Capítulo 17
14 de Julio de 1789
Jacques Léglise comenzaba a pensar que se pudriría en esa celda y se volvería loco de tanto escuchar el goteo del agua.
No sabía cuánto tiempo llevaba encerrado en ese lugar, comenzaba a perder la noción del tiempo
Ploc, ploc, ploc...
Era desesperante. Si escuchaba una vez más el agua, se golpearía la cabeza contra uno el muro de piedra o se daría un buen golpe con la antorcha que colgaba junto a la puerta.
De no ser por la mujer que sufría en la celda contigua, su suplicio sería aún peor, por lo menos tenía el consuelo de una confortante conversación antes de volverse completamente loco.
Era bien sabido que alrededor de la fortaleza de La Bastille, existían rumores que helaban la piel de cualquiera, entre los cuales decían que enterraban vivos a hombres que nunca cometieron delitos pero que habían sido enjuiciados injustamente; otros decían que en cada celda había cientos de personas amontonadas, conviviendo con las ratas y las chinches.
Si bien era cierto que uno de sus compañeros de celda era una rata que comía de su alimento y bebía de su agua, estaba solo. Es más, ni siquiera estaba seguro de si había más personas encerradas ahí.
Lo único de lo que establa plenamente consciente era que no debía estar ahí, más el destino le jugó una mala pasada.
—¿Escuchó eso? —preguntó la mujer de la celda contigua.
—No —respondió.
—Parece un alboroto. ¿Qué estará pasando allá afuera?
—No lo sé, mademoiselle St. Just.
Jacques se recostó en su celda.
Marguerite St. Just era el nombre de la mujer con la que había intercambiado algunas palabras y, según su historia, fue encarcelada por un lío amoroso del que no salió bien librada y del cual, había sido la víctima de un marqués que le tenía resentimiento y odio solo por haber recibido una propuesta matrimonial y ella no pertenecer a una familia noble y poderosa.
—Hoy será un gran día, ¿no cree monsieur? —preguntó la mujer al cabo de un rato.
Después de un momento de silencio, Jacques por fin respondió:
—No lo sé.
No llevaban mucho de conocerse, y sus conversaciones no eran tan largas como se esperaría estando en un lugar donde el tiempo corre demasiado lento, pero sí había tenido el suficiente trato como para saber que Marguerite era una respetada actriz y que tenía un hermano: Armand St. Just, el mismo que ahora mismo estaba haciendo todo lo posible por sacarla de ese lugar tan detestable y desolado.
—Mi hermano tiene un poco de influencia con el líder Marat —habló la mujer—. Estoy segura de que nos puede ayudar, monsieur Léglise. Ninguno de los dos merece estar en este horrendo lugar.
—Comprendo, mi señora.
Jacques hablaba como si no le importara nada.
Cerró los ojos y se dejó llevar, respondiendo cualquier cosa que la mujer estuviera dispuesta a decirle.
—Conozco a uno de los revolucionarios, el monsieur Chauvelin tiene contacto directo con Robespierre. Él ha informado sobre los intereses del hombre que me condenó a este lugar. Estoy segura de que, con esa información valiosa, saldré bien librada de aquí y puedo otorgarle el reconocimiento a usted también para que Robespierre le perdone la vida. —Ella hablaba con total seguridad, parecía mantener la esperanza de salir de ahí en cualquier momento.
Pero Jacques esta vez no respondió.
Abrió los ojos y se dedicó a observar las cadenas que lo mantenían atrapado entre los barrotes y la oscuridad. El fuego de las antorchas era la única luz que podía vislumbrar, pues, su celda no contaba con ventanas.
Respiró profundo y pegó la cabeza contra la pared en la que descansaba.
Había contado el número de barrotes varias veces, también el número de gotas que caían por minuto.
Ya no podía más y eso que solo llevaba dos días ahí.
Posiblemente moriría del aburrimiento.
Cerró los ojos y la figura de Françoise llegó a sus pensamientos, como una luz en su oscuridad.
Intentó descifrar las razones por las que ella había dado muerte al Conde de Arnoux, pero no encontraba ninguna. Por un momento consideró el incidente en los jardines, pero no tenía sentido alguno, era más que evidente que ella lo tenía planeado desde tiempo atrás.
