Capítulo 3

Habían pasado semanas desde que emprendió su viaje. Las noches lejos de la protección de su hogar fueron las más tranquilas que jamás había tenido. Las rusticas caricias del césped, los susurros de los insectos y el ulular del viento se convirtieron en su resguardo, trayendo consigo una experiencia nunca antes vivida para Lucarius: descansar sin ser acechado por la sombra de su padre.

Encontró protección y seguridad en los frondosos bosques, halló consuelo en el estrellado cielo y consiguió un cálido sueño entre la naturaliza. La vida lejos de su nación estaba alejada de todas las ambiguas costumbres y los ostentosos lujos que tenía como príncipe; sin embargo, jamás se había sentido tan pleno y satisfecho.

La compañía de Fun en su travesía era más que suficiente y solo quedaban leves vestigios de la soledad que lo carcomía. Con su fiel compañero, el silencio era grato y la tranquilidad era el atisbo de libertad con el que siempre había soñado.

Lucarius acababa de llegar a la primera aldea de la nación vecina de Gundai. Su deber era movilizarse por las fronteras de Gundai, utilizando los pequeños poblados para sacar información y de esta forma evitar zonas muy resguardadas donde podría ser reconocido.

La aldea de Inur cumplía con todas las cualidades que había investigado: pocos habitantes, alrededor mil, gente poco instruida, siendo considerada la clase obrera de los nobles del territorio, y con una falta total de guerreros.

Antes de ingresar al lugar, Lucarius le indico a Fun que se ocultara en el bosque que rodeaba el lugar. Dejo sus pertenecías, salvo por su espada y se adentro dispuesto a actuar como un viajero. Su pelo corto había sido cubierto por una tela de color negro, para disimular que buscaba la protección del brillante sol de la mañana. Su piel bronceada sería atribuida a las extensas horas de viaje, y sus rasgos naturales estarían asociados a las regiones cercanas de Bijerne, sin admitir que era proveniente de ahí. Cada respuesta estaba calculada, todo debía fluir de manera sutil y coherente para pasar inadvertido.

Por más que Inur fuese un lugar apartado de las grandes ciudades de Gundai y no hubiese alguna amenaza, el príncipe no se confiaría e iría a cada lugar con la guardia en alto y sin cometer errores.

—¡Ey, pulgoso, ven aquí! —gritó un pequeño niño persiguiendo a otro.

—¡El ultimo en llegar duerme con los Chanpayos! —agregó el niño que iba delante.

Un grupo de pequeños con sus cabellos trenzados, de un inconfundible color cobre, se adueñaban del camino principal. Su entusiasmo se imponía contra las primeras horas de la mañana, dejando ver con risas y juegos una inagotable energía. Sus vestimentas de tela sencilla manchadas con tierra y barro resultaban el orgullo de los pequeños, siendo atribuidas como medallas de sus imaginarias aventuras.

Lucarius se apartó tratando de no interferir en su intensa carrera, actuando como si fuese algo normal de presenciar y sin mostrar ni una mueca en su semblante. Sus ojos se posaban en las pequeñas partículas blanquecinas que emanaban los pequeños, revoloteando con el mismo entusiasmo que ellos. Algo que solo él podía ver gracias a las habilidades de sus ojos, que eran heredadas de su nación.

En un cambio repentino, la energía espiritual de los niños se acumuló en sus piernas, siendo la advertencia previa al uso de magia. Como si fueran un poderoso insecto, los pequeños saltaron en lo alto, algunos mostrando talento y gracia, otros tambaleándose y de manera tosca, intentando seguirle el ritmo a los más diestros, sin perder sus animadas risas y expresiones. Con su gran saltó subieron sin mucho esfuerzo a los techos de las casas, hechos con coloridas flores y césped, y siguieron con su aventura.

—¡Cuantas veces les dije que no pisaran mi techo! —grito un malhumorado anciano al salir por la ventana de su casa—. ¡Trunido, cuando te ponga las manos encima te bañare en aceite y plumas de Pinorido para que aprendas! —amenazó alzando su puño.

