Capítulo 1
30 de Junio de 1789
Jacques Léglise d'Étiolles era un inepto que no conocía los límites de la decencia.
A sus dieciséis años apostó parte de la fortuna de su familia en el faraon y perdió. Intentó recuperarla en distintas ocasiones, pero con cada nueva partida, la deuda se incrementaba hasta ser imposible de pagar.
Se le cayó la cara de vergüenza al confrontar a su padre, quien, a pesar de sus graves errores, optó por perdonar y buscar la manera de ayudar a su hijo, aunque eso significara pedir un préstamo a uno de los nobles más peligrosos de Étiolles.
Jacques sabía que eso era jugar con fuego, pero las múltiples amenazas por falta de pago lo intimidaron al grado de arriesgarse a entregar una garantía de vida al Conde. No pensó las cosas cuando ocurrieron, no meditó nada, el miedo nubló sus pensamientos y, cuando menos lo supo, ya había firmado su sentencia de muerte.
—¿Qué mejor fianza que una vida? —Había dicho él cuando le prometió regresar el dinero en un plazo de dos años.
Con el préstamo pudo pagar la mitad de su deuda. El acreedor no era otro que el Conde de Arnoux, un hombre que usaba su poder y dinero para tomar la vida de las mujeres más hermosas del país. Alrededor de su figura giraban rumores extravagantes, uno menos creíble que el anterior, pero, lo que sí era bien sabido, era que cada una de sus amantes llevaba sobre la piel, marcada a fuego, la fleur de lis.
Léglise se maldecía cada que recordaba su relación con el Conde, aunque su verdadero problema llegó después.
A días de cumplirse el plazo, realizó el acto más estúpido de su existencia y la razón fue injustificable. Ni siquiera pudo confesarlo a su padre cuando se lo preguntó.
Él había quedado prendado de mademoiselle de Montague, la hija de un adinerado comerciante, a la que le aseguró que podía vencer a cualquiera que decidiera jugar con él. Aquella noche la suerte estuvo de su lado, pero, cuando el Conde de Arnoux hizo acto de presencia en el salón de juegos, su riqueza fue desvaneciéndose como la neblina matutina.
El Conde le propuso un trato para pagar su deuda, Jacques se opuso a ello, pues lo consideró bastante arriesgado, pero la coquetería con la que hablaba con mademoiselle de Montague lo hizo cambiar de opinión.
Así Jacques cometió el peor error de su vida, si ganaba, la deuda quedaba condonada, si perdía, debería pagar el doble en un lapso de seis meses, de lo contrario, el Conde podría reclamar la garantía a su manera.
Al final de la noche, mademoiselle de Montague se convirtió en una de las decenas de amantes del Conde y él había perdido toda su herencia. Lo único que debía hacer era recuperarla, pero, era como si al haberse enfrentado al poderoso noble, su poca suerte menguara y cayera dentro de un abismo sin final.
Después de quedar en la ruina, buscó consuelo en el buen vino.
Él sabía que lamentarse no era opción, pero era inevitable no pensar en ello si su mismo apellido se lo recordaba cada que alguien lo llamaba.
Se miró las manos y empuñándolas golpeó la mesa. Se despeinó el cabello y resopló.
El aroma a tabaco impregnaba sus fosas nasales, aturdiendo sus sentidos.
—¡Una más! —gritó agitando el tarro en el aire.
El tabernero rehusó a servirle, pero el joven Jacques insistió hasta ver su tan ansiada bebida.
Dio un sorbo ardiente hasta atragantarse. Tosió un buen rato y pidió una más.
—¡Oh, mon ami, acompáñeme en este buen rato! —exclamó abrazando al tabernero por el hombro.
Jacques hipó, empujó al tabernero y después azotó el tarro contra el suelo de madera.
—¡Espero tengas con que pagar Léglise! —escupió otro hombre desde la entrada del local.
El recién llegado vestía ropas extremadamente sucias y raídas; su barba canosa combinaba con la cabellera grasosa y despeinada que ocultaba debajo de un gorro rojo remendado. Sus arrugas le daban un aspecto duro y el ceño fruncido lo volvían intimidante.