No quería pensar mal del Conde, pero le fue inevitable. Su fama era incomparable con la que él se había ganado después de humillar a su familia con tantas deudas.
Y, cuando por fin había recuperado todo por lo que luchó por años, lo perdió en el momento en que decidió aceptar un crimen que no cometió y todo por una mujer que seguramente estaría burlándose de él junto a las demás cortesanas al pendientes de su situación.
Se llevó las manos a la cabeza e intentó rememorar el sueño que tuvo, pero sin ningún éxito.
—El tres, el siete y el as seguidos te harán ganar, pero con la condición de que no juegues más que una carta al día y después de eso no vuelvas a jugar nunca más en tu vida —repitió las palabras de Françoise.
«Tres, siete, as».
«Tres, siete as».
«Tres, siete, as».
—Sota, dama, as... —murmuró.
La dama de picas. No sacaba de su cabeza ese nombre ni ese naipe.
Sacó de su bolsillo el naipe que encontró sobre el cuerpo de Arnoux, la contempló un largo rato en la oscuridad.
A pesar de su limitada visión, pudo admirar los detalles con los que estaba elaborada. No parecía ser de algún fabricante en particular, este naipe estaba hecho a mano a pedido de una mujer con deseos de venganza.
Françoise había jugado bien sus cartas.
La admiraba y a la vez la odiaba.
Se sintió un pobre ingenuo cuando creyó que su vida por fin había dado el giro que tanto esperaba.
Él éxito fue efímero y ahora lo comprendía.
Acarició el naipe como el único recuerdo que tenía de ella.
Sonrió y carraspeó.
—Se parece a ti... —murmuró acariciando el naipe.
Escuchó disparos, gritos y golpes.
Se arrinconó en su celda y esperó abrazado a sus rodillas.
«¿Qué está pasando?», se preguntó.
Negó ante la posibilidad de un ataque.
No, la Bastilla era el lugar más seguro de todo París. Era una fortaleza impenetrable.
¿Qué estaba ocurriendo allá afuera?
—¿Mademoiselle St. Just? —habló, pero la mujer no respondió.
Tragó saliva, no quería pensar lo peor.
Sus manos le temblaron y un nudo se formó en la boca de su estómago.
Tenía miedo de que algo malo estuviera por suceder. Negó. Nada malo iba a pasar.
—¿Eso crees, muchacho? —La voz de su abuelo ahora parecía reconfortante.
—¿Qué pasa? —preguntó atemorizado.
El fantasmal anciano se acercó a su nieto y lo envolvió en un abrazo.
—Todo estará bien —murmuró.
—¡Jacques! ¡Jacques!
A lo lejos escuchó una voz femenina.
Jacques no pudo resistir más y rompió en llanto.
—Todo estará bien —repitió el anciano espectral.
Jacques sollozaba, abrazándose a si mismo. Quería irse de ahí.
—¡Jacques! —Volvió a escuchar.
Él no dijo nada, permaneció en completo silencio esperando que lo que sea que le estuviera hablando se callara de una vez por todas y lo dejara permanecer en su sufrimiento y dolor.
De pronto, escuchó un golpe en la celda contigua. Pegó el oído a la pared y escuchó pasos y la cerradura romperse.
—Eres libre —dijo una voz femenina que reconoció al instante.
«No puede ser», pensó.
Era imposible, no podía ser ella.
¿Acaso era un producto de su imaginación? ¿Podría ser solo una señal divida de que estaba volviéndose loco?
—¿Jacques Léglise? ¿Sabes dónde está?
La voz tan conocida lo buscaba.
¿Era ella quien lo buscaba? ¿Pero para qué?
Negó ante la posibilidad de ser rescatado. Eso jamás iba a pasar, todo estaba en su mente.
Tenía que resignarse a morir en esa celda.
—En la celda contigua —respondió Marguerite St. Just.
Por un momento creyó escuchar la esperanza radiando en la voz de la mujer que le hizo compañía durante esos pocos días donde la oscuridad fue su única compañía.
