CAPÍTULO 21. SIR WALTER RALEIGH. Remordimientos.
«Si el mundo y el amor fuesen jóvenes,
y la verdad estuviera en la lengua de todo pastor,
tal vez estos gratos placeres me movieran
a vivir contigo y a ser tu amor».
Sir Walter Raleigh
(1552-1618).[1]
Londres. Durham House. The Globe.
«¡Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo!», Sir Walter recitó para sí la frase de Polonio en Hamlet, convencido de que le quedaba como si fuera un guante de piel. Amaba a su esposa y le dedicaba poemas, pero se acostaba con muchas mujeres. Creía en la amistad entre caballeros más que en nada en este mundo y para protegerse había permitido que asesinaran a su amigo Christopher Marlowe. Admiraba a la reina, aunque detestaba follarla y le mentía en asuntos de vital importancia. Odiaba a Essex con toda el alma, seguía planeando cómo vengarse y el cuerpo del conde llevaba meses pudriéndose. «¡Maldito seáis, Robert Deveraux! ¡Ojalá os consumáis en el Infierno por toda la eternidad! Por culpa vuestra he cometido el mayor error de mi existencia y ahora lo pago con mis horas de sueño y mis remordimientos. ¡Vos sois el verdadero responsable de la muerte de Marlowe!»
Porque, para su infortunio, en lugar de dormir se hallaba instalado en el sillón próximo al lecho y observaba la respiración lenta y regular de su joven amante pelirroja, Myrna, sin ánimos de despertarla ni de volver a poseerla. No había efectuado el más ligero intento de abrazarse a ella y de cerrar los ojos: tenía la certeza de que después de la reciente experiencia con el espejo de obsidiana de John Dee sería una tarea infructuosa. Por eso prefería darle pequeñas y espaciadas caladas a su pipa para tranquilizarse, como si fuese un bebé que succionaba del pecho materno. Mantenía el perfumado humo del tabaco en la boca, sin inhalarlo. A veces lo lanzaba y modelaba formas redondeadas, igual que pompas de jabón, o alargadas como las figuras translúcidas de los fantasmas.
Lo atropellaban los recuerdos de aquella fatídica primavera del noventa y tres, de las reuniones de la Escuela de la Noche que lideraba, a la que asistían sus miembros habituales —Marlowe, George Chapman, Matthew Roydon y Thomas Harriot— para hablar con libertad de poesía, de ciencias, de filosofía y de religión. Evocó los olores de los elementos de la alquimia a la que en ocasiones se dedicaban: el del fuego que calentaba la estancia, el aroma de la tierra mojada, el aire con dejo a tabaco, el del vitriolo dulce[2]. Luego rememoró el chivatazo que le pasaron de que Richard Baines, espía anticatólico del Consejo Privado, lo acusó en una declaración no jurada de que Marlowe le había leído «su conferencia atea» y que acabó con esta época dorada. El efluvio que emanaba de las decenas de cartas enviadas y recibidas que no auguraban nada bueno. El registro que efectuaron en la habitación que compartían Christopher y Kydd, los panfletos incriminatorios que hallaron, cómo torturaron a este último y la forma en la que delató a Marlowe. Gritos de dolor, sangre, piel quemada. La citación de Marlowe por los enemigos de sir Francis Walsingham al Consejo Privado, acusado de Alta Traición. El perfume de la tinta y del lacre. Christopher alojándose en la casa de Thomas Walsingham en Scadbury, Kent. El fresco verdor de la campiña. El asesinato y de nuevo la sangre. La declaración de inocencia de Frizer por el jurado de investigación sobre la base de la defensa propia y el indulto de la reina. Imaginar el hedor de litros de sangre mezclado con aceite de mejorana provocaron que las tripas se le revolvieran y que el corazón le palpitase más rápido.
Intentó silenciar su mala conciencia por medio de la lógica. Se susurró que no era responsable, que Ingram Frizer había recibido sacos de monedas de sir Francis Walsingham para acabar con Marlowe antes de que llegara a la reunión del consejo. Pero su silencio ahora no tenía remedio, pues no haría retroceder el tiempo ni revertiría la cruda realidad de la muerte. Podría seguir poniendo excusas y mencionar la mala relación que mantenía con Gloriana en aquella época por culpa de sus celos hacia Bess, pero de nada serviría porque no justificaba la mala elección que había hecho al traicionar su amistad al no comentarle al poeta lo que sabía. Un ramalazo de esperanza lo recorrió. «¿Tal vez Christopher me ha perdonado y por eso no me delató? ¡Ojalá sea así! Porque sé que seguiré arrepintiéndome eternamente». Lo que jamás lamentaría era haber ordenado el secuestro de lady Elizabeth para hacerle pagar a Essex sus pecados con cada gota de sangre.
