Capítulo 4


7 de Julio de 1789

Dos partidas del faraon habían jugado aquella noche, la apuesta simbólica se trató de dulces y aperitivos que Rashida trajo a su ama durante su baño con hiervas aromáticas.

Rashida aprendía a jugar, pero no entendía muy bien cuándo debía doblar la apuesta o siquiera las reglas del juego. Era muy confuso a pesar de que su ama había sido muy paciente al momento de explicarle.

Tras perder ante su ama en las dos partidas, se rindió.

—¿Quieres algo de champagne? —preguntó Françoise desde la comodidad de la tina mientras degustaba unas pistole de leche de almendras.

Rashida negó.

—¡Vamos, sírvete un poco! Nadie va a darse cuenta —aseguró la Marquesa saboreando el chocolate de sus dedos.

Se levantó de la tina y con ayuda de su confidente, se vistió.

Françoise se sentó frente a su tocador, tomó una de las dos copas que Rashida sirvió y dio un sorbo al vino. Se relamió los labios y dejó la copa de cristal junto a los sobres que descansaban dentro de una pequeña caja de madera.

Arqueó una ceja y tomó la primera carta. Su nombre escrito con tinta roja y con una hermosa caligrafía le incitó a abrirla y descubrir el contenido.

Una declaración de amor era lo que se leía en esas palabras, las mismas que fueron firmadas por el mismo burgués que no dejaba de acosarla a toda hora desde su llegada.

Continuó leyendo así cada una de las cartas, una más falsa y desesperada que la anterior.

Sonrió al comprender el sentir de Jacques Léglise. Ella estuvo también en su posición, con la sutil diferencia que ella era más inocente e ignorante. Si tan solo hubiera sabido lo que las intenciones ocultas tras ese pedazo de pan, lo habría rechazado sin dudar y habría afrontado la muerte de su padre con honor y resignación.

Rashida volvió a servirse vino y degustó de los chocolates de la Marquesa, comió un poco de frutas y se sentó en el diván, al tiempo en que contemplaba a su ama leer y reírse de las cartas.

Tras varios minutos y cansada de los poemas transcritos palabra por palabra de otros autores y las falsas promesas de amor de Jacques Léglise, le ordenó a Rashida que las quemara.

—Madame, ¿le dirá a monsieur Léglise el secreto?

Françoise no respondió.

—¿Le divierten sus cartas?

—Más de lo que deberían. —Fue su respuesta.

Rashida había tocado una fibra muy sensible. Decirle a Léglise lo que esperaba escuchar sería algo tan fácil de no ser porque juró a su marido no contarlo a nadie, debido a una advertencia que le hizo el Conde de Saint-Germain hace algunos años cuando le confío el secreto de los naipes de la fortuna del faraon.

«Le revelaré los tres naipes para que apueste por ellos, uno tras otro durante tres noches seguidas, a cambio, pido su palabra de honor y haga jurar a su marido que nunca volverá a jugar. Pero recuerde esto, Marquesa, si revela el secreto a una tercera persona, usted morirá».

Françoise negó intentando alejar ese recuerdo de sus pensamientos.

El Conde le había revelado el secreto a cambio de un favor romántico, después, ella habló con su marido y quien, al apostar, recuperó el dinero que había perdido contra el duque de Orleans.

Rashida en cierto modo tenía razón, el secreto no le importaba y tampoco lo necesitaba. Solo quería hacer justicia y los naipes de la fortuna no se la darían.

«A menos que...», una idea cruzó por su cabeza, pero sería arriesgar demasiado.

Durante el poco tiempo en el que estuvo confinada dentro de sus habitaciones, pensó en utilizar a Léglise para conseguir sus objetivos, ya que él tampoco era honesto con sus intenciones y solo deseaba el secreto a costa de poemas ridículos copiados palabra por palabra de algún libro de la biblioteca real.

Françoise jamás sucumbiría a las falsas promesas de un amor por conveniencia, no otra vez. Ya había tenido suficiente con lo que había enturbiado su vida pasada. Mente fría era lo que necesitaba si pensaba cumplir con todo lo que se proponía. No tenía de otra.

