9) Ching Shih, la pirata dueña de los mares de China.

Ching Shih nació en 1775 en la provincia de Cantón —en el Imperio Chino— y subsistió durante la infancia del robo y del cuento. Los padres la vendieron con 5 años a un proxeneta, quien la incluyó en el elenco de prostitutas de un burdel flotante.

     Los historiadores chinos sostienen que era más alta que las mujeres de la época y que su hermosura la hacía destacar entre las demás. Por eso Zheng Yi, que había secuestrado a varias meretrices del prostíbulo, la eligió para convertirla en su esposa. Una vez a bordo del barco del temido pirata, Ching Shih se las ingenió para exigirle el cincuenta por ciento del botín y del mando sobre los hombres como condición para aceptar la propuesta de matrimonio. Y él, aunque parezca increíble, estuvo de acuerdo.

     La vida de Zheng era complicada, pues su familia había acordado con los independentistas vietnamitas que asaltarían los navíos comerciales y militares del Imperio Chino. Esto los convertía en mezcla de corsarios y de piratas, ya que también capturaban barcos occidentales, chantajeaban a pescadores e invadían los pueblos junto a los ríos para hacerse con esclavas. Sin embargo, en la época en la que la pareja se casó, Zheng atravesaba por un mal momento debido a que el jefe de la banda —un tío lejano— se había acogido al perdón imperial y volvía a Vietnam para defender los intereses chinos. Es decir, había traicionado a sus compañeros y a partir de ahí en lugar de ayudarlos iba a perseguirlos.

     La expedición a Vietnam fracasó, el jefe de Zheng murió y no había un sucesor claro, pues muchos reclamaban el honor. Pero él consiguió hacerse con el poder y trasladó los barcos que sobrevivieron a la región de Kwangtung, cerca de Macao y de Hong Kong. Encima, Zheng logró que todas las bandas rivales se le unieran y que formasen una confederación. En 1805 controlaba 400 juncos —la embarcación utilizada en las Indias Orientales— y mandaba a entre 40.000 y 60.000 piratas. ¿Cuál era el objetivo de este acuerdo? Eliminar la competencia y optimizar los beneficios.

     Ni los ejércitos imperiales pudieron evitar que los piratas se dedicaran a saquear los pueblos situados en la costa. La única recomendación que les hacían a los impotentes habitantes consistía en que quemaran las aldeas y que huyesen al interior. Aquella fue una decisión que con el correr del tiempo el Imperio Chino lamentó, porque los piratas se creyeron invencibles y cambiaron las aldeas de pescadores pobres por los barcos, con graves perjuicios e importantes pérdidas económicas para las rutas marítimas internacionales.

     Pero en 1807, a los cuarenta y dos años, Zheng Yi murió. Según Borges, en su Historia Universal de la Infamia, se envenenó con un plato de orugas cocidas con arroz. Otros sostienen que perdió la vida en un naufragio provocado por un tsunami mientras navegaba a lo largo de la costa de Vietnam.

     Zheng Yi no era un tripulante más, lideraba la temida Flota de la Bandera Roja, y resultaba imprescindible determinar quién asumiría el mando a partir de ahí. Ninguno de los jefes de las bandas designadas por los colores del arcoíris —azul, rojo, verde, amarillo, negro y blanco— se sentía con las energías y con el poder necesarios como para sustituirlo porque temían que cualquier paso en falso provocara enfrentamientos entre unos y otros, con la consiguiente pérdida de los beneficios. Pero cuando la tripulación se reunió y se hallaba en medio de deliberaciones acaloradas, la viuda subió a cubierta. Vestía con un hermoso traje de capitana, que se hallaba bordado con dragones de oro sobre seda roja, azul y púrpura.

     Ching Shih les anunció:

—Miradme, capitanes, vuestro jefe estaba de acuerdo conmigo. La escuadra más fuerte es la que está a mis órdenes. Ha recaudado más tesoros que ninguna otra. ¿Creéis que me rendiré ante un jefe hombre? Jamás. —Y este fue el comienzo de la leyenda que la convertiría en la pirata más grande y más temida de los mares de China.

     Ching no era ninguna ingenua y sabía que su condición de mujer la hacía más vulnerable. Por este motivo enseguida se casó con el hijo adoptivo de su marido, Chang Pao, a quien todos consideraban el legítimo heredero. Lo nombró jefe directo de las tropas, para mantener a raya a los hombres, y se reservó para ella la dirección económica, todo lo referente a los acuerdos comerciales y a las alianzas.

     ¿Quién era Chang Pao? Una persona de confianza, pues tenía 15 años cuando su marido lo capturó. Era inteligente y atractivo, y, al parecer, la relación entre los hombres había sido mucho más cercana porque, antes de ser adoptado, había ejercido como amante y como lugarteniente de Zheng. Y Ching no se equivocó, porque la misma fidelidad que le demostró a su esposo en vida la mantuvo con ella. Una de sus sugerencias fue la de extender la red de espionaje y crear una serie de normas que los rigieran. Gracias a esto el negocio creció como la espuma y se convirtió en un gigantesco imperio que abarcaba desde Corea hasta la costa de Malasia. No se movía un solo barco sin que la armada de Madame Ching —como era conocida— lo supiese y lo controlara. Llegó a reunir más de 70.000 hombres y unos 2.000 barcos, divididos en seis flotas distribuidas por colores. Para mantenerlos unidos las leyes eran muy estrictas y debían cumplirlas a rajatabla, ya que en caso contrario el infractor se enfrentaba a durísimas sanciones, la mayoría de las cuales aparejaban la muerte.

