CAPÍTULO 16. FRANCIS. La reina pirata.

«Deslumbrados están nuestros ojos por los rayos de Elizabeth,

mira (si acaso te atreves a mirar) dónde está sentada:

este es el gran panteón de nuestra diosa,

y todos esos rostros que tus ojos creyeron estrellas

son ninfas que sirven a su divinidad».

Old Fortunatus[*], de Thomas Dekker

(1572-1632).

En el Wild Soul. Mar Mediterráneo. Mar Tirreno. Isla de Capri.

Todos levantaron las copas de cristal repletas de un magnífico vino de Medina del Campo y efectuaron un nuevo brindis mientras esperaban a que llegasen la invitada estrella y las viandas. Tanto la cristalería como el exquisito líquido era por «cortesía» de los hispanos. Porque para festejar la captura del galeón español, Francis había invitado a todos los tripulantes que no estaban de turno a una comida en la gran mesa de la sala. En total eran alrededor de ocho oficiales, veinte marineros, diez grumetes, diez pajes y diez artilleros. El resto celebraría después.

     Frunció el entrecejo al comprender que un increíble acontecimiento rompía la rutina habitual: desde el primero hasta el último de los hombres se hallaba acicalado como si fuese a asistir a una fiesta y miraba con gran expectativa hacia el acceso. Decir que emanaba de ellos aroma a jazmín sería una exageración, pero el desagradable hedor corporal por la falta de higiene había desaparecido y olían a limpio. La necesidad de lucir guapos ante lady Elizabeth constituía el motivo de la inusual apariencia, lo que no resultaba difícil de deducir porque él también se había esmerado al elegir la bragueta que le sentaba mejor y la camisa de seda más fina.

     Cuando la médica le había indicado que su tripulación debería bañarse con regularidad para evitar enfermedades, el pirata había pensado que preferirían entrar de lleno en un temporal y deslizarse en medio de su atronadora furia antes que pasar por el agua y el jabón. Pero no había contado con que la belleza de su prisionera obraría el milagro. Es más, durante la espera todos competían por encontrar el mejor y más hermoso gato en la isla en la que pronto recalarían y estaban dispuestos a criar a varios de estos especímenes para demostrarle a la dama que no solo quitaban vidas. Sintió el ramalazo de los celos porque él había degustado la dulzura de la piel de lady Elizabeth y también la de su entrepierna, y, aunque reconocía que no tenía ningún derecho sobre la joven, sí creía que ya era parte de sí.

     En el instante en el que la aristócrata entró fue como si el sol alejara las sibilantes ráfagas de viento que surcaban el cielo igual que cañonazos. Y eso que ella se había enfundado en sus ropas varoniles y que despedía perfume a sándalo, tan masculino, como estrategia para convertirse en uno más de la tripulación. Al apreciar de qué modo la miraban, el corazón le palpitó más rápido, respiró agitado, las mariposas que le revoloteaban en el estómago se mezclaron con un comienzo de jaqueca y las manos le sudaron cómo si intentasen no estrangularlos. Para contrarrestar su fascinación se recordó que la chica tenía ínfulas de reina pirata y que aspiraba a mangonearlo. De hecho, había conseguido que cambiase de opinión y que ordenara virar el navío para ir detrás de un tesoro español marcado en un mapa de los enemigos de Inglaterra por cuya autenticidad no daba ni un chelín. Y, el colmo, le había robado su camarote, pues no había osado entrar nunca más, ya que era demasiado tentadora.

—¡Propongo un nuevo brindis! —exclamó Thomas Adams, bastante achispado—. ¡Por la hermosura de nuestra invitada! ¡Es la mujer más bella que hemos visto en nuestras vidas!

     Todos se pararon y levantaron las copas, en tanto la enfocaban con las miradas. Francis pensó con ironía que así debían de observar los caníbales a otros humanos antes de comerlos. Contuvo el impulso de saltar encima de la mesa y de darle patadas a la vajilla o de tirar las botellas a las cabezas de sus hombres.