Por la tarde, bastante más calmado, acudió con Allenby a The Globe para ver la función y para saber si el bardo tenía novedades acerca de sus pesquisas. El espectáculo era una nueva versión de Hamlet, un poco distinta a la que habían presenciado en el palacio de Whitehall meses antes y que tantas ideas útiles le había proporcionado. «Con suerte hoy ocurrirá lo mismo», reflexionó satisfecho. «Si la fortuna me favorece la obra será el prólogo que me permitirá conseguir los deseos que persigo desde hace años».
Cuando pagó los seis peniques por las dos entradas y ambos traspasaron el acceso, a sir Walter lo inundó la misma sensación de siempre. Le parecía que se colaba en uno de los anfiteatros de los antiguos griegos y romanos, con la diferencia de que la estructura era de madera y los que aún se conservaban de aquellos tiempos remotos eran de ladrillos y piedras. Los había contemplado, fascinado, en sus numerosos viajes.
Subieron por la galería cubierta del corral de comedias y se instalaron sobre el cómodo asiento de los «aposentos de caballeros». Sacó pecho y se puso recto al apreciar que todas las miradas estaban puestas en él y que los asistentes susurraban unos con los otros.
Giles le dio un codazo y con ironía le murmuró:
—Sois motivo de regocijo para los groundlings[3]. Desde que el conde de Southampton y sus amigos están en la Torre de Londres o han sido ajusticiados perdieron la costumbre de ver cortesanos de tan alta calidad y se olvidan de los modales. No os preocupéis, en cuanto el sol les corte la piel tendréis vuestra revancha. —Los dos lanzaron una carcajada—. Son blancuzcos y débiles, no tienen nuestra constitución de marinos.
—Cuando mejor me va más ladran las bestias —se burló, observándolos con desprecio—. Teniendo en cuenta cuánto alabaron a Essex durante años y lo rápido que le dieron la espalda en el momento en el que los llamó a la rebelión, más productivo resulta ignorarlos.
—¡Que se revuelvan en su caldo, capitán! —Giles se puso de pie y le explicó—: Voy a comprar manzanas, empanadas, naranjas, nueces y cerveza, así los plebeyos maleducados nos envidian más.
Raleigh, de mientras, se distrajo contemplando el escenario. Se elevaba a casi dos metros del suelo y no lo rodeaba ninguna barandilla. Se hallaba resguardado por un dosel decorado a imitación de un castillo —«la gloria»— y lo sostenían dos columnas que simulaban ser añejas. Una trampilla permitía acceder a «el infierno», el espacio desde el que pronto producirían los efectos dramáticos que permitirían que los asistentes dejasen volar la imaginación y que se trasladaran siglos atrás a tierras danesas.
Enfocó la vista en el fondo del escenario, donde estaba la pared de madera con dos puertas por las que pronto entrarían y saldrían los actores. Encima de ellas había una galería que habían decorado a modo de parapeto superior de la muralla de un castillo, que completaba el resto de la primorosa escenografía.
Giles regresó justo cuando la orquesta comenzó a tocar música dramática para predisponer el ambiente a lo que vendría después. Se puso a comer muy cerca de la baranda, con la finalidad de que a los groundlings se les removieran las tripas por el hambre. Y tuvo efecto, porque aquellos que podían fueron corriendo a adquirir algo para llevarse a la boca.
—Deberíais pedirle a Shakespeare una comisión. —Sir Walter se rio—. Estáis haciendo que todos consuman más.
Las notas subieron de tono, avisando que empezaría la actuación, y, de improviso, se hizo un silencio reverencial que instantes antes parecía imposible en medio del alboroto que reinaba. A continuación, sirvieron de contrapunto a las escenas que los doce actores permanentes y los nuevos secundarios desarrollaban. Reconoció al joven que tan mal lo había tratado en su visita anterior y que ahora desempeñaba el papel de Ofelia.
En medio de la representación sintió una revelación como la que debió de traspasar a los santos ante el mensaje divino. Ocurrió cuando sir Walter contempló la nueva versión de la escena primera del acto tercero, el monólogo en el que Richard Burbage se lamentaba de su destino. Lo conmovió tanto que le dio la impresión de que solo actuaba para él y que le daba el alivio tan ansiado.
