CAPÍTULO 4. LADY ELIZABETH. Nacida bajo «el género equivocado».
«El temor a hacer bajezas e indignidades, es valor; y es valor también saberlas sufrir cuando se nos hacen a nosotros».
Benjamin Jonson
(1572-1637).
Londres. Rich House. Royal College.
Era hora de convertirse en sir Avery Harleston, estudiante aventajado de medicina en el Royal College. Las cartas de tarot le habían avisado que ese día estaba en peligro por medio del triunfo de la Torre, naipe llamado en sus orígenes La Casa del Diavolo. Cuando la vio delante de ella sobre la mesa, la impresionó el rayo que partía de un sol impasible y hendía los muros de la construcción. Así, le recordaba que todo lo material era temporal. Encima, las dos figuras que caían de cabeza al vacío le recordaban a su padre y a su hermano Robert.
Por eso lady Elizabeth escondía al máximo sus rasgos y le daba los últimos retoques a la peluca que simulaba cabellos masculinos en tono caoba. Luego se pegó la barba y el bigote con resolución, elementos que hacían imposible que alguien la reconociera. Se vertió sobre las ropas unas gotas del perfume de sándalo que Gloriana le había preparado en la sala de destilería del palacio. Se suponía que era un afrodisíaco utilizado por los varones y que le adicionaría a la personalidad impostada la fuerza del otro género. Porque no solo debía verse como un varón, sino también serlo al olfato, al tacto, al gusto y al oído. De su naturaleza femenina solo mantenía las cartas del tarot Visconti-Sforza, escondidas en un bolsillo secreto del jubón.
Mientras se rellenaba la bragueta con pañuelos para simular un gran pene, reconoció que siendo hombre simplificaba a un número escaso la gama de emociones que debía aparentar. Cierto era que, después de convertirse en sir Avery durante casi un lustro, este temperamento se había vuelto parte de ella, igual que el brazo, la nariz o la pierna. Porque tenía más claro que el agua que jamás aceptaría con mansedumbre el lugar marginal que algunos pretendían atribuirle. La sombra de la reina era alargada: Elizabeth Tudor había demostrado que las féminas podían gobernar y tomar decisiones mejor que ellos, no en vano disfrutaban de más de cuarenta años de paz. Y, del pequeño reino consumido por las guerras que habían dejado sus antecesores, Inglaterra se convertía a pasos agigantados en un imperio.
Al principio le había resultado injusto que le hubiesen vetado asistir al colegio de medicina enfundada en sus vestiduras y estar obligada a fingir lo que no era. Sin embargo, pronto había comprendido que era un precio pequeño si lo comparaba con lo que podría haber ocurrido, tener que renunciar a su sueño por la mera circunstancia de nacer dentro del «género equivocado». Gracias al apoyo de su padre y de Gloriana había terminado los estudios con éxito y solo le faltaba conseguir práctica porque, por desgracia, les enseñaban la teoría, pero salían analfabetos en el resto.
Todavía no decidía qué haría a continuación, si ejercer la medicina o continuar estudiando en el extranjero. Su progenitor le sugería que mantuviese en secreto a su alter ego masculino y que aprovechara que la reina le había otorgado una existencia real, haciendo que su secretario le insuflase vida en numerosos documentos. Tanto el barón como Su Majestad insistían en que debería poner un consultorio en la mejor zona de Londres, y, cuando se convirtiera en «el médico» más famoso de la ciudad, revelar el ardid y colgar el disfraz para siempre.
De este modo todos reconocerían que una dama había sido la primera de su promoción y que se había vuelto una eminencia en el ejercicio de la medicina. Con ello demostraría que su sexo estaba más que capacitado para comprender el difícil equilibrio entre los cuatro elementos básicos —aire, agua, tierra y fuego— y para estudiar los «humores del cuerpo humano» —la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. Sus profesores decían que la enfermedad era el resultado de la mala mezcla humoral a causa del desequilibrio, la alteración o la corrupción de alguno de los cuatro pilares. Sin embargo, le parecía que era una explicación bastante simplista porque no estudiaban en profundidad cada uno de los órganos. Y, menos todavía, los femeninos. No estaba de acuerdo con la afirmación de que las féminas eran «hombres incompletos».
