CAPÍTULO 3. FRANCIS. Yo quiero ser como sir Francis Drake.

«¡Cómo me satura la mera idea!

¿Podría hacer que espíritus me trajeran lo que quisiera,

que me sacaran de dudas frente a cualquier ambigüedad,

o que ejecutaran la más extravagante empresa que se me ocurra?»

La trágica historia del doctor Fausto,

de Christopher Marlowe

(1564-1593).

Desembocadura del río Támesis. Restaurante Golden Hinde.

Francis Wiseman entró en el galeón Golden Hinde  y lo comparó con el suyo, el Wild Soul. Lo recibió el aroma a ajo, a pescado y a humedad y esta mezcla le revolvió las emociones ambivalentes que tiraban de él en sentido contrario. Porque se sentía una ballena a punto de ser arponeada al ignorar el motivo por el que sir Walter Raleigh lo había citado allí, y, al mismo tiempo, lo inundaba la curiosidad.

     Pese a sus incoherentes esperanzas, no aguardaba nada bueno. Todos sabían que Raleigh era un hombre peligroso a quien el pueblo odiaba. Y nadie podía dudar del sexto sentido de la gente común. Además, tenía fama de implacable, era el favorito de Su Majestad y no descansaba hasta saciar la inagotable ambición, ya fuese dentro del mar, en la corte o donde fuera. Todavía recordaban en Irlanda las tácticas brutales que había empleado para conquistar el condado de Kerry, que le habían valido los cuarenta mil acres de tierra que disfrutaba en aquel mágico lugar. Lord Grey había ordenado la matanza de los soldados españoles e italianos de una guarnición en Smerwick, después de que las tropas católicas se hubiesen rendido... Y el corsario se había empleado al máximo. Lo peor era que aún defendía esta cruel estrategia y no tenía ningún remordimiento. ¿Podría ser que hubiera llegado a los oídos de este cortesano que deseaba dejar de ser pirata y convertirse en un corsario de la reina igual que él?

     Cualquier resquemor que lo embargara se calmó al dar un par de pasos dentro del navío en el que sir Francis Drake —su héroe— había circunnavegado el planeta. Lo habían reconvertido en restaurante y en punto de encuentro de los «perros de mar». Respiró hondo mientras admiraba el enorme blasón de popa en el que se erguía, orgullosa, una cierva dorada sobre fondo azul. Observó, en tanto caminaba entre arpones y cañones hacia la bodega principal, los colores amarillos y rojos que le alegraban el espíritu. Más que una taberna, era el templo dedicado a la memoria del famoso corsario, tocayo suyo, que había fallecido de disentería en el noventa y seis en algún punto perdido del Nuevo Mundo. Como homenaje por ser el primer capitán en completar el viaje alrededor de la Tierra, la soberana había hecho fondear el Golden Hinde para siempre en la desembocadura del Támesis. Era mentira que la gloria de circunvalar el mundo fuera del enemigo español porque Magallanes —un portugués bajo las órdenes de Carlos I— había muerto a medio camino y un simple marinero, Sebastián Elcano, había culminado la travesía.

     Todos los «perros de mar» que zarpaban hacia aguas peligrosas o aquellos que regresaban triunfantes de sus aventuras disfrutaban en las bodegas de exquisitos banquetes, servidos a cuerpo de reina. Porque el navío se había transformado en un talismán, en el principal monumento a la grandeza naval del naciente Imperio Británico.

     «¡Drake se merece este honor más que nadie!», pensó Francis. Porque cuando la soberana le concedió el grado de almirante y le encargó cruzar el océano Atlántico y navegar hacia el Pacífico —para hacer el mayor daño posible a los hispanos en sus nuevas posesiones— él nunca dudó de que lo lograría. Venció los temporales y las borrascas que, como infranqueables muros, le impedían avanzar y que lo devolvían al mortal estrecho. Tan confiados se hallaban los odiados españoles de que nadie conseguiría traspasar esta barrera natural, que apenas existía vigilancia en las costas. Por eso a Drake le resultó sencillo despojarlos de las riquezas, las que se incrementaron cuando asaltó a Nuestra Señora de la Concepción, un galeón que contaba con numerosos cañones y que por eso lo apodaban «Cacafuego».

     Eran tantos los tesoros que transportaba, que sir Francis y sus marinos tardaron casi una semana en trasladarlos hacia el Golden Hinde. Y, durante este lapso, les demostró a los prisioneros que la educación no se hallaba reñida con la profesión de corsario, al proporcionarles un trato exquisito y hasta consuelo. Cuando arribó a Plymouth, después de tres años de periplo, La Buena Reina Bess lo nombró caballero y le otorgó el título de «sir».