—¿Vos no vais a brindar, capitán? —Se asombró el piloto al apreciar que aún seguía sentado—. ¿Acaso no estáis de acuerdo con mi brindis? Reconozco que tenéis más experiencia con damas de alta alcurnia y quizá por eso no apoyáis mis palabras.

     Reacio se puso de pie, se zampó el líquido de un solo trago y voceó:

—¡Por lady Elizabeth, cuya incuestionable belleza ha conseguido convertir a los piratas del Wild Soul  en una simple gatería! —paseó la vista por cada uno de ellos y se corrigió—: O, mejor dicho, en unos tiernos gatitos.

     Pero si creía que con la pulla los iba a avergonzar se equivocó de cabo a rabo, porque los marineros, orgullosos, empezaron a describirle a la muchacha los preparativos que llevaban a cabo para recibir a los mininos. Mientras, ella ponía una dulce mirada que, de no estar prevenido contra sus artimañas, también lo hubiesen comprado.

     Reparó en que Benedict Berwyk, el barbero, permanecía callado y que no intervenía en la conversación como si algo lo molestase.

—¿Qué os pasa? —lo interrogó en un aparte, creyendo que tenía ante sí a un posible aliado en la lucha contra la seducción de la noble—. ¿No os gusta nuestra invitada?

—¡Por supuesto que no es eso! —le aclaró con énfasis, como si tal idea fuese descabellada—. He caído bajo su influjo como el resto.

—Entonces, ¿qué os inquieta? —lo alentó para que hablara.

—Me preocupa que si traemos los gatos a bordo y estos se comen a las ratas: ¿cómo sabremos si el naufragio es inminente? —Un escalofrío lo recorrió porque para él no era ninguna superstición, había vivido la situación en carne propia—. Hasta el marinero más inexperto sabe que cuando las ratas abandonan el barco existe un peligro cercano que nosotros no podemos detectar.

—¡No es momento para estar serios! —Edmond Brampton le propinó un fuerte golpe en el hombro a Benedict—. ¡Hemos capturado un barco español y ninguno de los nuestros ha muerto ni ha sido herido de gravedad, solo hubo unos pocos raspones! —El cocinero se puso de pie y le dio un golpe con la cuchara a la copa de cristal para llamar la atención: el sonido extenso y agudo hizo que los hombres silenciaran las conversaciones—. ¡Agradezcamos a los españoles los nuevos alimentos! —Todos chocaron las copas y se rieron a carcajadas—. Estoy seguro de que disfrutaréis del primer plato. Es una menestra que he hecho con habas, judías, lentejas, guisantes, garbanzos y arroz. Estoy seguro de que si no hay viento podréis impulsar el galeón con los gases que expulsaréis.

     Le rieron la gracia con fuertes risotadas. Incluso lady Elizabeth, que se notaba en su salsa pese a provenir de un ambiente aristocrático.

     El cocinero prosiguió:

—De plato principal os he cocinado merluzas. Las hemos pescado hoy, os puedo asegurar que los corazones todavía palpitaban cuando las coloqué sobre el fogón de proa. ¡Y lo mejor! Acompañadas de patatas asadas provenientes del Nuevo Mundo, también por cortesía de los hispanos. Tenemos que agradecerles, además, la provisión de galletas. Las nuestras ya estaban blandas y podridas. ¡Y gracias a ellos tenemos frutas y verduras frescas!

     Lady Elizabeth se puso de pie y gritó:

—¡Brindemos porque el escorbuto permanecerá muy lejos del Wild Soul!

     Y todos la aplaudieron como si hubiera anunciado la llegada del mesías a la Tierra. Debía reconocer, en su favor, que la joven no se comportaba con la coquetería típica de las mujeres, sino como un varón, pero le daba rabia que los marineros ocuparan en su corazón el sitio que por derecho debería ser de él debido a que había sido el primero en degustarla... Y esperaba ser el único, no soportaría que se enredara con alguien más, antes la arrojaría por la borda.

     Así, se percató de que se había enamorado hasta las trancas de una mujer que lo odiaba con toda razón —la había golpeado y secuestrado— y el mundo se le vino encima. Admitir esta realidad sin ponerse excusas, como de ordinario, lo hizo sentir el mismo dolor que si el cocinero le hubiera acertado en pleno rostro con una de las enormes ollas de cobre o del mismo modo que si hubiese utilizado los morteros para machacarle las sienes. Ni el suculento aroma de la menestra que provenía de los platos hondos que traían los pajes le levantó la moral.