Sin embargo, Léglise era una persona de la cual se encargaría después, ahora tenía un problema que debía resolver con sangre y hierro.

Aquella tarde después de que monsieur Léglise le recitara esos versos, se percató de un lacayo desconocido que los observaba oculto entre los arbustos. En esa posición se encontraba demasiado vulnerable como para mantener una conversación con el recién llegado burgués, podría prestarse a malentendidos y no estaba de humor para que otros rumores se esparcieran sobre ella.

Estaba consciente de los espías en el Palacio, pues Mercedes, la criada de Léglise era uno de ellos. Aunque lo quisiera, no podía andarse con total libertad mientras se sintiera vigilada por los rebeldes, quienes, a pesar de todos sus esfuerzos, todavía desconfiaban de ella y de sus intenciones. Sino fuera por Rashida, ya le habrían hecho una visita nocturna durante las últimas semanas.

La última vez que habló con Jean-Paul Marat —uno de los líderes revolucionarios y encargado de la creación y distribución de los panfletos antimonárquicos, centrados en su mayoría en la Reina Marie Antoinette—, dejó entrevista su incomodidad ante la presencia de sus espías haciéndose pasar por criados.

El líder le había prometido que ellos no interferirían con sus planes y que, en caso de ser descubierta, al final la ayudarían a salir bien librada, pero ahora dudaba de su palabra. ¿Qué era lo que quería Marat de ella?

¿Más favores sexuales? ¿Otro rumor del cual aprovecharse? ¿O quizá intentaba desacreditarla frente a Robespierre? Sea cual sea el motivo, lo iba a descubrir, aunque tuviera que enviarle un pequeño regalo.

«El poder corrompe hasta el más honorable caballero», fueron las palabras que su padre pronunció una vez.

Por un momento, temió a ser traicionada por los rebeldes.

El hombre que la observaba en los jardines era Gagnebin, el rebelde más peligroso entre todos. Ella sabía que él no temía jalar el gatillo si veía un movimiento extraño o si sospechaba de algún traidor entre ellos.

No en vano había asesinado a más de diez posibles sospechosos entre criadas, lacayos y nobles. Gagnebin no pensaba ni analizaba nada, solo actuaba. Y sus intenciones pudo preverlas en el momento en que apuntó a Jacques Léglise cuando le ofreció la rosa.

Después de eso, mantuvo su distancia con el burgués y procuraba huir cada que lo encontraba en alguno de los salones o los jardines. Hasta llegó a usar los pasajes de la servidumbre con tal de moverse desde un lugar estratégico hasta sus habitaciones.

Era vigilada y no sabía la razón. Tenía sus sospechas, pero todas eran igual de descabelladas. No les había dado motivo alguno para considerarla una traidora.

Resopló.

Al parecer ya no era del todo invisible en la Corte. Si la descubrían antes de tiempo, entonces no podría efectuar sus planes y no quería confiarse de Marat o de Gagnebin para llevarlos a cabo.

Al final era una cuestión de honor.

Solo debía esperar un poco más, solo unos días y todo habría terminado, después se iría con Rashida para siempre y tomarían el primer barco a Inglaterra. Les diría adiós a todos, a Clément, a la Corte... a los rebeldes.

Ella no tenía nada más que hacer en París, pero sí podía perder todo por lo que había trabajado y no estaba dispuesta a arriesgar lo segundo.

—¿Madame? —habló Rashida entrando por la puerta de la servidumbre, oculta tras una falsa pared.

Françoise alzó la mirada, frunció el ceño y miró el pequeño reloj que descansaba sobre su tocador.

¿En qué momento Rashida se fue? ¿Acaso estuvo tanto tiempo divagando que olvidó todo lo que acontecía a su alrededor?

Tenía que ser más astuta y debía distraerse menos. Cualquiera pudo entrar a matarla y ni cuenta se habría dado. Corrió con suerte.

—¿Qué sucede?