     Y, más relevante que estos honores, le regaló un arma en cuyo acero ordenó grabar:

«Esta espada ha quebrado un árbol: Drake ha quebrado todo por nosotros».

     ¡¿Cómo no admirarlo si anhelaba seguirle los pasos?! Un brazo tiró de él. Lo guio hasta un rincón oscuro e interrumpió sus pensamientos, pero no se resistió porque sabía que no se trataba de ningún enemigo.

—¿Veníais a verme, amor mío? —lo interrogó una guapa chica, de larga cabellera rubia, mientras lo besaba en el cuello y escrutaba sus ojos ámbar.

—¡Querida Cybil, me temo que no! —Francis echó un vistazo a las mesas: sir Walter todavía no había llegado.

     Aprovechó para recorrerle los labios con hambre, pues la joven tenía un ligero parecido con la dama que lo había deslumbrado en los jardines de Whitehall.

—¡Ni siquiera recordáis mi nombre! —Ofendida, le dio un tirón de pelo—. ¡Soy Hannah! ¡¿Cómo podéis olvidarlo si cada vez que venís aquí os perdéis dentro de mi cuerpo?!

—¡Perdonadme, hermosa Hannah! —El pirata le levantó el vestido y le acarició los suaves muslos a modo de disculpa—. Pero no solemos hablar demasiado cuando os visito.

—Pues deberéis emplearos a fondo para que olvide vuestra ofensa —le susurró la muchacha en el oído, en tanto le mordía el lóbulo de la oreja y le mesaba la cabellera negra con placer—. Dispongo de unos minutos antes de tener que volver a servir mesas.

     Francis no se hizo rogar. Se bajó la bragueta, giró a la camarera, le subió la falda hasta el cuello y la empaló. Empleó tanta energía que Hannah quedó incrustada contra la madera que separaba las reparticiones del Golden Hinde. Sin embargo, no se quejó, pues emitía unos ruidosos sonidos de placer que se asemejaban a gorgoritos. El pirata combinaba dentro de ella movimientos circulares con penetraciones profundas, y, cuando percibió que se hallaba a punto de correrse, incrementó la rapidez. Por un segundo imaginó que no era ella, sino la aristócrata que en Whitehall lo había increpado después de que saltase desnudo desde la ventana de la dama casada. Se aferró con firmeza a las caderas del sucedáneo —su amante recurrente— y navegó en el interior como su galeón en medio de una tormenta.

     En el momento en el que llegó al clímax, Francis le musitó en el oído:

—¡Cuán hermosa eres! ¡Necesito verte una vez más!

     Pero un grito enfadado que provenía de la zona de los fogones los devolvió a la realidad:

—Hannah, ¡¿dónde os habéis metido?! ¡Perezosa, buena para nada, venid aquí!

—¡Os dejo, vida mía! —La camarera le dio un pequeño empujón y un rápido beso en la mejilla—. Tengo que seguir trabajando. ¿Volveréis a verme pronto?

—Os prometo que os visitaré cuando regrese de mi viaje —repuso el pirata, en tanto se acomodaba la ropa.

—¡Estaré esperándoos impaciente, sois el mejor! —le confesó y abandonó el rincón oscuro para seguir cumpliendo con las obligaciones.

     Dejó de pensar en la noble de Whitehall porque vio a sir Walter Raleigh, que lo esperaba acomodado ante una mesa aislada del resto. Respiró profundo e intentó dejar de lado las aprensiones al aproximarse a él. En esta oportunidad le resultó sencillo porque el sexo fácil lo había relajado igual que fondear bien un barco al primer intento.

—Capitán. —Francis efectuó una reverencia, y, cuando el corsario le señaló la silla que se hallaba enfrente, tomó asiento enseguida.

—Ya he encargado nuestro aperitivo, espero que os guste. —Sir Walter efectuó un gesto con la mano y Hannah, pendiente de ellos, enseguida lo advirtió y se precipitó a servirlos—. Potaje de calamares para que no nos olvidemos del mar mientras estamos en tierra. —Una agradable sonrisa le transformó el rostro.

     Francis se percató de que el aristócrata prefería dar rodeos antes que ir al grano, así que repuso:

—Resulta imposible olvidarse del mar, es la amante más exigente.

