CAPÍTULO 1. SIR WALTER RALEIGH. Con vuestra cabeza pagaréis mi deshonra.

«Dichoso el que pudiere acabar su destino

en aislado desierto, donde oscurecido,

apartado de toda compañía, del amor, del odio,

de la mundana gente, podría allí dormir seguro».

Robert Deveraux, segundo conde de Essex

(1565-1601).

Torre de Londres. Mañana del 25 de febrero de 1601.

Sir Walter Raleigh anhelaba olfatear la sangre que pronto saldría despedida a borbotones. Dentro de poco cercenarían la cabeza de su acérrimo enemigo —el infame Robert Deveraux, conde de Essex—, y este líquido brotaría del mismo modo que la resina al partir el leñador el grueso tronco de un pino.

     Con suerte la arrogante testa saltaría como la de la reina María de Escocia, igual que si tuviese vida propia, y rebotaría varias veces sobre el suelo... María, otra traidora que Gloriana había ordenado ejecutar por una conducta rastrera similar... ¿Tendría la fortuna de que el conde la imitase ocultando mechones escasos de cabellos grises debajo de una peluca? Podría ser que simulara poseer la brillante melena caoba que ondeaba al viento y que provocaba los suspiros de las damas más ingenuas.

—¡Estoy impaciente! —le susurró Giles Allenby, teniente bajo sus órdenes en la Guardia Real y compinche suyo—. Todas estas absurdas formalidades me desquician. ¡¿Por qué diantres no lo ejecutan de una buena vez y así acabamos con todo este espectáculo?! —Y miró en dirección al cielo matizado en azul tenue, como pidiéndole a Dios que apresurara los procedimientos.

     Raleigh observó, divertido, que tan ansiosos como Allenby se comportaban los treinta cuervos que habitaban en el recinto. Graznaban, se picoteaban unos a otros, contemplaban con ansias al verdugo en tanto este afilaba el hacha y lo alentaban a que fuese más rápido. La leyenda decía que, mientras más de seis córvidos residieran en este palacio real y fortaleza, el naciente Imperio Británico seguiría en pie. Cierto era que, por prudencia, solían recortarles a estas aves las alas y las trataban a cuerpo de rey, no querían que se escaparan para radicarse en un sitio mejor y que el reino se viese envuelto en un infausto vaticinio.

     Él se sentía orgulloso de haber contribuido a tal esplendor. Ejerciendo de corsario había enriquecido las arcas del tesoro y gracias a su iniciativa como expedicionario se fundaban asentamientos en el Nuevo Mundo para gloria de Elizabeth Tudor. Día a día la actual monarca ensombrecía la memoria de su padre —el sanguinario rey Enrique VIII— al demostrar a lo largo de cuarenta y tantos años que era una gobernante mucho más eficaz.

—¡Calmaos, mi buen amigo, y disfrutad de cada segundo! —Raleigh le propinó a Giles una palmadita consoladora en el hombro—. Imaginad cómo estará Essex ahora mismo: espera por un nuevo perdón de nuestra soberana sin saber que este jamás llegará. ¡Iluso ha vivido e iluso también ha de morir!

—Lo que yo no entiendo, capitán, es por qué se toman tantas consideraciones con este traidor. —Allenby se rascó la frente como si el bullir de los pensamientos le provocase comezón—. ¡Si el año pasado sacó la espada para herir o para matar a la reina y ella lo disculpó! Los consejeros esperaban que, como mínimo, lo condenara de por vida a la Torre. ¡¿Cómo cree que va a salir de esta, si primero intentó levantar en rebelión a la City contra Su Majestad y luego ir hacia Whitehall para matarla o para hacerla prisionera?!

—Nuestra Buena Reina Bess le permitió demasiadas libertades a quien no merecía nada y todos hemos pagado las consecuencias por el atrevimiento de este bufón. No disimulaba sus expectativas de casarse con ella o de convertirse en su heredero. ¡Como si a alguien le importase que Essex tuviera un par de gotas de sangre real! —Sir Walter recordó cómo, por su culpa, la soberana en el pasado se había negado a recibirlo—. ¡Venid, amigo! Acerquémonos al cadalso: la función está por empezar.

—¿Queréis apreciar en primer plano cómo fenece vuestra némesis? —El teniente contuvo a duras penas la carcajada que pugnaba por salir—. ¿O quizá teméis que se le pueda escabullir al ejecutor de la sentencia?

—¡Cómo me difamáis, se diría que no me conocéis en absoluto! —Raleigh esbozó una sonrisa irónica—. Como capitán de la Guardia Real que soy debo colocarme lo más cerca posible, por si Essex desea que transmita algunas últimas palabras.

