CAPÍTULO 11. LADY ELIZABETH. El asalto al galeón español.
«Aquí se vio sangrar a las piedras más duras,
Y gemidos de fantasmas enterrados los cielos perforaron:
Donde el ánimo de Homero tembló de dolor,
¡Y maldito el acceso de ese ladrón celestial!»
Una visión sobre la reina de las hadas,
sir Walter Raleigh
(1552-1618).
En el Wild Soul. Mar Mediterráneo.
¡¿La Emperatriz, el Emperador y los Enamorados?! ¡Cómo se podían equivocar tanto las cartas de tarot al aconsejarla! ¡No había nada que la uniera a su secuestrador y menos algo romántico!
—¡Pirata desgraciado! —chilló lady Elizabeth, enfurecida, y pateó la puerta que se interponía entre ella y la libertad, pero lo único que consiguió fue que el pie se le quedase adolorido.
El capitán la había encerrado en el camarote como medida de precaución para que no sufriera daño alguno. Ahora la joven se sentía impotente porque la ponía en peligro y no le daba las armas con las que defenderse. Y si el galeón se hundía se quedaría a merced de temibles criaturas, como el tiburón que había saltado cinco metros fuera del mar.
—Seguro que me recluye en esta maldita prisión para que el sultán no reciba estropeada la mercancía —masculló, en tanto caminaba de un extremo al otro de la estancia.
¿Cómo ese hombre obtuso podía considerar, aunque fuera por un segundo, que allí estaba a salvo? Si el galeón enemigo los cañoneaba poco resistiría la estructura del barco hecha de madera de roble. Y, menos todavía, los mástiles elaborados con troncos de pino. Se estremeció al imaginar que el navío se hundía a pique, mientras el agua entraba con fuerza hasta rodearla del todo e impedirle respirar.
¡No se hallaba dispuesta a obedecer las absurdas órdenes de un simple mequetrefe! Recordó las enseñanzas de su hermano Robert y se quitó el broche del pelo. Este tenía una punta similar a la de una aguja, pero bastante más gruesa. Acto seguido la introdujo en la cerradura y comenzó a moverla con precisión, tal como el adolescente le había explicado. Cinco minutos después escuchó un esperanzador «clic» y al mover el pestillo la puerta se abrió.
Pero todavía no se escapó. Primero buscó en el armario del capitán la ropa que usaba para ir a la universidad y que Oswyn le había lavado y planchado. Despedía un ligero olor a alcanfor. Se la echó encima con rapidez y se recogió el pelo en un moño apretado. Luego se colocó un gorro de Francis que había allí. Dio un par de zancadas y traspasó la puerta. Subió, rápida, por la escalerilla. Avanzó por la cubierta, agachada y con pasos rápidos. En cuanto pudo, se escondió cerca del ancla. Constató que, hasta el momento, los tripulantes del galeón español no sospechaban de la estratagema utilizada. Según le había comentado el grumete con orgullo para calmar sus resquemores, la habían usado muchas veces y siempre habían salido victoriosos y sin ningún daño... Y ella le creía. ¿Cómo dudar si Francis le había birlado el Wild Soul a los hispanos?
Cuando casi se le podía ver el rostro al capitán del otro navío, Elizabeth se percató de que este dudaba. Y, a juzgar por las medidas que tomó, Francis también lo advirtió.
—¡Cañoneo de advertencia! —ordenó y poco después una enorme bala de hierro barrió la superficie del mar muy cerca del adversario.
En el instante en el que ambos barcos se hallaban casi pegados, Francis les gritó en español:
—¡Si os rendís os doy mi palabra de honor de que no os haremos daño! Pero si nos enfrentáis ni uno solo de vosotros permanecerá con vida.
La impactó que la dulzura de la que hacía gala cuando dialogaba con ella hubiera desaparecido. En su lugar se encontraba el pirata cruel, uno que no dudaría en cumplir la amenaza.
Como nadie respondió, Francis levantó el alfanje y gritó con fiereza:
—¡Al abordaje!
Arrojaron ganchos al otro galeón para impedirle escapar y amarraron los extremos de las cuerdas al Wild Soul. Francis fue el primero en saltar sobre la otra cubierta. Edmond Brampton, Benedict Berwyk, Stephen Wardrieu, Barnaby Poffe y el resto de los hombres aullaron como bestias del Infierno y provocaron en los enemigos verdadero pánico. Portaban pistolas, lanzas, garfios, hachas, espadas. Observó que Fred Echyngham se hallaba situado próximo a ella con un enorme mosquete de casi metro y medio. Lo apoyaba sobre una horquilla. Disparó y el timonel del barco contrario cayó fulminado, con lo cual este quedó a la deriva. Desde las cofas otros tiradores lo apoyaban, creando desconcierto en los adversarios.