—Aunque no lo creáis, Su Majestad es una amante mucho más complicada y terriblemente estricta —le confesó sir Walter en un susurro—. Hace años, cuando se enteró de mi matrimonio secreto con Elizabeth Throckmorton, que era una de sus damas, nos encerró a los dos en la Torre de Londres. Y, no contenta con esto, me retiró el favor real durante cinco años porque no demandamos su perdón. ¿Por qué íbamos a disculparnos si nos queríamos? Además, Gloriana nunca aceptó casarse conmigo, no podía pretender que muriera sin herederos legítimos.

—Apenas me conocéis, ¿por qué me confiáis intimidades de tal naturaleza? —El pirata se desconcertó ante la brutal sinceridad.

—¡Ay, Francis, creedme que os conozco mejor que vos mismo! —Raleigh lanzó una carcajada—. Y me niego a llamaros «señor Wiseman» porque sospecho que vamos a ser muy cercanos... Sabed que la tarea que os encomendaré requiere que me ponga en vuestras manos —y como si no acabase de pronunciar estas vitales palabras, pronunció—: Aquí viene el plato principal: lomo de ciervo con patatas que traje especialmente del Nuevo Mundo para cosecharlas y que fuesen servidas en el Golden Hinde.

     Le entregó un par de cubiertos italianos y dejó otros para él —los llevaba en el bolsillo envueltos en una servilleta—, un tenedor y un cuchillo de plata. Francis cogió los suyos como si estuviera acostumbrado a comer así todos los días, y, con curiosidad, clavó una patata asada y se la llevó a la boca.

—Mmm, exquisita, nunca las había probado. —La saboreó con deleite—. Me extraña que os hayáis tomado tantas molestias para traerlas.

—Son muy fáciles de cultivar y serían una excelente forma de paliar cualquier hambruna. —Raleigh enfocó la vista en él antes de agregar—: Todo lo que sea mejor para el Imperio de Su Majestad me llama la atención. También he traído tabaco, es bueno para la salud. Cura la artritis y es beneficioso para relajarse y para la mente.

     Sir Walter sacó dos aparatos de madera del bolsillo, que más parecía el arcón de un mago que el complemento de un noble. Les puso dentro unas hojas de color amarronado, las encendió y le entregó una pipa. Francis aspiró con fuerza. El humo le quemó la lengua y los pulmones, pero no se animó a toser porque el corsario disfrutaba al respirar esa nube previa a un aguacero. Era un vicio detestable, pues imaginó que así olería Londres si ardiera entre las llamas hasta los cimientos.

—He pedido de postre frutas flambeadas y hojaldres de cabello de ángel, espero que también os complazca. —Por culpa de la humareda Francis lo veía borroso, como si su figura se desmaterializara y adquiriese una apariencia fantasmal.

     El pirata consideró que los prolegómenos se alargaban en demasía, así que no se pudo contener y le preguntó:

—¿Para qué cometido me necesitáis?

—Estáis intrigado, me gusta. —Raleigh se rio como si le hubiese contado un chiste—. Os diré, primero, por qué os elegí: porque sé que con apenas veintinueve años os estáis convirtiendo en una de las figuras más destacadas dentro del mundo de la piratería. Las empresas que os patrocinan suben sus acciones como la espuma y el resto se pelean entre ellas para haceros con vuestros servicios... Aunque tampoco pasabais inadvertido cuando os desempeñabais como oficial de la Royal Navy. —Se detuvo y frunció los labios en una mueca irónica—. ¿Por qué renunciasteis? —esperó un par de minutos, y, al no obtener respuesta, prosiguió—: Quizá porque nombraron capitán al segundón del conde de Cumbria.

—¡¿Cómo sabéis esto?! —El pirata, pasmado, abrió la boca.

—Os participé que lo sabía todo sobre vos. —Raleigh apagó la pipa y la dejó sobre la mesa; Francis lo imitó—. Es más, estoy de acuerdo en que fue una gran injusticia, debieron nombraros para el puesto de capitán. Un error del que vuestros superiores se arrepintieron una y mil veces, porque aquel inepto chocó en el primer viaje el galeón contra unos arrecifes que constaban en las cartas marinas y lo hundió. Sé, también, que gobernáis a vuestros marineros con mano de hierro y a la vez con consideración y que todos darían la vida por vos.

—Teníais razón, sir Walter, sabéis demasiado de mí.

—Porque requiero de vuestros servicios, como os lo he anticipado, y era imprescindible que para seguir adelante fueseis una persona discreta, osada, y, sobre todo, fiel a mí.

