Capítulo 1
Las calles rebosaban de gente, más de cinco mil personas se habían reunido en el centro de la ciudad a contemplar el final del rito más importante de su nación: la "ascensión". Todos observaban de manera solemne el acontecimiento, con un silencio gélido y un patriotismo incuestionable.
No había decoraciones estrafalarias, solo enormes estandartes que representaban su nación, Bijerne. Banderas negras, con una espada roja en el centro, se esparcían por el minimalista escenario principal. La naturaleza de los bijerianos se imponía incluso en festejos, priorizaban siempre la eficiencia y rapidez.
El príncipe Lucarius se apoderó de las miradas de todos. Su suave y majestuoso andar, generaba que los presentes abrieran un sendero para no interferir. No había vitoreo, ni murmullos, era abrazado por un silencio religioso.
La ropa del joven príncipe seguía desgastada, repleta de cortes. Su espada aún desprendía un desagradable aroma a sangre, un castigo que debía soportar a cada paso que daba. Su corazón palpitaba con angustia, él no lograba entender el fanatismo de su nación por tradiciones tan sanguinarias como lo era la ascensión.
—No podía esperar menos de mi hijo —exclamó el rey Eldarión, desde su trono arriba del escenario.
Lucarius se postró delante de su padre, tomando aquellos míseros segundos que tenía para armarse de valor. Su boca parecía un desierto que no había visto agua en años. Sentía el peso de un enorme yugo sobre su cuello. La densa atmosfera lo consumía, jamás consiguió acostumbrarse a la presencia de su terrorífico padre.
Al levantar la cabeza y cruzar miradas con aquellos ojos, tan oscuros como las plumas de un cuervo, el príncipe por primera vez en su vida logró ver un atisbo de felicidad en su padre. Una leve mueca que parecía una sonrisa adornaba la comisura de sus labios. ¿Orgullo? ¿Acaso el rey podía demostrar emociones?
—Solo cumplí con mis designios, padre —vocifero débilmente Lucarius—. Aquellos por lo que me has preparado.
—Dilo en voz alta —exigió el rey Eldarión con su voz carente de amor e interés—. Que todos te escuchen.
Lucarius asintió, preparándose para superar sus miedos y cumplir con la petición. Como siempre lo hacía, como siempre lo había hecho, y como siempre lo haría.
—¡Solo concreté tu voluntad, padre! —dijo con firmeza, con la cabeza agachada de manera reverente—. ¡Aquello por lo que me has preparado durante toda mi vida!
El rey se puso de pie, haciendo gala de su majestuoso porte. Poseía una figura digna de un guerrero, un cuerpo bendecido para el combate. Su rostro cuadrado con rasgos bien definidos, lo dotaban de expresiones fuertes y atemorizantes. Desprendía un aura de un soberano como ningún otro, digno de alabanzas y respetos. A los ojos de la multitud, se alzaba su más poderoso guerrero y orgullo, el representante inequívoco de toda su nación.
A cada paso que daba, irradiaba una seguridad y confianza absoluta, dejando en claro que era el dueño de todo a su alrededor. Su vestimenta de telas sencillas pero elegantes, era la muestra de las creencias de Bijerne, el valor no estaba en lo material, sino en el arte del combate y el dominio de la guerra. El rey Eldarión era la viva imagen de lo que representaba ser un Bijeriano, la cúspide de su nación, a lo que todo ciudadano apuntaba ser.
—El día de hoy, mi hijo se ganó la potestad de ser llamado príncipe —anunció con serenidad y autoridad, su voz vibraba en el aire erizándole la piel a sus ciudadanos—. Al igual que todo ciudadano, estuvo en su derecho de participar de la ascensión. Los catorce guerreros que se postularon serán recordados con gloria. Demostraron con orgullo su convicción y su deseo de servir a su nación. ¡Sus familias serán bendecidas con honra! —clamó con una palpable satisfacción.