—Merci.
Jacques Léglise se paralizó ante el intercambio de palabras de las mujeres.
Se miró las manos, no tenía puestos los grilletes.
Frunció el ceño.
—En realidad ellos nunca te pusieron nada, muchacho —dijo el abuelo Léglise mostrando una sonrisa—. Todo está en tu mente. Eres un prisionero de tu propia culpa y remordimiento.
Jacques quedó consternado ante las palabras de su abuelo.
—Si todo está en mi mente, entonces ella no es real.
El abuelo Léglise torció la boca.
—No lo creo, pero valdrá la pena esperar un poco, ¿no crees?
Jacques no dijo nada y esperó a que, lo que sea que estuviera a punto de ocurrir no tardara demasiado.
En la oscuridad y en total silencio permaneció hasta que unos duros golpes en la puerta de su celda retumbaron en todo el pequeño cuarto.
Miró la puerta abrirse y a una mujer abriéndose paso con una antorcha en mano.
Ella parecía sonreírle. Dejó en el piso la antorcha y corrió hasta él, para envolverlo en un abrazo.
Su estómago se revolvió. Sus labios temblaron y su cuerpo quedó inmóvil, apartado de cualquier reacción que ayudara a comprender a la mujer que estaba feliz de verla.
Ella hablaba acelerada, estaba sudada y tenía el cabello oscuro enmarañado. Había sangre en su ropa. No dudaba que se había abierto paso hasta él derramando sangre inocente.
De Françoise Dieudonné ya esperaba cualquier cosa.
Si ella había sido capaz de engañarlo y dejarlo a su suerte, ¿qué otra cosa no podría hacer?
Parpadeó varias veces hasta que por fin recobró el sentido.
—¿Françoise? —murmuró—. ¿Cómo? ¿Tú?
—No hay tiempo, ponte esto, ¡apresúrate porque vienen a matarte! —gritó exaltada.
—Me harían un favor si lo hicieran —respondió mirando a la nada.
En su mano aún mantenía el naipe que dobló y ocultó en el interior de su puño.
Ella frunció el ceño y lo abofeteó con gran fuerza que la cara le volteó.
Él no se inmutó.
Le ardía la mejilla, pero no se sentía capaz de obedecer las órdenes de esa mujer.
—¡Jacques Léglise! ¡Es mejor que obedezcas ahora mismo! —gritó.
Aceptó a regañadientes, se desvistió y siguió las indicaciones de la mujer.
—No entiendo porque hace esto si era lo que pretendía en un primer momento, Madame —dijo, haciendo énfasis en la última palabra.
Quería demostrarle el repudió que sentía.
Françoise rodó los ojos y se acercó a él.
—Si no hubieras estado ahí... pero lo hiciste. ¿Sabes qué? Ya deja de llevarme la contraria y haz lo que te digo.
Jacques terminó de vestirse y recibió la escarapela que la mujer se había quitado del vestido.
—Esto te ayudará a pasar desapercibido allá afuera. Ahora vamos.
Jacques no se movió.
Françoise resopló y lo tomó de la mano.
—Si quieres que me disculpe contigo, está bien. Pero no aquí, no ahora. Es demasiado riesgoso y no podemos quedarnos.
Jacques resopló.
Su abuelo lo miraba sorprendido.
—Ve con ella si quieres seguir viviendo —dijo el abuelo Léglise.
El rubio, desconcertado, suspiró y aceptó a ir a donde la marquesa de La Ferre ordenara.
Al fin y al cabo, no tenía otra opción.
La mujer salió de la celda, él la siguió con la antorcha en mano.
Durante el trayecto de regreso, alcanzó a vislumbrar el objeto que ella llevaba debajo del brazo.
Poco después tropezó con los cadáveres de hombres que muy posiblemente se enfrentaron en una batalla por la vida.
Al parecer Marguerite St. Just había tenido razón y sí había ocurrido un enfrentamiento afuera, uno que dejó como consecuencia varias muertes violentas.
Al salir, se escabulleron entre la multitud ardida y corrieron por las calles parisinas. Robaron dos caballos y cabalgaron hasta las afueras de París.