—¿Y qué tendría que hacer? —inquirió Francis, sin poder disimular la impaciencia.

—Algo que habéis hecho decenas de veces: secuestrar a una persona —Raleigh bajó al máximo la voz y murmuró—: Resulta imperioso que «la mercancía» llegue a destino en perfectas condiciones.

—No entiendo, ¿no habéis dicho, acaso, que se trataba de una persona? —Francis se desconcertó ante la solicitud.

—Sí, secuestraréis a una mujer virgen y debe seguir siéndolo al llegar al puerto de destino —lo previno, utilizando una entonación amenazante.

—¡¿No estaréis pretendiendo que secuestre a La Reina Virgen?! —Francis se asustó.

     Sir Walter lanzó una carcajada, y, cuando pudo parar, le contestó:

—Su Majestad tiene tanto de virgen como yo de sacerdote de la Iglesia Católica Apostólica Romana —y, todavía riendo, añadió—: ¿No os he aclarado antes que la reina y yo éramos y somos amantes? La joven que debéis secuestrar es hermosa y no podéis desflorarla por más tentadora que os resulte.

—¡¿Me estáis pidiendo que secuestre a una mujer?! —le espetó, enfadado.

—No, os estoy ordenando que secuestréis a una dama, de ahí por qué he sido tan meticuloso al elegiros —Raleigh recalcó, en tanto daba golpecitos en la mesa.

—¡¿A una dama, encima?! —El pirata pretendió levantarse, pero sir Walter lo contuvo al colocarle la mano sobre el hombro.

—Pensad con calma, obtendríais lo que anheláis desde hace tanto tiempo: ser corsario de la reina —añadió con rapidez—. Sabéis que yo lo soy y sería una minucia conseguir que vos también lo seáis.

—Pues nunca os he visto en la pintura de los corsarios de Gloriana —se mofó Francis, sin poderlo evitar—. ¿Dónde os escondíais, detrás de la puerta o en el negro que hay cerca del marco? Porque ahí están retratados sir Francis Drake, John Hawkins, Thomas Cavendish y vos no aparecéis por ningún lado.

     Se notaba que sir Walter contuvo la rabia para decir:

—Obtendríais como pago el equivalente a varios de vuestros viajes.

—No ignoráis que las mujeres dan mala suerte en los navíos. —Francis negó con la cabeza—. Mi tripulación no la admitiría a bordo.

—¡Excusas y más excusas! Ni siquiera vos creéis en las tonterías que alegáis porque vuestros hombres harían lo que vos quisierais. ¡No intentéis engañarme! —Raleigh le clavó una mirada amenazante y el pirata consideró que este debía de ser el rostro que ponía antes de abordar un galeón español—. ¿Por qué os resulta tan difícil la idea de secuestrar a una dama?

—Porque conozco el lugar que me corresponde en la escala social y sé qué me ocurriría si me pillaran y me detuviesen —le confesó con sinceridad—. No tendría la suerte de que me encerraran en la Torre de Londres, sino que me ahorcarían en Tyburn o en Smithfield o en las cárceles de Bridewell o de Marshalsea o en cualquier lugar similar.

—¡Jamás os detendrían! Me ocuparé de arreglar hasta el más diminuto detalle para que la operación sea un éxito rotundo. Tengo el poder y el dinero necesario con el que comprar todas las voluntades londinenses.

—No contéis conmigo, milord. —Francis se puso de pie e ignoró los intentos de Raleigh de detenerlo—. Secuestrar a una dama inglesa significaría para mí caer mucho más bajo que la mera circunstancia de dedicarme a la piratería.

—Os lo dejo claro como el agua del Caribe: ¡o raptáis a Elizabeth Rich, la hija del barón, o perdéis vuestra vida! —le gritó Sir Walter, enfurecido: efectuó una señal y los individuos que se hallaban sentados en la bodega se levantaron y los rodearon—. Son oficiales de la Guardia Real bajo mis órdenes y tan leales a mí como vuestra tripulación a vos. ¡Despedíos, la de hoy es vuestra última noche sobre la Tierra!

     Y Francis supo que no lo amenazaba en vano. ¡Estaba perdido! Porque vio a Hannah correr a esconderse y comprendió que en el Golden Hinde no había nadie que se arriesgase a ayudarlo.




Estatua de sir Francis Drake en Devon, Inglaterra.


https://youtu.be/sj4m5fK35T8






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