razón: después de un clímax agónico se sentía tan vacío como un galeón fantasma.

     Musitó su nombre, Elizabeth, y se regodeó con cada letra. Luego la persiguió como un poseso por amplias calles y por callejuelas pestilentes, mientras la guapa chica entraba en casuchas a punto de desplomarse. Lo invadió la curiosidad y la espió a través de sucios ventanucos. Descubrió, estupefacto, que en cada uno de los sitios dejaba pan y queso. Y, lo más intrigante: que auscultaba a las personas que se hallaban enfermas sin importarle su seguridad. Encima, después les regalaba algunos medicamentos naturales que cargaba en una bolsa. Las dolencias eran distintas, pero todos los pacientes tenían algo en común: cuando lady Elizabeth se iba se quedaban con una sonrisa esbozada en los labios y una mirada esperanzada. Así, su admiración por ella creció más y más. Llegó a la conclusión de que era una inestimable joya en un mundo despiadado... Y él un monstruo, por tener que raptarla.

     Sir Walter Raleigh solo le había advertido que la aristócrata a la que debía secuestrar era la hija mayor de lord Rich y la hora aproximada en la que subiría en un carruaje vestida de hombre. Él quiso profundizar y espiarla desde antes, con lo que ahora la tarea le resultaba una tortura. No obstante, al verla subir en la parte trasera del vehículo disfrazada e imitando los modales de un caballero, reflexionó que de este modo quizá podría desdoblarse y fingir que no era la mujer que lo hacía babear con su mera existencia. Porque nadie la reconocería, daba la impresión de que la barba triangular y el bigote le brotaban de la piel. «¿Cómo la melena por el hombro, tan masculina, puede esconder la larga cabellera femenina?», pensó, intrigado y con ganas de desnudarla, mientras la perseguía montado en Sombra, su caballo. «¿Cómo alguien puede ver sus brillantes ojos aguamarina y creer que es un varón?»

     Dentro del Royal College, fue testigo del empeño de lady Elizabeth por aprender todos los conocimientos para curar el dolor humano, aunque esto la llevase a romper cada regla. Francis comprendió que era como él, una rebelde, pero millones de veces mejor. Porque se notaba que los ángeles la protegían para que encontrara un hueco en la Tierra y que hiciese el bien... Y se sintió más miserable aún por apartarla de su destino.

     Vio, amparado en los rincones, cómo escuchaba con atención las explicaciones de los profesores y con cuánta sabiduría respondía las preguntas. Para ser exacto, sobrepasaba al resto de compañeros por la magnitud de sus conocimientos. Lo que más asombro le causó, no obstante, fue que diseccionara un cadáver sin que le temblase el pulso y cómo examinaba con cara concentrada qué ocultaba en el interior. Francis, ignorante, desconocía que se permitían estas prácticas porque el clérigo de su navío, el Wild Soul, recalcaba siempre que el apóstol San Juan sostenía que el cuerpo humano era el templo en el que moraba el alma. Y por eso, aunque muriese y el espíritu lo abandonara, seguía siendo sagrado e intocable.

     Detestaba las tareas que le había impuesto sir Walter por la fuerza y que lo convertían en un rufián. Pero sus «razones» eran más poderosas que cualquier otro argumento: debía secuestrar a lady Elizabeth y llevársela con él si deseaba conservar la vida —su principal motivación— y de rebote recibiría una exorbitante suma una vez que la joven subiese a su navío. Al regreso del viaje, cuyos pormenores ignoraba, lo esperaría una patente de corso que obtendría para él Raleigh seduciendo a la reina.

     ¡Qué lejos estaba lady Elizabeth de ser «la dama de hielo», como la apodaba la aristocracia! Esa gente ociosa e indolente ni siquiera se tomaba la molestia de rascar la superficie porque más cálida no podía ser. Francis comprendió, con cada segundo que transcurría, que por oposición a la conducta de la joven era una repugnante cucaracha, un engendro que debía ser relegado al más profundo de los abismos por planear cómo secuestrar a este ángel. Intentó silenciar su conciencia repitiendo una y otra vez que recibiría una gigantesca suma y una patente de corso por el rapto, pero de nada servía porque se sentía peor.

     Así que cuando vio que se despedía de los colegas y emprendía el camino por una callejuela sin iluminación, creyó que era el mismísimo Diablo al seguirla. Le pareció que lo veía y que iba a gritar, por lo que la golpeó en la cabeza para desmayarla.