Los niños respondieron con burlas y sacando su diminuta lengua para provocar al anciano, dejando en claro que eran consciente de su osadía y no temían por las consecuencias.

—¡Pucha, che... estos niños que ya no respetan! —siguió refunfuñando el anciano al salir de su casa. Su mirada de enojo poco a poco se transformaba en una sonrisa nostálgica, mostrando un cariño incuestionable hacía los niños.

—Que no te asusten esos diablillos, joven viajero, solo son traviesos —agregó el hombre al cruzar miradas con Lucarius.

El anciano imito el accionar de los niños y dio un ágil saltó hacía su techo. Escudriño con cuidado el aspecto las diferentes flores que adornaban su casa, cubiertas de intensos colores cálidos que respondían de manera brillante al reflejo del sol. Un césped verde y suave había sido plantado y resguardado para que creciera de esa forma, tomando un color verde oscuro que servía de escenario perfecto para resaltar las flores y cubrir los ataques del caluroso clima. La mezcla de aromos dulces y un poco fuertes, ambientaba las calles, todas las casas seguían el mismo patrón diseño.

El anciano se agachó con delicadeza y como si se tratara de un frágil tesoro, apoyó lentamente sus manos sobre las inconfundibles huellas que habían dejado los pequeños. Sus palmas se iluminaron y poco a poco restauro la armonía en su amado techo. Las partes dañadas se alzaban como nuevas, irguiéndose sin temor y preparadas para los siguientes enfrentamientos contra aquellos diablillos.

Lucarius siguió su rumbo, ocultando su asombró por el colorido paisaje que pintaban las casas de maderas, recubiertas con pura naturaleza. Salvo por las paredes, todo lo demás era embellecido con plantas y flores, mostrando un cuidado pulcro y estilizado.

Su atención se desvió por un cartel de madera con el dibujo de una jarra llena de una bebida espumeante, era el lugar al que debía acudir. Las puertas ásperas al tacto, rechinaron al atravesarlas. El olor a especies de cocina y estofado le daban la bienvenida al príncipe, junto con las fuertes voces de gente hablando sin tapujos. El lugar contaba con gran cantidad de ventanas, dejando entrar los radiantes rayos del sol con su cálida sensación, casi tan palpable como la camarería de los presentes. Las burlas iban y venían sin descanso, mostrando con claridad que todos se conocían y que no les molestaba la presencia de Lucarius.

El joven príncipe se ubicó en un rincón, donde pudiese apreciar con claridad todo el entorno, sobre todo el tablón de anuncios de la aldea que yacía en una pared. El bullicio le era molesto, como una espina dentro del zapato, no estaba acostumbrado a ese tipo de comportamientos.

—¡Bienvenido, forastero! —saludó una joven de largas pestañas y pecosas mejillas, con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha estas horas de la madrugada no vendemos bebidas alcohólicas, pero si buenos desayunos —anunció con entusiasmo, haciendo a un lado su trenzado y largo cabello color cobre.

—Por eso hice una parada, buscaba algo para llenar el estomago —respondió Lucarius, fingiendo una sonrisa y hablando sin cuidados—. ¿Qué me recomienda?

—Estofado de Pinorido es lo que más se consume. No encontrara ni una sola pluma en su carne —agregó con una deslumbrante confianza y una mirada dulce.

—Me gustaría un cuenco, por favor —respondió, siendo absorbido por la amabilidad de la joven, sus ojos no se apartaban de sus amigables expresiones.

—¡No se diga más, un Pinorido se le dará! —dijo entonando unas rimas y moviendo la cabeza de lado a lado.

—Señorita, una cosa más —agregó Lucarios, antes de que se fuera la muchacha—. Podría calentar mi comida, estoy conservando energías y no quiero utilizar mi magia.

—Sí, che, no hay problema. Usted déjelo en nuestras calurosas y talentosas manos —comentó con gestos exagerados, para luego irse dando brinquitos y manteniendo su ánimo.