Jacques no comprendía qué era lo que pretendía esa mujer, solo la seguía sin meditar sus pasos. Ni siquiera estaba seguro de que ella lo llevaría a un lugar donde podría estar a salvo de la muerte.
Cabalgaron toda la noche, solo se detuvieron en dos ocasiones para cambiar a los caballos o comer un poco en algunas posadas.
Al parecer la marquesa de La Ferre tenía prisa con salir de París lo más pronto posible.
No reconoció el camino que estaban tomando hasta que llegaron a la costa: Marsella.
Perdió la noción del tiempo, ni siquiera sabía en dónde ni cuándo era.
Siguió el paso a la marquesa de La Ferre, quien se detuvo en una vieja casa destartalada que tenía colgado un letrero que decía en letras blancas despintadas:
JEAN-BAPTISTE DIEUDONNÉ
Él no dijo nada y siguió los pasos de la mujer.
Ella dejó por fin el objeto que llevaba bajo el brazo sobre una vieja mesa de madera y se quitó las ropas ensangrentadas.
La vio subir las escaleras y al verla tardar demasiado, comenzó a pasearse por el antiguo lugar.
Encontró retazos de tela tirados, tijeras, velas y documentos. Algunos libros en un pobre estante y candelabros rotos.
Encontró un antiguo retrato de un hombre mayor junto a una hermosa niña pequeña.
En él, reconoció a la mujer sanguinaria que ahora conocía.
«Esa dulce niña no podría ser ella...», pensó.
—El conde se encargó de saquear mi casa después de haber asesinado a mi padre. —Escuchó a Françoise hablar detrás de él.
—Yo...
—Eso es lo último que tengo de él —suspiró—. Mi padre era un comerciante de telas, trabajó mano a mano con la Rose Bertin, la modista de la Reine. Nos mudamos a París en 1778 pero después de la crisis de 1784 la vida como la conocía desapareció. Mi padre enfermó, utilicé nuestros últimos recursos en pagar a un médico y... luego caí en desgracia al conocer al conde de Arnoux.
—No lo sabía... —dijo por fin, dejando a un lado el retrato.
—Porque nunca lo dije. Solo mi marido lo sabía... al menos hasta ahora —sonrió.
—Ven, debes descansar. Mañana nos iremos de París.
Jacques se quedó inmóvil.
—¿Nos? —preguntó en un murmullo.
—Sí. Eso fue lo que te prometí, ¿recuerdas?
Jacques asintió y fue guiado por la mujer hasta una de las habitaciones del piso superior.
Todo estaba oscuro, por lo que tropezó en varias ocasiones hasta llegar a la habitación que tenía reservada para ellos dos.
Françoise suspiró.
Él entró y vio la única vela encendida.
—Tendrás que cambiarte. Ahí hay algo de ropa que le perteneció a mi padre cuando aún pisaba este mundo. Quizá te quede algo.
Jacques asintió.
Buscó entre las prendas lo que mejor le quedaba y después se metió a la cama.
Se sentía incómodo al tener a Françoise en la misma habitación que él. Ella parecía vigilar a través de la ventana. Permanecía alerta.
Llevaban dos días sin dormir debido al viaje, por lo que no dudó en invitarla a conciliar el sueño.
Ella le sonrió y se abalanzó hacia él, abrazándolo de nuevo.
Esta vez el correspondió el abrazo y sintió un cosquilleo recorrer su piel.
Cerró los brazos alrededor de esa diminuta cintura y se quedaron así un largo rato.
Jacques tenía sentimientos encontrados.
No la odiaba, pero tampoco la apreciaba.
Estaba en deuda con ella, pero a la vez sentía que no tenía nada que pagar.
De pronto, Françoise se apartó y posó sus manos en el rostro del joven burgués, ella lo acarició y después lo besó.
Aquella acción tomó desprevenido a Jacques, quien se dejó llevar y sin pensarlo, se desvivió por calmar la ansia que comenzaba a crecer en su interior.
A la mañana siguiente, Jacques y Françoise se encontraban abordando un barco que los llevaría a Inglaterra.
Ella lucía nerviosa. Él, estaba seguro de lo que estaba a punto de hacer.
