Capítulo 14
13 de Julio de 1789
Versailles vio el amanecer una vez más.
En los pasillos y habitaciones no se hablaba de otra cosa que no fuera el terrible asesinato del conde Alexis Étienne de Arnoux y del responsable: Jacques Léglise.
Las criadas murmuraban especulaciones, algunos lacayos y siervos señalaban con el dedo a posibles conspiradores y los cortesanos, impactados por el acontecimiento, solo profesaban falso pesar en pro de conocer la verdad.
Pero, en el interior de esos muros y alejada de todos los murmullos, se encontraba Françoise Dieudonné, sentada al pie de la cama, mirándose las temblorosas manos.
Aún tenía el corazón palpitando a mil por hora y el nudo en su garganta seguía sin desaparecer. Sentía que no tenía vida, que ya no tenía nada más porque luchar.
Por fin había terminado y estaba feliz.
Su mirada se posó en el joyero que descansaba sobre la chimenea y se quedó perdida durante largo rato, sin percatarse de la hora ni el lugar en que se encontraba.
Había dado la orden de no ser molestada.
Cerró los ojos y por fin descansó.
Al poco rato los volvió a abrir y se levantó de la cama para pasearse por la habitación hasta detenerse y observar su ropa ensangrentada sobre la silla.
La daga y el revólver los dejó en la habitación de Arnoux, por lo que nadie tenía nada que sospechar de ella. La única prueba fehaciente era el camisón, la bata y el burgués.
Por su parte Rashida había partido la noche anterior por sus órdenes. La siguiente era ella. El plan debería continuar. Agradeció al idiota de Jacques Léglise por ofrecerse a ser el chivo expiatorio que la ayudaría a librarse de los cargos.
Suspiró.
Al no tener quien le ayudara a vestirse, optó por ponerse algo muy sencillo. Se trenzó el cabello y lo levantó en un moño que adornó con unas cuantas perlas.
Cuando estuvo vestida y maquillada, tomó el perfume de rosas que tanto odiaba y lo lanzó por la ventana.
Se sentía liberada de toda la presión que ocasionó su pasado, pero, aún, muy en el fondo sabía que no era el final y que debía afrontar las consecuencias de sus actos.
No tenía miedo, al menos no por ahora.
Buscó en su cofre unas prendas antiguas, como el corset pequeño que usó cuando escapó del Palacio con Jacques y un viejo vestido, recordatorio de su tragedia; también encontró el vestido rosado que usó en su boda con el marqués de La Ferre y procedió a lanzar esas pertenencias al fuego, junto con su camisón y bata ensangrentadas, para así alimentar las llamas que se alzaron imponentes y ardientes.
La tela fue consumida en el fuego y después lanzó todas las cartas que intercambió con su marido, en las que especificaba sus planes. Mientras menos evidencia existiera, mejor.
Lo único que dejó fue la escarapela tricolor que quizá utilizaría en algún otro momento, pero por ahora, la guardaría.
Contempló como el fuego consumía su pasado y las imágenes de la noche anterior llegaron a su mente.
Ella fue testigo de cómo el joven burgués fue violentamente golpeado y arrestado.
A pesar de no mostrar emoción alguna ni emitir sonido, y sentirse feliz, sintió culpa. No por Arnoux, sino porque alguien más había sido inculpado injustamente y no tendría oportunidad de explicarse ni mucho menos de defenderse ante tales pruebas. Después de todo, consideraba a Jacques una víctima de la maldad de Arnoux, pero también una pieza fundamental en la muerte del noble.
Ella sabía a la perfección que Jacques solo la había utilizado para conseguir sus fines, por lo que usó la misma técnica para poder salirse con la suya. El joven estaba tan cegado por su capricho que no pudo ver lo que estaba frente a sus ojos.
Al principio no quería nada de él, pero ahora, al reflexionar un poco sobre las consecuencias de haber revelado el secreto de los naipes, se dio cuenta de que no había jugado sus cartas en vano, por lo que su muerte no llegaría sin haber conseguido una retribución.