Todos los muebles del lugar estaban hechos de roble, luciendo su firmeza y el toque rustico que portaban en sus pocos detalles. El color cobre adornaba la cabeza y la barba de los presentes, sus gestos exagerados y estruendosas risas cargaban el ambiente a cada instante que pasaba. El sabroso olor a estofado los deleitaba con su notable presencia, provocando que más de uno se relamiera ansioso de que llegara su cuenco.

Lucarius no perdía detalle del lugar, de manera disimulada, buscaba los posibles peligros del entorno. Sin embargo, ninguno llevaba consigo un arma, sus ropas de tela y cuero de animal mostraban lo despreocupados que estaban. Rebosaban de un tono juguetón y amistoso, que provocaban en el príncipe una que otra reacción de asombró y desconcierto.

Sobre el tablón de anuncios del pueblo, no había nada. Ni dibujos de gente buscada, peticiones o alguna noticia importante, algo raro de ver. Lucarius había estudiado que allí se ponían todas las peticiones que necesitaban ser cumplida por gente de la zona o viajeros.

—¡Aquí tiene, querido forastero! —intervino la mesera en los pensamientos del príncipe, reluciendo con su sonrisa y mirada dulce—. Un estofado sabroso y vigoroso, tan ostentoso que quedaras fuerte como un Glosó —dijo entre rimas, dejando sobre la mesa una cuchara y un cuenco de madera lleno de verduras y carne.

Antes de irse, poso sus manos sobre el cuenco y de manera progresiva, un leve y sabroso vapor empezó a emerger de la comida. Una vez caliente, la mesera intercambio miradas con el príncipe, indicando que ya estaba listo. La gente de otras naciones utiliza su magia para los quehaceres básicos, incluso los alimentos se sirven fríos para que los clientes le den el toque final y lo dejen a su gusto.

Sin perder tiempo, atraído por su hipnotizante fragancia, el príncipe Lucarius tomó una buena cucharada de su comida. Las verduras rebozaban el caldo y la carne blanquecina resaltaba entre sus coloridos compañeros. El sabor de las especies era demasiado fuerte, la carne se deshacía en la boca, pero carecía de gusto y daba la impresión que nadie conocía a la tan necesaria sal. Sin embargo, Lucarius sonrió con agrado, disfrutando cada bocado.

Sin duda, jamás olvidaría un plato tan particular, rodeado de tanto entusiasmo y camarería. No se había percatado, pero sus ojos empezaban a brillar e incluso disfrutaba de las incesantes burlas que se hacían entre compañeros.

Si fuese por él, disfrutaría estos platos cada día, dejando de lado las exquisitas y jugosas comidas de su reino. Aquí, la comida cargaba con un valor mucho más profundo que solo el sabor, se disfrutaba de la compañía.

La esbelta mesera de actitud risueña esperaba a ser llamada en la barra principal, junto a un anciano de cabello plateado, a pesar de su arrugado cuerpo, su sonrisa no se veía detenida.

La joven iba y venia sin descanso, repartiendo versos y cumplido entre tanto. Deleitando a los lugareños y forasteros que visitaran su local, mostrando un sincero cariño y aprecio sin igual. Brillante sonrisa y dulces gestos acompañaban a la joven, que solo buscaba contentar a los demás. Sus ojos castaños se posaban sobre el príncipe, presa de cierta curiosidad, rasgos tan marcados eran inusuales, algo gritaba dentro de ella que fuera indagar un poco más.

La mirada distante de Lucarius y aquel color intenso que portaban sus ojos, como la oscuridad de la noche, lo dotaban de un aura misteriosa. Además, que llevará una espada en su cintura le daba el toque de guerrero que necesitaban en el pueblo.

Justo cuando la mujer se armo de valor y consiguió ingeniarse de una excusa para interrumpir a Lucarius, unas fuertes e inconfundibles voces se escucharon por fuera del bar. Todos se quedaron callados al instante, agachando la cabeza y dejando un lúgubre silencio. La atmosfera se transformo en un cementerio, donde todo la algarabía y entusiasmo fueron sepultados.

