CAPÍTULO 24. SIR WALTER RALEIGH. El segundo mapa.
«Una persona inteligente se repone pronto de un fracaso. Un mediocre jamás se recupera de un éxito».
Lucio Anneo Séneca
(a. C.-Roma, 65 d. C.).
En el Elizabeth Raleigh. Océano Atlántico, mar Caribe, isla de la Tortuga.
Sir Walter se llenó los pulmones con la picante y salada brisa. Sentía el alma completa al apreciar cómo el galeón desgarraba la superficie nacarada del océano más veloz que cualquier otro, a modo de gigantesca daga, y la elegancia con la que se deslizaba. Observaba con mirada aprobatoria la frenética actividad de la tripulación y cómo los hombres subían y bajaban por las cuerdas, por el palo mayor, por el de trinquete y por el de mesana, igual que si fuesen diminutas tarántulas. Él se consideraba más tritón que humano, ¡¿cómo podía haber sobrevivido meses en la hedionda Londres y fuera de su medio natural?! Regresar a la vida de marino valía la pena la red de patrañas que había tenido que inventar para conseguir el permiso de la reina.
La felicidad que lo embargaba al hallarse con los pies firmes sobre la cubierta, mientras se internaba dentro del familiar líquido, hacía que los pequeños contratiempos habituales de los primeros días de navegación le parecieran minucias. Y, si la existencia en alta mar no le hubiese bastado, solo hubiera sido necesario recordarse que las riquezas de El Dorado reclamaban su presencia. «¡Qué sencillo sería si la vida fuera como virar un barco a babor o a estribor!», consideró reflexivo. Porque como cortesano lo obligaban a ir zigzagueando entre caminos que culminaban en traicioneros precipicios o en tramposos abismos.
Comparó este navío con el Ark Raleigh, también obra de Chapman, de Deptford, y consideró que el constructor naval se había superado a sí mismo en esta oportunidad. Guardaba muy buenos recuerdos del antiguo y esperaba superarlos con el actual llenándose de gloria. Si bien no era tan ligero ni tan rápido como este, se había labrado una reputación memorable antes y después de que se lo vendiera en el ochenta y siete a la Corona por cinco mil libras esterlinas. Reconvertido en el HSM Ark Royal[1] y comandado por su pariente, el barón Charles Howard, como buque insignia contribuyó a la derrota de la «Armada Invencible». Y en el noventa y seis ayudó a destruir la flota española cuando atacaron Cádiz bajo las órdenes del maldito Essex. «Este barco tendrá una trayectoria más relevante todavía: con él encontraré el tesoro de El Dorado y obtendré incontables riquezas y el favor infinito de Gloriana», se dijo, eufórico y con la resolución calentándole la piel mucho más que el sol.
Por fortuna sus navíos siempre le habían respondido con la fidelidad de su esposa. Porque había barcos que parecían poseídos por demonios, en los que desaparecían sin ninguna explicación los objetos cotidianos o que durante el trayecto escoraban porque la carga se movía del centro de equilibrio o en los que surgían olas de la nada y engullían a los hombres.
—Todavía no me puedo creer que nos salvemos de ir a Guayana —pronunció Giles con verdadero alivio en cuanto se le acercó, una frase que se había convertido en mantra desde que tuvo entre las manos el segundo mapa—. Temía que me arrastrarais hasta la muerte, pues nunca sé deciros que no.
—¡Habláis como una damisela y no como un teniente de la Guardia Real! —se burló sir Walter y le propinó una palmada en el brazo—. Ya veis, esta vez ni siquiera podremos calificarla de aventura, será tan fácil como robarle un dulce a un niño.
—No contéis vuestros pollos antes de que nazcan —le advirtió Allenby en tanto le guiñaba con picardía el ojo derecho—. Aunque reconozco que entiendo vuestra precipitación y vuestra euforia... ¿No vamos demasiado rápido?
—¡Más rápido que el mismísimo viento! —Raleigh lanzó una carcajada—. No os olvidéis de que supuestamente estoy ejerciendo mis funciones de gobernador en Jersey, ya veré que excusa le pongo después a Gloriana. Imagino que al volver con el tesoro no necesitaré pensar en invenciones demasiado elaboradas. Le he dicho que tengo que continuar con la modernización de las defensas de la isla porque el enemigo español siempre está a las puertas de Inglaterra y nunca se sabe cuándo será imprescindible ponerlas a prueba. Su Majestad se quedó encantada cuando le prometí que la nueva fortaleza de Saint Helier se llamaría Fort Isabella Bellissima en honor a ella. ¡Os juro que fue esto lo que inclinó la balanza para que me liberara por unos días de mis obligaciones en el lecho!
