CAPÍTULO 10. FRANCIS. Donde el viento me lleve.
«Aunque vivamos cara al cielo, nuestro espíritu está sumido en las cavernas de nuestra naturaleza, de nuestros modos, de nuestras costumbres, que nos acarrean infinitos errores y vanas opiniones».
Sir Francis Bacon
(1561-1626).
En el Wild Soul. Mar Mediterráneo.
—¡¿Vamos a dormir juntos aquí?! —chilló lady Elizabeth al entrar en la que hasta el presente había sido su habitación.
—¡Por amor de Dios, no gritéis! —se quejó Francis en tanto se removía en la cama como si estuviese nadando en el mar más profundo.
El tono agudo femenino le traspasó el cerebro igual que el disparo de un arcabuz. Porque, para olvidarse de su prisionera, se había bebido dos botellas de vino español. Era pura ambrosía, pero muy cabezón. Lo había conseguido de un galeón hispano al que había asaltado un mes atrás. Y, por culpa de la dama, había roto el férreo control que imponía en relación con el alcohol mientras navegaban. Prefería que los marineros fuesen conscientes de las circunstancias y que ejerciesen de piratas por libre elección. Se negaba a contratar a los borrachines que preferían zamparse litros de bebidas para olvidar su condición de rebeldes ante las normas sociales. Resultaba irónico que cayera en las garras de este vicio para no pensar en una mujer.
—Es el camarote del capitán, ¿dónde voy a dormir? —Se sentó sobre el lecho y se colocó las manos sobre las sienes para atenuar las palpitaciones—. ¿Y podéis parar de chillar? Todavía estoy cansado.
—Sí, en el suelo veo cuánto «cansancio» tenéis. —Lady Elizabeth clavó la vista en las botellas de cristal tiradas con descuido al costado de la cama.
—¿Insinuáis que estoy borracho? —inquirió Francis, enfadado, al ponerse de pie.
—No lo insinúo. —La joven le dedicó una mirada angelical—. Lo afirmo rotundamente.
—Me pregunto dónde se ha quedado la damita educada de Whitehall. Aquella noche me analizabais con ojos amorosos, como si os gustara lo que veíais —le replicó con ironía.
—Imagino que se ha quedado en el palacio de la reina, al igual que vuestra vergüenza. Debí suponer, al veros saltar desnudo por la ventana, que me traeríais problemas —repuso Elizabeth y lo observó con enfado—. Aunque es probable que hayáis perdido mucho antes vuestra honorabilidad, solo hace falta apreciar a qué os dedicáis... Os recuerdo que me habéis espiado, me habéis dado un fuerte golpe en la cabeza y me habéis echado a vuestro hombro para entregarme a un noble aún más desalmado que vos.
—Y yo os recuerdo que no secuestré a ninguna damisela, sino a un joven caballero —se burló, en tanto se quitaba la camisa y uno de los volados del cuello le hacía cosquillas en la nariz.
—¿Así que ignorabais quién era yo? —lo interrogó, sarcástica, sin poder despegar la vista de los musculosos y bronceados brazos masculinos: le dio rabia de que su captor fuese tan guapo, deseaba no sentirse atraída por él.
—Sabía quién erais, siento hacer volar por los aires vuestra fantasía. —Se desabrochó la bragueta y se la comenzó a bajar.
—¿Pensáis desnudaros frente a mí? —Lady Elizabeth se lo preguntó con tono normal, igual que si estuviesen compartiendo una taza de té y le ofreciera más.
—Si os molesta, daros la vuelta. —Francis, por respeto, se dejó la prenda interior y comenzó a lavarse el rostro y el cuello con el paño en el agua de la jofaina.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no lo haré. Hay pocas diversiones en el barco, al menos me entretengo un poco viéndoos —le comentó la chica con desparpajo—. Tenéis un buen cuerpo.