Tres hombres entraron al bar de manera ruidosa, buscando llamar la atención. Su caminar rebosaba de confianza y una actitud burlona hacia los demás aldeanos. Cada uno llevaba a la vista una enorme arma, utilizaba para intimidar, junto a sus fornidos cuerpos. Dos de ellos mantenían el cabello largo y de color castaño, mientras que el más grande del grupo era un calvo con una cicatriz en la cabeza.

No temían en hacer gala de su tono altanero y sus expresiones prepotentes, se veía que llevaban tiempo en el lugar y estaban cómodos con su actuar.

—Lo mismo de siempre, dulzura —dijo el más bajito de ellos, sujetando a la mesera de la cintura y acercándola a él—. No me canso de disfrutar de tu olor a betabel, digna de una buena cocinera, justo como me gustan —agregó lanzando una lujuriosa mirada a todo su cuerpo.

—E-enseguida le traemos su comida —respondió la joven con la mirada puesta en el suelo, víctima de la frustración e impotencia, al igual que todos los presentes.

Lucarius no perdió el tiempo y se puso de pie, marchando hasta la barra, llevando consigo la mirada de todos. A cada paso que daba, un atisbo de esperanza se encendía en el rostro de los aldeanos. Incluso los hombres estaban expectantes a él, su espada había despertado la alerta de peligro en ellos.

—¿Cuánto es por mi comida? —preguntó Lucarius, ignorando a todos, evitando los ojos de los maleantes.

Al unisonó, todos suspiraron resignados, su esperanza había sido en vano.

—Siete monedas de cobre —respondió el anciano que atendía la barra.

Lucarius entrego la paga y procedió a marcharse.

—¿Esa espada es adorno? —preguntó el calvo del grupo, adoptando una postura menos relaja y buscando intimidar con su fornido porte.

—Así es, es solo para evitar problemas —respondió sin voltearse.

—Pues deberás pagar una comisión para "evitar esos problemas".

Lucarius se dio vuelta y dejo sobre la barra quince monedas de cobre.

—Con esto podrán comer tranquilos —dijo de manera sumisa, sin cambiar sus nulas expresiones.

Antes de irse, sus ojos se cruzaron con los de la mesera: el rostro de la joven clamaba por ayuda y entre silenciosos movimientos de sus labios suplicaba "por favor". Aquella brillante y calurosa sonrisa había sido consumida por el temor. Sus dulces rimas habían perdido el valor para presentarse, y la actitud tan característica que llevaba se perdió entre el yugo de los matones.

—Que agradable sujeto, vaya al cuidado de la diosa Tyn —comentó el pequeño de los matones de manera juguetona.

Sin nada más que hacer, Lucarius se fue del lugar sin mirar atrás.

«Inur se encuentra a diez días de una gran ciudad. Por el comportamiento de los sujetos se ve que ya llevan cerca de una semana. Si los aldeanos pidieron ayuda a sus nobles, podrían llegar en cualquier momento, por lo que es mejor que me vaya, de lo contrario podría verme involucrado en todo el asunto», se dijo así mismo mientras reflexionaba. Marchaba por las calles de tierra en dirección al bosque donde se encontraba Fun. Debía alejarse de la aldea y así poder seguir manteniendo un perfil bajo.

Todo el lugar estaba callado, la gente se había ocultado en sus casas. Mientras los cálidos rayos de sol golpeaban su rostro, era despedido con un frio silencio. Aún conservaba el gusto a las verduras en su boca, trayendo consigo las intensas emociones que experimento en el breve tiempo que estuvo dentro del bar. Las simples pero cariñosas rimas de la mesera revoloteaban en su mente, al igual que su contagiosa sonrisa.

«No tengo nada que hacer aquí», se repitió, como si debiera de dar explicaciones antes de abandonar el lugar. «Los anuncios de la taberna fueron sacados por los bandidos, eso explica porque no conseguiré ninguna información importante... Además, no es mi pelea. Padre fue claro con la misión, no debo perder el tiempo en distracciones», agregó con resigno. La sola mención de su padre apagó cualquier chispa de duda.