Tampoco compartía el mito de la mujer-útero. Decían que la matriz generaba un vapor venenoso, que al pasar por las arterias y por las porosidades del cuerpo afectaba a todo el organismo y que al llegar al cerebro producía histeria. Y aún menos, que la cura prescripta fuese contraer matrimonio. No se necesitaba ser demasiado inteligente para percatarse de que todas las explicaciones pretendían justificar el sometimiento de la fémina al varón. Se daba cuenta de que sus mentores partían de estas afirmaciones para luego buscar durante las disecciones de los cadáveres femeninos las pruebas que las ratificaran.
Reconocía, eso sí, que resultaba complicado proteger a los pacientes porque se exponían a las «miasmas» que brotaban del agua estancada o de las sustancias corrompidas o de los cuerpos de las personas que sufrían diversos males. Había pasado largas horas, por su cuenta y fuera de las obligaciones lectivas, analizando la orina de los convalecientes y tomándoles el pulso... Y había llegado a la conclusión de que necesitaba saber mucho más de lo que sus instructores le enseñaban para explicar cómo se contagiaban unas a otras. Se hallaba convencida de que con aprender las enseñanzas de Hipócrates, de Galeno y la fisiología de Vesabio apenas rascaba la capa superficial del conocimiento. Por este motivo, se hizo traducir del árabe todos los manuales y los libros de medicina que pudo encontrar, pues estos médicos de tierras distantes habían sido capaces de vencer la peste. Era tal su dedicación, que se esforzó por aprender el idioma con un judío que residió en la península arábiga media vida y ahora cada vez que encontraba una de estas obras las leía por su cuenta. No contenta con esta iniciativa, consiguió que las curanderas más reputadas le enseñaran las técnicas y los medicamentos naturales para devolverle la salud a los dolientes. ¿A qué conclusión había llegado? La principal, que la nueva moda de desterrar las bañeras y los baños para sustituirlos por el frotamiento con perfume, por el polvo y por la ropa blanca solo conseguía que las enfermedades se extendieran.
Había tantos conocimientos por descubrir que las veinticuatro horas del día le resultaban escasas. Todo el tiempo lo dedicaba a aprender y pagaba gustosa el precio por tal dedicación, que sus pretendientes la llamaran «la dama de hielo» y que murmurasen que era tan fría y tan distante con los caballeros como un iceberg del Polo Norte. Ignoraban que había contraído matrimonio con su profesión de médico, al igual que desconocían que la reina se había casado con Inglaterra. Agradecía a Dios que su padre fuera empático y que la ayudara, a diferencia de Penélope y de esos hombres soberbios que elaboraban alianzas a través de los hijos para mejorar la situación del linaje y medrar en el poder.
Penélope y el infame Essex habían pretendido venderla al mejor postor y les parecía antinatural que el barón descartase todas las propuestas y que la ayudara a permanecer soltera. Por suerte, ella había caído en desgracia y la cabeza cortada del conde pendía de una pica en el puente de Londres y servía de comida a cuervos y a gusanos. Porque si esta minucia les chocaba, ¿qué hubiesen hecho si hubieran sabido que se mezclaba con sus compañeros varones para diseccionar y para analizar los restos de los difuntos y aprender más? Quizá la hubiesen denunciado por brujería o la hubieran acusado de ser nigromante.
También los odiaba porque ambos habían fingido que Penélope era una dama honrada mientras se escabullía dentro de la cama de Mountjoy y engendraba un bastardo tras otro, forzando a su padre a hacerlos pasar por legítimos. Y, sobre todo, le costaba comprender cómo la pareja de su madre había pasado de disputar con su tío por los favores de la reina para terminar convirtiéndose en amigos y en casi cuñados. Porque no tenía la menor duda de que Essex había sido el promotor y el cómplice del deshonor. «¿Por qué Gloriana se conformó con solo cortarle la cabeza? Mi tío merecía que lo condenaran a la pena por Alta Traición, a que lo ahorcasen, a que lo arrastraran y a que lo descuartizasen», pensó con rencor.