—No os aconsejo que permanezcáis lejos de él por mucho tiempo. —Giles lanzó una carcajada—. En vuestro último descuido se os coló Essex y luego para sacarlo de allí os costó sudor y lágrimas.
—Vuestro consejo es sabio y muy oportuno, querido amigo. —Sir Walter frunció el entrecejo con preocupación—. La reina es anciana, pero capaz de exprimir a cualquier jovenzuelo hasta dejarlo solo en piel y huesos. No nos demoraremos demasiado.
—Gloriana sigue siendo tan ardiente como un volcán en erupción. —Allenby largó una risotada soez—. No se puede negar que es hija de su padre.
—¡Una verdad como un templo! La sangre de los Tudor es más caliente y más espesa... Si os soy sincero reconozco que la quise una vez, cuando era más joven y mucho más ingenuo. En aquella época luchaba por la causa protestante y creía en el amor de esa mujer. —Raleigh contempló las aguas transparentes, que comenzaban a teñirse con el azul turquesa de las caribeñas—. Sufrí por ella igual que Leicester. Me conquistó de tal manera que creí por un momento que nos uniríamos en matrimonio. ¡Cuánta inocencia!... Por eso el conde terminó casándose con la prima de la reina, Lettice Knollys, y yo con mi propia Elizabeth... Y los dos despertamos sus celos y una furia intensa que nos alejó de la Corte durante años...
—¿Y no habéis pensado que tanto odio hacia Essex tiene su causa en que nunca habéis dejado de amarla? —inquirió Giles con rostro reflexivo.
—Lo dudo, ya no soy la misma persona. Vos, más que nadie, sabéis a la perfección cuánto he cambiado.
—Muchos creen que os convertisteis en pirata y luego en corsario por puro despecho, al negarse Su Majestad a ser vuestra esposa —reflexionó el teniente en alta voz.
—La lista de los despechados es larguísima. —Efectuó un gesto irónico—. Hoy sé que Gloriana está casada con Inglaterra... ¿Pero de qué vale hablar de épocas pasadas? La reina ahora mismo podría ser bisabuela si hubiese tenido hijos. Y su belleza ha quedado varias décadas atrás.
Pasaron unos cuantos días hasta que escucharon el aullido del vigía:
—¡Tierra a la vista!
El grito sacó a sir Walter de su estado de abstracción y se dedicó a observar en un primer vistazo totalizador el bloque montañoso con forma de caparazón de tortuga. A medida que se aproximaban, distinguió las terrazas naturales, el suelo arenoso, las elevaciones del tono de la arcilla y llegó hasta él el perfume de la hierba. Las playas lo conminaban a desnudarse y a tirarse sobre la blanca arena, que competía con la pureza de la espuma marina. Sabía que por la Costa de Hierro —las montañas de la porción norte— la isla era impenetrable. Debían rodearla hasta encontrar un puerto seguro por el sur.
No era la primera vez que recalaba allí. La había recorrido por entero y solo había reses salvajes y poco más. La única dificultad radicaba en pasar desapercibidos ante La Española, que contaba con alguna protección debido a que formaba parte de la Carrera de Indias —el monopolio comercial de España con sus colonias— que unía Sevilla y la enorme isla principal con tres barcos anuales.
—Creo que veo algo sobre la arena —le informó Cornelius Boddinham, su segundo de a bordo, que tenía vista de águila—. Parece un hombre muerto.
—¡Tenéis razón! —pronunció Allenby, intrigado—. Quizá su barco se hundió cerca de aquí y la corriente lo arrojó sobre la costa.
—O buscaba el tesoro de El Dorado y alguien más lo mató para quitarlo del medio —repuso Raleigh, desconfiado, porque verlo ahí tendido le daba malas vibraciones.
Poco después fondearon cerca de ahí y bajaron veinte hombres en dos botes, con lo que la mayor parte de la tripulación se quedó al cuidado del galeón con órdenes de estar dispuestos en zafarrancho de combate.
—¡Venga, que no tenemos toda la jornada! —Sir Walter arengó a los marineros a que remaran tan rápido y con tanta fuerza como él, pues la impaciencia lo reconcomía.
Cuando la pequeña embarcación se posó sobre la arena, Raleigh se bajó de un salto y no se detuvo a observar si los demás lo seguían. Se acercó al cadáver que se hallaba en la zona donde llegaba la marea alta: el occiso era un individuo moreno, de pelo ensortijado y que se hallaba armado hasta los dientes, aunque de poco le había servido. Efectuó un gesto de asco al contemplar los cangrejos que lo cubrían como si fuesen una manta al intentar alimentarse de él.