«¿Honra? ¿Honor?», pensó Lucarius esforzándose por cubrir su disgusto. «Vaya premio, serán recordados por morir. Así es como los recompensa su nación y su ciudad, por su "ferviente" amor por la misma», el príncipe apretó la mandibula y contuvo su disgusto.
—Mi hijo demostró ser el mejor guerrero de su semilla —continuó hablando el rey Elderión—, como todo gobernante en Bijerne, no contó con privilegios, se enfrentó a sus compañeros igual que cualquiera, para congraciarse con su título.
Todo el mundo observaba con atención al rey. Su atención era absoluta, poseían una diciplina y respeto forjado desde pequeños, que rozaba lo paranormal. Todas las demás naciones cuestionaban aquel patriotismo tan extraño.
Pero solo eran años y años de adoctrinamientos. Poseían un amor demasiado grande por sus creencias. Para los bijerianos sus costumbres y cultura eran el verdadero y único camino a seguir. Lo que los hacía superiores a cualquier otro.
—Hoy rendiremos alabanzas y respeto a aquellos guerreros que dieron su vida en la ascensión —dijo para finalizar el rey Eldorión—. Buen trabajo, príncipe —susurró al alejarse del escenario sobre el que estaba —El rey le regalo una última mirada, demostrando que de ahora en adelante lo consideraba digno de atención.
El príncipe Lucarius por fin pudo respirar con tranquilidad. Su sangre volvía a circular con naturalidad, trayéndolo de nuevo a la vida. Su cuerpo reaccionaba de manera instintiva ante su padre, desde pequeño lo sometió a los más duros e inhumanos entrenamientos, con tal de formar un guerrero digno de suceder el trono.
Sin embargo, el problema no era su padre, era su reino. Todos estaban infectados con aquel anhelo de guerra y gloria. Su cultura estaba destinada a engendrar fieros guerreros. Cada ciudadano en Bijerne era adiestrado con el uso de armas desde niños, el arte del combate servía como su dulce nana antes de acabar cada día.
Incluso la natalidad era controlada, se permitía tener hijos una vez cada cinco años, de esta forma podría enfocarse en crear grupos de combates específicos, denominados "semillas". Cada semilla era adoctrinada para servir a la nación, logrando forjar un estrecho vínculo entre los individuos de estas.
Los mejores guerreros de cada semilla, se les permitía postularse a la ascensión, la mayor gloría para un bijeriano. Aquel que sobreviviera a los combates con sus compañeros, con los cuales se había criado, obtendría el favor del rey y un puesto de elite en el palacio. El sueño de todo ciudadano.
Pero para ello, debería luchar a muerte con sus compañeros. Demostrar que su amor por la nación era mucho más grande que cualquier otro vinculo. De esta forma se creaba a los guerreros perfectos, aquellos que ponían a su patria, antes que sus emociones. Además, no había mayor reto para un soldado que, probar el verdadero temor a la muerte y salir victorioso. La esencia de un guerrero se forjaba con el filo de la espada y el valor para dar su vida o arrebatar la de otros.
La guerra entre naciones había terminado hacía más de cincuenta años y, en Bijerne, sabían que la paz traía la debilidad. La comodidad adormecía el espíritu y los sentidos de un guerrero. Por esa razón se creó la ascensión, para mantener a sus mejores soldados preparados para cualquier circunstancia.
«No lo entiendo», pensó con angustia el príncipe Lucarius, contemplando como todos los veían con orgullo y pasión. Incluso aquellos familiares de las personas que había matado en sus combates.
Le había arrebatado la vida a grandes guerreros que solo buscaban servir con honor a su patria. Acababa de consumir los sueños de otros, con tal de... sobrevivir. Participar en la ascensión era un derecho que se le otorgaba a las semillas cuando alcanzaban los veinte años. Era una opción. Salvo en su caso, que fue obligado por su padre. Él solo cumplió una vez más los designios que le otorgaron.