Jacques tragó saliva y se golpeó el pecho al sentir que algo se le atoraba en el esófago. Las manos le comenzaron a sudar, pero aún así sus labios formaron una amplia curva que a leguas se notaba nerviosa e insegura.
El recién llegado era el dueño de la taberna, Gilbert Montparnasse, un hombre al que a nadie le gustaría deberle dinero.
—¡Claro que sí, Gilbert! —respondió Jacques con fingida seguridad, buscando con desesperación en los bolsillos de su casaca azul—. ¡Oh, aquí está! —añadió sacando un anillo de oro con diamantes que perteneció a su difunta madre.
—¡Por tu bien, espero que así sea Léglise! —gruñó Montparnasse arrebatándole la joya.
A Jacques se le borró la sonrisa. Aquel anillo era el último tesoro de su familia.
Recogió el tarro del suelo y cabizbajo, se dirigió a la mesa que compartía con la guarida de una rata, apenas iluminada por una gastada vela.
Se llevó las manos a la cara y reprimió las ganas de llorar.
—¿Le sirvo otro trago, monsieur Léglise? —preguntó una mujer.
Él asintió.
Tras servida su bebida, ella intentó acercarse un poco más, se sentó enfrente suyo y habló.
—Llorar es de débiles.
—Tal vez lo soy, no lo oculto ni lo niego, madame —respondió dando un sorbo al vino.
—¡Deja de llorar y busca la solución!
Él refunfuñó.
—¿Cuál solución? No existe forma alguna de reparar los errores.
—Pero puedes intentar redimirte —murmuró sacando un macaron verde que degustó como si en su vida hubiera probado alimento alguno.
Jacques alzó la vista, deteniéndose por primera vez en la apariencia de aquella mujer que sacaba dulces de quien sabe dónde, dada la situación actual del país, nadie que conociera tenía acceso a exquisitos postres provenientes de Versailles.
La mujer lucía la cabellera rubia atada en una coleta baja, el maquillaje sutil le daba una apariencia más joven, sus ropas, aunque antiguas, no estaban desgastadas ni había señales de haber sido remendadas. Su escote discreto dejaba a la vista un collar de plata en forma de estrella con un rubí incrustado en el dije.
—¿Quién es usted? —preguntó al cabo de un rato.
—Quién no soy, sería la pregunta más apropiada. Pero las presentaciones no son lo mío y prefiero observar, por lo que te diré algo que puede ayudarte a estar en paz con tu familia.
Jacques se mostró interesado ante el discurso de aquella desconocida. No sabía si era por la desesperación o porque ya estaba lo suficientemente borracho para creer en apariciones místicas de mujeres extrañas con soluciones a sus problemas.
Escuchó con atención.
—¿Ves a los hombres de allá?
Ella señaló con el dedo índice hacia la mesa contraria a la habitación, en donde dos soldados conversaban animados mientras bebían, comían queso y fumaban.
Jacques estaba por preguntarle qué relación tenían con lo que acababa de decir, pero en cuanto se giró, la mujer ya no estaba.
Maldijo por lo bajo.
Él se terminó su bebida y se levantó dispuesto a irse al lugar que llamaba casa. Caminó entre los hombres que reían, bebían y jugaban, pasó junto a los soldados que la mujer señaló momentos antes y, dudando, se quedó de pie escuchando su conversación.
—¡Mentiras! —gritó uno azotando su tarro en la mesa—. ¡Todo el mundo sabe que el Marqués no terminó en la ruina gracias a su mujer!
El otro rio.
—Yo estaría avergonzado de tener a mi lado a una mujer que tiene fama de ramera.
Jacques frunció el ceño. ¿Esa conversación qué tenía que ver con lo que él vivía? La intimidad de ese marqués y su mujer no era algo que le interesara.
—¡La deuda quedó condonada cuando de La Ferre le abrió las piernas a Arnoux! —dijo un tercero llevándose el cigarro a la boca.