—Sacaremos las anclas por la mañana, antes que nada —le informó a Thomas, pues el segundo de abordo era su custodio y el guardián de los cables—. Recalaremos en la isla de Capri. Concretamente en Marina Grande, el pueblo de pescadores. Y encargaos, también, de que a primera hora cambien nuestra bandera por la española.

     Decidió que el galeón que le habían capturado a los hispanos —y con él los tres prisioneros que habían sobrevivido— permanecería en alta mar, en zafarrancho de combate. Porque tampoco era cuestión de tentar al destino restregándoles por la vista dos navíos que les habían robado.

—¡Está claro que nuestro capitán necesita visitar a su novia de Capri! —Bromeó el piloto y todos lanzaron fuertes risotadas.

     Todos excepto lady Elizabeth, que lo analizó con mirada interrogante.

     Pero Thomas, sin reparar en el gesto de la dama, prosiguió:

—Desea esconderse, una vez más, entre su par de ardientes y suculentos melones. —Se colocó una galleta sobre cada pecho, en tanto ponía mirada libidinosa—. Sabed, bella joven, que esto significa que pasaremos como mínimo una semana en la isla. En la última ocasión desapareció durante siete días y luego regresó con un humor excelente.

     Francis le echó una mirada como para matarlo. Estas eran en realidad sus intenciones: perderse entre las piernas de la amante que le despertaba el mayor apetito entre todas ellas. La utilizaría como terapia. Porque si seguía pensando en los besos almibarados y en la melosa piel de lady Elizabeth en cualquier momento ardería por combustión espontánea y se llevaría con él al Infierno los galeones y a la tripulación.

     No lo contradijo, tampoco, en cuanto al tiempo de estadía a pesar de que en esta oportunidad solo pensaba estar allí un par de días para revisar la nave, aprovisionarse de agua dulce y adquirir más verduras y frutas frescas. Por un segundo odió que las relaciones entre el capitán y los marineros no fuesen tan formales como en la Royal Navy. Es más, se maldijo por hacerlos sentir libres de dar su opinión en esos instantes en los que la dama lo miraba como si fuese un diminuto y molesto piojo.

—¡Propongo un nuevo brindis! —chilló el hombre más anciano del barco, Powell Freville, un artillero que debía de rondar la cincuentena—. ¡Brindemos porque no nos hemos topado con el Leviatán en nuestra travesía!

     Ante esta mención todos, con excepción de lady Elizabeth, cogieron unos granos de sal y los tiraron hacia atrás por encima del hombro.

—¿Me podéis decir a qué se debe esta inusual conducta, caballeros? —inquirió la dama, los ojos le brillaban con curiosidad.

—Lo hacemos porque la sal aleja al Diablo, milady —le explicó Oswyn con paciencia—. El Leviatán es uno de sus demonios, una inmensa ballena que se alimenta de los navíos y de sus tripulaciones.

—O una serpiente gigantesca, según dicen —añadió Benedict—. Los pocos supervivientes que han logrado salvarse después de encontrarse con el Leviatán cuentan que también puede tomar la apariencia de una enorme serpiente de dientes muy afilados.

—¡Pues brindo porque permanezca siempre muy lejos de nosotros! —exclamó la chica, en tanto levantaba la copa y todos se comportaban como si fuese un ángel que había bajado del cielo—. ¡Porque no nos va a impedir que lleguemos a la isla de la Tortuga y que nos apropiemos de nuestro tesoro!

     «¡¿Dónde están los fieros piratas ahora?!», pensó Francis, enfurecido, al verlos comportarse como párvulos en el colegio. «Una mujer acaba de mencionar que va a apropiarse de una parte de las riquezas y nadie ha protestado».

