CAPÍTULO 23. LADY ELIZABETH. El cazatesoros francés.

«El bronce brilla tan hermoso para los ignorantes como el oro para los orfebres».

Elizabeth Tudor, reina de Inglaterra

(1533-1603).

Isla de la Tortuga.

Lady Elizabeth observó, horrorizada, que salían más y más adversarios de entre la maleza y cómo apuntaban a los miembros de su tripulación con las pistolas. Respecto a ella el galo se conformaba solo con sujetarla del brazo en calidad de propietario. Al parecer, el presuntuoso individuo creía que anhelaba sus atenciones.

     La joven se zafó, lo empujó enérgica, y, con odio, le gritó:

—¡No os toméis confianzas conmigo, gnomo engreído! ¿Quién os pensáis que sois! ¡Sapo asqueroso y con mal aliento, regresad a vuestra charca!

     Y lo comenzó a patear con fuerza y a darle tantos puñetazos que lo obligó a refugiarse detrás de sus hombres. Estos, en lugar de ayudarlo, se rieron a carcajadas. Quizá consideraban que la imagen era demasiado cómica como para detenerla y señalaban al humillado capitán en vez de auxiliarlo. Francis y los suyos aprovecharon la distracción para ponerse lejos de la posible trayectoria de la munición de las armas de fuego.

—¡Ni los vuestros os respetan! —El pirata cogió al francés del cuello, lo levantó en el aire y luego lo arrojó lejos de sí sin que nadie lo frenase, provocando que cayese de espalda sobre la hierba.

—El respeto se gana con los actos y Lefevre no ha hecho nada para merecerlo. —Adair Cadell le dio la razón—. Os conozco de vista y sé que os comportáis como un hombre honorable, he oído hablar mucho de vos. Sois Francis, el capitán del Wild Soul, ¿verdad?

—En efecto.

—Me gustaría sumarme a vuestra tripulación, si me aceptáis. Y mis marineros también —pronunció con rostro esperanzado.

—No entiendo qué pintabais al lado de esta piltrafa. —Francis le propinó una patada a Lefevre mientras seguía tendido en el suelo.

—Nos contrató para ayudarlo a encontrar un tesoro que se supone escondido en esta isla. —Contempló a su jefe con desprecio—. Pero hasta ahora solo hemos recibido insultos, promesas incumplidas y abusos. ¡Ni siquiera nos ha pagado una mísera moneda del sueldo prometido! Y ahora, encima, ha sobrepasado una línea infranqueable: nosotros somos marineros y guerreros, no violamos mujeres ni intentamos someterlas cuando está claro que no quieren tener nada con nosotros.

—¡Bienvenidos! Siempre recibimos con alegría a los nuevos postulantes. —Francis abrió los brazos abarcándolos a todos—. ¿Qué pensáis, compañeros? —habló en dirección a los árboles y los piratas del segundo grupo salieron de detrás de los papayos y de las palmeras.

—¡Mis abuelos paternos son escoceses! —exclamó Fred y luego le preguntó a Cadell—: ¿Cómo pudisteis estar con ese remedo de hombre? —Y señaló con el índice al francés como si fuese un trozo de excremento pegado a la tierra, pues se había hecho un rollo en el intento de pasar inadvertido.

     «Dios los cría y ellos se juntan», pensó la muchacha en tanto esbozaba una sonrisa divertida ante la camaradería que existía ahora entre ambos grupos. «Son igualitos a mis compañeros de la universidad, todos unos niños grandes».

—Estáis herido —intervino al apreciar que del brazo de Adair Cadell corría la sangre—. Venid a que os vea.

—Elizabeth es nuestra médica de a bordo —les aclaró Francis para que no tuviesen la menor duda de que debían obedecerla—. Y además mi mujer. —Desvió la vista hasta el cazatesoros galo y efectuó un gesto despectivo—. A cualquiera que ose ponerle un dedo encima lo mato —pronunció para dejar claras sus intenciones y Lefevre comenzó a temblar.

     La chica cogió de la bandolera los elementos que necesitaba para limpiar y curar las heridas superficiales de Cadell y del resto de los escoceses, quienes la miraban agradecidos. Mientras, todos se acomodaron sobre el suelo para descansar un rato.

—Decidme, Adair, ¿no había españoles o navíos vigilando la isla? —inquirió Francis con curiosidad.