En cualquier momento moriría. Ya no le importaba, al menos no por ahora.
Haber cumplido su misión de vida fue suficiente para ella.
Ojalá su padre estuviera ahí para verla victoriosa.
Porque, al final, ella lo consideraba como un triunfo y nadie se lo podría quitar, no ahora que por la deuda había sido saldada y su pena retribuida con sangre.
La venganza supo tan bien, lástima que no disfrutase el momento como debía.
En su mente perversa, contempló la posibilidad de inmortalizar el momento mandando a hacer una pintura en donde se representara la escena de la muerte del conde, para luego exponerla en su habitación y recordarle cómo había conseguido vengar a su padre. Aunque quizás a su marido la idea no le guste.
Ella jamás perdonaría lo que habían hecho con su vida y ahora, pagarían todos los que le causaron tanto dolor y fueron responsables de su sufrimiento.
El conde solo fue una parte en la destrucción de lo que fue su infancia e inocencia, pero, consideraba a la Reina su verdugo.
Durante su estancia en la Corte francesa, intentó mantenerse alejada de la soberana el tiempo que fuese necesario. No consideró útil acercarse ni siquiera a saludarla.
Tenía cierto repelús hacia Su Majestad, por lo que, sin pensar en las consecuencias y siendo motivada por el rencor, actúo y mancilló aún más su nombre en pro de los intereses del pueblo.
Quizá su nombre no aparecería en los libros de historia, pero al menos la causa serviría de ejemplo a otros reyes y reinas. Al menos era lo que pensaba.
En varias ocasiones Marat expresó lo orgulloso que estaba de ella, pero, la mujer solo sentía repudio.
No se creía capaz de perdonar jamás al mundo que la hizo caer en desgracia.
Cerró los ojos y recordó a su padre, aquel que le sonreía cuando se sentía triste, el mismo que la ayudó a levantarse cada que se caía y aquel que jamás la dejó sola cuando se enteró de su embarazo.
Si existía un hombre al que amaba más que a su propia vida, ese era su padre, Jean-Baptiste Dieudonné.
Abrió los ojos y contempló como el fuego se apagaba lentamente.
Perdió la noción del tiempo.
Se sentía fuera de sí, como si todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor formara parte de un sueño del cual no podía escapar fácilmente.
Cuando se dio cuenta, estaba paseando por el Salón de los Espejos, mirando su imagen en las paredes tapizadas del material reflejante que costó una fortuna a Luis XIV pero que también trajo opulencia a sus terrenos.
Se imaginó qué sería vivir en esa época en donde la única preocupación que tenía era comer, beber y disfrutar de la vida. Quizá le gustaría haber vivido durante la época del Rey Sol, solo para pertenecer a una Corte en donde la diversión era para lo único por lo cual valdría la pena despertar cada día.
Lamentablemente la situación no era como deseaba, por lo que se resignó a seguir viviendo en su triste realidad.
Ella caminó por los pasillos, intercambió palabras con una que otra dama, saludó a un par de caballeros que le sonrieron y, gracias a que las personas eran todo menos discretas, se enteró que Jacques Léglise era ahora un asesino que pronto sería condenado a muerte.
—Lo llevaron a la Bastilla —murmuró la condesa de la Roche—. ¡Lástima! Pero ¿vieron el juego de anoche? Monsieur Léglise podrá ser un asesino, pero sabe jugar el faraon.
La dama con la que conversaba se rio.
—¡Ya decía yo que entre esos dos había algo!
Françoise siguió su camino, ignoró a un vasallo que la saludó y aceptó un papel que con mucha discreción y agilidad intercambió.
Ella guardó el papel en la manga de su vestido y continuó su caminata.
—Dicen que fue un crimen pasional —dijo una criada—. Ya ven que de La Ferre suele divertirse bastante. El conde de Arnoux y monsieur Léglise eran sus amantes.
—¡Eso no lo pongo en duda! —exclamó el lacayo.
Françoise se mordió el labio para no decir nada y continuó su camino.