—Me pidieron entregarle esto —dijo acercándose con otra carta en mano—. No debo decirle fue el caballero que me la dio, pero usted ya lo sabe. No es tan discreto y se ve un poco desesperado por sus atenciones. ¿Por qué no acepta un encuentro con monsieur Léglise y termina con todo ahora mismo?

—¿Me ayudas a cambiarme?

Rashida asintió, guardó la carta en el bolsillo de su delantal y comenzó a cepillar el cabello de su ama hasta atarlo en una trenza sencilla.

Françoise sacó del cajón de su tocador la baraja que le perteneció a su marido y con la que ganó al Duque de Orleans y comenzó a buscar los naipes de la fortuna.

—Madame, ¿por qué no quiere hablar de...?

—Eres observadora y eso me agrada de ti. Rashida. Pero eres demasiado curiosa y la curiosidad es letal. Ten cuidado, no metas la nariz en donde no te llaman. Pero no puedo negarte que también quiero reunirme con él. Sé que puede ser de utilidad, solo que... aún no sé cómo —respondió quitándose los pendientes de oro.

Françoise le pidió que dejara la carta sobre su escritorio.

—¿Y si le revela el secreto y aprovecha el juego para emboscar al Conde en sus habitaciones? El Conde suele embriagarse cuando pierde y si lo hace ante el burgués, será más fácil para usted terminar con su vida —sugirió la africana.

Françoise sonrió mientras sostenía entre sus dedos cuatro naipes, entre las cuales se encontraban los de la fortuna.

—Me gusta como piensas y no es mala idea.

—El Conde de Arnoux no es buena persona madame, si usamos sus debilidades a su favor, podrá vencerlo. Pero no debe tardarse demasiado o podrían descubrirla.

—No te preocupes Rashida, no lo harán —dijo mientras jugaba con la sota de corazones—. De hecho, gracia a ti, ya he encontrado la solución.

Rashida le ayudó a ponerse uno de los uniformes de servicio y una vez que estuvo lista, Françoise la vistió con uno de sus mejores camisones.

—¿Puedo ir con usted? Será peligroso si va sola —preguntó mientras le arreglaban el cabello.

—No Rashida, quédate en mis habitaciones. Hazme ese favor, solo por una noche.

La africana sintió su corazón revolotear en el interior de su pecho. Un mal presentimiento la invadió, temiendo por la seguridad de su ama.

—¡Madame, no puedo hacer eso! El Marqués me pidió...

—Sé lo que te pidió mi marido —interrumpió—. Pero ahora soy yo la que da las órdenes, por lo que te pido que permanezcas a salvo aquí, yo tengo que verificar que todo esté preparado y no haya problema cuando deba actuar. Además, Gagnebin puede aparecer y será mejor que me deshaga de él cuánto antes.

Rashida asintió, pero Françoise no la vio convencida de sus actos. Si no fuera porque la conocía desde hacía poco, podría jurar que temía por su vida.

—¿Has marcado el camino?

—¡Oh! Mi señora, no temo por el camino marcado, sino por los espías del líder Marat. Se encuentran en todo el Palacio, se juntan en los jardines, observan a la Reine cuando descansa en el Petite Trianon y a veces, escuchan tras las paredes del despacho del Rey.

—Si te refieres a Gagnebin o a Mercedes, lo tengo controlado. Marat ha faltado a su palabra y ha enviado a sus espías a vigilarme cada noche, por eso, Rashida, sé que tú no me fallarás.

—¿Quiere que lo mate, madame? En mi estado será complicado.

—¡No! Eso lo haré con mis propias manos. Pero necesito que esta noche ocupes mi lugar en la cama. El punto débil de Gagnebin es la oscuridad, es un idiota no notará la diferencia.

La africana rio por lo bajo.

—Ahora haz lo que te he ordenado, no tenemos tiempo.

Rashida asintió.

Françoise acomodó a Rashida en la cama, corrió las cortinas de seda de forma que pudiera camuflar su presencia y escondió una daga bajo la almohada.

—Por si es necesario utilizarla —murmuró.

Rashida le deseo suerte a su ama y se recostó, cerró los ojos y fingió dormir, se aseguró de cubrir su oscura piel con las sábanas y, entre el silencio, escuchó la puerta del pasaje de servicio cerrarse.