—Yo también aceptaría ese pago. ¿Y tú qué ves Léglise? —preguntó Montparnasse quien se acercaba a los soldados.
Jacques negó.
—Nada, pero confieso que me ha llamado la atención la conversación de los caballeros sobre... el Marqués de La Ferre —respondió manteniendo la compostura a pesar de que las piernas le flaqueaban.
—¡Oh, Jacques Léglise! —exclamó uno de los soldados, de piel bronceada, alto y corpulento, el cabello negro lo llevaba atado en una coleta baja bien peinada y pulcra—. ¡Las damas hablan de usted, monsieur! Guillaume D'angley, un placer conocerlo —dijo extendiéndole la mano que Jacques aceptó.
—Hablando de damas, ¿qué es esa deuda de la que hablan?
El segundo soldado bufó.
—Me disculpo, monsieur Léglise. Le presento a Albert Moureau.
Jacques asintió.
—Esa deuda —añadió Montparnasse revolviendo una baraja—, fue saldada el día en que el Marqués de La Ferre jugó en Versailles contra la Reina y sus favoritos. Ella perdió cincuenta Luises de oro y diez escudos de plata. Dicen que al final de la noche, el Marqués de La Ferre se llevó más de mil libras, lo que ayudó a estabilizarse económicamente.
—Yo tuve la suerte de conversar con él alguna vez —dijo D'angley rascándose la mejilla—. De acuerdo con sus palabras, ganó gracias a un secreto que le fue revelado por Le Comte de Saint-Germain, el mismo que tiene fama de ocultista.
—¿Y cuál es ese secreto? —preguntó Jacques mostrando más interés.
Al parecer, la enigmática mujer tenía razón y estos soldados podrían ayudarlo a recuperar lo que le pertenecía.
—No lo sé —dijo D'angley resoplando—. No quiso revelarlo aquella vez, sin embargo, es bien sabido que el Marqués no oculta nada a su mujer.
—¿Insinúa que Madame de La Ferre conoce el secreto?
—Esa es una acusación demasiado grave, Léglise —dijo Montparnasse sacando de la baraja tres naipes.
—El secreto del Marqués está relacionado a tres naipes —murmuró Moureau, jugueteando con el cigarro—. Yo estuve ahí cuando ganó a la Reine. No entiendo cómo hizo, pero no pasó desapercibida su suerte. ¡Imaginen! Ganar más de mil libras en una sola apuesta, ni siquiera el mejor jugador podría conseguirlo.
—Al hablar de Saint-Germain todo es posible, ese hombre está involucrado con magia oscura, no es difícil asimilar la relación que tuvo esa magia con la suerte de La Ferre.
—¿Tres naipes podrían considerarse como un tesoro invaluable? —preguntó monsieur Léglise al cabo de un rato.
Por fuera, la casa lucía grande y lujosa. Los jardines se mantenían con vida a pesar de estar en completo descuido. No había luces interiores y tampoco un lacayo que lo recibiera a altas horas de la noche.
Jacques Léglise resopló y abrió la puerta sin cuidado alguno. Al entrar lo primero que hizo fue encender una vela que dejaba sobre una diminuta mesa en el recibidor.
Las palabras de Moreau y D'angley resonaban en su mente. Si era cierto aquel rumor de los naipes de la fortuna y se hacía del secreto, podría ganar y recuperar una parte de su vida.
Estaba consciente de que sus errores jamás podrían ser reparados, pero sí podría reconciliarse con su familia a pesar de todo. Confiaba en que eso sucedería tarde o temprano.
Caminaba por el lúgubre pasillo, siendo observado por los retratos de sus familiares.
La flama de la vela comenzó a danzar con violencia y un escalofrío recorrió su espina dorsal. Una de las ventanas se abrió abruptamente, golpeando contra la pared, ocasionando que el hombre se sobresaltara y entonces, la vela se apagó.
Maldijo en voz alta lanzando la vela a la pared. Ésta impacto en el retrato de su abuelo fallecido, Joseph Léglise d'Étiolles, quien, a pesar de ser una pintura, lo miraba con desaprobación.