Durante los siguientes días, el príncipe fue hostigado por el recuerdo de aquella mesera. No podía quitarse ese momento de la mente y no entendía el por qué. Los desolados caminos y extensos prados lo abrumaban con su silencio, provocando que no pudiera escapar de sus pensamientos.

Las noches eran largas y no lograba conciliar el sueño, cada vez que estaba apunto de dormirse, escuchaba las burlas de los maleantes. Ni siquiera las duras y ásperas escamas de Fun podían consolarlo, sin importar que tanto lo acariciase o se recostara sobre él, seguía siendo torturado por una inquietante sensación de malestar.

«¿Qué me sucede? ¿Estoy enfermo?», se preguntaba una y otra vez. Las estrellas brillaban en el cielo y el joven príncipe veía reflejada las traviesas pecas de la muchacha en cada destello.

—Fun, arriba, viajaremos de noche —indicó dándole leves palmaditas al gigantesco reptil, que, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba en posición para viajar—. Siempre tan dispuesto y obediente —susurró de manera suave, entregándole una cariñosa mirada a su compañero.

La brisa nocturna acariciaba su cuerpo, el olor a la humedad del césped y los arboles se impregnaba en el aire y los sonidos de los pasos de Fun servían de distracción para evitar estar en el tortuoso silencio.

Lucarius mantenía la vista al frente, aunque su mente se encontraba en un lugar distante, enfrentando las dudas e incertidumbre que lo agobiaban. Fun libero un pequeño quejido que lo trajo de vuelta, una advertencia de un peligro a lo lejos. Su larga cola se movía de lado a lado en señal de peligro y algunas escamas en su nuca se erguían para demostrar fiereza.

—¿Humo? —preguntó arqueando una ceja, contemplando aquella nube de oscuridad elevándose al cielo.

Varias columnas de humo buscaban alcanzar las estrellas, siendo un fúnebre aviso de un conflicto. Justo en su dirección se hallaba la siguiente aldea, no cabía duda de lo que estaba sucediendo.

—¿Debería huir? ¿Esconderme? —se dijo así mismo el príncipe, dudando sobre su siguiente acción—. No, la respuesta es clara, Fun, debemos mantenernos alejados.

Antes de cambiar la dirección de su viaje, una vez más, el recuerdo del pedido de ayuda de la mesera apareció delante suyo, tan nítido y claro como cuando sucedió. Sintió en su pecho un cálido palpitar, una exigencia de su cuerpo por no retroceder. Sin siquiera pensarlo, Lucarius aceleró el paso hacía la aldea en llamas. A medida que se acercaba, el fuego servía como la luz de un faro, ardía con intensidad en medio de la noche.

Al llegar se encontró con los finales de un combate, todos a su alrededor estaban muertos y sus hogares se quemaban a sus espaldas. El chasquido de la madera retumbaba con fuerza, siendo el único sonido en lugar. La sangre teñía las calles de tierra, formando un espeso barro. El olor a muerte y humo se mezclaba a cada paso, dejando una funesta sensación en el ambiente.

Una intensa explosión retumbo en las afuera del pueblo, iluminando por unos instantes todo su alrededor de un intenso blanco, captando toda la atención del príncipe. Sin dudarlo, impulsado por una extraña sensación en su pecho y deseo de ser útil, se lanzó hacía allí.

Para su sorpresa, delante de él se encontraba una enorme criatura humanoide con la piel de color griseasa, empuñaba una espada con destreza y luchando con ferocidad contra una mujer de cabello castaño y ondulado. Ante los ojos del príncipe, ella brillaba con intensidad, a causa de toda la energía espiritual que la cubría. Su mirada irradiaba un intenso odio y deseó de acabar con la vida de la criatura que se enfrentaba.

Gruhjaki dadaban suiterise, humane —gruño con ferocidad la criatura, con una voz grave y amenazante.

Delante del príncipe yacía la criatura que estaba buscando y acababa de escucharla hablar. Debía actuar rápido y con seguridad, ya no se trataba de él, sino de cumplir los designios de su padre. Este momento lo era todo...

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