Madame de La Ferre se había ido.

—Buena suerte, mi señora —murmuró a la nada.

Antes de salir de su habitación, Françoise guardó consigo uno de los naipes de su baraja y marcó con el carmín de su labial, un beso en el borde inferior.

Con el candelero de oro en mano, siguió el camino marcado por Rashida, atravesó el corredor, bajó las escaleras, dio vueltas y volvió a subir hasta llegar por fin al lugar al que tanto deseaba entrar.

No era tan tarde según recordaba. Cuando se marchó, revisó la hora que marcaba su reloj, eran las once. Era usual que a esas horas la mayoría de los cortesanos se escabullían entre los pasillos y habitaciones vacías para descubrir en la oscuridad sus amoríos, otros, acudían a los encuentros con sus líderes, pero esta vez, Françoise lo hacía para asegurarse de que nadie interferiría en su misión.

Abrió la puerta de servicio despacio, cuidando de no hacer ruido alguno y tras asegurarse de que nadie se encontraba ahí, entró en la habitación vacía y oscura, reservada para el visitante que no tardaría en llegar: el Conde Alexis Étienne de Arnoux.

Dejó el candelero sobre el escritorio y recorrió el recinto, forzando a sus ojos a acostumbrarse a la oscuridad, memorizando así cada mueble, cortina y decorado.

Calculó la distancia entre la puerta de servicio y la principal y simuló portar su revólver.

Imaginó cualquier posible escenario en donde lo confrontaría y terminaría su trabajo.

Anhelaba hacerlo sufrir, pero conllevaba demasiado tiempo, sangre y lloriqueos, por lo que prefirió que fuera algo más rápido. Quizá una bala en la pierna y luego un cuello degollado, para mayor satisfacción u optar por algo más práctico, como disparar la bala directo a la cabeza.

Si tan solo ese hombre estuviera ya en Versailles, aprovecharía el momento para asesinarlo con sus propias manos de la misma manera en la que él se aprovechó de ella cuando solo tenía dieciséis años y era aún muy inocente para conocer la maldad del mundo y de su gente.

«¿Quién crees que pueda creerte ahora? Llevas la marca de los criminales y las prostitutas, ¿enserio piensas que puedes rebelarte en mi contra sin consecuencia alguna?».

Cerró los ojos al recordar esas palabras.

Se llevó una mano al hombro izquierdo y sobre la tela, sintió la marca de la deshonra, tatuada a fuego sobre su carne.

—¡Miserable! —gruñó entre dientes.

«¿Qué significa esto Victoire? ¿Cómo pudiste caer tan bajo? Durante toda tu vida nunca te faltó nada, ¿por qué entonces has traicionado mi confianza?», las palabras de su padre hicieron eco en su cabeza al mismo tiempo que recordaba la risa perversa de Arnoux.

Sacó el naipe y lo dejó sobre el escritorio, a vista de cualquiera que cruzara esa puerta. Gracias a Rashida quien también se encargaba de limpiar esa habitación pudo hacer y deshacer todo sin preocuparse de nada ni nadie.

Contempló la dama de picas que sonreía maliciosamente bajo el carmín y empuñó las manos. La ira que contenía estaba por salir, pero no iba a descontrolarse.

«Paciencia, paciencia, paciencia». Era la palabra que Clément le repetía con más frecuencia.

Clément..., desde el inicio siempre la apoyó, pero, a pesar de eso, tuvo el descaro de traicionar su confianza a favor de sus intereses. Quizá sentía algo de culpa por utilizarlo, pero el sentimiento de rencor que guardaba dentro de su pecho podía más que cualquier otro que pudiera ser capaz de sentir.

Inhaló y exhaló varia veces hasta recobrar la compostura.

«Esta marca te lo recordará día y noche...», pero las palabras de Arnoux aún resonaban en su cabeza, burlándose de ella, haciéndola sentir sucia y aborrecible.

Dio media vuelta para volver sobre sus pasos, pero su mirada se posó sobre la cama y el recuerdo de esos besos la asquearon.

