CAPÍTULO 17. LADY ELIZABETH. El monstruo de los ojos verdes.
«¡Oh, mi señor, cuidado con los celos! Es el monstruo de ojos verdes que se divierte con la vianda que le nutre».
Otelo: el moro de Venecia, de William Shakespeare
(1564-1616).
Mar Tirreno. Isla de Capri.
¡El maldito pirata estaba a punto de volverla loca! ¡Cuánto lo odiaba! Mientras hablaba con ella y largaba su cinismo habitual, Elizabeth notaba que los pensamientos del libertino se distraían planeando las depravaciones que le haría al cuerpo de la amante habitual. Solo le bastaba imaginarlo recorriéndole los muslos con la perversa lengua para que le entrasen unos deseos incontrolables de cerrarle la boca mediante ríos de lacre, que marcaría con su sello heráldico. «Claro que esto no evitaría que navegara dentro de ella con su miembro hinchado», pensó y anheló arañarle la cara, para luego culminar atándolo y encerrándolo en la bodega del galeón y así impedirle que bajara a tierra.
La joven no entendía a ese hombre. Primero la dejó sola durante días. Luego entró como una tromba, se le impuso en calidad de amo y señor y le dejó muy claro que compartirían el camarote. Y, después de que diesen rienda suelta a la fogosidad, desapareció de allí y solo se le acercaba si había delante otros miembros de la tripulación, como si temiera que ella le fuese a desgarrar las ropas y echársele encima para saciar su lujuria.
Cuando lady Elizabeth comprendió que ya no soportaría más sus miradas pensativas, abandonó la cubierta y no le importó perderse la belleza rocosa de la isla en la que habían fondeado. Entró en el camarote y le dio una patada a la silla para desahogarse. Esta se mantuvo en el sitio porque se hallaba atornillada al suelo, de modo que lo único que consiguió fue que le doliera el empeine como si un toro le hubiese caminado por encima.
Sin poderse controlar, abrió el armario del pirata y pasó la mano por las finas camisas. De ellas emanaba el perfume almizclado que expedía la piel de ese sinvergüenza y se mezclaba con la fragancia de la espuma de mar. Se sintió torpe y poco femenina, ya que después de tantos años fingiendo ser sir Avery Harleston era probable que no reuniese las condiciones requeridas para atraer a un varón con un poder de seducción de tal magnitud. Seguro que le gustaban muy femeninas, audaces, de grandes pechos y de prominentes caderas. O tal vez del tipo que se desmayaba al toparse con un ratón o de las que al olfatear el metálico olor de una gota de sangre se le refugiaban entre los brazos.
«¡¿A mí qué más me da con quién se acueste o se deje de acostar ese maldito pirata?!», se recriminó, harta por el cariz que tomaban sus reflexiones. «Me golpeó, me secuestró y no tuvo reparos en entregarme al sultán por órdenes de sir Walter Raleigh. Solo me he salvado, de momento, gracias al mapa del tesoro de El Dorado». Respiró hondo e intentó quitarse de la cabeza los instantes que habían compartido en la cama. Le resultaba imposible olvidarse de las caricias eróticas, de los besos apasionados, de los gemidos que prometían que llegarían hasta el final y que no saldría virgen y entera de la experiencia... No funcionaba. Al pretender reprimirse los recordaba con mayor intensidad.
Solo había un pensamiento recurrente que podía hacerle olvidar la pasión compartida: acordarse de la maldad del conde de Essex. «¡Porque habéis sido vos, maldito tío, quien me habéis metido en este problema sin solución! Pese a que ahora mismo sois comida de los gusanos, vuestra sombra es alargada y no me permite el sosiego». Ese aristócrata para llegar a la cima no había dudado en aplastar a todo aquel que se interponía en el camino hacia sus ambiciones y ahora los demás pagaban las consecuencias. «¡En vida os odié, pero ahora os aborrezco! ¡También sois el responsable de que el pirata que me secuestró me cause zozobra! ¡Ojalá vuestra alma se encuentre en el Infierno y que las torturas a las que os someta el Maligno os impidan el descanso eterno!», pensó vengativa.
Lady Elizabeth comprendió que continuar rumiando en sus desgracias no la conduciría a nada positivo para su tranquilidad mental, así que tomó la resolución de desahogarse con sus amigas de siempre, las cartas del tarot Visconti-Sforza. «Son el único lazo que ahora mismo me une a mi padre», consideró con tristeza. Las cogió del bolsillo, las barajó y pronto se sintió reconfortada.