—¿Acaso me estáis pidiendo que os divierta? —Francis la contempló sorprendido y estimulado—. Deberíais saber que le juré a sir Walter por mi honor y por Dios que llegaríais virgen a vuestro destino.
—No sabía que los piratas creían en Dios —Elizabeth se mofó—. Y, menos todavía, que cumpliesen sus promesas.
—¡¿Me estáis rogando que os desflore?! —Le preguntó Francis, pasmado.
—Ninguna dama que se precie rogaría por tal cosa. —La chica efectuó un gesto con la mano como si su virtud careciera de importancia—. Constato que le dais un sentido sesgado a la palabra diversión.
—¿Existe una diversión superior al roce de los cuerpos de un hombre y de una mujer? —Francis fingió que se escandalizaba—. No hay nada tan completo como la unión que se produce durante la posesión...
—Más parece que habláis de una posesión demoníaca. —Lady Elizabeth fingió un estremecimiento.
—Eludís la respuesta, imagino que estáis de acuerdo conmigo y no queréis aceptarlo en alta voz —insistió Francis poniendo cara de sabelotodo.
—Sí que existe algo superior al placer sexual: ejercer la medicina —suspiró la chica, convencida—. Y considero que debo daros las gracias por ayudarme a conseguir mi sueño sin esconderme detrás de la apariencia de un hombre.
—No es menester que me agradezcáis nada, quería compensaros por haberme comportado de forma tan poco galante —y al apreciar que la mirada de lady Elizabeth se empañaba, agregó—: Y porque necesitábamos un médico con urgencia. Mi barbero odia esta labor y no es demasiado capaz en su desempeño.
—Me alegro de seros útil —a continuación, lady Elizabeth torció la boca en una mueca de pesar que no pudo controlar y agregó—: Aunque me vayáis a entregar a un ser sin alma como el sultán.
—¡Os juro que odio la idea! —exclamó, dolido; la cogió de la mano y la miró a los inusuales ojos que cambiaban de color y que ese día competían con el de los zafiros azules—. Sir Walter Raleigh es un hombre muy poderoso y cuenta con el favor de Gloriana. Creedme, matarme no sería lo peor que podría hacerme...
—Yo también cuento con el favor de la reina, es mi madrina. —La chica se le acercó lo más que pudo y lo contempló con mirada implorante—. Puedo protegeros de sir Walter, ¡os lo juro!
—No habéis podido protegeros a vos —repuso Francis mientras le acariciaba con dulzura el rostro—. ¿Cómo podríais protegerme a mí?
—¡Sé que lo conseguiría! —le replicó ella, convencida—. Mi gran debilidad era creerlo nuestro amigo e ignorar que era nuestro enemigo acérrimo. Ahora estoy prevenida y puedo emplear en su contra todas las armas de las que dispongo.
Francis no lo pudo evitar y le dio un suave beso sobre los labios. Se apartó de inmediato, como si le quemara. Acto seguido se dirigió hacia el portillo y contempló el mar. Parecía que en su superficie brillante se hallaban todas las certezas del universo.
Reflexionó durante largos minutos y luego, galante, le preguntó:
—¿Os gustaría dar un paseo conmigo por la cubierta del galeón?
—Sí, lo disfrutaría —aceptó ella, emocionada—. ¡Estoy harta de este encierro!
—Bueno, habéis alternado el encierro con el cuidado de vuestros pacientes —le recordó Francis y esbozó una sonrisa.
—No considero que efectuar las curas, después de operarlos de escrófulas, pueda considerarse una gran aventura. —Lady Elizabeth soltó una carcajada cristalina y los blancos dientes, brillantes igual que perlas, destellaron.
—¿Y recorrer la cubierta os parece que sí lo es? —Se asombró el marino.
—¿Recorrer la cubierta de un galeón pirata con un capitán pirata? ¡Por supuesto que sí! —Y la risa de la muchacha se intensificó.