     Zigzaguearon entre los asistentes para colocarse en la primera fila. No había mucha gente, solo las pocas autoridades designadas. La última voluntad del condenado había sido que el ajusticiamiento no fuese público y el deseo se le había concedido de inmediato por temor a una posible rebelión popular. «No entiendo por qué este malnacido le cae bien al pueblo mientras que a mí me detesta», pensó Raleigh y la rabia a punto estuvo de hacerlo atragantar. «Lo admiran porque le atribuyen hazañas bélicas que eran mías. ¡Hasta de la gloria me despoja! ¡¿Y cómo pueden creer, además, que este imbécil es un referente del protestantismo si siempre le dio igual la religión?!»

     Más humillante, todavía, a sir Walter le resultaba que la Universidad de Cambridge le hubiera concedido a Essex el cargo de canciller que había dejado vacante lord Burghley al morir. Porque la Universidad de Oxford no le concedió a él ningún honor, pese a que había estudiado allí durante un año. Y eso que se lo merecía, había dejado de ir en mil quinientos sesenta y nueve para servir en la unidad de voluntarios que combatían en Francia junto al ejército hugonote[*]. Giles Allenby, como siempre, tenía razón: se tomaban demasiadas consideraciones con este don nadie, que no solo era un sinvergüenza roba honores, sino también un traidor.

—¡Qué bajo cae sir Walter! —exclamó el barón de Churston a Robert Cecil, el secretario de la reina, en voz muy alta para que Raleigh lo pudiese escuchar—. ¡Se comporta como un buitre cuando está a punto de devorar la carnaza! ¡¿Cómo puede disfrutar de la desgracia del conde?! —Y varios espectadores asintieron y murmuraron por lo bajo.

—Me temo, amigo, que estos cotillas han acabado con mi diversión —Sir Walter le musitó al teniente y contuvo a duras penas las ganas de golpearlos—. Veré la ejecución desde allí. —Señaló a lo alto de la Torre Blanca—. ¡Disfrutad por mí!

—Tened claro que así lo haré, mi capitán —le prometió Allenby con rostro grave—. Y luego os contaré hasta el más pequeño detalle. Me pondré tan, tan cerca que la sangre de vuestro enemigo me rociará.

     Raleigh se retiró para que no le fuesen con el cuento a la soberana. Con esta precaución se cubría las espaldas, pues evitaba atraer de nuevo sobre sí el real enojo. Gloriana fluctuaba de un sentimiento a otro, desde el odio más implacable al amor resignado, y no era cuestión de que frenase su generosidad hacía él por un simple malentendido.

     Así que abandonó Tower Hill, la colina en donde tendría lugar la ejecución. Se situaba al lado de la Torre Blanca, por lo que apenas se alejaría. Entró en ella y subió los peldaños de la escalera como si lo persiguiera el espíritu de Ana Bolena. El fantasma de la madre de la reina no daba tregua a los moradores y los señalaba con el índice, culpándolos de no haber impedido su ajusticiamiento. Luego dio grandes zancadas hasta arribar a la armería. Se acercó a la ventana y comprobó que la vista era excelente. Y, lo principal: estaba solo y no tendría que disimular su dicha.

     Llegó justo a tiempo: Essex caminaba con pasos reticentes, respaldado por tres clérigos y enfundado en un manto y en un sombrero negros. Contemplaba fijo a las autoridades con las que se cruzaba, en un vano intento de que estas desviasen, avergonzadas, las miradas. «Este mequetrefe no puede contener el histrionismo ni cuando está a punto de dar de comer a los gusanos», se molestó Raleigh, que esperaba verlo llorando y presa del pánico. «Debió contratarlo mi amigo Shakespeare para hacer algún papel en su compañía teatral».

     Mientras, el conde subió al cadalso, se liberó del sombrero, efectuó una pronunciada reverencia y pronunció:

—Tengo treinta y cuatro años, pero acumulo numerosos pecados porque derroché mi juventud en el desenfreno, en la lascivia y en la impureza. He estado henchido de orgullo, de vanidad y he dedicado mi vida a los placeres mundanos. —Essex efectuó una pausa y suspiró—. Mis pecados son más numerosos que los cabellos de mi cabeza. —«¡A ver si es cierto que todavía tiene pelo o está tan calvo como Gloriana!», pensó sir Walter, riendo—. Humildemente, suplico a mi Salvador Cristo que sea el mediador de mi perdón ante la Eterna Majestad. En especial, por este último pecado, este grande, este sangriento, este infecto pecado, por el que tantos, por su afecto a mi persona, han sido llevados a ofender a Dios, a ofender a su soberana, a ofender al mundo. ¡Suplico al Creador que nos perdone y que me perdone a mí, el más detestable de todos! Ruego por la felicidad de la reina, cuya muerte nunca he proyectado, como tampoco consideré violencia alguna contra su persona. Jamás he sido ateo ni papista, esperaba la salvación de Dios solamente por su misericordia y por los méritos de su Salvador Jesucristo. En esta fe fui criado y con ella estoy a punto de morir, suplicándoos que unáis vuestras almas conmigo en oración.