Elizabeth se estremeció al ser testigo de cómo Francis, luego de apuntar con el arcabuz corto al piloto del otro galeón y de que este cayese al suelo, daba un alarido y luchaba cuerpo a cuerpo con la espada corta y con la daga.
—¡Yo os cubro! —Aullaba Fred, como si su capitán lo pudiese escuchar—. ¡Los doce apóstoles os protegen!
Se refería al cinturón de cuero que llevaba a modo de bandolera, en el que contaba con doce depósitos de la pólvora gruesa necesaria para disparar el arma de fuego. También tenía otro recipiente con la pólvora fina y una bolsita al costado con las balas de plomo.
A la muchacha casi se le quedó el corazón en la garganta cuando vio que un marinero español atacaba a Francis por la espalda y este no se percataba, pero Fred se adelantó y le disparó. Cayó muerto sin hacerle el menor daño.
—¡Dios nos protege! —gritó Fred, parecía un mártir que entregaba la vida por su religión.
El hedor de la sangre que se mezclaba con el de la pólvora y el del mar parecía motivarlo, y, pese a que el procedimiento normal para volver a cargar un mosquete era lento, Elizabeth nunca había visto a alguien que lo hiciera tan rápido. «Por eso os han designado guardián, porque no hay otro como vos», pensó, admirada. Sin embargo, no pudo disfrutar mucho de la victoria, porque un tiro de arcabuz proveniente del galeón enemigo a punto estuvo de acertarle en la cabeza. Francis le cercenó la garganta al responsable y la chica respiró con alivio, aunque ignoraba si el pirata la había descubierto.
Decidió que, por ese día, ya se había expuesto demasiado y que era hora de regresar al camarote y de volver a ponerse el vestido. Debía asistir a los heridos y su primer impulso la impelía a ir hacia el otro navío, pero se atrevía a asegurar que el capitán se lo impediría si la veía sobre la cubierta saltando entre los muertos.
Así que se escurrió como si fuese una sombra. Y, con alivio, llegó a su habitación. Se quitó el gorro y cerró la puerta sin llave. Antes de que pudiera girarse, una mano que olía a suciedad le tapó la boca.
—¡Nuestro Señor me trae un regalo! —le susurró en el oído una voz en español—. ¡No me lo puedo creer, una perrita de mar toda para mí!
La giró con brusquedad y lady Elizabeth pudo analizarlo. Era un hombre mayor, cuyas vestiduras habían eludido el agua durante varios años. El grosor de las capas de sangre y de grasa que se superponían en ellas era tal que, además de provocar un hedor a putrefacción insoportable, casi le servía a modo de armadura. El pelo, aceitoso, le colgaba en mechones grises, y, más que dientes, tenía piedras de basalto negro hendidas y limadas.
—¿No me entendéis lo que os digo? Soy Diego Hernández, el hombre que se va a deleitar con vuestro cuerpo. —Rio a carcajadas; la muchacha prefirió hacerse la tonta y que pensara que desconocía su idioma—. Vuestros amigos me dejaron sin galeón en el que cocinar, lo más lógico es que me vengue en vos, que sois la mascota del capitán. ¡Nunca he probado a una damita tan guapa! Y menos vestida de hombre, resultáis mucho más seductora así.
La cogió de la bragueta e intentó desgarrársela, pero la tela era de buena calidad y opuso resistencia.
—¡Dejadme! —le gritó en inglés e intentó empujarlo: lo único que consiguió fue que se le deshiciera el moño.
Porque el individuo a pesar de ser un anciano se asemejaba a una torre asentada en el suelo con buenos cimientos, pues se mantenía firme ante cualquier ataque.
—¡La mascota sabe hablar! —se burló él, feliz de que se le resistiese: le tiró de la camisa y consiguió romperla.
—¡Dejadme de una vez, bellaco! —pero como no le hacía el menor caso, en castellano chilló—: ¿Y luego de que me violéis qué? No seréis tan ingenuo como para suponer que saldréis de aquí con vida...
—¡Así que la perrita de mar habla español! —El sujeto lanzó una carcajada tan pronunciada que la pestilencia del aliento la golpeó en la cara y la dejó sin aire que respirar—. ¿Y acaso vos sois tan ingenua como para pensar que no os violaré, hagáis lo que hagáis y digáis lo que digáis? Yo ya estoy muerto, pero al menos me iré al otro mundo sabiendo que he arruinado el juguete del capitán que me fastidió la vida.