     Cuando la enredaba en su manto oscuro y se la cargaba sobre el hombro, alguien gritó:

—¡Todos a mí, ayudadme! ¡Están raptando a un caballero!

     Le pareció que el individuo que había dado la voz de alarma se enfundaba en el uniforme de la Guardia Real, pero debía de ser un error porque Raleigh, el capitán de todos ellos, era el autor intelectual del delito. O tal vez intentaba ponérselo más difícil por diversión, pues Francis era un simple peón en sus maquinaciones.

     Sosteniendo la preciosa carga, saltó sobre el caballo, cogió las riendas solo con una mano y zigzagueó entre callejuelas que, por fortuna, conocía como la palma de la mano. Mientras, una multitud que portaba antorchas los perseguía como una manada de lobos siguiéndoles el rastro. Daban la impresión de que aullaban a la luz de la luna, pues no distinguía las palabras, si bien la entonación anticipaba qué harían con él si lo atrapaban. Y, por supuesto, no era nada bueno.

—Silencio, Sombra —le pidió al equino en tanto se refugiaban dentro de un estrecho y oscuro corredor.

     Lady Elizabeth continuaba inmóvil delante de él. Francis exhaló con lentitud el aire contenido y le pidió auxilio a Dios para que obrase de la mejor manera posible, protegiéndola a como diera lugar. Sabía que la petición no tenía sentido teniendo presente su conducta desalmada... Pero cuando los persecutores siguieron de largo supo que desde el Cielo alguien lo había escuchado.

     A partir de ahí tuvo suerte y consiguió salir de la ciudad sin más problemas. Cabalgó hacia Tilbury —el sitio donde había fondeado el galeón— a la máxima velocidad. Se hallaba muy cerca del lugar donde Gloriana había arengado a las tropas con su famoso discurso del ochenta y ocho, mientras sir Francis Drake se enfrentaba con valentía a la «Armada Invencible» española.

     La soberana les dio ánimos diciendo:

     «Siempre me he comportado de manera en que, bajo Dios, he puesto mi principal fortaleza y salvaguardia bajo el cuidado de los leales corazones y buena voluntad de mis súbditos; y así he acudido aquí entre vosotros, como podéis ver en este momento, no para divertirme o para recrearme, sino para estar en medio del calor y del fulgor de la batalla, para vivir o morir entre vosotros; para rendir cuentas a mi Dios, a mi reino, a mi gente, a mi honor y a mi sangre, incluso a la tierra».

     Mientras remaba en el bote hasta arribar al Wild Soul, se comparó con la actitud de la reina y con la de sir Francis Drake... Y se vio como lo que en realidad era: una serpiente del Infierno que ayudaba al Diablo en su labor de destruir a las almas puras que equilibraban la balanza del lado del bien. «¡¿Y, encima, tengo el descaro de pedirle ayuda al Creador?!», pensó, sintiéndose humillado. Porque actuaba bajo las órdenes de un corsario malvado que era el polo opuesto de sus admirados héroes. Raleigh, practicante de la perversidad extrema, además lo obligaba a que no mantuviese contacto alguno con lady Elizabeth y que solo el grumete se encargara de las necesidades de la dama. Nadie más debía saber de su presencia.

     Se colocó al lado del galeón y se ató a la cintura la cuerda que le tiró desde arriba su primo Oswyn, aprendiz de marinero. Luego subió con la chica al hombro como si pesara igual que una grácil mariposa.

—Cuando despierte traedle de inmediato agua caliente y que se bañe en la tina. Deseo que milady disfrute de las mayores comodidades posibles mientras esté a bordo.

—¡¿Milady?! —Se asombró el joven—. ¡¿No es un caballero?!

—No, y guardaos muy bien de revelar este secreto si queréis ascender —le advirtió con rostro grave—. El resto de la tripulación sabrá que viaja con nosotros cuando abandonemos Inglaterra y estemos lo suficientemente lejos como para que no puedan volver a nado. Las supersticiones por llevar a una mujer a bordo podrían hacer que más de uno se tire de cabeza al mar.

—¡Contad con mi silencio, primo! —Oswyn se llevó la mano al corazón—. Me honráis al confiar en mí.

—Lleváis mi sangre y vuestro progenitor fue un padre para mí, sé que no me fallaréis. —Y le propinó una palmada suave en la espalda, pero como era tan delgado casi lo dobla en dos—. Avisadme cuando despierte y esté en condiciones. Después de que se asee que se ponga el vestido que está colgado en mi armario.