Se irían juntos, comenzarían una nueva vida en otro país, alejados de cualquier cosa que los llevara a la muerte.
Pero, de pronto, Françoise se detuvo. Eso tomó a Jacques desprevenido.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Ella lo miró a los ojos.
—Prometí que iría con usted solo si cumplía su palabra y vencía al conde —dijo ella—, pero... no puedo ir con usted, mi deber es quedarme y afrontar las consecuencias de mis actos.
Jacques tragó saliva.
—Pero ¿y qué hay de anoche?
—Olvide lo que haya pasado entre nosotros. No puedo irme. Mi marido me espera y no puedo faltar a mi palabra —suspiró—. A donde sea que vaya, ellos me perseguirán. Será mejor que se vaya e inicie su vida lejos de la revolución.
Françoise le hizo entrega de una bolsa con las joyas.
—Y olvidó esto aquella noche... —dijo la mujer haciendo entrega del anillo de esmeralda—. Tiene que irse ahora mismo.
Françoise se acercó y le dio un tierno beso en los labios, lo abrazó y bajó corriendo del barco.
Le pidió a uno de los marineros que no dejara bajar al hombre y tras un forcejeo, Jacques Léglise se rindió.
—¡Françoise! —gritó, pero ella parecía hacer oídos sordos—. ¡Lo prometiste!
Ella ni siquiera lo miró y solo se apartó.
El barco zarpó.
No había nada más que hacer. Nadie lo dejaría bajar. Todo terminó.
Se miró las manos y jugó con sus dedos, rememorando el momento en que Françoise y él estuvieron juntos por primera y única vez. El aroma de su piel, el sabor de sus besos y la intensidad de sus caricias.
Sonrió una última vez a la mujer que se entregó a él, como si de un primer momento se tratara. Al pensar en ella, sintió un cosquilleo en su pecho.
Françoise no parecía una mujer experimentada en las artes amatorias, como los rumores la hacían ver. Era como si jamás hubiera estado con un hombre, a pesar de la marca que portaba sobre su hombro con deshonra.
—¡Françoise! —gritó su nombre una vez más, pero ella no volteaba.
Veía el muelle alejarse poco a poco.
Quiso lanzarse al mar y nadar hasta ella, pero fue retenido.
Cuando se encontraba suficientemente lejos, alcanzó a vislumbrar a la mujer darse vuelta y alzar una mano.
Jacques derramó unas lágrimas.
—¿Monsieur Léglise?
Jacques se limpió el rostro y se giró hacia el hombre que le había hablado.
—Dígame —habló intentando recuperar el aliento.
El hombre le sonrió.
—¿No se acuerda de mí?
El rubio negó.
—Deberá disculparme.
—Entiendo que dejar el país en el que nació y creció debe ser difícil, pero también lo es para mí y mi pequeña Simone.
«¿Simone?».
Jacques sintió desfallecer y tras ver bien al burgués que le hablaba sonrió.
—¿Monsieur Enjolras?
El mencionado sonrió.
—No esperaba verlo en El Faraon, es el nombre del barco que nos está salvando la vida. ¿Sabe? No podremos regresar a París y tuvimos suerte de encontrarnos aquí antes de que fuera demasiado tarde.
—Eso espero —murmuró volviendo la vista hacia el puerto que ahora era diminuto.
—¿No le gustaría quedarse con nosotros?
Jacques sonrió.
El éxito era efímero, pero al menos había tenido la suerte de encontrarse con las personas que formaban parte de su plan alternativo, en caso de fallar.
Sacó el anillo de esmeralda que le pertenecía a Françoise y se giró hacia monsieur Enjolras.
—¿Podría darle esto a su bella hija? Considérelo el regalo de un pretendiente a futuro.
Monsieur Enjolras sonrió.
—¿Y no le importará perder su apellido?
Jacques negó.
Al fin, ya todo lo que tenía lo había perdido en París. Inglaterra sería su nuevo hogar.
La única forma que tenía para redimirse.
Pensó en Françoise una última vez antes de seguir a monsieur Enjolras por lacubierta del Faraon.
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