Francis avanzó hasta la puerta, se la abrió, efectuó una reverencia y repuso:
—Pasad, bella dama. ¡Para que luego no se diga que todos los forbantes carecemos de modales!
Mientras avanzaba con la hermosa mujer, Francis pensó que los días de abatimiento propios de cada partida —agudizados en esta oportunidad por el odioso secuestro que lo obligaron a perpetrar— llegaban a su fin. Y advertía, al apreciar los rostros más alegres de los miembros de su tripulación, que también los demás se adaptaban de nuevo a la rutina... Una rutina, no obstante, marcada por la presencia de la belleza que lo acompañaba y de la que nadie podía despegar la vista.
Carraspeó para evitar pensar en la atracción que la chica despertaba en él y le comentó:
—El trabajo en el barco es el mejor remedio para cualquier enfermedad. Respirad hondo, milady, el aroma a maresía es incomparable. —Y le mostró cómo había que llenarse los pulmones con la brisa perfumada a salitre, a algas y a humedad—. Es saludable, cura la mayoría de los males. A veces soltamos el ancla y nado en el medio del mar o del océano. Luego uno de mis hombres me lanza un cabo para que vuelva a subir, es una forma de demostrar que confío en ellos.
—¿Y el mar cura también los males del espíritu? —inquirió ella, reflexiva, mientras contemplaba cómo una gran tortuga nadaba sobre la superficie—. ¿Es posible que alivie los corazones rotos?
—Sois muy joven y tenéis tiempo de sobra para que cualquier herida sane. —Francis se detuvo, brusco, al recordar que iba a producirle un daño incurable al entregarla a un sultán aborrecible para que la incluyera en su harén—. ¿Que os puede haber pasado en tan corto tiempo?
—No soy tan joven, tengo diecinueve años —le aclaró, en tanto se detenía y lo miraba a los ojos—. Algunas de mis amigas están casadas y son madres de varios hijos, pero yo he tenido la fortuna de que mi padre amparara mis deseos de ser médica y de que me librase de un destino deplorable.
—¡¿Aborreceríais estar casada?! —El pirata se desconcertó, la mayoría de las muchachas solo pensaban en el matrimonio.
—¡Con toda el alma! —Lady Elizabeth efectuó un gesto de horror.
—Sois una rara joya, ya lo advertí en nuestro primer encuentro —le susurró en el oído y los marineros los observaron ahora con mayor curiosidad—. Debo confesaros que me intriga saber el origen de vuestras aflicciones. ¿O estáis así por estos últimos acontecimientos? —Abrió los brazos de forma exagerada, como intentando abarcar el navío.
—No voy a negaros que el secuestro agrava mi situación. —La joven escrutó el horizonte, igual que si pretendiera desentrañar todos los misterios de la naturaleza—. Sin embargo, ya arrastraba problemas familiares... Imagino que no ignoráis todo lo relacionado con el barón de Rich... Y que también habréis escuchado hablar de la pérfida baronesa...
—He de admitir que los problemas matrimoniales de vuestros progenitores son de público conocimiento —admitió el capitán.
—Lo suponía. —Primero enfocó la vista en el suelo, avergonzada, y luego la clavó en él—. ¿Consideráis que la rutina en vuestro barco puede curarme de los problemas que me embargan? Del odio hacia sir Walter, hacia el difunto Essex, hacia mi madre y su amante y de la futura violación del sultán que planeáis para mí.
—Yo no planeo nada para vos. —Francis movió la cabeza de izquierda a derecha—. ¡Si en mis manos estuviera os daría la libertad! Además, reflexionad: nada impediría que Raleigh envíe a otra persona a secuestraros. Un hombre que bien podría ser mucho peor que yo...