Cerró los ojos intentando borrar ese pensamiento, pero después, sintió el tacto de sus dedos recorriendo su cuerpo, tatuándose en cada rincón de su piel.

Se mordió la lengua para no gritar y abrió los ojos. El sudor recorría su frente, su corazón latía acelerado y las extremidades le temblaban,

El recuerdo demostraba lo débil y vulnerable que aún era a pesar de intentar mantener la coraza que la protegía de cualquier mirada indiscreta. Solo esperaba que llegado el día no flaqueara y actuara tal y como lo venía imaginando desde hacía mucho tiempo.

—¡Todo por un mísero trozo de pan! —dijo conteniendo las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.

Françoise sabía que al matarlo iba a liberarse del pasado, pero los recuerdos la atormentarían para siempre, imborrables dentro de su mente y en su cuerpo.

Tomó el candelero y volvió por el mismo camino por el que llegó. Bajó escaleras, giró por los pasillos, subió escaleras y caminó largos tramos.

Se detuvo abruptamente al escuchar murmullos al otro lado de la pared. Eran las voces de la Condesa de la Roche y el Baronet de Wagner, el invitado inglés que llegó semanas atrás.

—¡Es claro que el Marqués de La Ferre escogió a una ramera como esposa! ¡Y dicen que la han visto en la cama de ese tal Robespierre! —exclamó la Condesa—. Cree que puede ganarse así el favor de esos que se hacen llamar ilustrados.

El baronet se rio.

—Versailles huele a burdel desde que esa mujer se estableció aquí —añadió el hombre—. Ni la Pompadour era tan cínica.

Françoise rodó los ojos. Ya estaba cansada de escuchar tonterías de todas las personas que la miraban. Confirmó lo que temía: no era tan invisible como esperaba.

Negó con la cabeza y continuó su camino a través de los pasajes hasta dar con el que la llevaría a sus aposentos.

Antes de abrir la puerta que conectaba con su habitación, escuchó pasos en el interior. Apagó la vela y contuvo la respiración.

Abrió la puerta con cuidado y entonces, entre la oscuridad, pudo vislumbrar una silueta masculina acercándose a la cama en la que Rashida descansaba.

Avanzó con pasos sordos hasta llegar al escritorio donde guardaba el revólver previamente cargado en caso de emergencia y apunto al intruso.

Por la altura y el tamaño de su espalda logró reconocerlo. El hombre levantó una daga, dispuesto a atravesar el cuerpo de Rashida.

Françoise sonrió y disparó directo a la cabeza. Gagnebin fue un idiota por haber entrado a sus aposentos.

El cuerpo del espía cayó con un golpe sordo sobre el alfombrado y la daga que llevaba en mano se deslizó por debajo de la cama.

La sangre salpicó por todos lados. El grito de Rashida la tranquilizó, por lo menos ella se encontraba a salvo, había llegado a tiempo.

No quiso imaginar lo que pasaría si tardaba más en la habitación de Arnoux.

—¡Madame! —exclamó la mujer.

—¿Te hizo algo? —preguntó tratando de mantenerse neutral ante la situación. Lo que menos quería era alterar más a Rashida.

La africana negó, levantándose de la cama con gran apuro y poniéndose sobre los hombros una de las finas batas de la señora.

—¿Ese era el espía de Marat?

—Para nuestra desgracia, sí. No lo extrañará —dijo chasqueando la lengua—. Por favor ayúdame a deshacerme de este estúpido. Ya después me encargaré de Marat.

Rashida asintió y entre las dos, metieron el cuerpo al pasaje de servicio que quedaría clausurado hasta que llamaran a alguien que las ayudara a enviarlo con los revolucionarios.

Françoise lo cubrió con una sábana y se aseguró de atarlo bien con una cuerda improvisada creada a base de las telas de los vestidos que ya no usaba. No los extrañaría de todos modos.

—¿Qué pasó allá, Madame? —preguntó Rashida mientras se deshacía de las sábanas y las cortinas ensangrentadas.

—Está hecho —respondió sonriente.

—Su padre estará orgulloso de usted.

—No lo creo, Rashida.





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