Estaba acostumbrada a las habladurías de la gente. No tenía opción más que aguantarse todo lo que se decía de ella, aún a sabiendas de que todo era completamente falso.
O en parte no tan certero...
Llegó a los jardines y tomó asiento en la fuente de Apolo. Sacó el papel de su manga y leyó el contenido.
Arrugó el papel y lo volvió a ocultar.
Era parte de una nota que Marat le había enviado mediante uno de sus espías.
Suspiró.
Aunque nadie se lo dijera, ella ya estaba consciente de que era cuestión de tiempo antes de que todo terminara por fin.
Era tarde por la madrugada cuando llamaron a su puerta.
Françoise se levantó de la cama y se puso una fina bata carmesí. Encendió una vela y caminó hacia la puerta, donde una sombra se deslizó y pasó por la ranura una carta.
Ella frunció el ceño y se arrodilló para recoger el papel. Se acercó a la fuente de luz más cercana, su chimenea. Dejó la vela a un lado y se sentó en una silla que estaba ubicada a un costado de la chimenea.
Con la poca iluminación, comenzó a leer. La misiva era del líder revolucionario que conocía a la perfección.
Un mal presentimiento la invadió. Nada podría salir bien proviniendo de los rebeldes. Lo aprendió con el tiempo.
Cerró los ojos, inhaló y exhaló varias veces antes de decidirse a abrir el sobre.
En el interior venía escrita una lista de nombres:
Louis Auguste de France
Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen
Elisa D'angley
Guy de Montespan y familia
Athénaïs Beaufort vizcondesa de Duchêne
Madame Oriana D'Aubigné
Conde Percival de la Roche y su esposa Marie Eugénie.
Conde Philippe D'Artois
Duque de Chevalier
Henri de Franquetot, duque de Coigny
Maria Teresa de Saboya-Carignano
Pierre Victor, barón de Benseval
Yolande Martine Gabrielle de Polastron, condesa de Polignac
...
...
...
...
Jacques Léglise d'Étiolles
Clément Alphonse, marqués de La Ferre
Victoire Françoise Dieudonné, marquesa de La Ferre
Françoise arrugó el papel y lo lanzó al fuego.
«¡Maldito seas Marat!», pensó.
Aquella lista era su sentencia de muerte. Bien sabía que eso iba a suceder tarde o temprano, esperaba que no tan pronto, sin embargo, ya no tenía nada más que hacer en París.
Los únicos nombres que realmente le importaron en la lista fueron los últimos, pues estaba consciente de que su marido era inocente de cualquiera que fueran los cargos por los que se hallaba su nombre escrito en ese mortífero papel. De Jacques no sabía la razón, pero suponía que tenía que ver con la pérdida de su dinero y la fortuna familiar.
En cuanto a ella... pues, ya sabía lo que pasaría, no le sorprendía encontrarse ahí, pero si iba a pedir una explicación, aunque, no sería bienvenida ahí una vez más. Eso estaba claro.
En el momento en que pusiera un pie en París sería encarcelada y juzgada.
Los rebeldes estaban hambrientos de poder y sedientos de sangre noble.
La revolución había empezado.
Pero Françoise no se quedaría con los brazos cruzados.
Tal vez ella no podía impedir que avanzaran, pues era una contra tres líderes que ya han pedido su cabeza.
Pensó en Jacques.
Él la utilizó, pero, a pesar de eso, él no debió haber estado en la escena del crimen. La culpa la carcomió por dentro.
Cerró los ojos y se vio en el lugar del miserables burgués, ¿qué había hecho para llegar hasta ese punto? Estaba consciente de los efectos de la desesperación y los muchos errores que podían cometerse a causa de ello.
Por lo que, por primera vez en su vida, se fijó en otra persona que no fuera ella.
¿Qué hizo Jacques Léglise para terminar en La Bastilla?
¿Querer redimirse? ¿Ganar una partida de naipes? ¿Creer en ella a ciegas?
Françoise tragó saliva.
Al final no era tan diferente a la basura que era Arnoux.
Se convirtió en lo que más anheló destruir.
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