Le molestaba, asimismo, que Charles Blount, barón de Mountjoy, no hubiese sufrido la estrepitosa derrota del conde en Irlanda al ejercer de diputado y que hiciera retroceder al rebelde Tyrone. De hecho, gracias a estos éxitos, la soberana le había perdonado la vida por las antiguas maquinaciones con su tío de unir el ejército inglés y el escocés y conquistar Londres. Elizabeth Tudor valoraba que Mountjoy hubiera rectificado y por eso tanto él como la traidora de Penélope respiraban aún, pese a que ella lo había incitado a la rebelión hasta sus últimas consecuencias.
—Milady, dice vuestro padre que es hora de partir. —La doncella entró en la habitación y no se inmutó al verla vestida de hombre, estaba acostumbrada—. El cochero os espera.
—Gracias, Grace. —Elizabeth se puso de pie y abandonó la habitación.
Cuando descendía por la escalinata y se hallaba en el primer descanso, Robert bajó los peldaños a la carrera detrás de ella y le preguntó:
—¿Puedo ir con vos? Creo que me gustaría saber qué se siente siendo médico.
—Me honra, hermanito, que me veáis como un modelo a seguir. Pero no me pueden relacionar con nuestra familia o el personaje que hemos inventado y los documentos que ha tenido que falsificar Su Majestad serán para nada. —Cariñosa, le revolvió el pelo—. Además, me enorgullezco de que no os conforméis en el futuro con vivir de rentas y con ser simplemente el barón de Rich. Resulta una tontería que los nobles no trabajen porque lo único que consiguen es perder todo el patrimonio —al apreciar el rostro pensativo del adolescente, añadió—: Tranquilo, esto no os sucederá a vos cuando estéis al frente de la baronía.
—He pensado, también, en tener una flota de navíos e ir con ellos al Nuevo Mundo. —Robert lanzó una carcajada, feliz—. ¡Podría ser corsario o el jefe de un grupo de corsarios! ¿Me imagináis, hermana, hundiendo cientos de galeones españoles? ¡Sería el azote de Felipe III, igual que sir Francis Drake lo fue de su padre!
—¡Sí que os visualizo! Estoy segura de que lograríais lo que os propusierais, sois muy tenaz. Pero aún falta algún tiempo para que os podáis dedicar a una profesión tan peligrosa. Debéis, primero, concluir vuestros estudios en Eton y luego empezar y terminar los de Oxford. No tratéis de quemar etapas, disfrutadlas todas.
—¡¿Os parezco pequeño?! —El muchacho lanzó un bufido de fastidio—. ¿Es menester que os recuerde que muchos de mis amigos ya están casados y son padres?
—Pero vos no seréis un simple peón en un tablero de ajedrez —le recalcó Elizabeth y puso rostro muy serio—. Os casaréis por amor y no os veréis obligado a soportar un matrimonio desdichado y vergonzoso, como el que tuvo que padecer nuestro pobre padre. ¡Jamás os uniréis a una dama igual de malvada que Penélope!
—¡Cuánto la odio! —espetó el joven con furia—. ¡Engañó a padre, a la reina y nos alejó de nuestros hermanos! —al apreciar que la mirada de Elizabeth se convertía en un témpano de hielo, agregó—: Porque para vos todavía son nuestros hermanos, ¿verdad? Creo que ellos no tienen la culpa de los delitos de Penélope y de Mountjoy...