De improviso se movió y con voz débil pidió:
—A...yu...da.
Sir Walter comenzó a darle manotazos a diestro y siniestro para liberarlo de los crustáceos. Recién ahí se percató de que el hombre se hallaba atado de manos y pies. Lo desató, lo giró y le dio agua de su cantimplora. El extraño bebió a borbotones, como si no se pudiera controlar, lo que provocó que se atorase y que empezara a toser. Su tripulación los rodeaba a modo de protección ante cualquier imprevisto.
—¿Habéis venido aquí por el tesoro? —inquirió Raleigh con el cuerpo en tensión.
—¿Qué tesoro? —Le costó modular las palabras, aunque se le notaba el acento francés, pero quizá pensase que el agua lo ayudaría porque efectuó una pausa y se puso a beber—. Se lo han llevado, ya no queda nada.
El corsario se sintió tan frustrado que lo embargó la sensación de que le machacaban la cabeza con el ancla del galeón. Se negaba a admitir que, después de tantos esfuerzos, alguien se le hubiera adelantado.
—¿Quién se lo ha llevado? —le preguntó con voz firme a pesar de su batalla interior.
—El pirata. —Tosió un par de veces y volvió a tragar agua como si fuese metheglin[2] de la mejor calidad—. El pirata que me ató para que me muriera aquí como si fuese un animal herido.
—¿Y cómo sé que no nos mentís? —le soltó Giles mirándolo con cara de escepticismo—. Bien podríais estar tendiéndonos una trampa.
—¿Me veis en posición de engañar a alguien? Ni siquiera he podido jugársela a los cangrejos. —El desconocido se quitó un crustáceo que le caminaba por la cabeza—. Estábamos en esta isla en busca de El Dorado, pero no teníamos un mapa como el del pirata para encontrarlo, solo nos guiábamos por un chivatazo. —Efectuó un alto como si estuviera agotado.
—¡Proseguid! —lo apremió sir Walter.
—Pero luego llegó él y todo se frustró —rugió el francés con odio—. Encontró las riquezas y me abandonó aquí. No contento con eso, hizo que los míos se amotinasen y los incorporó a su tripulación. Me dejó esperando la muerte, como si ya fuese carroña.
—Decidme: ¿quién es ese pirata? —Raleigh estaba dispuesto a seguirlo hasta los confines de la tierra y de los océanos si fuese necesario para dar con su tesoro.
—Solo se su nombre, Francis.
Una mala sensación recorrió al corsario de los pies a la cabeza.
—¿Sabéis cómo se llamaba su navío? —lo interrogó con apremio.
—¡Claro! Wild Soul.
«¡Maldito pirata traidor! ¿Cómo es posible que haya estado aquí si debería encontrarse en el corazón del Imperio Otomano o regresando a Inglaterra?», pensó rabioso. Dio una patada en la arena y se giró como si dándole la espalda al herido alterase la realidad. «Tal vez la hija del barón sabía dónde estaba el tesoro y él le robó la información antes de dejarla con el sultán. O, peor aún, le compró su libertad con El Dorado», se enfureció todavía más. «¡Cuando dé con ese ser vil y traicionero conocerá la crueldad de mi venganza! Lo que le hice a Essex no será nada al lado de lo que le haré a ese mequetrefe», se prometió, decidido a emplear todas las artimañas, el poder y la riqueza con ese objetivo.
—¿Venía acompañado solo con su tripulación o traía a su prisionera también? —lo apremió sir Walter.
—¿Prisionera? —pronunció, confundido—. No vi a ninguna prisionera. La única fémina del grupo era su mujer y por intentar darle un beso fue que me dejó en estas condiciones.
—¿Y cómo se llamaba ella? —El corsario contuvo las ganas de romperlo y de machacarlo todo.
—Elizabeth —y a continuación le explicó—: Ejercía también de médico a bordo. Por culpa de esa ramera mi tripulación me abandonó y hundió nuestra nao. Ella los curó de sus males y esos malnacidos creyeron que ya no me precisaban.
Cuando sir Walter pensaba que la situación ya no podría agravarse, el francés le proporcionaba una información peor que la anterior. Porque la circunstancia de que Francis Wiseman y lady Elizabeth se hubiesen aliado en su contra significaba que no solo intentarían despojarlo de sus riquezas, sino también de su poder. ¿Qué harían si llegaban con vida a Inglaterra? Le irían con el cuento a Gloriana y él, como mínimo, acabaría de nuevo con sus huesos de por vida en la Torre de Londres.