El sol comenzaba a ocultarse, siendo la señal para finalizar la ascensión. Unas tenues lámparas ardían con fuerza, buscando iluminar las calles y casas de piedra. Todos los presentes empezaban a dispersarse en ordenas filas, marchando como un ejército. Mantenían la frente en alto, demostrando sin tapujos su enorme orgullo.
Atrapado por la monotonía y el actuar de los ciudadanos, Lucarius se unió a los demás, siendo víctima de su falta de personalidad y valor para tomar sus propias decisiones. Solo era uno más del montón, destinado a seguir cada una de las peticiones de su padre.
O eso es lo que pensaba, pronto sería envuelto en una situación inesperada que le brindaría una salida.
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Esa misma noche, a altas horas de la madrugada, el descanso del príncipe Lucarius fue interrumpido. Un pedido urgente por parte de su padre exigía su presencia en la sala real. Sin siquiera dudarlo o cuestionar razonas, acudió de inmediato. Cada segundo era valioso, solo se hizo de su espada y fue con la vestimenta de noche.
La enorme puerta de hierro, con elaborados y elegantes trasados, fue la excusa perfecta para detenerse. Unos miseros instantes eran indispensables para el príncipe, los necesitaba para armarse de valor y preparar su mente para la agobiante presencia de su padre.
Podía escuchar unos incesantes quejidos provenir desde adentro. El clamor de alguien luchando con esmero y ferocidad por alzar la voz, mientras se ahogaba en una mordaza. Era una clara señal de que todo iba a ir de mal en peor.
Al entrar, sus ojos se posaban en seguir la alfombra roja, hallando consuelo en su elegante hilar y brillo refinado, ignorando con ello a los presentes y aquel atemorizante ruido que retumbaba sin descanso. El salón era uno de los pocos lugares en Bijerne con decoración ostentosa, pinturas hechas por los mejores artistas de la nación colgaban en cada pared, retractando a los diferentes reyes que habían gobernado a lo largo de los novecientos años de historia. Candelabros de plata y oro potenciaban el ardor de las velas, dándole un solemne toque al ambiente. La sala gozaba de un dulce aroma a Ferjido, la flor nacional, su olor se asemejaba al de las rosas.
El trono, de un intenso negro azabache, se alzaba al final de la sala, su respaldar era adornado con diferentes diseños de armas de guerra. Era el asiento digno para aquel que fuese considerado el mejor guerrero y gobernante.
La atmosfera del enorme salón era consumida por la presencia del rey Elderión. Todas las decoraciones solo servían para resaltar la majestuosidad del mismo y su indudable poder. Los ojos de todos los presentes solo podían concentrarse en él, mejor dicho, en sus pies, pocos eran los valientes que se atrevían a mirar directamente a su majestad sin haber sido dotado de aquel privilegio.
—Heme aquí, padre —exclamó Lucarius, al postrarse frente de él.
Las manos del príncipe se aferraron a las suaves telas del pantalón que llevaba. Los segundos previos a escuchar la voz de su padre eran un intenso calvario. La espera llenaba la mente de Lucarius de antiguas peticiones de tortuosos entrenamientos y sanguinarias hazañas.
—Levanta la cabeza, príncipe —ordenó con frialdad, sin cambiar su porte.
Lucarius obedeció, evitando cruzar sus ojos con los de su padre. Él yacía en su trono, con una expresión de disgusto. Era algo raro de presenciar, su temple siempre se mantenía imperturbable.
—¿Cuáles son sus designios, padre? Estoy a la espera de sus órdenes —dijo Lucarius, tratando de actuar como alguien ansioso por servir.
—Observa lo que encontraron nuestros espías en el reino de Vestigea. —Con un leve gesto de su mano, guio la mirada del príncipe.
