8) Rachel, la pirata camuflada como pescadora.
Rachel trabajaba en un bar cerca de los faros de la bahía de Boston. Allí conoció a George Wall, que de pescador pasó a ser corsario durante la Guerra de Independencia Norteamericana.
Terminado el conflicto se unió a cuatro socios e inició una carrera pirática. Robaron una embarcación y fueron con Rachel a las islas Shoals, cerca de la costa de New Hampshire. Se hicieron pasar por una familia de pescadores y todos los días salían a «faenar»: no buscaban peces, sino barcos mercantes.
Cuando se alejaban de la isla, izaban la bandera que indicaba peligro. Rachel, con la ropa hecha andrajos, se abrazaba al mástil y pedía auxilio a gritos. Cuando una nave se aproximaba para rescatarlos, degollaban a los ocupantes, la saqueaban y luego la hundían para no dejar pruebas. En dos años llegaron a capturar 12 barcos, mataron a 24 personas y reunieron alrededor de 6.000 dólares de la época.
Pero un día una fuerte tormenta casi los hundió y tuvieron que pedir ayuda de verdad. George y uno de los compañeros se ahogaron y Rachel y el resto fueron rescatados. Los dejaron en tierra y tuvieron que abandonar la carrera de piratas al haber perdido el balandro.
La joven regresó a Boston con su parte del dinero y cuando se le terminó trabajó en el servicio doméstico. Complementaba este trabajo honrado con el robo: se disfrazaba de prostituta, entraba a escondida en embarcaciones, les quitaba los cerrojos a las puertas de los camarotes y se llevaba todo lo que tuviese valor.
No obstante, la vida tiene su justicia poética. En 1789, cuando tenía 29 años, entró en un camarote en el que había un muerto. Intentó escaparse, pero no lo consiguió. Acabó en prisión, acusada de asesinato. En el juicio, por supuesto, se declaró inocente y de verdad lo era en esta ocasión. El Tribunal no le prestó atención porque entendía que había pruebas suficientes como para condenarla a muerte.
Enfurecida por lo que consideraba una injusticia, Rachel dijo en sus últimos minutos de vida que los magistrados eran estúpidos porque la condenaban por un delito que no había cometido, y, en cambio, jamás la habían acusado de los 24 asesinatos en los que sí había sido responsable.
Un dato curioso: si la hubiesen detenido cuando pirateaba con el marido, otro hubiese sido el resultado porque los jueces —basados en la inferioridad femenina y en la obediencia debida— hubieran colgado al esposo e indultado a la mujer.
Si deseas saber más puedes leer:
📚Mujeres piratas, de Germán Vázquez Chamorro. Algaba Ediciones, S.A, Madrid, 2004.
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