     A la mañana siguiente muy temprano, todavía seguía rumiando acerca del mismo tema cuando lady Elizabeth se acodó al lado de él para contemplar la recalada. Las gaviotas dieron la impresión de recibirla, pues volaban cerca de ella de modo rasante, quizá esperando comida. El cielo se hallaba tan despejado que provocaba que el mar Tirreno pareciese un espejo. No había ni la más diminuta brizna de niebla, por lo que la muchacha iba a disfrutar de un espectáculo inigualable al aproximarse a la isla de Capri.

—No sé por qué, pero todo esto me trae a la memoria la alegría que me daba cuando llegábamos en barca por el Támesis con mi padre hasta Whitehall, para disfrutar de alguna celebración en la corte —le comentó la joven, emocionada, y emitió un suspiro.

—¡Dichosa sois! —exclamó el pirata con tono irónico—. Para mí Londres solo representa el hedor de la basura, el de la putrefacción de los cuerpos de la gente que se hacina y el de la sangre.

—¿Y no captura vuestra atención el nado majestuoso de los cisnes? —Se asombró lady Elizabeth y enfocó en él los ojos que lucían los degradados turquesas de las aguas caribeñas.

—Vuestros recuerdos adolecen de parcialidad —se burló Francis—. ¿O acaso ignoráis que una vez al año los despluman para rellenar el colchón y las almohadas de Su Majestad?

—¡¿Por qué os empeñáis en subvertir cada bonita remembranza?! —y luego, como si recién se le ocurriera, añadió—: ¿Lo hacéis para no extrañar nuestra ciudad?

—¡Jamás extrañaría Inglaterra! —acto seguido le explicó—: Nada se compara con la libertad de vivir en alta mar. Vos habéis estado protegida entre algodones, pero para un niño de ocho años que se ha quedado solo con su madre luchar por la supervivencia no tenía nada de bonito.

—¿Vuestro padre os abandonó? —inquirió, estremecida, en tanto le daba un apretón en el brazo para darle ánimos.

—No, murió...Y digo que habéis estado demasiado protegida porque desde pequeño he visto delante de mí cómo mataban a personas y cómo la justicia de la reina era más implacable todavía. A los asesinos les cortaban la mano derecha y los obligaban a caminar dejando un reguero de sangre hasta que arribaban al sitio donde los ejecutaban.

—Lamento que no hayáis podido disfrutar de una infancia dichosa. —Y se notaba que era sincera—. Los problemas con mi madre y con su hermano, el conde de Essex, parecen nada al lado de lo que me contáis. Por eso quiero trabajar como médica, para que los niños no tengan que soportar, también, la enfermedad sobre sus tiernas carnes.

—Mi tío paterno era actor y nos protegió, no todo fue tan negativo. Pasé momentos inolvidables en la Liberty  de Holywell, en el suburbio de Shoreditch, viendo sus actuaciones en The Theater.

—¡Qué emoción! Seguro que actuó con Richard Burbage, mi actor preferido. —La chica batió palmas de felicidad.

—Era de la época del padre, James Burbage. Recorrieron todo el reino con sus representaciones —y luego se disculpó—: Perdonadme, he sido injusto con vos. Os vi mientras intentabais aliviar el dolor de las familias más pobres.

—¡Pero es tan poco lo que puedo hacer! —La muchacha contuvo las lágrimas a duras penas—. Tenía la intención de abrir una consulta permanente en Southwark o en algún lugar similar... Pero ahora no sé qué va a ser de mí.

—Estéis donde estéis siempre marcaréis la diferencia y obraréis un milagro. —E intentó amarrar sus sentimientos incontenibles para que ella no los notase—. Si no me creéis mirad a vuestro alrededor ahora mismo, mis hombres lucen irreconocibles gracias a vuestra influencia.

     Pero el grito del vigía no le permitió a lady Elizabeth responder:

—¡Tierra a la vista!

     Francis se dio cuenta de que ponía la cara de un tonto enamorado, así que enfocó la mirada en la distancia. Percibió la isla de Capri, primero de un solo vistazo genérico. Luego comenzó a distinguir cada uno de los montes escarpados y hasta le pareció ver los macizos de roca caliza. Se hallaban demasiado lejos, todavía, para apreciar las ruinas de las antiguas villas de los romanos. Era, sin duda, una buena recalada: avistaban la tierra prometida en la hora programada y en consonancia con las pequeñas cruces que había efectuado en la carta náutica a lo largo de los días. Así, cerraban la primera de las circunferencias, aunque mucho restaba para llegar a la isla de la Tortuga.