Muy concentrada, las interrogó:
—¿Dónde está el espíritu de mi tío Robert Deveraux, segundo conde de Essex? Quiero que seáis muy concretas, por eso esta tirada será al corte.
Las entreveró con ímpetu y luego las colocó sobre la mesa de madera, susurrando la pregunta una y otra vez. En el instante en el que le calentaron las manos, como si las tuviese dentro de un horno, efectuó dos cortes de izquierda a derecha, de modo que formasen tres montones. Las volvió a juntar, intercalándolas, y, sin mayor dilación, las cortó del medio hacia arriba. La imagen de Il Diavolo, con las alas de murciélago, las orejas de asno y los cuernos de macho cabrío, propia de las pinturas medievales, le sonrió en tanto le mostraba los dientes afilados.
—El conde de Essex siempre fue mío, ¿creíais que podía estar ahora en un lugar distinto del Infierno? —inquirió y lanzó una carcajada.
No le dio miedo porque las cartas de tarot siempre habían sido sus aliadas. Tampoco entró en pánico cuando la segunda cara que lucía el demonio en el abdomen esbozó una sonrisa cínica, en tanto cientos de manos humanas se estrellaban contra las paredes del estómago y del vientre para encontrar una salida. Debajo del pedestal en llamas sobre el que se situaba el Enemigo de Dios había dos jóvenes rubios con cuernos, que se hallaban encadenados a la base. Las ataduras representaban la afición a los placeres terrenales, la causa por la que en el presente los castigaban. Simbolizaban, también, los más bajos instintos del ser humano, aquellos que los acercaban a su naturaleza animal y primitiva. Observó, pasmada, cómo las cabelleras rubias de los condenados cambiaban al color caoba y los rostros adquirían los rasgos de su tío fallecido.
—¡No os imagináis cuánto lamento que vos y vuestra familia paguéis por mis errores! —exclamó uno de los muchachos y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas.
El fuego se incrementó al punto de parecer un pequeño volcán en erupción. Despedía un profundo olor a azufre y a huevos podridos.
—¡Perdonadme! —imploró la segunda representación de Essex—. ¡Por favor, apiadaos de mí! —El Diablo no lo dejó proseguir, pues le tiró de uno de los cuernos y la cabeza se desprendió del tronco.
—¡Perdonadme, perdonadme, perdonadme! —lo imitó el demonio—. ¡Era lo único que sabíais decirle a la reina cuando estabais vivo y ahora lo repetís aquí! ¡No cambiáis las costumbres, condesito!
Efectuó una pausa. Se centró en el rostro de la muchacha y ya no parecía la imagen de una carta de tarot: daba la impresión de que en cualquier momento podría abandonar el rígido pan de oro y materializarse en cualquier lugar.
—Y vos, lady Elizabeth, ¿lo perdonáis? —continuó y acto seguido movió la cabeza cortada de Essex de manera circular: el cuerpo cercenado estiraba los brazos como si la quisiese atrapar—. Dejo el futuro del alma de Essex en vuestras competentes manos. Lo que vos decidáis yo lo respetaré.
La macabra testa la miró suplicante y la aristócrata se sintió poderosa. El segundo Essex, en cambio, se arrodilló sobre la hierba y rezó sin despegar la vista de ella.
—No me despiertan la más mínima compasión vuestras circunstancias, milord, podéis dejar vuestro teatro —le soltó la dama con desprecio—. ¿Os acordáis de mis súplicas durante la fiesta en las que me quitasteis las cartas para burlaros de mí y contentar a vuestros malvados amigos? Seguro que aquel día no imaginabais que me darían el poder de cambiar vuestro destino. —Vio como ambos Essex bajaban la mirada, avergonzados—. ¡Vuestros pecados son numerosos! Alentasteis a mi madre a que se revolcara en el lecho con Mountjoy y no os importó el escarnio que implicaba para mi padre. Encima, dijisteis que me encontraríais marido cuando os informé con claridad que iba a ser médica, tal como lo soy ahora. Decidme: ¿qué motivo justifica que premie vuestra crueldad? Además, ¿cómo perdonaros lo que le hicisteis a sir Walter Raleigh, cuando ahora significa mi condena?
—Entonces, lady Elizabeth, ¿cuál es vuestra sentencia? —La apremió el Diablo.