—Si os soy sincera, considero que mantener el contacto con los niños sería acercarnos a los dos traidores. No estoy dispuesta a aceptar esa relación ilegítima o a darle reconocimiento, aunque sea de una forma tangencial —le confesó, resuelta—. Sé que suena egoísta, pero hay que arrancar de raíz las malas hierbas para que crezcan más fuertes las rosas. Tengo la sensación de que padre es rehén de esos sinvergüenzas, un esclavo al que transportan en las bodegas del barco negrero. ¡Se han ido a vivir juntos y se vanaglorian de la traición cometida!
—No sé yo... —Robert dudó—. Tampoco quiero saber nada de ellos, pero mis hermanos... No sé, tendré que pensarlo. En algo tenéis razón vos: Penélope intentará manipularnos para obtener un mejor trato económico del barón.
—Si dependiera de mí, se pudriría en la pobreza. Ha renunciado a cualquier ayuda desde que se acostó con Mountjoy —afirmó Elizabeth, vengativa—. Nuestro padre, más temprano que tarde, solicitará el divorcio ante los tribunales eclesiásticos y ella tendrá que vivir con las consecuencias de sus actos. Le guste o no —le planteó con rotundidad.
—No dudéis de que Penélope, entonces, se casará con Mountjoy. —Robert utilizó la misma entonación que si pronunciara que el día sigue a la noche—. Ahora viven en pecado y ten por seguro que intentarán legitimar a nuestros hermanos bastardos.
—Medio hermanos —la joven recalcó la palabra—. De cualquier modo, si lo intentan caerán más bajo aún porque la ley canóniga lo prohíbe. ¡Como para premiarlos si fueron los causantes de tanto deshonor! Tenemos mucha suerte de que Gloriana nos ampare y de que padre cuente con amigos poderosos. De lo contrario, nuestra vida hubiera acabado antes de comenzar.
—¡Odio a Penélope! —Robert la abrazó con fuerza—. ¡Os juro que yo también os protegeré cuando sea mayor! Seréis médica y ejerceréis sin necesidad de disfrazaros de hombre. ¡Vendréis conmigo al Nuevo Mundo! Allí hay pocos médicos y a nadie le importará vuestro género.
—Estaré encantada de acompañaros. —Lady Elizabeth le dio un beso cariñoso en la mejilla—. Nada me gustaría más que subir a vuestro galeón y vivir muchas aventuras. Podría ser la médica de vuestra tripulación. Decidme, Robert: ¿me permitiréis bajar en alguna isla exótica y bañarme en sus aguas cálidas y de color esmeralda? ¡Anhelo caminar con los pies desnudos sobre la arena limpia!
—¡Claro que sí, os permitiré todo lo que vos queráis! —le prometió, riendo—. Y os prometo, además, hacer guardia con mi espada para alejar a los tiburones que se os puedan acercar —se detuvo, le efectuó un guiño y prosiguió—: A los tiburones con aletas y a los de dos piernas.
—¡Estoy segura de que seréis imbatible! —La muchacha soltó una carcajada—. Pero ahora debo dejaros o llegaré tarde al Royal College.
—Recordad, hermana —insistió el adolescente—, ¡vos nunca estaréis sola! Padre y yo os apoyamos. Y también la reina.
Lady Elizabeth le acarició la mejilla con ternura y continuó bajando por las escaleras. «¡Amo a mi familia actual!», pensó mientras se dirigía en carruaje hacia su destino. La vida se construía en matices de grises, pero en lo que se refería a Penélope, a su amante y a los bastardos actuaría en blanco y negro: nunca volvería a dirigirles la palabra.
Enfundada en esta decisión y en su traje masculino, traspasó la entrada del Royal College, con pleno convencimiento de que hacía lo correcto. Y la volvió a cruzar al oscurecer, horas después, cuando terminó la última lección de su carrera de médico.
Sin embargo, alguien la esperaba en una estrecha callejuela y se interpuso para que no se aproximara hasta el carruaje. Acto seguido le dio un fuerte golpe en la cabeza y la aturdió. Luego le echó un manto negro por encima y la cargó al hombro... Y las tinieblas lo envolvieron todo.
https://youtu.be/APZyfq-Is6U
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