—Pensaba que era para vos. —Oswyn largó una carcajada—. Creía que disfrutabais de extrañas aficiones en alta mar.

—Bien dicen que la confianza da asco —le entregó a lady Elizabeth y luego lo despidió con apremio—: Si se niega amenazadla, obligadla o haced todo lo que consideréis necesario para que se vea limpia y que parezca una dama. El aristócrata que encargó su secuestro fue muy específico en este tema y está por llegar. Os advierto: no es de los que se caracterizan por ser pacientes, es un mal bicho. Hacedle comprender que si obedece le irá mejor que si se niega.

—Pensaba que la iniciativa de traerla era vuestra —balbuceó el joven—. Que os habíais prendado de ella y que la queríais con vos de forma permanente.

—¡Por supuesto que no! ¡¿Para qué querría una sola mujer si puedo tenerlas a todas?! —Francis reaccionó como si su primo le hubiese anunciado que el hombre llegaba a la luna—. Tengo una amante en cada puerto, ¿quién podría pedir más? Dejaos de tanta cháchara y de suposiciones ridículas, id a hacer lo que os he pedido.

     Podía engañar a los demás, pero no a sí mismo: se sentía estimulado al saber que lady Elizabeth seguiría al lado de él durante semanas. Se paseó de popa a proa y de proa a popa pensando en la bella dama, mientras el galeón se mecía con suavidad por encima de las pequeñas olas. Llevaba tantos años navegando, que cuando bajaba a tierra al principio parecía un marinero borracho, pues le costaba mantener el equilibrio. Detestaba fondear y dejar atrás el olor a salitre, siempre anhelaba embarcarse lo más rápido posible. Era un pez fuera del agua y boqueaba sin poder respirar. Solo después de varios días se acostumbraba al aire pútrido provocado por la acumulación de personas, por los orinales que tiraban a la calle y por la basura en descomposición que nadie recogía.

     No supo cuántas horas pasaron hasta que observó cómo un bote, apenas iluminado por un agónico fanal, avanzaba hacia el Wild Soul. Pese a no haber gente en los alrededores, utilizaban los remos con excesivo cuidado para que no se escuchara ningún sonido por encima del susurro del Támesis. Cuando se pegaron al galeón, Francis les tiró un par de cabos que ató al mástil. Contempló cómo sir Walter se transformaba de cortesano en corsario, porque apenas en unos pocos segundos trepó y le saltó al lado sobre la cubierta. No venía solo, lo acompañaba uno de los soldados que se hallaban con él la noche de la «cena» en el Golden Hinde.

—Ya conocéis a Allenby —pronunció Raleigh, escueto, en tanto señalaba al otro hombre—. Decidme, ¿está aquí?

—Sí —le informó Francis, reacio—. No ha sido sencillo, pero la he traído.

—¡Perfecto! —Sir Walter soltó una carcajada—. Para los planes que tengo con esa zorra la soledad de esta zona es la más adecuada. —Escrutó en la oscuridad en todas las direcciones—. Nadie podrá oírla.

—¡¿Es que pensáis violarla o matarla en mi galeón?! —lo interrogó, chocado y con el corazón palpitándole a un ritmo acelerado, y eso que consideraba que como pirata había visto todo horror.

—No es asunto vuestro lo que haga o lo que deje de hacer —sir Walter lo cortó con cara de enfado—. Conformaos con vuestra paga. —Le efectuó una señal a Giles Allenby y este le entregó varios sacos de monedas—. Y recordad que a vuestro regreso victorioso os espera una patente de corso.

—Entonces, ¿debo llevarla a algún lado y no le haréis daño? —inquirió, lleno de preocupación por lady Elizabeth.

—Seré sincero con vos. —Raleigh le clavó la mirada y soltó una risa entre divertida y siniestra—. Todavía no sé si quiero que la llevéis viva o muerta. Lo único que tengo claro es que abandonará Inglaterra... Y creedme: si esa mujer supiera cualquiera de los destinos que le he preparado, preferiría morir.

[*] El fenómeno óptico que tanto asustaba a los marinos se llama fata morgana  y aparece mencionado desde la antigüedad. Se produce al darse una inversión térmica en la atmósfera, lo que ocurre cuando en un mismo espacio existen dos capas de aire a diferente temperatura y la caliente sube por la que está más fría. Así, produce una refracción que determina que se vean una serie de dos imágenes invertidas y rectas.



Efecto fata Morgana.



https://youtu.be/9rpCGRhwVOU




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