—Había un grupo de diez. Cuando nos dispararon tuvimos que eliminarlos —le respondió en tanto se alisaba el entrecejo—. Cada quincena un galeón rodea la isla con el cometido de comprobar si todo va bien y releva a los vigilantes. Faltan un par de días para que vuelvan. Nosotros buscamos hasta debajo de las piedras, pero no hemos encontrado ningún tesoro.

—Nosotros sí. —Francis no se vanagloriaba, aunque por la cara del galo daba la impresión de que este así se lo tomó—. No se puede buscar un tesoro sin un mapa.

—¿Tenéis un mapa? —Se asombró el escocés—. ¿Así que lo de las riquezas de El Dorado no era ningún cuento?

—Tenemos el mapa y el tesoro, solo falta que lo traslademos a nuestro galeón. Y, si como decís, solo contamos con cuarenta y ocho horas es mejor que empecemos ya: Benedict, vuelve por el lado norte, avisa a Thomas que nos espere en la bahía sur y regresa con ellos. Oswyn, encárgate de ese. —Movió la cabeza en dirección al galo—. Átale las manos con nudos marineros.

     Después de descansar bajaron hasta la playa sur. Elizabeth se quitó los zapatos y entró en el agua transparente, sin importarle que se le mojaran las medias y los bordes de la bragueta. Alrededor de los pies nadaban pececillos de colores, que no demostraban temor alguno ante ella.

—¿Os gustaría que nos bañáramos como en la isla de Capri, amor mío? —la interrogó Francis y la abrazó por detrás.

—No creo que contemos con tiempo —le respondió, estremecida por el apelativo cariñoso, en tanto se giraba y lo miraba a los ojos—. ¿Sabéis que cada vez os amo más? —Le rozó los labios sin importarle que hubiera testigos.

—No puedo responder por lo que vos sentís, aunque os confieso que cuando estoy seguro de que ya no hay espacio para amaros más, porque lo colmáis todo, descubro algún detalle vuestro que hace que mi corazón crezca para seguir conteniendo mis sentimientos. —Y la besó con pasión—. Solo espero que me sigáis queriendo cuando regresemos a Inglaterra...

—¡¿Planeáis regresar a casa?! —Francis sonrió al apreciar la magnitud del asombro.

—No consideraríais llevar conmigo la peligrosa vida de pirata, ¿verdad? —Lady Elizabeth frunció el ceño, pero le permitió continuar sin intervenir—. Siempre he querido ser corsario de la reina, igual que Francis Drake. ¿Os parece que al regresar con el tesoro de El Dorado Su Majestad me perdonará y me permitirá asaltar navíos en nombre de nuestro reino?

—¡Estoy segura de que sí! Vuestra iniciativa es loable y la apoyo sin vacilar. Además, solo con la parte que os corresponda en el tesoro como corsario ya seríais rico para varias vidas. —La joven le acarició el rostro y aspiró con fuerza el aire perfumado a algas—. ¿Y todo esto lo habéis pensado mientras dormíais a mi lado en el lecho?

—Cuando estoy con vos en la cama mi cerebro se desconecta y mi cuerpo se dedica a otras actividades mucho más satisfactorias para los dos. —El hombre le pasó el pulgar por el labio inferior y luego le dio allí un mordisquito cariñoso.

—Y yo disfruto cada una de vuestras «actividades» —se burló la muchacha, dándole un beso apasionado.

—Reconozco que no solo sois una estudiante aplicada en la universidad, sino que también os desempeñáis con la misma maestría ante cada lección práctica que os doy. —Francis sonrió feliz—. ¿Creéis que ya habéis comprobado de forma provechosa toda la teoría que habéis aprendido sobre el acto sexual?

—No, todavía no. Considero que la práctica se debe desarrollar durante largos años para llegar a las conclusiones pertinentes —le replicó ella, divertida—. Aún tengo que comprobar muchas ideas anteriores. Y supongo que después me irán surgiendo otras sobre la marcha.

—¿Ideas? —y acto seguido, esperanzado, inquirió—: ¿Alguna de esas ideas se refiere a posiciones sobre el lecho?

—Sobre posiciones, sí, pero no solo sobre el lecho: sobre el suelo, entre la maleza de esta isla, sobre la arena, dentro del mar, sobre la cubierta del Wild Soul, en...

—¡Parad ya, por favor, no seáis cruel! —gimió el pirata, totalmente conquistado—. Habéis hecho que nos imagine y ya no podré pensar en nada más.

