La carta
¿Qué estás haciendo?, ¿con que permiso devoras lentamente al mundo?, si no me dejas por lo que hablar, mi vida no tendrá más sentido que ser el consuelo de los buitres, "¡esas sucias bestias!, he aquí el olor de mi sangre". Mírame, como Roma sin gloria, soy igual que vos ahora, las alas negras y la mano sosteniendo mi pecho como si temiese perder el corazón. La maldad se riega en la tierra y todo crece más podrido que nunca, ¿que he de salvar?, ¿al amor de las manos de la lujuria?, ¿a la inocencia de la curiosidad?, ¿he de perseguir un imposible por intentar conservar vivos los sueños?. No he de hablar de la utopía rosa que los cuentos cantan por llamar a la esperanza, me niego a malcriar a la fantasía para ver morir las ganas de encontrar la realidad, porque deseo verlos luchar; un alma pura no es un regalo si no un logro, la voluntad es la fuerza que conoce la bondad.
Aunque se han entregado, lo sé, reclamarte nada puedo. Ha bajado los brazos la vida y nosotros no hemos enseñado más que violencia. No escribo con intenciones de mejorar lo inmejorable, si no con las ganas de despertar una luz de conciencia en algún sensible. Sí, he vagado por tus grises calles, tal vez yo no sea diferente, pero quiero creer que llevo un espíritu combativo con sed de justicia, que es lo que tu piedad nos ha dejado. Aún desnudos, en el egoísmo más puro y desalmado, reclamamos lo que es nuestro... vil piedad, sentenciosa avaricia.
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