—¡Toda la gente a cubierta! —Aulló el segundo de a bordo con su voz grave.

     Cuando amaneció, con la ayuda del contramaestre y del carpintero, había sacado las anclas y tenía todo preparado.

     Minutos después Thomas volvió a gritar:

—¡Guarda el cable!

     Un silencio eufórico mantenía casi estática la atmósfera del galeón, aderezada con el aroma de los crustáceos, de las algas y de los pescados frescos que cocinaban en tierra. Mientras, surcaba regio hasta arribar al fondeadero del pueblo de pescadores como si fuese una ciudad en miniatura. El ancla, ansiosa, colgaba al costado del navío de una sólida madera, retenida apenas por la gruesa cadena que tiraba como si fuese un oso a punto de enfrentarse a la jauría.

     Francis contuvo la emoción que lo embargaba siempre que abandonaba el azul infinito, y, con voz clara, voceó:

—¡Largar!

     Tanto él como lady Elizabeth se asomaron por la borda y contemplaron cómo el pesado hierro cortaba el agua con una implacable dentellada, similar a la de un tiburón prehistórico.

—¡Ha salido clara! —anunció, alborozado.

     Los hombres empezaron a hablar al mismo tiempo. Hacían planes y daban muestras de gran alegría, pues la perspectiva de perderse entre los muslos de las mujeres los motivaba más que cualquier otro tesoro.

     Francis sospechaba que todos, sin excepción, imaginarían que le harían el amor a lady Elizabeth mientras se hundían hasta el fondo en el cálido interior de alguna prostituta. Él, aunque denotara una contradicción, planeaba lo contrario: se entretendría con Agnese para olvidarse de la dama. Su amante también representaba una contradicción, ya que el nombre significaba «casta» y su ocupación era la de cortesana.

—¿Qué quiere decir «salir clara»? —lo interrogó la dama, como si sospechase de sus pensamientos más íntimos y necesitara erradicarlos.

—Que el ancla ha caído sin que se haya dado vuelta el cable —le explicó, con ganas de que se mostrase celosa a causa de él—. Lo peor que le puede pasar a un ancla es morder fondo encepada.

—No entiendo. —La aristócrata puso cara de confusión.

—La tirantez del cable tiene que ser completa. Como veis, la nuestra llama recto por la proa —al apreciar que seguía confundida, agregó—: Imaginad a una amante que sabe lo que se espera de ella: ser caliente en la cama, que no haya reproches y que abra las piernas sin que sea imprescindible inventar alguna historia. Así, sería igual que un cable que llama recto y sin dobleces.

—Se nota que vuestra mente solo está pendiente de reuniros con vuestra novia, capitán.

—¿Estáis celosa? —pronunció, esperanzado, y la analizó anhelando que le recriminase que le dedicara sus atenciones a otra.

—¿Celosa? —Lady Elizabeth sonrió—. ¿Por qué debería estarlo? Me encuentro en un barco rodeada de caballeros que se desviven por mí. Sé que con solo estirar el brazo cualquiera de ellos estaría impaciente por compartir mi lecho... Incluso vuestro primo Oswyn. No os inquietéis, cuidarán de mí.

—Estoy seguro de que así será, milady.

     No obstante, la charla le arruinó el día y la noche. Cuando Agnese lo hizo sentar en un sillón y se desnudó ante él con erotismo, Francis se sintió como un eunuco porque no tuvo ni la más ligera erección. Se levantó de golpe y escapó de allí, sin haberle dado ni un mísero beso. Solo podía rumiar en la idiotez que había cometido al dejar a lady Elizabeth con los hombres que competían por sus atenciones.

[*] Este prólogo fue escrito de manera especial por Thomas Dekker para la representación de la obra Old Fortunatus en la corte de Richmond en las Navidades de 1599.



Pintura de Capri.




https://youtu.be/hobL77Ai3lM



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