—Ser o no ser, esta es la cuestión: si es más noble sufrir en el ánimo los tiros y los flechazos de la insultante Fortuna o alzarse en armas contra un mar de agitaciones, y, con un sueño, decir que acabamos el sufrimiento del corazón y los mil golpes naturales que son herencia de la carne. Esa es una consumación piadosamente deseable: morir, dormir, quizá soñar: sí, ahí está el tropiezo, pues tiene que preocuparnos qué sueños podrán llegar en ese sueño de muerte, cuando nos hayamos desenredado de este embrollo mortal.
Porque recordó sus momentos de adversidad más oscura y a aquellos familiares y amigos que estuvieron al lado de él, los mismos que se mantenían en su órbita en este presente de mayor fortuna. Ninguno lo había abandonado a sus muchas miserias y permanecían día a día demostrándole su fidelidad. Giles entre ellos. Supo, sin temor a equivocarse, que Christopher Marlowe lo había ayudado porque ya había expiado con creces el castigo y no ignoraba que en aquella terrible primavera del noventa y tres no había tenido otra opción... Y fue como si lo liberaran de una enorme carga.
Cuando terminó la función se encaminó, solo, detrás de la pared del fondo del escenario. Allí se situaba el camerino en el que los actores se ponían y se quitaban los ampulosos trajes, resguardados de las inclemencias del tiempo por el toldo de «la gloria». El perfume agradable de la pintura de los decorados se mixturaba con el de la tinta y con el hedor a humanidad concentrada. Aunque, para ser sincero, era menos desagradable que la hediondez de los palacios colmados de cortesanos en los que se entremezclaban la peste a excremento con los aceites aromáticos de Gloriana, pues la buena cuna no iba reñida con la falta de baños. Raleigh no entendía la nueva moda de echarse perfume y de empolvarse sin pasar por el agua, pues amaba sumergirse en la tina, en el mar y en los ríos.
—¿Venís a amenazarme de nuevo, sir Walter? —Le preguntó Shakespeare levantando una ceja.
—Somos amigos desde hace muchos años, ¿por qué debería hacerlo? —Raleigh fingió que se sorprendía—. En realidad, he venido a ver Hamlet. Me comentaron que le habíais hecho arreglos al libreto y debo reconocer que os habéis superado. ¡Vuestro talento es increíble!
—Me satisface que os haya gustado —enfocó la vista en los actores que se habían rezagado para escuchar la conversación y les pidió—: ¿Nos podéis dejar solos? —cuando abandonaron el camerino, añadió—: Pues si estáis satisfecho por lo que habéis visto en el escenario, sin duda mis novedades os alegrarán más. Iba a ir a veros en un rato para comunicároslo... Y debéis valorar mi esfuerzo. Para conseguir la información me tuve que acostar con la sirvienta de confianza del barón, Alice, que es un cardo borriquero. No solo estaba llena de espinas, sino que también era gruñona, hosca y fea.
—¡Pues sí que aprecio el esfuerzo! —Raleigh no pudo evitar soltar la carcajada—. Imagino que por espinas os referís a la barba que le puebla las mejillas. Debe de tener cerca de sesenta años, por lo menos. ¿Y os ha dicho dónde podéis hallar el mapa dentro de la mansión?
—¡Mejor que eso! —El poeta puso cara de triunfo—. Tan desesperada estaba por recibir placer de un hombre guapo que me lo trajo. —Sacó el pergamino del interior de su bota y se lo entregó—. Aquí tenéis vuestro mapa de El Dorado.
—¡¿Y dónde estaba?! —Sir Walter parecía pasmado—. Hemos dado vuelta todas las habitaciones sin éxito. Lo hemos buscado y rebuscado por cada rincón de la mansión.
—El barón siempre lo llevaba encima, en un bolsillo escondido en la chaqueta —le explicó, satisfecho—. Para la sirvienta encargada de limpiarla nunca pasó inadvertido... ¿Y ahora que haréis?
—Iré a buscar el tesoro, por supuesto. Si queréis venir conmigo y ver en qué termina esta aventura estáis invitado.
Y se puso a analizarlo. Comprobó con alivio que Giles no tendría que pasar por su pesadilla recurrente de nuevo, puesto que ya no estaba en Guayana. Comparado con aquello, navegar en el galeón hasta la isla de la Tortuga sería como dar un paseo por Londres.
[1] Raleigh escribió este poema como respuesta al de Marlowe, Vive conmigo y sé mi amor.
[2] Este era el nombre que se le daba al éter.
[3] Groundlings —«los de abajo»— se llamaba a los espectadores que solo pagaban un penique por ver la función y que, por tanto, estaban de pie en el patio, desprotegidos de las inclemencias del tiempo. Ahí se mezclaban los trabajadores más humildes con las prostitutas y los individuos de la más baja ralea.
The Globe actual.
https://youtu.be/OUoggxIWitQ
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