El asombro del príncipe fue fue instantáneo; a los pies de dos soldados, Jin y Fervo, se encontraba un ser que jamás había visto. Poseía un aspecto humanoide, con una figura fornida, dotado de un intenso color gris. Se retorcía con bestialidad, mientras se le escurría la baba a través de la mordaza. Sus ojos eran de un amarillo intenso, como el oro, reflejando la mirada de una bestia salvaje y hambrienta. Sus pupilas, alargada de forma vertical, le recordaba a los poderosos felinos mágicos con lo que se había enfrentado en su niñez.
Sin cesar, la criatura persistía en su intento de escapar, mostrando una resistencia inigualable para cualquier ser humano normal. Golpeaba con brutalidad el suelo con las cadenas que lo aprisionaban, en un vano intento de romperlas.
—¿Q-qué es está criatura? —preguntó reflejando su sorpresa, la cual fue ofuscada al instante con la terrorífica mirada de su padre—. Lo siento, padre, no volverá a pasar —indicó cabizbajo, rogando que su falta fuese pasada en alto. Como futuro gobernante, le exigían que mantuviera sus emociones ocultas.
—No lo sabemos —respondió Fervo, el espía de armadura negra y pelo ondulado—. Nos topamos con él en las fronteras de Vestigea.
—Al capturarlo, lo trajimos de inmediato, príncipe Lucarius —agregó Jin, un hombre mayor, con algunas canas en su cabello—. Esta criatura poseía una espada y actuaba con astucia. Incluso parecía que hablaba en un extraño lenguaje.
—¿Hablaba? —interrumpió Lucarius, nunca había leído de criaturas mágicas que pudieran hablar.
—Sí, con fluidez, pero en un idioma diferente al nuestro —afirmó Jin, asintiendo con un leve gesto—. Además, su comportamiento cambio cuando estábamos cerca de Bijerne, es como si hubiese perdido el raciocinio y pasará a ser una criatura salvaje.
—Al comienzo pensamos que estaba actuando —continuó Fervo, sin cambiar su reverente postura—, pero incluso la intensidad de su mirada cambió, tal como ahora, solo se puede apreciar el hambre y deseo de sangre de toda bestia salvaje.
—Lucarius —vocifero el rey Elderión, adueñándose de la atención de todos—, está criatura es un mal augurio —sentenció con serenidad al ponerse de pie—. En mis sueños he sido bendecido con la visita de antiguos gobernantes y todos me han estado advirtiendo de un mal que está por venir. No tengo dudas de ello, investigaremos de inmediato sobre este extraño ser.
El rey Elderión se acercó sin cuidado a la criatura, hasta estar delante de ella. En un ágil movimiento, la tomó del cuello y la levantó, estrangulándola sin piedad. A pesar del enorme tamaño de aquel ser, siendo aún más grande que el rey, no podía librarse de su poderosa mano.
Cuando la vida parecía abandonar a la criatura, el rey Elderión ceso su castigo. La bestia fue arrojada en el suelo, mientras luchaba por conseguir algo de oxígeno. No tardo mucho en volver a su desafiante actitud e intentos por soltarse, demostrando una capacidad física alarmante.
—Llévenlo a la prisión —le ordenó a Jin y Fervo—. Llamen a Gundall, que no tenga piedad y se encargue de sacarle cualquier información necesaria —solicitó el rey Elderión, sin dudar en utilizar a sus torturadores.
—Por otra parte, príncipe, quiero que te prepares. Saldrás junto al sol, en dirección a Vigerne y buscarás cualquier dato relevante acerca de estos seres.
El príncipe por primera vez en su vida sintió su corazón latir con ansias y una extraña calidez. Aquellas palabras significaban que podría alejarse de su padre y de su reino. Su mente quedo en blanco, desconcertado por tan extravagante misión.
El interés por la criatura había sido eclipsado, dentro del príncipe solo se repetía un anhelo: "libertad". Pronto se embarcaría en una nueva travesía y descubriría las verdades de un mundo totalmente diferente al que le enseñaron.
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