El sujeto le dio un fuerte tirón a la prenda y se la quitó a medias. Los dos trozos le quedaron colgando a lady Elizabeth de la cintura y lo único que le protegía los pechos de la mirada despiadada era la tela que le ceñía los senos para disimular su género.
—Mmm, la perrita de mar quiere que piensen que es un perro. —Le pasó una mano negra como el carbón por encima y la joven, asqueada, reculó—. Siempre supe que los ingleses eran idiotas. ¿Cómo pueden teneros aquí e ignorar que sois una belleza? ¡Un manjar para el que se atreva a comeros!
La empujó sobre la cama y luego pretendió echársele encima. Ella empezó a gritar a todo pulmón mientras lo esquivaba. Tuvo la fortuna de acertarle una patada en la entrepierna, que lo hizo arrollarse como un bicho bola y frotarse los genitales. Aprovechó para ponerse de pie y correr hacia el otro extremo del camarote. Pero pronto el español se recuperó: la persiguió y la cogió sin piedad por el pelo. Le dio un fuerte tirón y después una bofetada que le echó la cabeza hacia atrás.
En el instante en el que lady Elizabeth pensaba que ya no habría escapatoria, la puerta se abrió de un empellón y Francis entró.
—¡No la toquéis! —Para apartarlo de ella le propinó al sujeto un puñetazo tan fuerte que varios dientes le saltaron y la boca se le llenó de sangre—. ¡Dejadla en paz, basura!
Y, sin vacilar, sacó la daga que le colgaba del cinturón y lo apuñaló directo en el corazón. El viejo puso cara de sorpresa y se desplomó sobre el suelo, en medio de los últimos estertores de la muerte.
—¡Lo siento! —exclamó Francis: fue hasta donde estaba, y, vehemente, la abrazó —. ¡Nunca he debido dejaros desprotegida! —Las lágrimas le bañaban a lady Elizabeth las mejillas y daban la impresión de que pronto se convertirían en un torrente.
—Esperad un segundo, cielo. —Francis la soltó, le quitó la colcha a la cama y se la echó por encima al fallecido, para que ella no lo tuviese que ver—. Voy a sacar a este deshecho de aquí.
Así tapado, lo arrastró fuera del camarote. Luego regresó, cerró la puerta y volvió a abrazarla con fogosidad.
—No os ha violado, ¿verdad? —la interrogó, en tanto la analizaba con la misma ternura que cuando la besó—. ¿He llegado a tiempo?
—Podéis estar tranquilo, capitán Wiseman —Elizabeth soltó un suspiro, y, con entonación irónica, añadió—: Vuestra mercancía no ha sufrido menoscabo alguno, podréis entregársela intacta al sultán.
—¡Dios, cuánto odio a Raleigh! —Francis no se pudo controlar y le posó la boca sobre la mejilla—. ¡Que se vaya al infierno!
—Yo debería ir a atender a los heridos...
—La mayoría de los españoles están muertos y los nuestros solo tienen heridas leves, pueden esperar —le explicó el capitán con calma—. Lo primero ahora mismo sois vos, habéis pasado por una situación extrema.
Y el pirata le rozó los labios entreabiertos. El propósito era demostrarle cuán difícil le resultaba la tarea que le habían impuesto y al mismo tiempo darle consuelo, pero la joven le respondió con tanta pasión que lo hizo desentenderse de sus intenciones previas. Él se dejó llevar por las sensaciones y se olvidó de que poco antes había asaltado un galeón enemigo y de que habían estado a punto de forzarla. Le daba la impresión de que el mundo empezaba y terminaba en la tierna, dulce y perfumada boca de lady Elizabeth.
Intentó recobrar el sentido común, se alejó un poco de ella y se disculpó:
—Lo siento, no he debido besaros. Recién habéis pasado por una experiencia traumática y no deseo aprovecharme de vos.
—Como no volváis a abrazarme y a besarme ahora mismo os juro que seré yo la que os clave un puñal a vos en el corazón —le musitó en el oído, apasionada.
Y toda barrera de contención estalló en mil pedazos porque Francis la levantó y la cargó hasta el lecho. Una vez allí la acomodó como si fuese de cristal y se le colocó encima.
—¡Me volvéis loco! —le confesó, en tanto le acariciaba el cuello con la lengua y la hacía estremecerse—. Desde que os conocí no he podido dejar de pensar en vos en todo momento. ¡Si hasta me quitáis el sueño!
—Pues no os desveléis, capitán pirata, porque la vuestra es una locura compartida. —Y lady Elizabeth le mordió con suavidad el lóbulo de la oreja, haciéndolo largar un gemido.
—Sois consciente de que ahora no pararé hasta poseeros, ¿verdad? —la mirada ámbar escondía millones de promesas—. Si deseáis permanecer virgen todavía estáis a tiempo...