Jacques tragó saliva y se limitó a desviar la mirada de aquella pintura aterradora ante la oscuridad.
¿Qué diría su abuelo si lo viera así?
Estaría decepcionado de él.
Joseph Léglise era un ejemplo a seguir, él jamás habría perdido dinero en apuestas, porque conocía las consecuencias del juego, tampoco hubiera sido una causa perdida ni mucho menos una vergüenza para sus seres queridos.
Resopló.
Cerró la ventana que se había abierto momentos antes, asegurándose de hacerlo bien esta vez.
Se frotó las manos que ahora sentía heladas y optó por irse a dormir.
A pesar de su condición de ebriedad, estaba consciente de lo que ocurría a su alrededor, podría ser un borracho, pero jamás sucumbiría ante los efectos del alcohol.
Para él sería el colmo de su desgracia si eso sucediera.
Subía por las escaleras cuando una ráfaga de aire agitó su larga cabellera rubia y después, un rayo iluminó la oscura estancia, al escucharse el trueno, quedó sumido en la oscuridad.
Cerró los ojos y se llevó una mano al pecho.
Escuchó pasos tras él. Se giró y buscó al intruso, pero este era increíblemente escurridizo.
Lanzó una maldición al aire y después una sombra pasó a su lado.
Se estremeció al sentir el frío recorriendo su ser y desaparecer en lo alto de la escalinata.
Fue levantando la cabeza poco a poco hasta toparse con aquello que lo observaba con los brazos a los costados.
Otro rayo iluminó la estancia, revelando la identidad de la persona que lo miraba con decepción.
Enseguida comenzó a llover.
Jacques palideció y se acercó, con miedo, a esa persona que reconoció de inmediato.
¡Lo había extrañado! Pero también se sentía extraño al estar frente a él una vez más.
—¿Qué has hecho, Jacques? —habló la persona con voz áspera.
—Yo... no sé —respondió en un hilo de voz.
Sus manos temblaban y las piernas flaquearon.
Con la poca iluminación lunar que entraba por uno de los ventanales junto a la escalinata, vislumbró ese arrugado rostro y el ceño fruncido; reconoció aquella bata de terciopelo rojo y la cascada plateada que le caía por la espalda.
Jacques se dejó caer de rodillas y le tomó la arrugada mano, depositando un beso.
—Pardonne-moi, grand-père! —decía con la voz temblorosa.
Sus emociones lo traicionaron. Comenzó a llorar y a lamentarse de su situación. Se sentía debilitado, no por el alcohol, sino por la culpa, la desesperación.
No tenía idea de lo que debía hacer, tampoco estaba seguro de si la idea funcionaría o si acaso obtendría el perdón, pero tampoco tenía otra opción. Intentaba redimirse, no importaba el precio.
Le contó a esa aparición todo lo que había hecho y cómo traicionó a su padre, la única persona que aún tenía fe en él.
—Lo voy a arreglar, lo prometo, grand-père —dijo entre sollozos—. La esposa del Marqués de La Ferre me ayudará... ella es la solución, solo... necesito el secreto de los naipes y entonces...
El hombre de canos cabellos negó.
—No es necesario —interrumpió—. Lo único que traerá esa decisión será dolor. No lo hagas más difícil y date por vencido. No lo vale. Ya no... —Fueron las palabras del anciano.
—Pero...
—La oportunidad que tenías la perdiste. Georges-Joseph confió en ti y tú lo destruiste. Ahora vive tu vida, sé el miserable que elegiste ser y deja esas tonterías. Has perdido, ¿qué crees que ganarás? Ya has manchado el nombre de la familia lo suficiente, no nos traigas más desgracias.
—Grand-père!
—¡Ya fue suficiente Jacques! —exclamó. Su voz hizo eco.
El rubio se estremeció e intentó replicar, pero la figura de su abuelo había desaparecido.
—Lo voy a arreglar, lo juro por la tumba de mi padre —murmuró.
Su llanto se ahogó con el sonido de la lluvia.
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