—Solo puede haber una sentencia para ser justa con las víctimas de sus pérfidas ambiciones: que condenéis su alma por toda la eternidad —pronunció con un odio implacable—. Y si puede ir más allá del infinito, también. No le deseo ni una mísera tregua. Necesito que pague día a día y hora a hora por lo que le hizo a cada persona.
—¡Apoyo vuestra decisión! —Aulló el demonio y las flamas consumieron toda la escena, dando la impresión de que calcinaban el naipe de tarot.
La joven parpadeó y la imagen volvió a estar estática. Lanzó un nuevo suspiro y supo que parte del rencor y de la sensación de agravio que había cargado contra Essex desde la niñez habían desaparecido. Se sintió completa, como si gran parte de las preocupaciones hubiesen abandonado su espíritu. No obstante, todavía le quedaba un motivo de desvelo: el pirata.
Comenzó, eufórica, a barajar los naipes, con la misma sensación que debía de colmar a los profetas después de hacer sus predicciones por inspiración divina.
—Primero quiero saber, también al corte, cómo lo va a pasar Francis hoy con su amante de Capri.
No intentó contener la curiosidad, aunque en el fondo le pareciera denigrante escarbar en la vida sexual de su captor. Repitió el procedimiento anterior, y, cuando cortó, el naipe de El Ermitaño pareció burlarse de ella. Porque la larga y blanca barba del triunfo, el bastón en el que se apoyaba y el reloj de arena que portaba en la mano derecha llamaban la atención sobre el paso del tiempo y hablaban de contención ante las pasiones, lo contrario de la conducta del pirata. El sombrero de piel de dos alturas y los ribetes de oro lo mostraban como un hombre que había acumulado riquezas, pero ciertamente no era un naipe que aludiese a la satisfacción de los deseos de la carne.
—Creo que no habéis entendido, queridas amigas. Quiero saber qué va a hacer Francis con su amante.
—¿Tanto os cuesta entender, lady Elizabeth, que vos significáis para él mucho más de lo que suponéis? —La voz rasposa del anciano significó un bálsamo para los oídos y cura para los insidiosos pensamientos.
—Se iba a reunir con esa mujer, es complicado entender de buenas a primeras el mensaje.
El ermitaño soltó el báculo y efectuó un movimiento con la mano izquierda. En ella aparecieron tres cartas: La Emperatriz, El Emperador y el Amor.
—¿Por qué dudáis si ya os lo hemos predicho? —Las acercó más con rostro serio—. Tenéis ante vos lo que puede ser el amor más puro, siempre que soltéis el amarre que significan las dudas. Todo depende de vos. —Y se quedó en silencio, en tanto retomaba el inmovilismo de un simple triunfo.
Lady Elizabeth no entendía el vaticinio. Porque todos y cada uno de sus preconceptos se convertían en cenizas y volaban por el aire. «¡¿Cómo es posible que no haga nada con su amante?!», se preguntó, anonadada. «¡¿Para él también significó lo mismo que para mí nuestra aventura sobre el lecho?!» Entonces, ¿por qué le daba a entender que iba a saciar su pasión con la otra mujer?
Volvió a barajar, y, como tan productivas le habían resultado las tiradas precedentes, las entreveró con la misma intención. Cuando cortó, ante ella se hallaba la carta de La Estrella. Inspiró con fuerza. La Stella iniciaba el ascenso de su alma hacia la bóveda celeste en busca de la iluminación. La dama —enfundada en un vestido de corte renacentista azul— levantaba hacia el cielo la estrella de oro de ocho puntas, en tanto la envolvía un brillo celestial desconocido en este mundo. Simbolizaba la victoria del bien sobre el mal, del amor frente a la indiferencia. Y, además, la consecución del equilibrio en cada proyecto que se propusiera, ya fuese con relación al trabajo como médica o al amor o a la familia.
De repente, el borde donde finalizaba el pasto y que sufría un abrupto corte se llenó de agua y el fondo troquelado se desdibujó hasta formar un cielo aguamarina. Al principio le llegó el aroma de la tierra mojada y enseguida suaves olas le cubrieron a la mujer los pies. La imagen, cada vez más humana, lanzó al aire el manto rojo y verde y la estrella, que comenzaron a moverse como si tuvieran alas. Un segundo después, se transformaron en un par de gaviotas: graznaban mientras volaban coronando la carta, pero sin sobrepasar el límite de la línea blanca.