—¿Sabéis? Siempre he pensado que una simple membrana femenina está demasiado sobrevalorada —suspiró y lo besó con entusiasmo.
Francis le quitó la faja de los senos y le musitó:
—¡Odio que los escondáis! —Los abarcó con ambas manos y se los masajeó con delicadeza: eran redondos, simétricos y del tamaño ideal para él—. Son hermosos. —Y apretó uno contra otro, luego los separó y los volvió a juntar, proporcionándole a la muchacha un gran placer.
—¡Ay, cuánto me gusta! —exclamó, fascinada, se revolvía en el lecho y suspiraba como si el aire no le alcanzara.
Francis, sin soltarlos, le acarició los pezones con los pulgares y lady Elizabeth tembló sin poderse controlar.
—¡Por favor! —le rogó, sin saber muy bien qué vendría a continuación: por sus estudios universitarios conocía la teoría, pero no la práctica.
El pirata interpretaba de maravilla sus necesidades, porque se los lamió, se los succionó y los mordió con ternura y con un deseo infinito. Acto seguido jugó con ellos utilizando la lengua, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y en zigzag.
—¡No aguanto! —gimió lady Elizabeth, movía la cabeza de un lado a otro.
—Y eso que todavía no habéis llegado a la mejor parte. —Se rio Francis, en tanto le quitaba la bragueta y luego las medias, dejándola totalmente desnuda y expuesta para él—. Ahora os mostraré algo mejor.
El pirata le bajó la mano a lo largo del vientre y le acarició el pubis. Se detuvo unos segundos en la delicada mata de vello y luego continuó el trayecto hacia la suave entrepierna de la chica.
—¡Oh, es maravilloso! —exclamó lady Elizabeth mientras Francis le acariciaba los labios vaginales y se detenía en el pequeño botón que constituía su centro de placer.
—Pues esto seguro que también os gusta. —Y le introdujo un dedo como si fuese su miembro.
—¡Ay! —gimoteó la muchacha, seducida, moviendo las caderas para incrementar el placer.
—Preparaos, damisela, porque ahora viene lo mejor —fanfarroneó el pirata, en tanto se deslizaba a lo largo del cuerpo femenino.
Primero le besó el lado exterior del muslo. Y, poco a poco, se trasladó hacia la zona donde la pierna deja de ser tal y se convierte en vulva. Le acarició con la lengua los labios mayores y los menores, para luego fijar la atención en el clítoris.
—¡Ay, no aguanto más! —suspiró la chica, mientras se frotaba contra la boca del hombre con movimientos incontrolables.
—¿Tan pronto os conformáis? —inquirió, seductor, mientras jugaba con el pequeño botón con los labios y con la lengua: le introdujo con delicadeza el pulgar y empezó a moverlo cada vez más rápido para hacerla llegar al clímax.
Enseguida lady Elizabeth se corrió, y, desmadejada, le susurró:
—¡Es injusto! Ni siquiera os he visto desnudo. ¡Deseo haceros lo mismo que me habéis hecho a mí!
—Pues esto tiene fácil arreglo, milady. —Pero cuando se llevaba las manos a la bragueta para quitársela golpearon a la puerta.
—¡Cubríos! —le pidió a la chica—. ¡¿Quién puede ser tan inoportuno?!
No obstante, recordó lo que la hermosa joven le había hecho olvidar: que poco antes había asaltado, victorioso, un galeón del enemigo colmado de riquezas. Aunque si era sincero consigo mismo solo pensaba en degustarla, en olerla, en poseerla y en convertirla en parte de sí mismo.
—¿Sí? —preguntó con voz estentórea al abrir la puerta.
—Veo que habéis estado ocupado, primo —se burló Oswyn y señaló el cadáver que yacía al costado; abrió los ojos con asombro cuando reparó en que lady Elizabeth se hallaba en el lecho, tapada con las sábanas hasta las orejas—. Lamento interrumpiros, pero el motivo es importantísimo.
—¿Importantísimo? —Francis se sentía idiotizado: el miembro le pulsaba dolorido por no haberle dado satisfacción todavía, y no podía dejar de paladear el exquisito sabor de la dama en la boca.
—Sí, encontramos entre las ropas del capitán español este mapa y varias cartas. —Se los entregó, alegre—. Hablan de un tesoro.
—¿Un tesoro? —Parecía un loro repitiendo las palabras de su pariente, pero todavía le costaba recuperar la cordura.
—Sí, el mapa es de El Dorado —y luego, para mayor aclaración, Oswyn agregó—: Y las cartas confirman su autenticidad.
https://youtu.be/Wgq1HCnCGWo
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