4) Lady Killigrew, noble y pirata.

Inglaterra era una nación de piratas —los conocidos como «perros de mar»— y también Elizabeth I fue una reina pirata. De hecho, la piratería constituía una empresa comercial para la oligarquía británica. Invertían determinada cantidad en acciones de una compañía que financiaba la expedición pirática y solo había que esperar y tener suerte. Si salía bien el inversor multiplicaba el valor de la inversión y si acaba mal era un riesgo más de la especulación financiera. Lo cierto era que la economía del país dependía del capital que traían los piratas.

     Un ejemplo de esta «oligarquía capitalista de piratas» de la Inglaterra isabelina lo constituye los Killigrew: el objeto social de la compañía de esta familia consistía en el robo de barcos y en el asesinato de las tripulaciones. No obstante, a diferencia de otras sociedades comerciales similares, a esta solo podían acceder los parientes.

     El líder era sir John. Tenía el título de gobernador hereditario del castillo real de Pendenis y era el vicealmirante de la costa de Cornualles. Es decir, quien debía perseguir y castigar cualquier delito relacionado con la piratería. Por el contrario, este aristócrata les daba refugio a los piratas a cambio de un precio.

     De hecho, muchos familiares que eran miembros de la compañía detentaban cargos que los amparaban en el ejercicio del latrocinio. Tres primos ocupaban puestos similares al de sir John en Dorset, en Doven y en Gales del Sur. John Goldophin, otro miembro del extenso clan, controlaba las finanzas desde su negocio bancario en Cornualles. Lord Burleigh, pariente lejano, era primer ministro. La red pirática era tan extensa y a tan gran escala que les proporcionó riquezas durante largos años.

     La madriguera de los piratas —que al mismo tiempo era la residencia de sir John— se hallaba en el puerto de Falmouth y la protegía el castillo de Arwenack. Allí encontraban refugio luego de cometer los pillajes y Elizabeth, la esposa de sir John, era la encargada de la logística de la empresa. Los Killigrew concedían patentes de corso a cambio de recibir todo el botín obtenido y dejándole a la otra parte solo un quinto a cambio de protección jurídica y física.

     Esta familia desdeñaban el oro, la plata y las piedras preciosas que tanto atraían a los corsarios de la reina Elizabeth I, porque obtenían más beneficios vendiendo los vinos, las telas y los demás objetos en las ferias y en los mercados de los pueblos pequeños. Es decir, combinaban la piratería con el contrabando. Llegaron a tales extremos, que el primo Thomas se atrevió a vender los cañones y las municiones que la reina le entregó para proteger la costa de la Armada Invencible española.

     La tarea de lady Killigrew —organizar la logística— era complicada porque debía mantener contentos a los seguidores que pagaban mucho por obtener muy poco. Según el folclore, abordaba barcos con hacha en mano, aunque según parece en la realidad se limitaba a dar órdenes. En 1582, un navío español que navegaba bajo pabellón anseático —el María, propiedad de Felipe de Orozco y de Juan de Claris— tuvo la mala suerte de refugiarse en la bahía de Falmouth y anclar frente al castillo de Arwenack para evadir una tormenta del canal de la Mancha. Venía del puerto de Dánzig y transportaba 44 toneladas de valiosas mercancías. En ausencia del marido lady Killigrew era la gobernadora interina.

     La dama invitó a los armadores a su residencia y les aconsejó que se hospedaran en la posada cercana a la localidad de Penryn mientras durase la tempestad, que iba a ser larga. Ambos aceptaron y se dirigieron al pueblo, dejando el barco allí. Se suponía que Inglaterra y La Ansa se hallaban en paz y que Arwenack era la sede del Vicealmirantazgo de Cornualles, no había motivos para desconfiar. No le hicieron caso al capitán del carguero que les dijo que su padre, Phillips Wolverstone, había encontrado refugio allí cuando se dedicaba a provocar naufragios como falso farero, atrayendo los navíos hacia los arrecifes o hacia los arenales donde los hacía encallar. Por supuesto que le dieron la razón cuando regresaron una semana después y el barco ya no estaba. Los sicarios de lady Killigrew habían asaltado el navío. Solo había muerto un marinero que se había resistido al abordaje, porque los demás se habían tirado al mar y habían nadado hacia la costa. Sí les había dado tiempo a escuchar que los piratas se jactaban de servir a la dama.

     Los españoles denunciaron el delito en el juzgado de Falmouth, pero el magistrado era el hijo de lady Killigrew y desestimó la denuncia. Sin embargo, los denunciantes recurrieron el fallo. El 28 de enero de 1581 el conde de Bedfort —presidente de la comisión naval del Consejo Privado de la reina— aceptó la reclamación y condenó a lord Killigrew a devolver el navío y las mercancías a sus propietarios. También debía pagar una multa, pero sir John hizo caso omiso de la sentencia y de todos los requerimientos judiciales.

     El Consejo volvió a deliberar y el 15 de marzo del mismo año consignó lo siguiente:

     «A pesar de lo dicho previamente por los señores encargados de los asuntos navales, estos fueron informados con posterioridad que [lord Killigrew] está huido y escondido en algún lugar ignorado de Londres; en consecuencia, no se le puede encontrar y el barco que debería devolver a la parte demandante (como se mandó) no se localiza. Sus Señorías entienden, pues, que el dicho barco, su tripulación y los bienes que contenía han sido llevados a Irlanda y saqueados con anterioridad por los sirvientes de sir John Killigrew».

     Además Bedfort creó una comisión de investigación y puso en evidencia la red mafiosa organizada por sir John y su familia. Los magistrados de Londres condenaron a lady Killigrew a pena de muerte, pero la reina la indultó en el último momento. Dos compinches de la dama sí fueron colgados del cuello hasta morir y exhibieron los cuerpos durante mucho tiempo para que todos pudiesen ser testigos de qué le ocurría a los piratas.

     Te he comentado al principio que Elizabeth I era una reina pirata. Entonces, ¿cuál era el motivo de esta condena? En primer lugar, que en esos momentos no podía permitirse declararle la guerra a España. En segundo término, porque los intereses de los Killigrew perjudicaban sus propios intereses económicos: constituían una empresa formada solo por parientes y ella no obtenía ningún beneficio de las actividades, sino por el contrario, además de desleales eran competidores y se dedicaban al contrabando, la lacra de la economía. Por eso la reina diferenció entre Francis Drake, un corsario, y los Killigrews, simples y llanos piratas.

     Así que Elizabeth I respetó los privilegios de clase de esta familia, pero acabó con su independencia económica. No obstante, el clan se resistió. En octubre de 1588 sir John asaltó un navío danés y el Consejo Privado emitió el 23 de marzo de 1589 una orden de busca y captura contra él. Un mes después le quitaron el almirantazgo. En julio lo capturaron, lo juzgaron y lo condenaron a cuatro meses de arresto domiciliario. Murió en 1594 y lo sucedió su hijo. Este efectuó un intento de proseguir con el negocio familiar, pero pronto desistió. Se dedicó a cumplir las órdenes de la Corona y ordenó levantar un faro en la punta de la península de Lizard, terminando así con el negocio de hundir naves.

     Si deseas saber más puedes leer:

📚Mujeres piratas, de Germán Vázquez Chamorro. Algaba Ediciones, S.A, Madrid, 2004.

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