Acto seguido le guiñó un ojo y pronunció:
—Bajad ahora del galeón, nadie os verá ni os echará de menos. Luego yo os guiaré. La Piscina di Venere aguarda por vos.
Lady Elizabeth agradeció hallarse vestida con la indumentaria varonil para poder escabullirse mejor. Ni por un instante se planteó desobedecer la orden, confiaba a ciegas en el tarot.
Abandonó el camarote. Zigzagueó por la cubierta. Tenía cuidado de no resbalarse con la superficie mojada ni de tropezarse con los cabos. Bajó por la escalera de quita y pon hasta saltar sobre el pequeño puerto, sin saber muy bien a qué atenerse. «¿La Estrella me regala la libertad?», se preguntó. Ambivalente, una parte de sí anhelaba regresar a Inglaterra con su familia, pero otra necesitaba culminar su historia con el pirata. Si era cierto que con él conocería el verdadero amor, la seducía arribar a su conclusión natural.
La joven se escondió detrás de un olivo centenario. Desde allí, oteó en dirección al navío. Por fortuna, nadie se había percatado de su escapada.
Se sacó la carta del bolsillo y le preguntó:
—¿Y ahora qué hago?
—Camina hasta llegar al final y gira a la izquierda para encontrar el mar. —La carta se mimetizó con el paisaje y le mostró el trayecto, marcando con una fina línea negra por dónde debía ir.
Lady Elizabeth volvió a mirar hacia el galeón, pero todo seguía tranquilo. Así que empezó a recorrer la senda, al principio caminando. Cuando la venció la impaciencia se puso a trotar, pues ya no le alcanzaba dar grandes zancadas. Tanta era su curiosidad que ni siquiera tambaleó al posarse en tierra firme, después de largas semanas sobre la superficie sinuosa del mar. No se encontró a nadie. Parecía como si cada integrante de la especie humana se hubiera quedado en suspenso, inmortalizado en su lugar y en su último movimiento para que ella pudiese cumplir con el objetivo.
Cuando el camino terminó, dobló a la izquierda. Tuvo que recorrer, expectante, una distancia similar. Al llegar al final, desde lo alto vio una pequeña entrada de mar rodeada por rocas de grandes dimensiones, que le proporcionaban las características de una piscina. Descendió —paso a paso y con cuidado— y entró de lleno en la naturaleza. Maravillada, sintió que se convertía en parte del decorado. Miró la carta, que en esos instantes reflejaba la pequeña cala, y creyó que había traspasado su superficie pigmentada por el lapislázuli y la malaquita y entrado en ella.
—Venus, la diosa del amor, se zambulló en estas aguas para recuperar su virginidad —le comentó el naipe de La Estrella cuando lo volvió a mirar—. Vos, en cambio, hoy la empezaréis a perder... Mirad hacia el horizonte y apreciaréis la isla de Vulcano. El agua y el fuego son la mejor combinación.
Caminó por encima de las rocas. No supo si fue debido a las palabras que le dedicaba la dama o al calor insoportable que la invitaba a sumergirse en las aguas transparentes —despedían un fuerte perfume a algas y un dejo a azufre— que reunió el valor suficiente para quitarse los zapatos y desprenderse de sus ropas de hombre. Se retiró las prendas una a una y las colocó a buen recaudo encima de una roca alta. Desnuda, dio pequeños pasos por encima de las piedras. Le lastimaban las suaves plantas de los pies, si bien este inconveniente no la detuvo. Entró, feliz, en el templado y tranquilo líquido y no paró hasta que le llegó a la cintura. Se zambulló, anhelante. Pensó que Venus debió de sentir lo mismo que ella, en tanto se regocijaba con las caricias de las diminutas olas en la piel.
Abrió los brazos en dirección al sol, como si fuese una ofrenda, y el calor en los senos la hizo sentir plena. Le agradeció al Universo, a Dios y a las cartas de tarot que le permitieran conocer este paraíso escondido, que parecía creado solo para que ella lo descubriera.
—¡¿Qué hacéis aquí?! —Escuchó la voz enronquecida del pirata que se colaba en sus sueños por las noches.
Giró y se quedó frente a él. Luego se le comenzó a acercar, sin importarle que viera su desnudez.
Cuando se hallaba tan cerca como para estirar el brazo y tocarlo, Francis gimió:
—¡Me volvéis loco!
Sin esperar respuesta, la besó como si fuese Eva, la primera mujer sobre la tierra... Y como si la serpiente nunca hubiera entrado en el Paraíso.
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