—Pues deberíais pensar qué vais a hacer con ese barco. —Le señaló la nao de Simon Lefevre—. ¿Nos la llevaremos como hicimos con la Santa Trinidad?

—No, de lejos podéis notar que está en muy malas condiciones y que es demasiado pesada, con su lentitud haría que nuestro viaje de regreso fuese interminable. Tendremos que hundirla para no llamar la atención de los españoles.

—¿Y qué haremos con él? —Lady Elizabeth enfocó la vista en el francés, amarrado sobre la arena como si fuese un atún recién pescado.

—Espero que no me pidáis clemencia —le advirtió el pirata con fuego en la mirada—. Lo ataremos más y lo dejaré aquí. Soy demasiado misericordioso teniendo presente las atribuciones que se ha tomado con vos. ¡Planeaba violaros, el muy desgraciado! En esto no admito otros planes. ¡Y agradeced que no lo mate! No lo ejecuto en deferencia a nuestro amor.

—Me parece excelente. —La entonación de la joven destacaba por la extrema dureza—. Además, soltarlo solo significaría permitir que se abuse de otra mujer... Hablando de abusos, ¿habéis pensado en sir Walter? Si regresamos a Londres no soy la única que correría peligro, sino también vos por evitar el destino que él había programado para mí.

—Vayamos día a día y paso a paso. —Francis la contempló con ternura y le dio un pico sobre los labios—. Lo importante es que ya no estaréis sola, podréis contar conmigo.

—Me parece muy bien vuestra acotación porque os anuncio algo desde ya: si vos os convertís en corsario de Gloriana jamás os esperaré en tierra. —Clavó la vista en él como si lo estuviese amenazando—. Continuaré con mis labores de médica y seguiré siendo parte de la tripulación.

—¿Y si tenemos un hijo? —le preguntó, dudando.

—Si es descendiente vuestro nacerá con agallas y será más pez que humano. —Descartó la dama chasqueando la lengua—. Estoy convencida de que la cubierta del barco le proporcionará más educación que cien tutores.

—Si yo acepto vuestra proposición vos tendréis que aceptar, primero, que nos casemos —repuso Francis y contuvo el aliento.

—El matrimonio es tan innecesario e inútil como el himen —lo contradijo lady Elizabeth—. Lo único que cuenta es que os amo con toda el alma.

—¿No será una excusa para no casaros conmigo porque soy un pirata, y, por añadidura, plebeyo? —La chica se percató de que analizaba cada una de sus reacciones para estar seguro.

—No preciso ningún pretexto para oponerme a vos, creo que os lo he demostrado ampliamente a lo largo de los meses. —La joven soltó una carcajada—. Lo que pasa es que me parece ridículo que todos los cuentos terminen obligatoriamente en matrimonio y en «fueron felices para siempre».

—Pues yo sí estoy seguro de que seré feliz a vuestro lado hasta que abandone este mundo. —La apretó contra sí, posesivo.

—Y yo también, pero el matrimonio es una mera formalidad sin importancia. ¿Para qué casarnos si no viviremos en Inglaterra?

—Desde luego no puede decirse que seáis una dama como las demás. —La contempló con mayor satisfacción que al tesoro de El Dorado—. Debéis considerar que volveremos a Inglaterra durante algunos períodos. Y cuando nos hagamos a la mar, ¿os gustaría que los chismorreos recaigan sobre vuestro padre? Ya lo pasó muy mal por las acciones de vuestra madre...

—He pasado con vos todo este tiempo, no hay forma humana o sobrehumana que me salve de los chismes —y luego, para cambiar de tema, le ordenó—: Id con los muchachos y acabemos con el trabajo, hay que largarse de aquí. —Vio cómo el Wild Soul fondeaba en las aguas de la bahía—. ¿O es que tanta cháchara os ha hecho olvidar que debemos sacar el tesoro de la cueva, cargarlo en los botes y acomodarlo en nuestro galeón?

—¡Ay, volvéis a hacerlo! —Francis se llevó la mano a la frente como si estuviera enfadado—. ¡Os creéis una reina pirata y que yo solo soy un marinero a vuestro servicio!

—¡Claro que lo soy! —Lo besó con ganas y sin importarle las miradas envidiosas—. ¡Soy vuestra reina!

—Esto no lo puedo discutir. —El hombre, conmovido, le acarició el rostro—. Sois la única reina de mi corazón.

     Y al escucharlo el cuerpo de lady Elizabeth se le derritió como mantequilla al sol...


Grabado de la isla de la Tortuga.








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