—Pensaba que vuestro beso era para pedirme disculpas, pero me equivocaba. No reconocéis que el sultán es el ser más ruin de este mundo —lo contradijo con tono pausado, como si la conversación versase sobre el tiempo—. Ya no habrá para mí un después. Tengo tan claro como el agua transparente que vemos desde aquí que no me consumiré encerrada en un serrallo, soportando las caricias de un hombre que me duplica la edad, feo como el demonio y de costumbres deleznables... Hay formas sencillas, al alcance de cualquiera, para acabar con mi vida, y, desde luego, esto será lo que haré. ¡No pienso entregarme a ese individuo, el máximo enemigo de mi religión y de toda la cristiandad!
Francis sintió un golpe directo al corazón. Nunca había pensado que lady Elizabeth pudiese considerar el suicidio como una alternativa. Y, por primera vez, empezó a plantearse en serio que quizá podría evitarle tal destino. Era el responsable de su secuestro, pero ¡¿serlo también de su muerte?!
De improviso, un enorme tiburón blanco dio un salto y cogió a la tortuga entre las fuertes mandíbulas. Acto seguido se sumergió con ella.
—¡Podríais haber sido vos! —chilló lady Elizabeth al borde del pánico, se hallaba tan pálida como un fantasma.
—No corro el menor peligro cuando nado. A los tiburones no les gusta nuestro sabor, prefieren comer tortugas o focas.
—Sir Walter es como ese depredador y vos, capitán, vais a permitir que se salga con la suya. —No le respondió, no tenía sentido contradecirla cuando era cierto.
Arribaron cerca del castillo de proa y la dama, después de una larga pausa, cambió de tema:
—Parece increíble que un trozo de hierro forjado, tan pequeño si lo comparamos con este galeón, pueda servir de ancla.
—Si le proporcionáis un fondo del que morder se aferrará a él y no lo soltará —dándole un doble sentido a las palabras, Francis agregó—: En ocasiones una pequeña ilusión hace que la vida valga la pena. ¡Aferraos a ello! Es más, ¡creo que la vida siempre vale la pena en cualquier circunstancia!
—El ancla es pequeña en comparación con el navío, pero parece muy pesada —continuó lady Elizabeth como si el capitán no hubiese hablado.
—Es el objeto más pesado de todos los que llevamos en el barco —afirmó él, sin saber muy bien hacia dónde se dirigía la conversación.
—Ahí, apoyada sobre la cubierta, parecen las garras de un enorme dragón. El pobrecillo está envuelto en cadenas y en sogas y el cuerpo yace debajo del mar...
—Tenéis mucha imaginación, milady —y, en un arranque de pasión, Francis le confesó—: Os admiro también por eso...
—¡Barco a la vista! —los interrumpió el vigía al aullar desde lo alto de la cofa.
—¡Toda la gente a cubierta! —gritó el piloto con voz de mando.
Francis apreció, a lo lejos, una blanca vela inflada por el viento. Poco a poco los enormes mástiles aparecieron a medida que se aproximaba, en tanto el casco se distinguía como una minúscula mota de polvo suspendido sobre el infinito mar. No obstante, el capitán ya disponía de todos los datos que precisaba para determinar cómo proceder.
—¡Cambiad la bandera! —ordenó, calmado y en alta voz.
Elizabeth, impactada, observó cómo un marinero trepaba, veloz, por el mástil, con un trozo de tela dentro de la bragueta. Al llegar a la cima desanudó las tiras de la bandera inglesa —la cruz de San Jorge, en rojo intenso sobre fondo blanco, parecía anunciar la sangre que pronto derramarían— y colocó la del Imperio Español en su lugar.
—¡¿Qué vais a hacer?! —lo interrogó la dama, aterrorizada.
—¡Asaltarlo, por supuesto, son nuestros enemigos! ¿Acaso no veis el nombre ahora que está más cerca? Se llama Santa Trinidad y es español. —Francis la contempló como si la pregunta fuese ridícula—. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? Somos piratas y actuamos como piratas.
https://youtu.be/ZnzQrfxLNbM
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