10) María Cruz, la pirata y negrera vengativa.

María Cruz nació en Lisboa en 1790. Era hija de Gomes, el dueño de tres barcos que se dedicaban a la trata de esclavos y de una posada que a la vez era prostíbulo.

     El padre la llevaba en sus viajes, de ahí que aprendiera a navegar a temprana edad. Cuando cumplió 18 años se hizo cargo de la nave durante la enfermedad del progenitor. Pero cuando este murió, los hermanos la retiraron del mar y la pusieron a cargo del burdel. El mando de su navío se lo dejaron a Jacinto Poza.

     La joven, criada encima de la cubierta de un barco, tuvo que soportar más de un lustro anclada a tierra. Esta agobiante rutina la rompió Pedro Blanco Fernández de Trava cuando llegó al mesón. El hombre tenía veintitantos, era natural de Málaga y mantenía en secreto una relación incestuosa con la hermana.

     María Cruz se encaprichó con él. Pedro, en cambio, planeó un robo junto con un ladrón conocido como el Hurón. Tuvo mala suerte porque los criados los pillaron in fraganti, lo entregaron a la policía, y, así, lo condenaron a convertirse en el esclavo de María.

     Esta lo mantuvo encerrado en sus habitaciones y lo sometía a juegos sexuales y eróticos, vestida con ropas moriscas. Era una relación sádica/masoquista porque, pese a las relaciones que mantenían, siempre se mostraba con él cruel e inaccesible. Un día Pedro no lo soportó más y la atacó, la ató a la cama y huyó con el poco dinero que encontró.

     Mientras María Cruz continuaba regentando el prostíbulo, Pedro se convirtió en uno de los capitanes negreros más famosos de Cuba. Burlaba la persecución de los navíos y de la justicia británica, que pretendían que España cumpliese las medidas abolicionistas acordadas en 1817. Su táctica consistía en robar a los esclavistas sin derramar sangre: hacía pasar a su nave La Tomasa  por el crucero Sir Francis  de la Royal Navy y les confiscaba el barco, la carga, para luego ponerse rumbo a Sierra Leona, donde conducían a los esclavos liberados, pero cuando no lo veían viraba y navegaba hasta Cuba o hacia otra de las islas de las Antillas.

     La vida da muchas vueltas y en una de sus aventuras se encontró con el María Grande, capitaneado por José Gomes, el hermano de María Cruz. Se enfrentó a él sin ningún disimulo y José intentó prender fuego su barco, pero los esclavos se escaparon de las bodegas y mataron a toda la tripulación, con excepción del capitán —que se hallaba con un pie en el otro mundo— y de tres marineros que se refugiaron en La Tomasa. Poco después estalló una tempestad que hundió a pique el María Grande  junto con la gente que iba a bordo.

     Tiempo más tarde también falleció el segundo hermano de María Cruz, a quien apuñaló Jacinto Poza. Podría decirse que era justicia poética, porque los hermanos lo habían elegido para que la desplazara del mando de su navío. Heredó todo y enseguida dejó a cargo del burdel a una familiar y se lanzó al mar al mando de O Explorador.

     Se encontró a Pedro en la costa de África. Tras un combate, se tuvo que rendir y aceptar las condiciones que este —como vencedor— le impuso: quedarse con los esclavos y con la embarcación a cambio de botes y de provisiones.

     Ella lo acusó:

—Mataste a mi hermano; ahora te llevas mi último barco. ¡Ten cuidado, pirata, que nos volveremos a encontrar!

     Pedro Blanco mató dos pájaros de un tiro. Por un lado, se vengó de María Cruz por haberlo convertido en un mero objeto sexual, y, por el otro, llegó a la conclusión de que de donde se obtenían mayores riquezas era de la venta de los esclavos y no del transporte, pues si ocurría un desastre —tal como le había pasado con el María Grande— lo perdía todo. 

     Con la lección aprendida partió de Cuba en 1822 y montó la «primera factoría del África Occidental» en la desembocadura del río Maua, un sitio en la frontera entre Sierra Leona y Liberia. Rebautizó la ribera del estuario con el nombre de Gallinas y de la nada la convirtió en la capital de un imperio.

     María Cruz, mientras tanto, dejó Brasil y se fue a Cuba. Lo pasó muy mal allí porque nadie confiaba en una mujer negrera y se le revolvían las tripas al escuchar las loas de los cubanos a Pedro Blanco. Se encontró con un conocido de la época de Lisboa, Ricardo Salaverry: los dos se dedicaban al comercio de esclavos y odiaban a Pedro. Ricardo tenía una deuda pendiente con él, pues este lo había apuñalado durante su juventud mientras navegaban juntos por aguas europeas. ¿Qué le propuso a nuestra protagonista? Ir a Gallinas y robarlo, con lo que además de vengarse los dos se volverían ricos.

     María aceptó enseguida y vendió su vieja nave. Compró dos goletas y zarparon hacia África. Los dos vengadores y sus piratas tomaron uno de los islotes, pero cuando desembarcaron en el peñol de los esclavos los cautivos se liberaron y los atacaron. Blanco apareció con los 200 europeos de Gallinas y con decenas de indígenas. Estos últimos, aprovechando la confusión, robaron todo lo que pudieron. Blanco perdió una importante parte de los esclavos y acabó con una estocada entre las costillas, pero a los invasores les fue peor: sobrevivieron solo una docena, y, encima, les capturaron los barcos.

     Cuando desnudaron a los piratas e iban a ajusticiarlos, Pedro Blanco reconoció entre ellos a María Cruz. Aceptó su propuesta de regresar a Lisboa y dedicarse solo a controlar el prostíbulo. Pero como su gente esperaba que fuese implacable con todos los enemigos, compró una goleta en Freetown —la capital de Sierra Leona— y la escondió lejos de la costa. Todos los presos —menos María— subieron a los navíos capturados y Pedro mismo los prendió fuego con ellos dentro.

     En realidad, ninguno murió. Tanto Salaverry como los demás subieron por la borda de babor y descendieron por la de estibor, donde los esperaban unos botes que los condujeron hasta la goleta que había adquirido José. En la bodega llevaban marfil, pieles, pimienta, aceite de palmera, entre otras cosas.

     Si deseas saber más puedes leer:

📚Mujeres piratas, de Germán Vázquez Chamorro. Algaba Ediciones, S.A, Madrid, 2004.




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