—Algo más. —El francés intentó ponerse de pie, pero como las piernas no lo sostenían el corsario lo ayudó—. Si vais en busca del pirata, permitidme unirme a vuestra tripulación. Me da igual que antes haya sido el rey de mi navío, estoy dispuesto a convertirme en el miembro más humilde con tal de vengarme de ese hombre. Nadie ofende a Simon Lefevre y sigue vivo.
—¿Y quién me da la seguridad de que pueda confiar en vos? —le replicó Raleigh como si pusiera un pero, aunque tenía la intención de llevárselo con él—. No os conozco de nada, no sé de qué madera estáis hecho.
—¡Sí que me conocéis! Coincidimos en Guayana —al apreciar que no daba muestras de reconocerlo, agregó—: Era el capitán del Marie. Vos fondeasteis al lado y mantuvimos algunas charlas. ¿No os acordáis de mí? Me preguntasteis cómo se podía conseguir un salvoconducto por el mar Mediterráneo para que las naves del Gran Turco no os molestaran al comerciar.
Sir Walter supo enseguida de quién se trataba, otro fanático de la búsqueda de El Dorado como él. Si no fuera por las lamentables condiciones en las que se hallaba Lefevre, lo hubiera descubierto mucho antes.
—Es verdad, os conozco. Podéis venir con nosotros.
—Y os digo más, sir Walter: el pirata os ha robado el tesoro, pero no era el de El Dorado. Ese aún sigue en Guayana.
Pudo apreciar el gesto de horror y de resignación de Giles, que enseguida intervino:
—Hemos venido hasta aquí guiados por el mapa de ese tesoro. No tiene sentido seguir buscando en Guayana.
—Esto solo ha sido una distracción —insistió el galo y puso mayor énfasis en las palabras—. En Guayana aguardan las verdaderas riquezas. Si me ayudáis a regresar a Francia yo podría comprar un barco y...
—No nos precipitemos —lo cortó Raleigh, disimulando que se hallaba tan ansioso como él—. Para mí lo primero es ir detrás del pirata Francis Wiseman.
—¡Wiseman! Ahora sé el nombre del malnacido al que voy a matar —Lefevre escupió las palabras con odio—. Porque lo vais a dejar para mí, ¿verdad?
—Siempre que vos dejéis para mí a lady Elizabeth.
—¡Haced lo que queráis con esa furcia, con tal de que él sea mío! —Y esbozó una sonrisa cruel.
Sir Walter no se contentó con la información que le dio el francés. Siguieron las explicaciones del mapa y llegaron a la cueva que se hallaba, escondida, en una de las elevaciones. Y comprobó, en efecto, que se lo habían llevado. No habían dejado ni una mísera pieza.
«¡Me las pagaréis, maldito pirata!», juró mirando hacia el cielo. Nada resultaba como lo esperaba. Todo le salía mal, pero contaba con una nave más rápida, pues el galeón español de Wiseman era mucho más pesado y mucho más lento. «No entiendo cómo no os he visto al venir, aunque sí os prometo que jamás escaparéis de mí».
Al salir a mar abierto una nao hispana se interpuso en la trayectoria. Los enemigos dispararon el cañón a modo de aviso, pero el corsario contaba con el barlovento —el viento estaba a su favor—, lo que le daba el control del combate.
Necesitaba liberar parte de su ira, así que aulló:
—¡Fuego a discreción!
Sin embargo, no lo alivió ver cómo cercenaban limpiamente el palo mayor ni los agujeros de popa ni los de proa. Ni siquiera le quitó la furia mortal contemplar cómo la nave adversaria se iba a pique y cómo el mar la engullía con un hambre voraz. Y, con ella, a la tripulación. Nadie se salvó.
—No descansaré hasta ver cómo os hundís con esa perra del barón hasta el fondo del océano, Francis Wiseman —pronunció y la brisa pareció entenderlo y llevar su mensaje, pues se convirtió en un fuerte viento.
—¡Amén! —exclamó Lefevre, situado a su derecha, en tanto efectuaba la señal de la cruz.
[1] HSM significa Her Majesty's Ship, «Buque de su Majestad».
[2] El metheglin era una bebida alcohólica galesa de la época isabelina que se fermentaba a partir de la miel. Solo las clases pudientes podían pagarla.
https://youtu.be/9_qC0v979ac
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