     Raleigh no se conmovió. Por el contrario, esta impostada humildad le causó arcadas. Recordó cómo Essex se encerraba en las habitaciones de Gloriana mientras él, en el ejercicio de sus funciones como capitán de la Guardia Real, debía quedarse vigilando la puerta y escuchar las risas, los jadeos, los susurros, los ronroneos mientras hacían el amor.

¿Por qué le concedéis tantos honores al bellaco de sir Walter Raleigh? —le preguntaba el conde a la soberana un día sí y al otro también, hablando a todo pulmón—. ¿Por qué a causa de él me herís y herís a mi amor, apartándome de vuestra gracia a los ojos del mundo? ¡Ese corsario me causa desdén!

No debería provocaros desdén un cortesano al que tanto valoro —lo reñía la monarca—. Y no me gusta esa palabra, «desdén», se diría que vos creéis que estáis por encima de todos. ¡No hay motivos para desdeñar!

¡¿Cómo podéis hablar así?! —la recriminaba Essex con un atrevimiento que nadie se permitía—. ¿Qué gusto puedo sentir al entregarme al servicio de una señora temerosa de hombre semejante? ¡No puedo creer que le tengáis tanta estima a ese miserable corsario! —Y luego volvía a escuchar el silencio, el ruido de los besos y el rechinar de la cama.

     Pero ahora no importaba, pues debajo —en el cadalso— el odiado Robert Deveraux, segundo conde de Essex, comenzaba a quitarse el manto cuando uno de los clérigos lo frenó:

—¡Esperad! Debéis rogar a Dios por vuestros enemigos. —El condenado miró hacia él, como si percibiera que lo observaba desde la armería.

—¡Bendice, Dios, a los que se alegran de mis presentes desdichas y borra el odio que guardan en sus corazones! Si el precio del perdón es mi muerte, ¡que así sea! Pido disculpas por todo lo que he hecho para despertar tal enemistad.

     «¡¿Cómo puede creer este bufón, aunque sea por un segundo, que yo sería capaz de olvidar y de perdonar las infinitas ofensas y los numerosos desprecios?! ¡Os odiaré mientras viva y también os seguiré odiando después de mi muerte!», pensó sir Walter, enfurecido. Porque rememoró cómo, en mil quinientos noventa y siete, la soberana nombró a Essex Master of the Ordnance, después de extorsionarla con abandonarla e irse a Gales. Este cargo traía aparejado un gran poder, pues el conde sería el responsable de la artillería, de los ingenieros, de las fortificaciones, de los suministros militares, del transporte, de las personas y no estaba subordinado al comandante en jefe del ejército. Y, como si este honor fuese poco, Gloriana también lo nombró comandante de la expedición contra los españoles. Así, tuvo que estar bajo el mando de un mequetrefe que todo lo que sabía de la guerra lo había aprendido jugando al ajedrez.

¿Cómo osasteis tomar la isla de Fayal? —le había recriminado cuando arribó allí, después de que los navíos de la flota se separasen.

Necesitábamos agua y provisiones. Hice lo que haría cualquier persona responsable: ordené bajar a mis hombres y tomamos la isla. —A él le había costado pronunciar el descargo, se sentía imbécil al justificarse ante un atontado, cuyo único mérito lo había conseguido entre las sábanas de Su Majestad.

¡Sé por qué lo hicisteis, Raleigh! Para apropiaros del botín. ¡¿O creéis que soy idiota?! Necesitabais conseguir protagonismo, ser el más valiente de los dos para quedar bien ante mi reina. —A Essex la perla del pendiente se le había sacudido a consecuencia del brusco movimiento y le había golpeado de manera hipnótica la oreja del derecho y del revés.

¡¿Y qué debía hacer, entonces?! ¿Esperar a que los míos se muriesen de hambre y de sed?! Aguardamos durante tres largos días y vos no veníais. —Había puesto tono de incredulidad y se había estirado para dominarlo con la altura.