     Por ejemplo, según estas normas nadie podía violar a las mujeres apresadas en las ciudades o en el campo, si lo hacía le cortaban la cabeza. No era por bondad, sino porque los prisioneros constituían mercancías y los familiares nunca pagarían por una mujer o por un niño si los habían violado o si pretendían devolver a un hombre sin manos o sin dedos o sin los genitales. Además, si uno de los piratas mantenía sexo consentido con una de las cautivas se establecía que aquel sería decapitado y la mujer arrojada por la borda con un peso atado a las piernas.

     Estaba prohibido tomar cualquier objeto del botín y todo era contabilizado. Cada pirata recibía dos de las diez partes, quedando las ocho restantes guardadas en el almacén comunitario. No cumplir esta norma suponía la muerte. Solo se subastaban las mujeres bellas: si un pirata compraba a una prisionera debía tratarla a partir de entonces como su esposa, con absoluto respeto y sin violencia. Tampoco estaban permitidas las infidelidades y al infractor se le cortaba la cabeza. Quien desobedeciese una orden o molestara a los campesinos que pagaban tributo era condenado a muerte. Los castigos eran inmediatos y no había segundas oportunidades.

     Al emperador Jiaqing lo enfurecía que una simple mujer pusiera en jaque al Imperio Chino. Por este motivo envió a la armada —comandada por el almirante Kuo Lang— para que atacase y acabara con la flota pirata. Pero las naves de Ching Shih fueron directas al encuentro y le hicieron frente. Y no solo eso, sino que la aplastó con tal contundencia que les hundió sesenta y tres barcos con sus respectivas tripulaciones. Y lo más humillante: los supervivientes se unieron a la bandera roja bajo amenaza de muerte.

     Desesperado, el emperador les pidió ayuda a las armadas inglesa y portuguesa, pero durante los siguientes dos años Madame Ching siguió derrotando y humillando a la coalición creada para vencerla. La única salida del Imperio Chino —ya que le resultaba imposible vencerla solo o acompañado— consistió en proponerle a Ching Shih la concesión de una amnistía para que abandonase la piratería.

     Sin embargo, lo que provocó el hundimiento del imperio pirático fueron los celos. Madame Ching seguía siendo tan promiscua como en su juventud y se acostaba con varios capitanes. Uno de ellos, O Po Tae —jefe de la Escuadra Negra— le exigió compartir el mando con su marido y llegó a tales extremos que le negó ayuda a Chang mientras a este lo atacaba la armada imperial.

     Chang Pao venció sin ningún auxilio a los juncos del imperio y luego fue tras el amante despechado. Los rivales se encontraron en las cercanías de Hong Kong y combatieron entre ellos. Durante la batalla decenas de juncos se hundieron y muchísimos piratas murieron. Pero como Chang Pao venía de enfrentarse a la flota del Imperio Chino se hallaba en desventaja y se tuvo que retirar, con lo que el almirante O Po Tae se creyó vencedor. Pero era consciente de que solo no era nada y se hallaba convencido de que su antigua amante le daría caza. La única salida que encontró fue enviarle una carta al gobernador de Cantón en la que le proponía su rendición honorable. Enseguida este aceptó y le encargó, también, que acabase con sus antiguos socios.

     Ante esta situación, Chang Pao consideró que ellos también podrían aprovecharse de la amnistía. Y, así, Ching Shih tomó las riendas de las negociaciones: en 1810 se apareció sin avisar en la sede del gobierno general de Cantón para discutir los términos del indulto. Cuando la flota roja ancló en el puerto los habitantes se inquietaron, pero se tranquilizaron cuando supieron que la temida mujer solo se presentaba en persona delante del emperador con la finalidad de conseguir el indulto para la totalidad de sus piratas y no solo para ella, que era lo que le habían ofrecido... Y lo logró.

     A modo de conclusión te diré que a Ching Shih nunca la derrotaron y se convirtió en una leyenda. Además, Chang Pao obtuvo el título de teniente de la marina imperial y el derecho a conservar los barcos de la Escuadra Roja. Pudo, inclusive, reclutar las tripulaciones entre los suyos y se dedicaron a la caza y a la captura de otros piratas. Los que se negaron a ser corsarios recibieron una compensación del Fondo General. Chang Pao falleció en 1822 y tiempo más tarde Ching Shih se mudó a Cantón, donde montó un burdel y una casa de apuestas. Murió tranquilamente en 1840 a los 69 años.

     Si deseas profundizar más puedes leer:

📚Ching Shih, la reina pirata china, artículo de National Geographic Historia escrito por J. M. Sadurní, actualizado a 18 de agosto de 2020.

📚Mujeres piratas, de Germán Vázquez Chamorro. Algaba Ediciones, S.A, Madrid, 2004.

Ching Shih (1775-1844).

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