¡¿Qué debisteis hacer?! —Essex había abierto los ojos al máximo, como si la respuesta lo hubiese sorprendido—. ¡Aguardar a que llegase yo, el comandante en jefe de la expedición! —lo había enfocado con el índice, y, utilizando una entonación grave, le había advertido—: Me piden que os juzgue y que os ejecute, pero os diré qué vamos a hacer: no mencionaréis en el informe oficial la conquista de la isla y no hablaremos más de este tema. ¡No consentiré que alardeéis de una conducta indebida como si fuera un éxito personal!

     La fortuna daba muchas vueltas porque ahora Robert Deveraux, segundo conde de Essex, se hallaba a sus pies. Enfundado en la carita de pena y de niño malo sorprendido en una travesura, se quitaba el manto y la gorguera. Vestido con el jubón negro —sin los hilos de oro y sin las piedras preciosas que solía utilizar— se arrodilló junto al tajo.

—Milord, rezad por el temor a la muerte. Ya veis, esta llega a todos, humildes o nobles —lo animó otro de los clérigos a continuar con las eternas plegarias, que dilataban la ceremonia hasta el infinito.

—Sé lo que es temer a la Parca, gracias por recordármelo. —Essex movió la cabeza en gesto afirmativo—. En más de una oportunidad, en el fragor de la batalla, sentí la flaqueza de la carne y le pedí a Dios que me asistiese y que me fortaleciera. —Elevó la vista al cielo y rezó por todos los estados del reino y repitió el Padrenuestro.

     Luego el verdugo se arrodilló ante él y le pidió:

—Milord, perdonadme por lo que voy a hacer. No creáis que disfruto acometiendo tal macabra tarea. —«¡Dejadme vuestro lugar!», pensó Raleigh, «¡Yo sí lo disfrutaría!»

—Estáis perdonado, buen hombre, sé que para vos no es sencillo ser el brazo ejecutor de la justicia. —Y lágrimas contenidas le brillaron en los ojos.

—Por favor, ahora decid conmigo el Credo —lo conminó el clérigo que no había hablado hasta el momento, decía una frase y el conde a continuación la repetía.

     Pero el instante más temido llegó. Essex se puso de pie y se retiró el jubón: llevaba un justillo rojo con largas mangas en el mismo tono.

     Se giró y se prosternó ante el tajo, en tanto pronunciaba:

—Estaré listo cuando extienda los brazos. —Se recostó sobre el cadalso—. ¡Señor, sé misericordioso con tu postrado siervo! —Puso de lado la cabeza sobre el tajo—. ¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!

     Efectuó una pausa y estiró los brazos, vacilante, que parecían derramarse a los costados como gotas rojas. El verdugo volteó el hacha y la hizo caer con fuerza. El cuerpo permaneció inmóvil mientras repetía el golpe dos veces más, pues la cabeza de Essex se negaba a separarse del cuerpo. Recién al tercer intento la sangre corrió a raudales y bañó a Allenby y a los que también se hallaban en la primera fila.

     El verdugo se detuvo con reverente temor: parecía un muñeco al que habían dejado de dar cuerda. Cogió la cabeza por los cabellos caoba, con renovado ímpetu, que para fastidio de Raleigh demostraron ser auténticos al aguantar el inclemente tirón.

—¡Dios salve a la reina! —gritó como si cargase en la mano un trofeo.

     Sir Walter al principio se sintió vacío y luego más furioso que antes de la ejecución. El deceso de Robert Deveraux, su némesis, debería de haberlo aplacado, pero solo conseguía que la rabia y que la sensación de injusticia fuesen más intensas.

—Quizá si ese mequetrefe hubiese llorado a mares se me hubiera pasado el enojo... O si hubiese intentado escapar o si se hubiera salido del guion, humillándose —pronunció Raleigh, en tanto tomaba una importante decisión.

     Las palabras rebotaron contra las paredes y contra el techo de la armería, igual que la munición de un arcabuz, y produjeron fantasmales ecos. Porque comprendía que, debido a la magnitud de la ofensa, no le bastaba con la caída en desgracia ni con la desaparición física de su némesis: necesitaba acabar con cada gota de su sangre.

     Decidió que empezaría por su hermana Penélope y por el barón de Rich... Y no solo para ejecutar la venganza, sino porque Robert Rich era dueño del mapa del tesoro de El Dorado. «El Dorado será mío y de nadie más», prometió, y, observando el cadáver de Essex, esbozó una sonrisa.

[*] Los hugonotes eran los protestantes franceses. El rey Enrique IV, que regía Francia en 1601, era hugonote y tuvo que bautizarse en la fe católica para poder asumir el poder. De ahí la famosa frase que se le atribuye: «París bien vale una misa».





Grabado sobre el ajusticiamiento de Robert Deveraux, conde de Essex.


https://youtu.be/kr7p0y2MWdk



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